Todos aceptaban que era atractivo, pese a la palidez cadavérica de su cara, la cual nunca se había visto iluminada por el rubor de la pasión, la vergüenza o las fuertes emociones. Como varias de las perseguidoras de notoriedad pretendieron atraer su interés, para conseguir alguna prueba de lo que consideraban afecto, le salieron al encuentro. Una de éstas fue lady Mercer, que al convertirse en una mujer casada parecía haberse dedicado a coleccionar amantes de lo más originales. No obstante, fracasó rotundamente, a pesar de que únicamente le faltó disfrazarse de payaso… En el momento que tuvo delante al desconocido, llegó a la conclusión de que no la veía a pesar de estarla mirando. Por este motivo, abochornada, debió retirarse.
No obstante, aunque la pecadora fuese incapaz de despertar la atención de aquel personaje, se pudo comprobar que trataba a las mujeres. Hablaba lo mismo con la esposa fiel que con la soltera virginal, sin avanzar más allá del simple diálogo. Esto no impidió que se le concediera la fama de ser un excelente conversador. Es posible que hubiese terminado por desaparecer el miedo que al principio pudo despertar, o acaso a las mujeres les emocionaba comprobar que era enemigo de cualquier vicio. El hecho es que se le empezó a estimar. Tanto que se le perdonó que, sin dejar de seguir charlando con las damitas más virtuosas, dedicara su interés a las adúlteras.
Por aquellas fechas regresó a Londres un caballero que se apellidaba Aubrey. Se sabía que era huérfano, y que había heredado, siendo un niño, la gran fortuna de sus padres, la cual compartía con su única hermana. Como hasta sus tutores le dieron plena libertad, al preocuparles nada más que administrar el dinero, quedó bajo la tutela de unos profesores, que se cuidaron de cultivarle la imaginación, sin fijarse demasiado en la razón. Quizá a esto se debiera que terminara transformado en un romántico empedernido, amigo de la verdad y del honor. Creía erróneamente que las gentes eran virtuosas, y que la maldad nada más que respondía a un juego de la Providencia para amenizar la vida. Su ignorancia llegaba al extremo de considerar que la pobreza de una choza sólo era cuestión de estética. Y estaba convencido, además, de que las fantasías de los poetas constituían los cimientos de la existencia. Las mujeres le consideraban un hombre atractivo, extravertido y millonario. Gracias a estos méritos, al aparecer en los salones resplandecientes de la sociedad londinense, se vio atendido por las madres con hijas casaderas, para rivalizar a la hora de destacar los dones de su «posible esposa». Como las jovencitas le alentaban, al sonreírle cuando le veían pasar a su lado, terminó por asumir que era dueño de un gran talento y de unas cualidades que nunca pudo suponer. Y al encontrarse tan unido a las novelescas fantasías de su anterior vida solitaria, le sorprendió comprobar que, excepto las velas de sebo o de cera que alumbraban las estancias, la realidad no coincidía con las ilustraciones y los textos de los libros que había estudiado. Precisamente, cuando empezaba a sentir el deseo de abandonar sus fantasías, fue a encontrarse con el personaje extraordinario que hemos descrito anteriormente. El mismo que tanta expectación despertaba allí donde aparecía.
Al principio se conformó con observarlo. Luego, no pudiendo reconocer la auténtica personalidad de quien no dejaba de permanecer encerrado en sí mismo, terminó por transformarle en un héroe novelesco. Algo que le impulsó a continuar la investigación. Consiguió ganarse su amistad, le rodeó de atenciones y llegaron a intimar hasta el extremo de asistir a las mismas fiestas. Lentamente, fue sabiendo las intenciones que movían a lord Ruthven, al estar soportando una situación bastante crítica. Pronto conoció que se hallaba a punto de emprender un viaje, dado que se estaban realizando los preparativos en la calle. Queriendo disponer de una mayor información, ya que hasta ese momento sólo lo había conocido superficialmente, informó a sus tutores que se hallaba dispuesto a salir de Londres, lo que llevaba años deseando como una forma de convertirse en un adulto licencioso. Dado que recibió la autorización, corrió a entrevistarse con lord Ruthven, el cual le sorprendió gratamente al proponerle que viajasen juntos. Entusiasmado por esta muestra de amistad de un personaje tan indiferente, aceptó al momento. Unas semanas más tarde, los dos se vieron en un barco atravesando el mar para llegar al continente europeo.
Puede decirse que Aubrey no había contado con la posibilidad de analizar el proceder de lord Ruthven. Sin embargo, a partir de ese momento tuvo la ocasión de hacerlo. Para quedar anonadado ante un comportamiento tan absurdo: atendía a todos los vagos, pordioseros y miserables que le solicitaban una limosna o un favor, siempre que fueran gentes maliciosas o perversas. No sólo les daba unas monedas, sino una cantidad de dinero para que cubriesen los gastos de varias semanas. Pero despedía materialmente a patadas a todos los que parecían buenos, honrados o virtuosos.
Con el paso del tiempo, Aubrey terminó por enterarse que varios de los mendigos que habían sido ayudados por lord Ruthven acabaron sus días en el patíbulo o hundidos en la más repugnante de las degradaciones. Se diría que al recibir el dinero cayó sobre ellos una especie de maldición.
Una vez llegaron a Bruselas, el romántico quedó sorprendido al darse cuenta de que su acompañante prefería visitar los lugares del pecado elegante a los salones donde se encontraba la alta sociedad. Arriesgaba grandes sumas en las mesas de juego, y casi siempre ganaba, excepto cuando su rival era un reconocido tahúr. Se diría que no le importaba perder todas sus ganancias anteriores, ya que su expresión ni se alteraba. Claro que se resarcía ampliamente en el momento que tenía delante a un joven imprudente o a un padre de familia, ya que los esquilmaba. Para ello superaba su natural ensimismamiento, al mismo tiempo que le resplandecían los ojos a la manera del gato dispuesto a dar caza mortal al ratoncillo indefenso.
