EL PLANETA OSCURO - Herbert W. Franke

Se hallaron en medio de un paisaje desolador, vestidos con los deformes trajes espaciales. El suelo llano y calizo estaba surcado de impactos de meteoritos. Algunos de los pozos, rodeados como heridas de costrosos bordes, alcanzaban profundidades indeterminadas. A cada paso que intentaban dar con rodillas temblorosas, se producía un crujido bajo sus pies. Ellos apenas lo oían, pero notaban el roce y la trituración.

Brock fue el primero en hablar.

—¡Eh, Culler! ¿Me escuchas?

No obtuvo respuesta. El compañero no se movía, sino que parecía tener los ojos clavados en la lejanía… En la llanura, en los tremendos cráteres.

—¡Eh, tú, Culler! —repitió Brock al recordar que, para hablar, debía pulsar el botón situado en su guante.

La respuesta no se hizo esperar.

—¿Por fin estás despierto, viejo? ¿Cómo te sientes? Yo sigo bien, aunque con cierta confusión en la cabeza. Algo así como si estuviera borracho.

—A mí me ocurre lo mismo. Una sensación rara, ¿verdad? Y nada agradable, pero tal vez nos acostumbremos a ella.

No se extendió más, de momento, pero una ola de simpatía inundó todo su ser. Era bueno poder comunicarse con alguien.

Como si estuvieran de previo acuerdo, ambos hombres se dirigieron a la caja gris que había a su lado, sostenida por tres patas. Culler preparó el ingenio para la emisión y buscó la sintonía. Se cerró el verde anillo de luz y se agitaron un par de manecillas.

—Ahora sólo nos resta esperar —dijo Brock, consultando el reloj de pulsera visible a través del puño transparente de su manga—. Faltan tres horas.

En alguna parte del cielo flotaba el planeta. No podían verlo, ya que quedaba demasiado apartado del sol oscuro que parecía pegado al horizonte como un gigantesco disco. Incluso allí, en su proximidad, su luz no era capaz de producir más que un tenue crepúsculo. Superficies de roca tapizadas de terciopelo encarnado, sombras negruzcas y huidizas. En conjunto, un cuadro misterioso y amenazador.

—¡Que precisamente haya vida ahí! —murmuró Culler, señalando vagamente con el dedo hacia arriba—. ¿Cómo se alimentan sus habitantes? ¿Cómo pudieron crear una civilización? Porque son seres cultivados…, ¿o no?

—Con un poco de suerte lo sabremos pronto… Dentro de un par de horas —contestó Brock.

El tiempo transcurría con lentitud. Los astronautas se habían sentado en una especie de peldaño petrificado en forma de flan; probablemente una masa de lava escupida por un volcán o arrancada a las entrañas de la tierra por el impacto de un meteorito y caída luego, adoptando al enfriarse la curiosa postura que tenía ahora.

30 grados de temperatura absoluta.

El doble y medio de fuerza de gravitación.

Los dos hombres estaban cansados. Habían pasado por un entrenamiento duro. Y por una extraordinaria tensión nerviosa.

—¿Qué recuerdas tú aún, viejo? —preguntó Culler, que llamaba así al compañero pese a ser sólo dos años menor que él.

—Pues… no lo sé exactamente… —respondió éste, escudriñando en su cerebro.

Sí, recordaba palabras, manipulaciones, maneras de comportarse. Conocía cifras, fechas, fórmulas, sabía manejar una emisora y programar el comunicador. También era capaz de pensar con lógica, sabía a qué debía atenerse para actuar con acierto y estaba al corriente de las señales de alarma y de las indicaciones de peligro. Tenía grabado en la memoria el mensaje que debía transmitir, del mismo modo que le habían inculcado las proposiciones para un intercambio de conocimientos técnicos, y se hallaba en condiciones de realizar gestiones. Y, naturalmente, conocía a su amigo Culler, pero… ¿qué sabía en realidad de él? Era un muchacho simpático y siempre dispuesto a ayudar, pero… ¿de dónde procedía, qué habían vivido juntos? Brock se dio cuenta, consternado, que Culler era poco más que un extraño.

