Los otros platos, más pequeños, exhibían igual virginidad, así como los cuencos. Resplandecían ferozmente, como intentando competir unos con otros, y del conjunto se desprendía una claridad cremosa, que planeaba sobre la blancura nevada del mantel no manchada por salsa alguna, sin rastro de café y libre de los estigmas que podrían representar las migas de pan, la ceniza de un cigarrillo o un fragmento de uña.
Sólo los huesos del pájaro muerto y el rígido trazado de gelatina roja, ya endurecida, que se aferraba tímidamente al fondo de un tazón podían probar que esas ruinas habían sido en tiempos una magnífica cena de seis platos.
El señor Aorta, que no era lo que se dice un hombrecillo, se permitió un leve eructo, dobló el periódico que había encontrado sobre el asiento, inspeccionó su chaqueta buscando restos de comida, y luego se dirigió con paso vivaz hacia la cajera.
La anciana examinó su cuenta.
—¿Sí, señor? —dijo.
—Todo estaba delicioso —dijo el señor Aorta, y sacó del bolsillo de su pantalón una gran cartera negra.
La abrió con gesto despreocupado, silbando Las siete alegrías de Mary por el hueco que se recortaba entre dos de sus dientes.
La melodía se detuvo bruscamente. El señor Aorta puso cara de preocupación. Miró dentro de su cartera y empezó a sacar cosas, hasta que al final todo el contenido de la cartera quedó extendido sobre el mostrador.
Y frunció el entrecejo.
—¿Alguna dificultad, señor?
—Oh, no se trata exactamente de una dificultad —dijo el gordo señor Aorta.
Aunque era evidente que la cartera estaba vacía, el señor Aorta separó al máximo sus pliegues, le dio la vuelta y la sacudió ferozmente, sugiriendo con ella la imagen de un murciélago rabioso que había sufrido un ataque en pleno vuelo.
El señor Aorta sonrió con la débil sonrisa del hombre que se enfrenta a un problema imprevisto, y vació sus catorce bolsillos. Cuando hubo terminado, el mostrador estaba sepultado bajo un montón de objetos diversos.
—¡Bien! —dijo con impaciencia—. ¡Qué tontería! ¡Qué molestia! ¿Sabe lo que ha ocurrido? ¡Mi mujer ha salido y se ha olvidado de que debía dejarme algo de dinero suelto! Hum, oh, bien, eh…, mi nombre es James Brockelhurst; trabajo en la Corporación Pliofilm; normalmente no como fuera de casa, y… tenga, no, insisto. Esto resulta tan incómodo para usted como para mí. Insisto en dejar mi tarjeta. Si tiene la amabilidad de quedarse con ella, volveré mañana a esta hora y pagaré la cuenta.
El señor Aorta depositó la cartulina entre los dedos de la cajera, meneó la cabeza, volvió a guardar todos los objetos en sus bolsillos y, cogiendo un palillo de un estuche, salió del restaurante.
Estaba altamente contento de sí mismo, la reacción invariable que sentía al haber adquirido algo sin dar nada a cambio. Todo había ido sobre ruedas y, ¡qué comida tan deliciosa!
Fue hacia la parada del tranvía, lanzando ocasionales miradas licenciosas a los maniquíes desnudos de los escaparates de los grandes almacenes.
La prolongada búsqueda de su pase para el tranvía funcionó con la misma eficiencia de siempre. (Colocarse en medio de los que esperaban, poner cara de asombro, sin llamar la atención, hurgar ansiosamente en sus bolsillos, apartándose lentamente durante todo ese rato del campo visual del conductor…, y luego, ocupar un asiento bien alejado y leer un periódico). Durante cuatro años de viajes, el señor Aorta calculaba que había ahorrado un total de 211 dólares con 20 centavos.
La pronunciada inclinación del viejo tranvía durante su trayecto no alteró en nada su cálida sensación de serenidad. Examinó brevemente los anuncios, y luego se puso a trabajar en el problema del día, cuyo premio era de unos cuantos miles de dólares. Miles de dólares, realmente a cambio de nada. Algo a cambio de nada. Al señor Aorta le encantaban esos problemas.
Pero la letra era muy pequeña, y el leer resultaba imposible.