En todas las ciudades donde llegaban, se cuidaba de empobrecer hasta la miseria al infeliz que se había atrevido a jugar con él a las cartas, lo mismo que hacía con los nobles caballeros que se dejaban arrastrar por el vicio del juego. No le importaba ganarles hasta el último céntimo o verles encarcelados por haber apostado un dinero o unas propiedades que no tenían. Sin embargo, esas cuantiosas ganancias permanecían en la mesa, hasta que lord Ruthven las perdía con los tramposos o los tahúres.
Aubrey estuvo en muchas ocasiones dispuesto a hablar con su amigo, para aconsejarle que cambiara la forma de proceder; no obstante, en el último momento temió ser tachado de entrometido… Confiaba en que cualquier día se presentara la ocasión de hablar del tema. Algo que no ocurría nunca.
En el interior del carruaje, lord Ruthven jamás cambiaba su comportamiento, por hermoso que fuera el paisaje agreste o fluvial: se mostraba parco en palabras, sin que sus ojos dejaran de mostrar indiferencia. Mientras tanto, Aubrey luchaba tenazmente por descubrir el gran misterio; y ante sus reiterados fracasos, terminó por convertir a aquel personaje en un ser sobrenatural.
Cuando llegaron a Roma, Aubrey dejó de ver a su acompañante durante bastantes horas del día, porque estaba asistiendo a las reuniones que organizaba una condesa italiana. Por eso decidió ir a visitar los monumentos que le interesaban, sin olvidarlos de algunas ciudades próximas. Hasta que una mañana recogió varias cartas de Inglaterra. La primera era de su hermana, que le enviaba todo su afecto; y las otras provenían del despacho de sus tutores. Éstas le llenaron de preocupación, porque trataban sobre lord Ruthven. Una vez las hubo leído, si antes llegó a pensar que en su compañero de viaje había un poder maligno, en sus manos tenía las pruebas más contundentes. Al parecer la humillación que infringió a lady Mercer, la adúltera, provocó que ésta se hundiera más en el vicio. Respecto a todas las jóvenes virtuosas a las que dirigió la palabra, la mayoría no tardaron en descubrir públicamente sus pecados ocultos o las debilidades que las atormentaban. Toda una exhibición que supuso el comienzo de unas vidas licenciosas.
Aubrey tomó la decisión de separarse de tan nefasta compañía. Pero antes pensó en el pretexto que podía alegar. Debía ser algo creíble. Al mismo tiempo, se cuidó de extremar la vigilancia, con el fin de no perderse ni un solo detalle. Llegó a visitar los mismos lugares que lord Ruthven; y en seguida pudo comprobar que éste andaba detrás de una jovencita inexperta, que era hija de una de las damas más famosas de la ciudad. En Roma resultaba muy extraño que a una soltera se le permitiera asistir a las fiestas de sociedad, por eso el perverso inglés debía actuar en secreto. Llevando continuamente a su vigilante detrás. No tardó éste en saber que la pareja había concertado una cita, que seguramente concluiría con la ruina física y espiritual de la inocente italiana.
Sin más pérdida de tiempo, Aubrey decidió entrar en los aposentos de lord Ruthven. Le preguntó qué pretendía hacer con la joven, a la vez que reconocía estar al tanto de que los dos se iban a ver aquella misma noche. El aludido replicó que pretendía comportarse como en él era habitual. Y al escuchar que si estaba dispuesto a contraer matrimonio con ella, soltó unas carcajadas burlonas. Esto trajo consigo que el romántico se marchara. Luego escribió una carta para comunicar que consideraba rota la amistad. El paso siguiente fue encargar a sus servidores que le buscasen otro domicilio.
No satisfecho con todo lo anterior, fue a la casa de la madre de la joven imprudente, para informarle lo que lord Ruthven pretendía. Acompañó las acusaciones con las cartas que había recibido de sus tutores. De esta forma se anuló la cita. A la mañana siguiente, el perverso noble comunicó, a través de uno de sus criados, a Aubrey que daba por cancelado el compromiso de viajar juntos. Sin embargo, no le acusó de haber sido el culpable de la cita malograda.
Después de salir de Roma, el decidido inglés llegó a Grecia. Atravesó la península con la mayor celeridad, para buscar alojamiento en Atenas, donde compartió la casa con un viejo amigo. Las semanas siguientes las pasó viendo ruinas: esos monumentos levantados por hombres libres que vivían rodeados de esclavos, pero que en aquellos tiempos sólo eran restos cubiertos por los líquenes y la tierra.
Cierto día advirtió que en el mismo edificio vivía una criatura tan bella y delicada, que invitaba a proponerle la misión de modelo de un pintor dispuesto a reflejar en un cuadro el Edén mahometano. Bien es verdad que los ojos femeninos reflejaban una espiritualidad, que difícilmente podía ser comparada con una mujer desprovista de alma. Cuando la veía bailar en el campo o ascender por las pendientes callejeras, creía tener delante a una gacela provista de una gracia y una hermosura casi irreales.
Sin embargo, ¿qué le podía estar ocurriendo para haber cambiado su antigua mirada curiosa, pura, por aquella otra cargada de la lujuria propia del epicúreo? Con frecuencia Ianthe le acompañaba, con sus pasos ligeros, por medio de las ruinas. Unas veces queriendo dar caza a una mariposa de Cachemira y otras flotando en el viento, con lo que mostraba inocentemente todo el deseable esplendor de su cuerpo. Llegaba a tales extremos la fascinación del inglés, que terminaba por olvidar las escrituras que acababa de descifrar en una tablilla borrosa. Con frecuencia, al ver los mechones del cabello femenino revoloteando al aire, junto a esas brillantes tonalidades que adquirían bajo el sol, dejaba marchar sus pensamientos por los derroteros más sensuales. En aquella criatura se veían representados todos los dones de la inocencia, la juventud y la hermosura no deteriorada por los salones repletos de gentes sometidas a los bailes más agobiantes.
