El príncipe pasaba el tiempo entregado a deportes censurables y disipados, en unión de malas compañías. Su padre se lo recriminaba con frecuencia, pero sin resultado alguno. Se entristecía al pensar en el día, no muy lejano ya pues se estaba haciendo viejo, en el que Alcouz se encaramaría al trono. El príncipe heredero era, desde luego, universalmente temido, pues la gente sabía muy bien qué clase de sultán sería aquel joven cruel y disipado.
Entonces llegó a Balkh un hechicero que procedía de la India y cuyo nombre era Amaroo. Pronto se hizo famoso por sus habilidades a la hora de predecir el futuro. Sus clientes eran muchos y de todas las condiciones, ya que el deseo por descorrer el velo que oculta el futuro es algo universal.
Alcouz, siguiendo el impulso común, acudió a visitarle. El hechicero, un hombre pequeño, de ojos brillantes y fieros, que vestía una túnica amplia y suelta, se levantó del sofá en el que había estado sentado meditando e hizo una profunda reverencia.
—He venido a ti —dijo Alcouz—, para que me desveles los caminos ocultos e insondables del destino.
—En tanto me lo permitan mis habilidades, haré todo lo posible por complacerle —contestó el hindú.
Rogó al visitante que se sentara y procedió con sus preparativos. Pronunció varias palabras en una lengua que Alcouz no pudo entender y la habitación se oscureció, quedando iluminada tan sólo por la luz fluctuante y débil de los carbones que ardían en un brasero. Amaroo arrojó al fuego algunas maderas perfumadas que llevaba en la mano. Un humo espeso y negro surgió de las brasas, y su figura, medio oculta entre los vapores, pareció hacerse más alta y poderosa mientras recitaba encantamientos en una lengua extraña y desconocida.
La habitación se iluminó y, envuelta en el vapor negro, pareció ensancharse indefinidamente. Alcouz ya no podía ver las paredes y la estancia era como una enorme caverna que se perdía en la distante oscuridad. El humo se retorcía sobre sí mismo, dibujando fantásticas formas que rápidamente fueron tomando una apariencia humana. Al mismo tiempo, los muros de oscuridad se contrajeron hasta dibujar los límites de la sala del trono del sultán. Del brasero salieron nuevos vapores que fueron tomando la forma de los pilares y la tarima donde se hallaba el trono. Una figura en sombras estaba sentada en el trono ante la que otras figuras más se reunían e inclinaban. Pronto se hicieron más nítidas y claras, y Alcouz pudo reconocerlas.
Se encontraban en el recinto del trono real, y la figura sentada era él mismo. El resto eran oficiales de la corte y sus amigos personales. Alcouz portaba sobre su cabeza una corona y sus cortesanos se arrodillaban en pleitesía. La escena se mantuvo durante un tiempo y luego las figuras se disolvieron de nuevo en el vapor negro.
Amaroo permaneció a su lado.
—Lo que has visto sucederá algún día —dijo—. Ahora podrás ver otros acontecimientos.
Se irguió otra vez delante de la columna ondulante de humo y comenzó a recitar encantamientos, y el vapor dibujó de nuevo las columnas y el trono ocupado por la figura solitaria de Alcouz. Estaba sentado con la mirada perdida, absorto en sus pensamientos. Anon, un esclavo, entró y pareció hablar con él, retirándose acto seguido.
Luego apareció una nueva figura que Alcouz reconoció como la de Amaroo, el hechicero hindú. Se arrodilló delante del trono y asemejó pedir algo. La figura sentada iba a responder algo, cuando el hindú, poniéndose repentinamente en pie, sacó un largo cuchillo de su túnica y le asestó una puñalada.
Justo en ese instante, Alcouz, que estaba mirando horrorizado la escena, emitió un grito terrible y cayó muerto, acuchillado en el corazón por el hechicero, que se había acercado a su espalda sin ser visto.