LA ESPERANZA - Villiers de l’Isle-Adam

El venerable Pedro Argües, sexto prior de los dominicos de Segovia, tercer Gran Inquisidor de España, descendió a los calabozos seguido de un fraile redentor (encargado de los tormentos) y precedido por dos familiares del Santo Oficio que portaban unas linternas. Estaba cayendo la tarde. Chirrió la cerradura de una puerta maciza, para que el Inquisidor entrase en un hueco mefítico, donde un triste destello de día, cayendo desde lo alto, dejaba adivinar, entre dos argollas fijadas en las paredes, un caballete ensangrentado, una hornilla y un cántaro. Encima de un camastro de paja sujeto con grilletes, una argolla de hierro en el cuello, se encontraba sentado, sin expresión, un hombre andrajoso, de edad indefinida.

Este prisionero era el rabí Abarbanel, un judío aragonés que —odiado por sus préstamos usureros y su desprecio a los pobres— diariamente había venido siendo sometido a la tortura durante todo un año. Su fanatismo «duro como su piel» había rechazado continuamente la abjuración que le ordenaban sus carceleros.

Orgulloso al provenir de una raza milenaria —porque todos los judíos dignos de este nombre son celosos de su sangre—, descendía talmúdicamente de la esposa del último juez, de Israel. Circunstancia que había mantenido su entereza en lo más duro de los continuos suplicios.

Con los ojos llorosos, pensando que la tenacidad de este alma hacía imposible la salvación, el venerable Pedro Argües, aproximándose al tembloroso rabino, pronunció estas palabras:

—Hijo mío, alégrate. Tus trabajos van a tener fin. Si en presencia de tanta obstinación me he resignado a permitir el empleo de tantos rigores, mi tarea fraternal de corrección tiene límites. Eres la higuera reacia, que por su contumaz esterilidad está condenada a secarse…; pero sólo a Dios toca determinar lo que ha de suceder a tu alma. ¡Tal vez la infinita clemencia lucirá para ti en el supremo instante! ¡Debemos esperarlo! Hay ejemplos… ¡Así sea! Reposa, pues, esta noche en paz. Mañana participarás en el auto de fe; es decir, serás llevado al quemadero, cuya brasa premonitoria del fuego eternal no quema, ya lo sabes, más que a distancia, hijo mío. La muerte tarda por lo menos dos horas (a menudo tres) en venir, a causa de las envolturas mojadas y heladas con las que preservamos la frente y el corazón de los holocaustos. Seréis cuarenta y dos solamente. Considera que, colocado en la última fila, dispondrás del tiempo necesario para invocar a Dios, para ofrecerle este bautismo de fuego, que es el del Espíritu Santo. Confía, pues, en la Luz y duerme.

Dichas estas palabras, el Inquisidor ordenó que desencadenaran al desdichado y le abrazó tiernamente. Le abrazó luego el fraile redentor y, muy bajo, le rogó que le perdonara los tormentos. Después le abrazaron los familiares, cuyo beso, ahogado por las cogullas, fue silencioso. Terminada la ceremonia, el prisionero se quedó solo, en las tinieblas.


El rabí Abarbanel, seca la boca, embotado el rostro por el sufrimiento, miró sin atención precisa la puerta cerrada. «¿Cerrada?…». Esta palabra despertó en lo más íntimo de sus confusos pensamientos un sueño. Había entrevisto un instante el resplandor de las linternas por la hendidura entre la pared y la puerta. Una esperanza mórbida le agitó. Suavemente, deslizando el dedo con suma precaución, atrajo la puerta hacia él. Por un azar extraordinario, el familiar que la cerró había dado la vuelta a la llave un poco antes de llegar al tope, contra los montantes de piedra. El pestillo, enmohecido, no había entrado en su sitio y la puerta había quedado abierta.

El rabino arriesgó una mirada hacia afuera.

A favor de una lívida oscuridad, vio un semicírculo de muros terrosos en los que se habían labrados unos escalones; y en lo alto, después de cinco o seis peldaños, una especie de pórtico negro que daba a un vasto corredor del que no le era posible entrever, desde abajo, más que los primeros arcos.

Se arrastró hasta el nivel del umbral. Era realmente un corredor, pero casi infinito. Una luz pálida, con resplandores de sueño, lo iluminaba. Lámparas suspendidas de las bóvedas azulaban a trechos el color deslucido del aire; el fondo estaba en sombras. Ni una sola puerta en esa extensión. Por un lado, a la izquierda, troneras con rejas, troneras que por el espesor del muro dejaban pasar un crepúsculo que debía ser el del día, porque se proyectaba en cuadrículas rojas sobre el enlosado. Quizá allá lejos, en lo profundo de las bramas, una salida podía dar la libertad. La vacilante esperanza del judío era tenaz, porque debía considerarse la última.