En el momento que Aubrey estaba realizando dibujos, que se llevaría como recuerdo de las antigüedades, ella se quedaba sentada muy cerca. Siguiendo el trazo del lápiz, que estaba copiando la magia de aquellos lugares. Luego, Ianthe le mostraba cómo se bailaba en círculo o le hablaba de las bodas a las que había asistido siendo una niña. Más tarde, recordando los sucesos que mayor impresión le habían causado, recordaba las historias que le contaba su niñera.
Entonces se ponía muy seria, como si pretendiera que Aubrey entrara en situación. Uno de estos relatos se refería a un vampiro, el cual vivió algunos años en el seno de una familia normal; sin embargo, a escondidas se estaba alimentando de la sangre de una joven bellísima, a la que terminó por dar muerte al cabo de unos meses. El inglés intentó replicar con sus bromas y risas, aunque en su interior notaba el hielo del terror. Mientras tanto, Ianthe pronunciaba los nombres de los ancianos que, al fin, lograron encontrar vivo a uno de los Vampiros, después de comprobar que algunos de sus hijos y nietos llevaban en el cuello las marcas dejadas por el apetito del engendro.
Al observar Ianthe que el inglés parecía no creer lo que estaba oyendo, le rogó que no la tomase por una mentirosa. Quizá con ánimo de asustarle, se cuidó de recordar que todos aquellos que habían dudado de la existencia de los vampiros terminaron, irremisiblemente, siendo víctimas de los mismos. Le describió la famosa primera aparición de esos engendros; y el pánico de Aubrey se incrementó al escuchar una descripción exacta de lord Ruthven. No obstante, mantuvo su fingida incredulidad, al decirse que sólo podrían ser simples coincidencias. Una postura que terminó por verse debilitada al recordar el comportamiento tan perverso de lord Ruthven.
Aubrey acabó sintiendo un gran afecto por Ianthe. Su candor, tan diferente a las engañosas virtudes de las mujeres a las que él había pretendido dar una identidad novelesca, consiguió robarle el corazón. A pesar de considerar absurdo pensar que un joven inglés de su clase pudiera contraer matrimonio con una jovencita ateniense inculta, comenzó a sopesar la idea, ya que se encontraba muy a gusto junto a tan grácil figura. En ocasiones se notaba muy triste al separarse de ella. Quiso entregarse a la arqueología, y hasta soportó varios días entre las ruinas; pero, finalmente, se dijo que le resultaba insufrible permanecer ni un minuto más lejos de la mujer que era dueña de todos sus pensamientos.
Como Ianthe desconocía que era amada, siguió actuando como la misma chiquilla sincera y espontánea de siempre. En el instante de la despedida, los dos se separaban con cierto disgusto. El inglés atribuyó la reacción de ella a que no contaba con un acompañante en sus frecuentes paseos arqueológicos. Mientras él estaba dibujando o localizando alguna antigüedad, Ianthe recordaba las historias de vampiros. Un día buscó el apoyo de sus padres, los cuales confirmaron, junto a la mayoría de los presentes, cada una de las palabras de la joven. Pero se pusieron pálidos al pronunciar el nombre de los nomuertos.
Aquella misma tarde, Aubrey se dispuso a realizar una excursión por cierto lugar que le habían recomendado. Pero olvidó que se le había aconsejado que no llegara durante la noche, debido a que necesitaría atravesar un bosque que ningún griego se atrevería a visitar a esas horas. Le advirtieron que allí acostumbraban a reunirse los vampiros, para celebrar sus orgías. Era un lugar prohibido a todo ser humano, ya que en el mismo acechaban las más terribles calamidades. El inglés se burló de estos temores supersticiosos. Sin embargo, al comprobar que todos se estremecían al ver su falta de respeto a las tradiciones, tuvo que enmudecer y ponerse serio.
No obstante, nadie pudo quitarle la idea de partir a la mañana siguiente. A la vez que preparaba la montura y el equipo, le intranquilizó las miradas temerosas que le dedicaban sus anfitriones. Llegó a pensar que se sentía aterrorizado. Cuando iba a partir, Ianthe se acercó para suplicarle que regresara antes de que se hiciera de noche, porque con la oscuridad aparecerían los vampiros. Aubrey prometió que sería prudente. Aunque se entregó con tanto entusiasmo a sus exploraciones, que tardó en advertir que estaba agonizando la tarde. En el cielo ya sólo quedaban una o dos manchas que, en zonas más cálidas, acostumbraban a fundirse en un conjunto impresionante, para dejar caer la ira de los elementos sobre los campos más desgraciados.
Por último, se dispuso a cabalgar lejos del bosque, con la idea de recuperar el tiempo perdido. Pero se dio cuenta de que ya era muy tarde. Como en los parajes meridionales apenas hay crepúsculos, el sol había llegado a su ocaso muy de prisa y a él ya le envolvía la noche. No había recorrido más de una legua, cuando la tormenta le cayó encima. Todo se convirtió en un fragor de relámpagos y truenos. La densa lluvia parecía dispuesta a aplastar el follaje, formando grandes charcos; a la vez, los rayos caían con sus sesgados trazos azulados, amarillos y rojos.
Súbitamente, la montura se encabritó, lanzándose en una veloz carrera en medio del bosque, donde las ramas de los árboles eran muy bajas y se enmarañaban igual que unas trampas mortíferas. Al final, la bestia se quedó inmóvil, exhausta. En aquel momento, Aubrey pudo descubrir, ayudado por el resplandor de varios relámpagos, una cabaña que sobresalía dificultosamente entre las montañas de hojarascas y arbustos.
No dudó en descabalgar para aproximarse a pie, diciéndose que acaso encontrara a alguien que le pudiera indicar la mejor ruta para volver a la ciudad o, al menos, contaría con un refugio. Mientras caminaba, creyó estar escuchando, en medio de la vorágine de truenos y desgajamientos de árboles y ramas por culpa de los rayos, unos gritos aterradores de mujer junto a unas estruendosas carcajadas de burla que se producían de una forma casi interrumpida.