¿Y él mismo? ¿Quién era? ¿Dónde residía? ¿Tenía amigos y familia? De pronto tuvo la impresión de que le arrancaban el suelo bajo sus pies. Su memoria estaba vacía, hueca… Una creciente inseguridad se apoderó de él. Una espantosa sensación de mareo. Tuvo que aferrarse con los rígidos guantes a la dura roca, para no caer.

—¿Qué te sucede? —la voz de Culler sonó desde lejos—. Respiras con fatiga. ¿Te encuentras mal?

«No quiero que note nada —se dijo Brock—. Quizá él no experimente lo mismo que yo, y probablemente sea mejor así. Tengo que ser fuerte. Pronto habrá pasado todo…»

La redonda escafandra del compañero Culler apareció ante sus ojos, y a través del centelleante cristal distinguió la ancha cara del amigo.

—¿No habías caído hasta ahora en que estamos completamente separados del resto del mundo? He estado pensando en eso. Es algo que siente uno de repente. Pero yo lo compararía con la ingravidez… Unas horas sin apoyo, y luego volverá a ser todo como antes. Yo he recobrado ya la tranquilidad. No es que recuerde nada de mi existencia, pero una cosa sí que conservo en la mente: ¡que tú y yo nos alegrábamos de poder llevar a cabo esta misión!

Brock pensó que el compañero tenía razón. Habían sentido ilusión y, sí, incluso se habían presentado voluntarios. ¿Lograría exprimir algún otro recuerdo? El joven se esforzó hasta que a su frente asomaron perlas de sudor. Inútilmente. Su cabeza estaba vacía. El pasado había muerto.

—Quizá consigamos llegar a un acuerdo —continuó Culler—. Imagínate que por vez primera vamos a enfrentarnos con inteligencias no humanas. ¡Qué posibilidades para el futuro!

—Tienes razón —admitió Brock.

Trataba de convencerse a sí mismo y comprendía que las palabras del compañero le animaban. Poco a poco superó la crisis de angustia y logró concentrarse de nuevo: existían las señales de radio procedentes del espacio, los diversos signos transmitidos y el eco que captaban, la localización del planeta oscuro, los progresos en la comunicación…

Brock se dio cuenta de que el pasado no había muerto. Sólo una parte de él, y eso tenía su motivo. Los científicos habían ideado con la máxima sutileza la estrategia a emplear en el contacto con inteligencias desconocidas. Y el primer precepto consistía en la prudencia.

—No deja de ser peligroso eso de borrar la memoria de los mediadores. De momento, nos causa desventaja en las negociaciones. ¿Cómo saber si actuamos debidamente?

—Tú te declaraste conforme —le recordó Culler—. Si en realidad es necesario, nadie lo sabe. De cualquier forma, nosotros debemos proceder con cuidado. No debemos suponer, de antemano, que los seres extraños nos esperan con sentimientos amistosos.

—Tal vez sí —replicó Brock—. Los seres que han alcanzado un cierto nivel de civilización no pueden albergar instintos destructores, porque saben que, a la larga, un conflicto perjudica a todos los que intervienen en él. Las reflexiones cibernéticas demuestran que…

—¡Viejo! —le interrumpió Culler—. Te olvidas que la teoría quedó atrás. Nos hallamos ante la realidad. Si tú estás en lo cierto, tanto mejor. En ese caso, mañana mismo volveremos a saber adónde pertenecemos.

—Es verdad —contestó Brock—. Perdona. Estaba un poco nervioso, pero ya pasó…

Los dos hombres guardaron silencio nuevamente.

De vez en cuando miraban al cielo. La débil claridad no tapaba las estrellas. En la inmensa cúpula gris, los tristes puntos de luz parecían pegados sobre un papel. No había irradiación ni fulgor impulsados por una atmósfera en movimiento. Brock echó de menos algo en el extraño firmamento, pero no supo decir qué era.

Culler se levantó y dio unos pasos por el agujereado suelo. Tomó un par de cascajos y los volvió a tirar.