El señor Aorta examinó brevemente a la mujer ya mayor que estaba de pie junto a su asiento; y luego, al ver que los ojos de la mujer estaban cargados de cansancio y de una súplica insinuante, enfocó nuevamente su mirada por la ventanilla.
Lo que vio hizo que su corazón latiera con más fuerza. Estaban en una parte de la ciudad por la que pasaba cada día, con lo cual resultaba sorprendente que no lo hubiera notado antes —aunque, generalmente, no había demasiadas cosas que atrajeran la atención en lo que, con cierta irreverencia, se llamaba el Paseo de la Muerte—, una lúgubre y aburrida serie de nichos, columbarios, crematorios y demás instalaciones semejantes, que se agolpaban en el área de unas cinco manzanas.
Tiró bruscamente de la señal de parada, y fue presuroso hacia el final del tranvía, empujando la portezuela de salida. Unos segundos después ya había llegado ante lo que le llamó la atención desde el tranvía.
Era un cartel, hecho con no demasiado arte aunque con la suficiente corrección gramatical. No era nuevo, pues la pintura blanca se había hinchado y estaba cubierta de grietas, y los clavos oxidados habían dejado caer sobre ella rastros de un sucio color naranja.
El cartel decía:
TIERRA GRATIS
SOLICITUDES EN EL
CEMENTERIO DE LILYVALE
y estaba colocado sobre una pared de madera pintada de un sucio color verde musgo.
El señor Aorta notó que una sensación familiar le invadía. Era algo que ocurría cada vez que se encontraba con la palabra «gratis»…, una palabra mágica que tenía extraños y maravillosos efectos sobre su metabolismo.
Gratis. ¿Cuál es el significado, la esencia de «gratis»? Bueno, algo a cambio de nada. Y, como ya se ha indicado, el obtener algo a cambio de nada era el principal placer del señor Aorta en esta vida.
El hecho de que fuera tierra lo que se ofrecía gratis no le preocupaba en lo más mínimo. Rara vez pensaba más de un instante en ese tipo de cosas; pues, según razonaba él, todo tiene su utilidad.
Las demás circunstancias que rodeaban el cartel, más sutiles, apenas si despertaron su curiosidad: por qué se ofrecía la tierra, de dónde podía venir lógicamente la tierra gratis en un cementerio, etcétera. Lo único que tomó en consideración fue la posible fertilidad y riqueza de la tierra.
La solitaria vacilación del señor Aorta encerraba en su perímetro problemas como los siguientes: ¿se trataba de una oferta honesta, sin ningún tipo de condiciones como, por ejemplo, el verse obligado a comprar algo? ¿Había un límite a la cantidad de tierra que podía llevarse a su casa? Y, si no lo había, ¿cuál sería el mejor método de transportarla?
Pequeños problemas: todos podían resolverse.
En el interior del señor Aorta tuvo lugar algo que se parecía a una sonrisa, miró a su alrededor y, finalmente, localizó la entrada al cementerio de Lilyvale.
Aquellos desolados terrenos que, sucesivamente, habían acomodado a una fábrica de hilos, una firma de tapizados y un distribuidor de calzado femenino, ahora se encontraban bañados en un vapor pestilente que, al no haber ningún pantano cerca, debía atribuirse a una profusión de chimeneas orientadas en esa dirección del viento. Una desnuda sucesión de pequeñas lomas, cubiertas de cruces, lápidas y piedras, se alzaba triste y gris en el crepúsculo; ciertamente, el lugar habría resultado delicioso a la hora de trazar su descripción, y es una pena que ello resulte imposible…, pues el aspecto que presentaba a esas horas poco tenía que ver con el gordo señor Aorta y lo que acabaría siendo de él.
Lo único importante es que el lugar estaba lleno de muertos que yacían bajo tierra, reposando sobre sus espaldas, descomponiéndose lentamente, y abonando con ello el terreno.
El señor Aorta se dio prisa porque le disgustaba mucho perder lo que fuera, incluido el tiempo. No pasó mucho rato antes de que hubiera encontrado al interlocutor adecuado y mantuviera esta conversación:
—Tengo entendido que ofrecen ustedes tierra gratis.