Sin embargo, agobiado por los truenos que no dejaban de retumbar sobre su cabeza, decidió abrir la puerta de la cabaña. Tuvo que realizar un gran esfuerzo para conseguirlo. En seguida se encontró en medio de la más absoluta oscuridad. Se oían unas voces, que tomó como referencia al moverse luego de pedir permiso. Nadie le respondió… De repente, tropezó con un cuerpo y, al instante, se vio atrapado por unas manos muy fuertes. Una voz tronó en sus oídos: «¡De nuevo te has entrometido!». Siguió una carcajada alucinante, que le forzó a luchar frente a las tenazas de unos dedos que poseían un vigor sobrehumano. Convencido de que debía luchar por su supervivencia, intentó hacerlo, sin conseguir otra cosa que alguien le levantase en vilo y, después, le tirase contra el suelo. El misterioso enemigo saltó sobre él, para apretarle el pecho con sus piernas y rodearle el cuello con las dos manos…
Repentinamente, la luz de un gran número de antorchas, que estaban junto a la cabaña, confirió al lugar la claridad del día. Esto provocó que el rival misterioso quedase deslumbrado, hasta el punto de que se incorporó, después de soltar a Aubrey, y escapara de allí para perderse en la espesura del bosque, no sin dejar testimonio de su veloz carrera con el crujir de las ramas.
La tormenta ya era una simple lluvia. Los gemidos del inglés, que no podía levantarse, fueron escuchados por los que estaban fuera. Cuando entraron en la cabaña, el resplandor de las antorchas descubrió las paredes de adobe y la techumbre de paja, en la que colgaban pegotes de hollín. Después de escuchar al extranjero, intentaron localizar a la dama que le había arrastrado hasta allí con sus gritos. Esto supuso que el lugar se quedara a oscuras; no obstante, al volver las gentes de las antorchas, Aubrey quedó horrorizado. Estaba contemplando la grácil figura de su hermosísima cicerone, que era portada como se merecía el más delicado cadáver.
Tuvo que cerrar los ojos, negándose a aceptar la realidad. Por unos momentos se dijo que estaba sufriendo la alucinación propia de una mente enfebrecida, sin embargo, al abrirlos pudo contemplar el mismo cuerpo, que estaba muy cerca del suyo. Carecía de color aquel rostro tan bien modelado, y los labios eran unas líneas blanquecinas. Lo que no habían podido arrebatarle era la belleza, que a pesar de carecer de vida resultaba tan fascinante como cuando bailaba junto a las ruinas. En su cuello y pecho se veían unas manchas de sangre, y en su garganta destacaban las heridas de los dientes que habían perforado sus venas. Entonces los hombres la señalaron con sus dedos, al mismo tiempo que gritaban llenos de pánico:
—¡Ha sido un vampiro!
En seguida prepararon una litera, en la que echaron al inglés y el cuerpo de Ianthe, la que horas antes había sido la visión más radiante y hermosa de la ciudad, pero que en aquellos momentos sólo representaba el trágico recuerdo de un suceso diabólico. Aubrey no sabía qué pensar, debido a que la impresión le había dejado la mente en blanco. Pareció querer hundirse en el vacío, en la nada donde no se reflexiona. Sin embargo, había procurado guardarse una daga que encontró en el suelo de la cabaña.
A la salida del bosque, el grupo se detuvo al irse encontrando con las gentes que habían salido en busca de Ianthe, después de que su madre diera la voz de alarma al advertir la desaparición. Como fueron muchos los que empezaron a llorar, sin dejar de hacerlo cuando se aproximaban a la ciudad, los padres de la víctima adivinaron lo que acababa de suceder. Resultaría imposible describir su angustia. Y al saber que la chiquilla estaba muerta, después de mirar a Aubrey y ver el cadáver, fallecieron juntos con el corazón partido por el dolor.
Al encontrarse en el lecho, el inglés fue víctima de una fiebre muy alta, que le obligó a delirar. En ocasiones parecía estar llamando a lord Ruthven y a Ianthe, como si pretendiera rogar al primero que tuviese piedad con la joven a la que él amaba. Pero la mayoría de las veces lo que brotaba de su boca eran infinidad de maldiciones, todas ellas dedicadas a quien consideraba su peor enemigo.
Por aquellas fechas llegó lord Ruthven a Atenas. Al conocer la situación por la que Aubrey estaba pasando, se cuidó de hospedarse en la misma casa. Con el paso de los días se convirtió en uno de los más asiduos visitantes del enfermo. En el momento que éste comenzó a recuperarse, hasta el punto de poder reconocer a quien estaba a su lado, sintió un horror repentino al ver a la persona que consideraba un vampiro.
No obstante, el noble supo utilizar las más hábiles palabras de disculpa, al suplicar perdón por haberle abandonado cuando los dos tanto se necesitaban. Como a esto añadió un trato exquisito, Aubrey se vio consintiendo su presencia. Terminó por decirse que podía estar equivocado, ya que su ex amigo parecía una persona muy distinta a la que él trató en Bélgica y en Roma.
La situación dio un cambio brusco, definitivo, la mañana que Aubrey abandonó la cama, debido a que su compatriota volvió a comportarse con la perversión de aquellas fatídicas semanas. Además, le miraba atentamente, entreabriendo los labios con una sonrisa diabólica que, a la vez, encerraba una especie de maligno deleite. Y esta sonrisa se convirtió en la pesadilla del convaleciente.
A lo largo de la última fase de su restablecimiento, vio cómo lord Ruthven parecía más pendiente de las olas del mar o de disfrutar de la brisa que suavizaba el ambiente en los amplios jardines y terrazas. También se detenía a contemplar el revoloteo de las gaviotas. Es posible que sólo estuviera evitando las miradas de quienes le rodeaban.
El cerebro de Aubrey estaba bastante debilitado por culpa de la conmoción sufrida, y se diría que le faltaba la agilidad de espíritu que antes le había caracterizado. Llegó a desear tanto el silencio y el aislamiento como lord Ruthven; sin embargo, estas dos condiciones era imposible hallarlas en Atenas. Porque las veces que se le ocurrió volver a las ruinas, comprobó que el recuerdo de la figura de Ianthe le sumía en el pesar más angustioso. También la veía aparecer en las colinas y en los jardines. Las veces que pretendió atrapar aquella imagen fantasmagórica, lo único que terminó por contemplar fue el rostro pálido y el cuello herido por los dientes del vampiro.