—Ni rastro de vida —gruñó—. Todo muerto. Rocas eruptivas. Estratos de sínter. Esto tuvo que ser algún día zona de lagunas. Pero no de agua. Más bien diría que abundaron aquí los pantanos de lava.

Su voz llegaba clara y potente al casco de Brock. La regulación del amplificador funcionaba a la perfección.

—¿Cómo te los imaginas? —preguntó Brock.

Culler supo en seguida a quiénes se refería.

—No acierto a imaginármelos. Supongo que serán totalmente diferentes a nosotros. Sólo pensando en la fuerza de gravitación…, ¡5 g!, supongo que deben ser bajos y rechonchos, y no creo que caminen erguidos. Quizá se arrastren. Lo más probable es que se trate de unos seres forzudos y pesados.

—Pero… ¿y de qué materia se componen? ¿Cómo es su metabolismo? ¿Basado en el carbono? Imposible. El planeta es radiactivo. Para nosotros, un infierno. Insisto en su metabolismo. No reciben luz del sol… Debe ser horrible vivir a oscuras. Quizá se orienten por medio de ruidos, más o menos como los murciélagos.

—Si poseen otros sentidos, es posible que también piensen de manera distinta. El mundo de la imaginación queda determinado por la facultad de perfección. Tal vez no encontremos base alguna para un entendimiento.

—No será fácil. Por ahora no hemos pasado del intercambio de fórmulas matemáticas y físicas. Sin embargo, ya nos han proporcionado algunas sorpresas considerables: el teorema de Fermat, la dependencia del tiempo de la constante de gravitación. Y su concepto de la teoría de la relatividad… ¡Caramba, hay que descubrirse ante ellos!

—Más importante es el hecho de que nunca mencionaran el agua ni el metano ni el amoníaco. En cambio, parecen expertos en la física de los cuerpos sólidos.

Culler apartó con su pie un trozo de piedra pómez. Luego regresó lentamente.

También Brock se puso de pie, estirando sus miembros. El aumento de peso molestaba más al estar sentado que de pie.

—Todo eso es digno de consideración, pero más interesante sería conocer su psicología, su estructura social. ¿Cómo se comportarán con nosotros?

Brock buscó puntos de apoyo. ¿No existía información alguna sobre la postura espiritual de los extraños seres? Habían contestado con prontitud, sí, y habían correspondido a todos los estímulos para un entendimiento. Eran seres inteligentes, pero… Brock notó que crecía en él una cierta desazón. ¿No encerraba todo ello algo inquietante, amenazador? Ahora, al lograr revivir un fragmento de recuerdo, fue teniendo una idea menos confusa… Se había hablado de un problema muy serio… Y… antes que ellos, ¿no lo habían intentado ya…?

Culler se acercó de nuevo al comunicador. Comprobó la tensión, la emisión y el sistema receptor: a través del auricular sonaron desagradables murmullos, como si en alguna parte hubiera una cascada y, más lejos, se oyesen voces humanas. Pero era sólo una ilusión, porque el transformador vocal no estaba conectado.

Brock pulsó el botón.

«… En este momento no hay recepción, no hay recepción. Sólo ruidos de fondo, no hay recepción…»

Aquello sonaba tan impersonal como un anuncio… ¿Y dónde? Brock lo ignoraba, y movido por el disgusto desconectó nervioso el aparato.

—Seguramente llegarán pronto —comentó Culler después de consultar su reloj.

A lo lejos se extendía la superficie destinada al aterrizaje. Las coordenadas habían sido establecidas con exactitud. La tosca roca relucía con tonalidades rojiblancas. Ni siquiera esa parte estaba libre de desigualdades y agujeros, pero al menos no presentaba cráteres y grietas grandes. Una sonda había elegido el lugar, y sin duda alguna era el más adecuado.

La nave espacial debía posarse a quinientos metros de distancia de ellos, que aguardarían en su sitio hasta recibir la señal. Una señal transmitida por radio.