—Sí.
—¿Cuánta puedo conseguir?
—Toda la que quiera.
—¿Y en qué días?
—Cualquier día…, y siempre habrá un poco de tierra fresca.
El señor Aorta suspiró como si acabara de adquirir un seguro de vida perpetuo o una buena cuenta corriente. Luego, concertó una cita para el sábado siguiente, y se fue a casa para darle vueltas a los temas en que más le agradaba meditar.
Esa noche, a las nueve y cuarto, dio con una forma excelente para utilizar la tierra.
Su patio trasero, una desolada extensión color ocre, yacía inútil y reseco, un lugar que resultaba desagradable a todo lo que no fuera las más resistentes y groseras variedades de malas hierbas. En tiempos, un árbol logró florecer allí y, en días mejores, ofreció un refugio a los pájaros suburbanos; pero luego los pájaros desaparecieron sin tener otra razón que el traslado del señor Aorta a la casa, y el árbol se convirtió en un feo objeto desnudo y marchito.
Los niños no jugaban nunca en este patio.
El señor Aorta estaba intrigado. ¡Quién sabe, quizá fuera posible hacer crecer algo en ese patio! Mucho tiempo antes, había escrito a una firma que estaba empezando sus actividades pidiendo muestras gratuitas de semillas, y recibió la cantidad suficiente para alimentar a todo un ejército. Pero los primeros experimentos habían producido sólo brotes resecos e inútiles, que acabaron encogiéndose hasta convertirse en duros tallos, y el señor Aorta, dominado por el cansancio y la pereza, había dejado de lado el proyecto. Ahora…
Un vecino llamado Joseph William Santucci se dejó intimidar lo suficiente. Le prestó su viejo camión marca Reo; unas cuantas horas después, el primer cargamento de tierra había llegado y, a fuerza de pala, acabó formando un primoroso montículo. Al señor Aorta el montículo le parecía espléndido, pues su pasión compensaba el cansancio producido por la tarea. A éste siguió un segundo cargamento, y un tercero, y un cuarto, y cuando el último cargamento fue depositado, la noche estaba tan oscura como el interior de una mina de carbón.
El señor Aorta devolvió el camión y cayó en un sueño exhausto, aunque no desagradable.
El nuevo día fue anunciado por el lejano clamor de las campanas de la iglesia y el chinc-chinc de la pala del señor Aorta, que estaba aplanando lo que antes había sido tierra del cementerio, distribuyéndola entre la reseca tierra de su patio, y moliéndola concienzudamente. Esta nueva tierra tenía un cierto aspecto continental: era muy oscura y producía una impresión casi saturnina…, y no tenía nada de seco, aunque el sol ya calentaba bastante.
Muy pronto, la mayor parte del patio quedó cubierta y el señor Aorta volvió a su sala.
Puso la radio con el tiempo suficiente para identificar una canción popular, anotó su descubrimiento en una tarjeta postal y la mandó por correo, confiando en que recibiría un tostador o un par de medias de nylon a cambio de sus molestias.
Luego preparó cuatro paquetes que contenían, respectivamente, una lata con cápsulas vitamínicas, de la que faltaba la mitad; una latita de café, a medio consumir; media botella de líquido quitamanchas, y una caja de jabón en polvo en la que faltaba la mayoría del jabón. Envió por correo los cuatro paquetes, acompañado cada uno con una lacónica nota en la que expresaba su más absoluta insatisfacción a las compañías que le habían ofrecido dichos productos con la garantía de reembolsarle su dinero.
Había llegado la hora de cenar, y el señor Aorta ya resplandecía ante la perspectiva. Se instaló en la mesa para consumir un surtido de exquisiteces en el que se incluían anchoas, sardinas, champiñones, caviar, aceitunas y corazones de cebolla. Sin embargo, no se trataba de que disfrutara de esa clase de alimentos por cualquier tipo de razón estética, sino que todos ellos venían en latas y envases lo bastante pequeños como para que resultara posible metérselos en el bolsillo sin atraer la atención de los siempre ocupados comerciantes.