No le quedó más remedio que aceptar la idea de que debía alejarse de aquellos lugares, donde en cada rincón surgían tan dolorosas evocaciones. Por eso dijo a lord Ruthven, al que se hallaba unido como agradecimiento a los cuidados que le había brindado durante la larga enfermedad, que debían conocer otras zonas de Grecia. Salieron de viaje, para recorrer cada uno de los sitios más famosos; sin embargo, en seguida se dieron cuenta de que se desplazaban con tanta prisa que ni prestaban atención a lo que tenían ante sus ojos.
De repente, comenzaron a tener noticias de la presencia de unos bandidos. Al principio creyeron que eran fábulas de los nativos, los cuales pretendían obtener algún dinero por la información. No haciendo caso a las advertencias, siguieron avanzando sin llevar la escolta que se les había aconsejado.
Cuando estaban recorriendo un desfiladero, en cuyo fondo fluía un estrecho riachuelo, y que era atravesado por un sendero rodeado de enormes rocas desprendidas de las paredes más próximas, comprendieron su error, porque comenzaron a silbar las balas por encima de sus cabezas, a la vez que escuchaban el estampido de varias armas. En seguida reaccionaron sus guías, al buscar protección tras unas enormes piedras, desde las cuales comenzaron a disparar contra el enemigo. Pronto fueron imitados por lord Ruthven y Aubrey.
Minutos después, sintiéndose humillados por los insultos que les estaban dedicando los bandidos, al mismo tiempo que les ordenaban que se rindieran, tomaron la decisión de entrar en acción. Realmente se hallaban a merced de quienes se decidieran a atacarlos por la espalda, ya que la falda del monte ofrecía todas las ventajas en este sentido.
Sin embargo, nada más abandonar las grandes rocas, lord Ruthven fue alcanzado en el hombro por una bala y se desplomó en el suelo. Aubrey acudió en seguida a socorrerle, olvidando que podía correr la misma suerte. De repente, se vio ante los asaltantes…, debido a que los guías, después de conocer lo sucedido a uno de sus amos, alzaron los brazos y se rindieron.
Aubrey terminó convenciendo a los bandidos para que transportaran al herido a un lugar seguro. Para ello debió prometer que les entregaría una fuerte suma de dinero. Después de acordar el rescate, uno de los malhechores fue a cobrar lo acordado, ya que llevaba un pagaré firmado por Aubrey, y lord Ruthven pudo ser atendido en una cabaña. Sin embargo, se debilitaba por momentos. Dos días más tarde sufrió el ataque de la gangrena, hasta el punto de quedar al borde de la muerte.
Lo más singular fue que su semblante no cambio en nada, como tampoco se lamentaba. Es posible que su estado febril le impidiera sentir el dolor. En las proximidades del amanecer, comenzó a dar muestras de intranquilidad. Su mirada se quedó fija en el rostro de Aubrey, que nunca se había separado de su lado.
—¿Verdad que deseas ayudarme, amigo mío? —preguntó con un hilo de voz—. Puedes hacer más: salvarme… No me preocupa mi vida, pues lo que me quita el sueño es la muerte de mi persona como si fuera un día condenado a finalizar. Deseo marcharme con el honor a salvo. ¡Protege mi honor!
—¿Cómo? Dime lo que debo hacer, pues estoy dispuesto a afrontar lo que sea necesario —dijo Aubrey.
—Es poco lo que voy a pedirte… Mi existencia se escapa con rapidez. No dispongo de tiempo para contártelo todo; pero si callas lo que sabes, mi honor quedará a salvo ante los ojos de quienes me trataron. Nadie en Inglaterra debe saber que he muerto… Debe ser un secreto entre tú… y yo… ¡Júralo! —exigió el agonizante, luego de incorporarse con una inusitada energía—. Júramelo por todo aquello que más quieres, teniendo en cuenta lo que más te asusta de la existencia… Júrame que en el plazo de un año y un día no contarás mis pecados ni mi muerte… Lo harás a pesar de lo que puedas ver y escuchar…
En ciertos momentos pareció que los ojos se le iban a salir de las órbitas.
—¡Te lo juro! —prometió Aubrey con la mayor solemnidad.
Entonces lord Ruthven dejó caer su cabeza en el almohadón, para fallecer con un gesto que pareció una sonrisa apagada.
Aubrey intentó dormir un rato; pero no lo consiguió. Recordada todos los amargos instantes vividos junto a aquel maligno personaje. Súbitamente, le dominaron un sinfín de escalofríos, porque estaba adquiriendo conciencia de la responsabilidad asumida con el juramento que acababa de formular. Un hondo presentimiento comenzó a advertirle de que le esperaban sucesos terribles.
Dejó el tosco lecho al llegar la madrugada. Se disponía a entrar en la cabaña donde había quedado el cadáver de lord Ruthven, cuando uno de los bandidos le informó que ya no lo encontraría allí. Al parecer lo habían llevado a la cima de un monte cercano, obedeciendo a una promesa hecha al moribundo. Como éste pidió que dejasen su cuerpo a merced de los primeros rayos de la luna, así lo habían hecho.
Esto sorprendió a Aubrey muchísimo. Por eso decidió marchar hasta allí en compañía de varios hombres. Le movía el deseo de enterrar a su compañero. Sin embargo, al llegar al sitio donde los bandidos habían depositado el cadáver, comprobaron, atónitos, que allí no había nada: ni restos del cuerpo o algunas de sus ropas. A pesar de que aquellos malhechores juraron que podían reconocer la piedra, al no haber otra igual en la zona, donde tendieron al muerto, todos dijeron que no podían entender que alguien hubiese robado el cuerpo.
Aubrey estuvo a punto de dar validez a la idea de que estaban tratando de un asunto de vampiros; sin embargo, al cabo de un rato terminó por convencerse que el cuerpo de su compañero había sido enterrado en cualquier otra parte, después de robar su cara vestimenta.