—La visibilidad no es buena —observó Culler—. Quisiera saber por qué debemos aguardar precisamente aquí. Allí enfrente, desde aquella colina plana, podríamos presenciar mejor el aterrizaje. ¿Quieres que vayamos? No nos perjudicaría obtener una visión de conjunto sobre la pista.

Los hombres partieron, uno tras otro. No tenían prisa. Avanzaban pesadamente sobre las quebradizas costras, salvaban las grietas, no sin dificultad, pero de manera segura y esquivaban los socavones del suelo. Se daban cuenta de lo bien entrenados que estaban, aunque no hubieran podido decir de dónde procedían sus experiencias. El tratamiento a que fueran sometidos sus cerebros tenía que haber sido realizado con extraordinaria minuciosidad, porque conservaban sus facultades y los conocimientos generales, mientras que se habían borrado totalmente de su memoria los datos históricos y personales. ¿O se trataba de un psicobloqueo, de una barrera? Brock no lo creía. Una altamente desarrollada biotécnica podría disponer de métodos para extraer información de las moléculas acumuladoras, aunque se hallara interceptado el camino de la conciencia. Pero… ¿no significaba eso que debían empezar desde un principio… a aprender y a encontrar amigos? ¿Y a adquirir confianzas? ¡Ojalá valiese la pena la prueba en verdad!

Los dos compañeros llegaron a la colina y treparon por una inclinada pared de roca. Por fin vieron a sus pies el campo de aterrizaje, semejante a un blanco con incontables impactos. Más allá se extendía una sierra negra y dentada bajo una orla de contraluz.

—¡Ven, viejo! —gritó de pronto Culler—. ¡Fíjate en eso!

Había dado unos pasos más y se encontraba ante una hondonada que hasta entonces había quedado oculta a sus ojos. Sujeto a una peana de hormigón se alzaba un cuerpo metálico, una especie de cápsula de la cual partía un tubo de poca longitud que, colocado de cara a la llanura, señalaba hacia arriba en sentido diagonal.

—¿Qué es eso?

Ninguno de los dos lo sabía, pero el hallazgo hizo vibrar en ambos la cuerda de la desconfianza. Culler se encaramó a un punto más alto y siguió la dirección del cañón. Señalaba éste con exactitud el campo de aterrizaje de la nave procedente del planeta oscuro.

Culler y Brock retornaron a su emisora sin cruzar palabra.

—¡Mira, allá vienen! —exclamó Culler, levantando el brazo.

La misteriosa nave se aproximaba. No se la distinguía como cuerpo, aunque cubría las estrellas. Una tras otra desaparecían a lo largo de una inmensa curva para volver a ser visibles. A continuación apareció una sombra delante de aquel cielo de un gris polvoriento. Y, poco a poco, la sombra descendió.

Brock echó una rápida mirada a su reloj. Los desconocidos acudían puntuales. El hombre conectó el receptor.

«… Dentro de cinco minutos aterrizaremos… Dentro de cuatro minutos y cincuenta segundos… Cuarenta segundos…»

—Les esperamos —contestó Brock.

Ambos permanecieron en la ancha plataforma de roca y contemplaron el aterrizaje. La nave era plana; un cuerpo poco esbelto y rodeado de algo semejante a un doble aro. Nada permitía adivinar que detrás de esas paredes existiera vida, porque no se observaba movimiento alguno. Ni sistema de propulsión a chorro, ni luz. La nave perdía altura con rapidez, pero no se posó en tierra, sino que quedó flotando —según parecía— a escasa distancia del suelo.

«… Terminado el aterrizaje… Listos para la toma de contacto… Rogamos el acercamiento acordado…»

Lo acordado: avanzar hacia la nave espacial, detenerse a cien metros del aparato, realizar una prueba de entendimiento a través del comunicador de los seres desconocidos y, por fin, si todo se producía tal como estaba previsto, la subida al aparato y el vuelo al planeta oscuro.