Sin titubear se aventuró por el corredor, sorteando las troneras, tratando de confundirse con la tenebrosa penumbra de las largas murallas. Se arrastraba con lentitud, conteniendo los gritos que pugnaban por brotar cuando le martirizaba una llaga.

De repente un ruido de sandalias que se aproximaba le alcanzó en el eco de esa senda de piedra. Tembló, la ansiedad le ahogaba, se le nublaron los ojos. Se agazapó en un rincón y, medio muerto, esperó.

Era un familiar que se apresuraba. Pasó rápidamente con una tenaza en la mano, la cogulla baja, terrible, y desapareció. El rabino, casi suspendidas las funciones vitales, estuvo cerca de una hora sin poder iniciar un movimiento. El temor de una serie de tormentos, si le apresaban, le hizo pensar en volver a su calabozo. Pero la vieja esperanza le murmuraba en el alma ese divino tal vez, que reconforta en las peores circunstancias. Un milagro le favorecía. ¿Cómo dudar? Siguió, pues, arrastrándose hacia la evasión posible. Extenuado de dolor y de hambre, temblando de angustia, avanzaba. El corredor parecía alargarse misteriosamente. No acababa de avanzar; miraba siempre la sombra lejana, donde debía existir una salida salvadora. La última esperanza, a la que debía aferrarse con la desesperación del condenado a la última pena.

De nuevo resonaron unos pasos, pero esta vez más lentos y más sombríos. Las figuras blancas y negras, los largos sombreros de bordes redondos, de dos inquisidores, emergieron de lejos en la penumbra. Hablaban en voz baja y parecían discutir algo muy importante, porque accionaban las manos con viveza. Ya cerca, los dos inquisidores se detuvieron bajo la lámpara, sin duda por un azar de la discusión. Uno de ellos, escuchando a su interlocutor, se puso a mirar al rabino. Bajo esta incomprensible mirada, el rabino creyó que las tenazas mordían todavía su propia carne; muy pronto volvería a ser una llaga y un grito.

Desfalleciente, sin poder respirar, las pupilas temblorosas, se estremeció bajo el roce espinoso de la ropa. Pero, cosa a la vez extraña y natural; los ojos del inquisidor eran los de un hombre profundamente preocupado por lo que iba a responder, absorto en las palabras que escuchaba; estaban fijos y miraban al judío, sin verlo.

Al cabo de unos minutos los dos siniestros discutidores continuaron su camino a pasos lentos, siempre hablando en voz baja, hasta la encrucijada de donde venía el rabino. No le habían visto. Esta idea atravesó su cerebro. ¿No me ven porque estoy muerto? Sobre las rodillas, sobre las manos, sobre el vientre, prosiguió su dolorosa fuga, y acabó por entrar en la parte oscura del espantoso corredor.

De pronto sintió frío sobre las manos que se apoyaban en el enlosado; el frío venía de una rendija bajo una puerta hacia cuyo marco convergían los dos muros. Sintió en todo su ser como un vértigo de esperanza. Examinó la puerta de arriba abajo, sin poder distinguirla bien, a causa de la oscuridad que la rodeaba. Tentó: nada de cerrojos ni cerraduras. ¡Un picaporte! Se levantó. El picaporte cedió bajo su mano y la silenciosa puerta giró.



La puerta se abría sobre jardines, bajo una noche de estrellas. En plena primavera, la libertad y la vida. Los jardines daban al campo, que se prolongaba hacia la sierra, en el horizonte. Ahí estaba la salvación. ¡Oh, huir! Correría toda la noche, bajo esos bosques de limoneros, cuyas fragancias le buscaban. Una vez en las montañas, estaría a salvo. Respiró el aire sagrado, el viento le reanimó, sus pulmones resucitaban. Y para bendecir otra vez a Dios, que le proporcionaba esta misericordia, extendió los brazos, levantando los ojos al firmamento. Fue un éxtasis.

Entonces creyó ver la sombra de sus brazos retornando sobre él mismo; creyó sentir que esos brazos de sombra le rodeaban, le envolvían, y tiernamente le oprimían contra un pecho que le pertenecía. Una alta figura estaba, en efecto, junto a la suya. Confiado, llevó la mirada hacia esta figura, y se quedó jadeante, enloquecido, los ojos sombríos, hinchadas las mejillas y balbuceando de espanto. Estaba en brazos del Gran Inquisidor, del venerable Pedro Argües, que le contemplaba, llenos los ojos de lágrimas y con el aire del pastor que encuentra la oveja descarriada.

Mientras el rabino, los ojos sombríos bajo las pupilas, jadeaba de angustia en los brazos del inquisidor y adivinaba confusamente que todas las fases de la jornada no eran más que un suplicio previsto, el de la esperanza, el sombrío sacerdote, con un acento de reproche conmovedor y la vista consternada, le murmuraba al oído, con una voz debilitada por los ayunos:

—¡Cómo, hijo mío! ¿En vísperas, tal vez, de la salvación, querías abandonarnos?