Ya nada le quedaba por hacer. Se sentía hastiado de la Grecia que le había sometido a tantas desgracias, donde cada paisaje o persona se diría que conspiraba supersticiosamente contra él. Días más tarde, llegó al puerto de Esmirna, donde esperaría un barco que iba a llevarle a Nápoles o a Otranto. Como disponía de tiempo, se encargo de examinar el equipaje de lord Ruthven, para comprobar lo que merecía la pena conservar. Entre todos los objetos, le llamó la atención un estuche, en el que se guardaban varias armas mortíferas: algunas dagas y yataganes.
Comenzó a mirarlas más detenidamente, ya que todas poseían unas empuñaduras muy bien trabajadas, hasta que vio una vaina que tenía idénticos adornos que la daga que él encontró en la cabaña donde trajeron el cadáver de Ianthe. Este descubrimiento le estremeció. Después de buscar desesperadamente nuevas pruebas, terminó localizando el arma. Por eso su terror alcanzó niveles demenciales, después de comprobar que encajaba perfectamente en la vaina. Ya no era preciso realizar más comprobaciones… Mientras tanto, ese arma parecía haberle hipnotizado. Se negaba a creer que fuese cierto, a pesar de las coincidencias de los dibujos y las filigranas que cubrían la empuñadura de la daga y de la vaina. Además, las dos tenían unas manchas de sangre.
Nada más alejarse de Esmirna, Aubrey llegó a Roma. Le apremiaba conocer la suerte de la joven a la que libró de la cita con lord Ruthven. Cuando se presentó allí, encontró a unos padres hundidos en la miseria. Habían perdido toda su fortuna a partir de aquella noche, con el añadido de que jamás volvieron a ver a su hija, debido a que ésta escapó en busca de su amante y nada se conocía de su destino desde entonces.
El inglés a punto estuvo de enloquecer al comprobar que la cadena de horrores cada vez se hacía más grande. Esto le entregó a una vida llena de silencio, que sólo rompía para suplicar a los postillones que se dieran prisa. De esta manera llegó a Calais y, a merced de una brisa favorable, el barco le dejó en las costas de su país de origen. Corrió en busca de la casa paterna.
En medio de estas paredes, nada más recibir los cariñosos abrazos de su hermana, creyó que estaba a salvo. No tardó en advertir que ella había dejado de ser una chiquilla, para convertirse en una mujercita muy decidida, capaz de transmitir los sentimientos más entrañables.
En realidad la señorita Aubrey no hubiese destacado demasiado en los ambientes sociales de Londres, al carecer de una personalidad artificial o de esa gracia entrenada tan necesaria en los ambientes más sofisticados. Nunca se le iluminaban los ojos azules por culpa de la frivolidad. La suya era una belleza sosegada, propia de los seres humanos que esperan mucho de la vida, aunque temen excederse en sus pretensiones. Cuando recorría los jardines, sus pasos eran propios de una mujer adulta que observa y analiza, en lugar de revolotear como hacían las jóvenes de su posición social.
Pocas veces se la veía sonreír; no obstante, cuando observaba a su hermano preocupado, con el simple hecho de envolverle en una de sus tranquilas miradas conseguía recuperarle. Se diría que su carácter había sido educado para reconfortar a quienes le rodeaban. Como acababa de cumplir los dieciocho, sus tutores decidieron presentarla en sociedad, siempre que su hermano hubiese regresado a Inglaterra, pues iba a cumplir el papel de protector.
Ya nada podía impedir que se celebrara este acontecimiento. Bien es cierto que Aubrey hubiese preferido quedarse en la mansión paterna, rumiando la pena que no le dejaba de herir; sin embargo… Le costó aceptar su papel de anfitrión, al odiar la falsedad de la vida. Si se sacrificó fue por el bien de su hermana. Semanas más tarde, los dos viajaron a la ciudad, dispuestos a resolver los últimos preparativos del día siguiente, que era el elegido para la fiesta de presentación en sociedad de la señorita Aubrey.
Horas después, pudieron comprobar que en aquellos salones se había reunido demasiada gente. Al parecer hacía tanto tiempo que no se organizaba un acontecimiento de esas características, digno de recibir a la misma realeza, por eso la nobleza de Londres no había querido perdérselo. Los anfitriones eran Aubrey y su hermana; sin embargo, terminaron encontrándose en un rincón, a solas.
De pronto, él se dio cuenta de que se hallaba en el mismo lugar donde vio a lord Ruthven por vez primera… Entonces notó que una mano le agarraba por el brazo y, después, una voz imposible de olvidar le susurró: «Ten presente el juramento que me hiciste».
El infeliz fue incapaz de volverse, acaso temeroso de que el espectro que se hallaba a su lado pudiera fulminarle con el simple hecho de cruzar las miradas. Pero terminó por hacerlo, para comprobar que aquel monstruo ofrecía idéntico aspecto que el primer día que le conoció. Estuvo unos segundos contemplándole, hasta que las piernas le flaquearon y debió buscar el apoyo del brazo de un amigo que pasaba cerca.
Seguidamente, avanzando entre la masa humana que formaban sus invitados, salió de allí. Subió a su carruaje y dio órdenes para que le llevasen a casa. Nada más encontrarse en sus aposentos, comenzó a pasear intranquilo, sin dejar de apretarse las sienes con las dos manos, acaso para impedir que le estallase el cerebro. De nuevo lord Ruthven se hallaba cerca. Los recuerdos le volvieron en una sucesión encadenada… Intentó reaccionar: no podía creer… ¡que los muertos resucitaran!
Como lo sucedido le parecía tan inconcebible, terminó por aceptar que acababa de sufrir una pesadilla estando despierto. Se hallaba demasiado obsesionado con el recuerdo de lord Ruthven, por eso su propia mente había dado forma a una alucinación tan engañosa como un espejismo en el cálido desierto. Esto le decidió a investigar. Pero le costó pronunciar el nombre de su enemigo. Cuando lo logró, quienes le escucharon no pudieron ayudarle ya que no conocían a ese noble.