Brock y Culler iniciaron la marcha, de nuevo uno tras otro. Brock delante y, detrás, Culler. El primero no experimentaba ya nerviosismo alguno. Todo en él era frialdad y decisión. Detrás de la rígida envoltura de su traje espacial oía latir su corazón, quizá algo más rápidamente que de costumbre, pero con fuerza y regularidad. Su mirada no se apartaba de la oscura sombra de la nave que parecía suspendida en el aire. En ella seguía sin verse movimiento alguno. Los astronautas caminaban a buen paso, pero sin prisa. Avanzaban con serenidad y cautela, vigilando lo que sucedía a su alrededor. Ya estaba la acción en marcha, y nada les detendría. ¿Reuniría la nave las condiciones indispensables para la vida humana? Lo comprobarían. Sus trajes llevaban incorporados todos los aparatos necesarios para hacerlo. ¿Qué tenían que temer, propiamente? Los demás sabían que ellos precisaban una aceleración de la gravedad de 1 g y que no soportarían una temperatura absoluta muy superior a los 300 grados Celsio. Otros posibles problemas los solucionarían los propios equipos espaciales.

La nave era mayor de lo que habían supuesto. Cuando alcanzaron la indicada distancia de cien metros, el aparato se alzaba muy por encima de ellos. Y descubrieron que no flotaba, sino que descansaba sobre una amplia corona de muelles en forma de S y delgados como hilos de telaraña.

Brock y Culler se detuvieron.

«¡Prueba de entendimiento…! Pueden acercarse. Nosotros les oímos bien… Preparamos la subida.»

Todo seguía a oscuras, pero los hombres vieron —aunque sólo en forma de vagos contornos—, que se desenrollaba una cinta y se extendía hasta pocos pasos delante de ellos. ¿Una escalera? ¿Una vía de transporte?

«Suban a la cinta. Abrimos la escotilla.»

Había llegado el instante que tanto ansiaran. Y ahora tuvieron que hacer un esfuerzo para arrancar…

Entonces vino lo que, en el subconsciente, los dos habían temido…

Los contadores Geiger se dispararon. No subieron poco a poco, sino saltando de golpe hasta casi rozar el límite de medición. Fue una lluvia mortífera de rayos la que les azotó, y si bien el forro de plomo de los trajes espaciales aminoró sus efectos, los hombres sabían que sólo podrían resistir aquello durante unos segundos o, como mucho, medio minuto.

¡Alarma!

Brock notó que la conciencia del ataque rompía en él una barrera. Había recibido una orden poshipnótica… Su cuerpo se encorvó… y su brazo se alargó para establecer contacto entre la adaptación metálica situada en el dorso de su mano y la placa que llevaba en la corva, a fin de disparar el arma escondida en el interior del traje, cuando…, de súbito, un pensamiento cruzó su mente y una película de lógicas deducciones pasó momentáneamente por ella: espacio vital radiactivo…, espacio vital…, adaptación…, aprovechamiento de las circunstancias…, órganos sensoriales…, percepción… Era su medio de percepción: ¡esos seres veían gracias a los rayos gamma que brotaban del interior de su planeta! Y… lo que pretendían era iluminarles el camino. ¡Habían conectado la luz!

—¡Suprimid la radiación! ¡En seguida! ¡Sería mortal para nosotros! ¡Desconectadla!

Brock permanecía agachado, la mano a la altura de la rodilla, dispuesto a hacer fuego.

Comenzó a contar los segundos… Les concedió diez…

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…

De repente cesó el crepitar del contador Geiger. ¡Los del planeta oscuro le habían comprendido! No se trataba de un ataque por su parte, no. Había sido sólo un error, un descuido. Les aguardaban con sentimientos amistosos… Seguramente se producirían otros malentendidos y habría equivocaciones, pero de todo ello extraerían enseñanzas. Unos y otros.

Brock respiró con alivio. El aire sofocante del purificador le pareció, de pronto, limpio y vivificador. Apoyó brevemente la mano en el brazo de Culler y ambos pisaron la cinta. Una ligera sacudida, y los dos astronautas empezaron a deslizarse hacia arriba.

No tardaron en verse en una cámara oscura.

—Bien venidos a bordo —dijo una voz a través del amplificador.

Momentos después sintieron una insignificante opresión. La astronave había despegado.