Varias noches después, Aubrey asistió con su hermana a una fiesta organizada por un familiar. Procuró dejar a la joven bajo el cuidado de una matrona y, acto seguido, se encerró en una estancia apartada, donde no llegaba el bullicio de la gente. Necesitaba mortificarse con sus pensamientos culpables. Horas después, al creer que la casa estaba siendo desalojada, decidió salir. Pronto vio a su hermana charlando con algunas personas. Todas reían y bromeaban. Pidió a un desconocido que le dejase pasar; y cuando éste se volvió, pudo reconocer al engendro que tanto odiaba…
Reaccionó salvajemente, saltando hacia delante. Sujetó a su hermana por un brazo y, con la mayor rapidez, la llevó hacia la calle. Pero el camino se veía cerrado por una gran masa de servidores, todos los cuales llevaban las ropas de sus señores. Al mismo tiempo que luchaba por abrirse paso, le llegó al oído la voz susurrante del engendro: «¡No olvides tu juramento!». Se negó a replicar y a darse la vuelta, porque le importaba más llevar a su hermana a casa.
Puede decirse que Aubrey perdió materialmente el juicio. Si había estado obsesionado con una sola idea, que creyó fruto de unas tragedias irrepetibles, al tener que reconocer su equivocación, debido a que la amenaza acababa de adquirir carta de naturaleza, quedó sumido en un estado de indiferencia absoluta. Ni siquiera su hermana consiguió recuperarle, como las otras veces, por mucho que insistió en preguntarle a qué obedecía un cambio tan repentino.
Como él sólo respondía con palabras sin sentido, ella terminó asustándose muchísimo. La verdadera losa que los separaba estaba en el juramento. Pese a que Aubrey no cesaba de preguntarse: «¿Voy a consentir que ese engendro vuelva a destruir la vida y la fortuna de infinidad de familias inocentes?». Es posible que su propia hermana se convirtiera en la víctima siguiente… Sin embargo, en el caso de que no respetase su juramento, ¿habría alguien que le creyese?
Llegó a pensar que podía encargarse de matar al monstruo, idea que abandonó por inútil, al recordar cómo le había visto burlarse de este destino. Dejándose llevar por el pesimismo se aisló del mundo. Nada más que comía lo que le traía su hermana, la cual, sin dejar de llorar, le suplicaba que reaccionase aunque sólo fuese por ella.
Finalmente, Aubrey decidió vagar por las calles de Londres, al no poder aguantar tanta inactividad. Pero se abandonó, tanto en el plano físico como en el espiritual. Se le vio caminando sin un rumbo fijo bajo la lluvia o bajo un sol de castigo. Durante los primeros días regresaba a casa con la llegada de la noche, hasta que prefirió echarse a descansar allí donde le vencía el cansancio.
Su hermana pagó a varias personas para que le vigilasen; pero Aubrey terminaba por despistarlas, al echar a correr en el momento más inesperado, sobre todo cuando estaban recorriendo las callejas más intrincadas de Londres.
De pronto, su comportamiento volvió a cambiar radicalmente, porque comenzó a pensar que con su actitud huidiza lo que estaba consiguiendo era dejar a quienes amaba indefensos ante la amenaza del monstruo. Esto le devolvió a su casa, para reintegrarse a la sociedad. Quería alertar a todas las personas con las que lord Ruthven mantuviese trato.
No obstante, mientras asistía a una fiesta, se mostró tan tenso y desconfiado, que su hermana le suplicó que dejase de acechar como si de cualquier rincón pudiera surgir el demonio. Como no logró que cambiase de actitud, pidió ayuda a sus tutores. Y éstos creyeron oportuno, al temer que Aubrey se hubiera vuelto loco, asumir el papel que los padres de los jóvenes les impusieron en su testamento.
Por este motivo contrataron los servicios de un médico, que permanecería constantemente en la casa. Así podrían ser aliviados los sufrimientos que Aubrey soportaba en sus continuos vagabundeos. La novedad no sirvió para modificar las costumbres del obseso, debido a que su mente únicamente podía centrarse en un objetivo: evitar el próximo ataque del engendro.
Dado que seguía actuando de una forma tan incoherente, se le encerró en sus habitaciones. Pero él no lo consideró un castigo, al estar sumido a una postración que parecía definitiva. Su rostro se veía demacrado, su mirada era vidriosa y nada más mostraba algún atisbo de comportamiento racional ante su hermana.
Aunque lo hacía para coger las manos femeninas, a la vez que le dedicaba estas frases que ella consideraba inteligibles: «¡Jamás se te ocurra tocarle! ¡Si de verdad me quieres, no consientas que se te acerque!». Cuando la señorita Aubrey le preguntaba a quién se refería, la única respuesta que recibía era ésta: «¡Tienes que creerme! ¡Por favor, no dejes de estar alerta!». Acto seguido, volvía a caer en un ensimismamiento del que nadie era capaz de sacarle.
Esta situación se prolongó durante varios meses. Al cabo del año, comenzó a sufrir menos arrebatos de locura, como si le estuviera desapareciendo la melancolía. Lo más singular fue que había adquirido una manía: contar con los dedos un número misterioso, sin dejar de sonreír. Esta acción la repetía tres o cuatro veces al día.
Cuando ya estaba a punto de concluir el plazo de tiempo comprometido por el juramento, Aubrey recibió la visita de uno de sus tutores y del médico. En un momento de la conversación, estos dos hombres se lamentaron de que la señorita Aubrey no pudiera ser del todo feliz a pesar de estar en las vísperas de su boda. Entonces el «loco» reaccionó, queriendo saber quién era el novio de su hermana. Como acababa de dar una muestra de equilibrio, le contestaron que el conde de Marsden.
El rostro del joven se animó con una sonrisa, al creer que era un noble al que había conocido recientemente en uno de los bailes de sociedad. Y al indicar que estaba dispuesto a asistir a los esponsales, los que le escuchaban quedaron sorprendidos muy gratamente.
A los pocos minutos, ella apareció en los aposentos de su hermano. Los dos se estrecharon las manos, y el pasado más esperanzador pareció haber vuelto a aquel lugar. Aubrey la abrazó con fuerza, la besó en la mejilla cubierta de lágrimas dichosas y comenzaron a hablar apasionadamente. Sin dejar de alegrarse por el próximo acontecimiento.
De pronto, él se dio cuenta de que ella llevaba un medallón en el cuello. Le pidió autorización para abrirlo y… ¡El terror volvió de nuevo a su mente, a su alma y a todo su cuerpo al ver el rostro del monstruo!
Por este motivo arrancó el medallón en un arrebato de cólera, y lo pisoteó en el suelo como si estuviera aplastando a una cucaracha. Y al querer saber su hermana el motivo de tan insólita conducta, Aubrey se quedó sin habla… Como si hubiera supuesto que ella lo entendería. Tardó demasiado tiempo en replicar. Cuando lo hizo fue para apretar las manos femeninas, al mismo tiempo que sus ojos expresaban la mayor angustia. Superior fue el fuego que incendió sus palabras al exigirle el juramento de que jamás se casaría con ese engendro infernal…
Sin embargo, no pudo seguir hablando, al hallarse maniatado por el juramento que hizo a su mortal enemigo. Se dio la vuelta, acaso temiendo que lord Ruthven se encontrara allí mismo, y quedó indefenso al comprobar que no había nadie. En aquel instante aparecieron los tutores y el médico. Lo habían escuchado todo, por lo que trataron al supuesto enfermo como si ya fuera un loco sin posibilidad de cura: le separaron de la señorita Aubrey, y luego a ésta le aconsejaron que abandonara la estancia.
La víctima del más cruel compromiso de honor cayó de rodillas, con las manos juntas y rogando que la boda fuese aplazada un día, ¡nada más! Pero aquellos hombres no le hicieron caso, porque tomaron cada una de las palabras como otra demostración de locura. Se limitaron a intentar calmarlo, y al comprobar que no lo lograban, decidieron marcharse de allí.
A la mañana siguiente, lord Ruthven se presentó en la mansión para comprobar cómo iban los preparativos de la boda. Nada más conocer que Aubrey estaba sufriendo una crisis nerviosa, entendió que él era el causante de la misma. Sin embargo, al oír que su ex compañero de viaje era tratado como un demente incurable, formó una sonrisa diabólica. Pese a sentirse satisfecho, quiso asegurarse del todo. Para ello recurrió a su joven prometida, a la que supo envolver con sus palabras seductoras, al decirle que necesitaba ver a su futuro cuñado, ya que aunque no le conociese por el hecho de llevar la misma sangre que la mujer a la que amaba él estaba obligado a quererle como a un hermano.
Las palabras del monstruo poseían el magnetismo hipnótico de las serpientes. Una fuerza demoníaca que terminó por envolver a la joven, hasta convencerla. Lo mismo que semanas antes lo había conseguido, al contarle que acababan de ofrecerle el cargo de embajador en un país europeo, por lo que debían acelerar al máximo la boda.
Mientras tanto, Aubrey estaba intentando sobornar a los servidores, sin lograrlo debido a que estaban muy bien aleccionado por los tutores y el médico. Como si le dieron pluma, tinta y papel, se cuidó de escribir todo lo relacionado con lord Ruthven. Después, redactó una nota para su hermana, en la que le suplicaba que aplazase la boda un solo día. Debía hacerlo por el cariño que siempre se habían profesado o por todos sus familiares muertos, que conocían la verdad de las conductas de los simples mortales. Además, esa boda sería, de celebrarse, maldita hasta el fin de los tiempos.
Cuando entregó la nota a los criados estaba convencido de que le complacerían. No obstante, nada más leerla el médico decidió romperla por considerarla el desvarío de una mente enloquecida, cuya influencia atormentaría todavía más a la señorita Aubrey.
En la mansión nadie pudo dormir en toda la noche, debido al ajetreo de sus moradores. Quedaban tantas cosas por hacer, ya que la ceremonia debía ser un gran acontecimiento. A la salida del sol, el ruido de los primeros carruajes que llegaban provocó que Aubrey se mostrara más frenético que nunca. Esto no impidió que supiera aprovechar el descuido de sus vigilantes, ya que sólo le habían dejado bajo el cuidado de una vieja doncella. Escapó de sus aposentos y, a los pocos minutos, llegó al gran salón en el que se encontraban la mayoría de los invitados.
Lord Ruthven fue el primero en advertir la presencia del enemigo. Corrió a su encuentro y, después de agarrarle por un brazo, le obligó a salir de allí, con tanta rapidez que no pudo pronunciar ni una sola palabra. En el momento que llegaron a una de las escaleras, le dijo al oído: «¿Es que has olvidado tu juramento? Te diré, al ver tu disposición a impedir mi boda con tu hermana, que ésta hace tiempo que perdió la virginidad… ¡Las mujercitas de hoy son tan débiles!».
Nada más soltar estas horribles palabras, empujó con fuerza al aterrorizado para que fuese recogido por los criados, los cuales acababan de llegar después de ser alertados por la anciana doncella. Aubrey opuso una escasa resistencia, ya que su furia llegó a tales extremos que se le reventó una vena. Debieron llevarle a la cama; sin embargo, nada de esto se le contó a la hermana —no se hallaba en el salón en el momento que él hizo su aparición—, siguiendo los consejos del médico. La boda se celebró, y el nuevo matrimonio salió de Londres.
Al mismo tiempo, Aubrey agonizaba. Una nueva hemorragia de sangre vino a indicar que estaba muy cercana la muerte. Con sus últimas voces rogó que viniesen sus tutores, a los que contó, nada más que sonaron las doce de la noche —instante en el que vencía el compromiso de honor sellado con su juramento—, lo que los lectores acaban de conocer. Luego expiró.
En esta ocasión sí fue creído; además, se encontraron los escritos. Los tutores marcharon con la mayor celeridad a proteger a la joven; sin embargo, al llegar a la casa junto al puerto, pudieron comprobar que lord Ruthven, o el conde de Marsden, había desaparecido, ¡no sin antes servirse de su esposa, la infeliz señorita Aubrey, para satisfacer su sed de sangre de VAMPIRO!