El señor Aorta rebañó sus platos tan concienzudamente que ningún gato se habría tomado la molestia de lamerlos. También las latas vacías quedaron limpias y brillantes como si fueran nuevas: incluso sus tapas brillaban con un resplandor iridiscente.
El señor Aorta echó un vistazo al saldo de su talonario de cheques, sonrió de forma indecente, y luego fue a mirar por la ventana de atrás. (No estaba casado, por lo que no tenía prisa para irse a la cama después de cenar).
La luna brillaba con un frío resplandor encima del patio. Sus rayos pasaban sobre la valla que el señor Aorta había construido utilizando rocas —gratis, claro está—, y se derramaban tristemente sobre la tierra, ahora de color negro.
El señor Aorta estuvo pensando durante unos instantes, guardó su talonario, y cogió los recipientes que contenían las semillas para el jardín.
Estaban en perfecto estado, igual que si acabaran de mandárselas.
El camión de Joseph William Santucci fue usado cada sábado durante las cinco semanas siguientes. Dicho buen hombre observó con curiosidad a su vecino, volviendo de sus viajes con más y más tierra, y le hizo varias observaciones a su esposa sobre lo raro que resultaba todo aquello, pero ella ni siquiera soportaba hablar del señor Aorta.
—¡Nos ha robado descaradamente! —dijo—. ¡Mira! ¡Lleva tus viejas ropas, utiliza mi azúcar y mis especias, y te pide prestado cuanto se le ocurre! ¿Prestado, he dicho? Quise decir robado. ¡Durante años! ¡Todavía no he visto que ese hombre pague ni una sola cosa! ¿Dónde trabaja para ganar tan poco dinero?
Ni el señor ni la señora Santucci sabían que las labores cotidianas del señor Aorta consistían en permanecer sentado en una acera de la ciudad, con unas gafas oscuras y una maltrecha tacita de latón. Los dos habían pasado ante él más de una vez, sin embargo, y le habían dado algunas monedas, incapaces de descubrir su astuto disfraz. Éste era guardado, sin pagar nada, en un armarito situado en la terminal del ferrocarril.
—¡Ya viene ese chalado otra vez! —gimió la señora Santucci.
Pronto llegó el momento de plantar las semillas, y el señor Aorta se dedicó a ello con lenta y pesada precisión, tras haber consultado numerosos libros en la biblioteca. Ordenadas hileras de lechuga fueron sembradas en la oscura y rica textura de la tierra, así como guisantes, maíz, cebollas, judías, habichuelas, ruibarbo, espárragos, puerros y muchas más plantas y hortalizas. Cuando todas las hileras hubieron quedado llenas, el señor Aorta, viendo que aún le quedaban más paquetes de semillas, esparció al azar semillas de fresas, de melones, y semillas sobre las que los paquetes no daban demasiadas explicaciones. Muy pronto, los recipientes de papel quedaron vacíos.
Pasaron unos cuantos días, y se acercaba el momento de volver al cementerio en busca de otra carga de tierra, cuando el señor Aorta se dio cuenta de algo bastante raro.
El oscuro suelo había empezado a ceder, y en él se habían formado minúsculas erupciones. Una inspección más atenta reveló que en el suelo empezaban a crecer cosas.
Bien, el señor Aorta sabía muy poco de jardinería, ello era innegable. Por supuesto que la cosa le pareció extraña, pero no sintió ninguna alarma. Vio que algo crecía en el suelo; eso era lo importante. Y lo que crecía acabaría convirtiéndose en comida.
Orgulloso de su weltanschauung(1) fue presuroso a Lilyvale; una vez allí, recibió una decepción de lo más singular: en los últimos tiempos no había muerto mucha gente. No había mucha tierra que llevarse, apenas la carga de un camión.
Ah, bueno, pensó, durante las vacaciones las cosas se animarán un poco; y se llevó a casa la tierra que había.
La adición de dicha tierra significó una notable mejora en el crecimiento de su huerta. Los brotes y los tallos se hicieron más altos, y el paisaje empezó a resultar menos desolado.
Le resultó casi imposible contenerse hasta el sábado siguiente, pues, obviamente, la tierra estaba actuando sobre sus plantas como si fuera algún tipo de fertilizante…, la comida gratis estaba pidiendo más tierra.
Pero el sábado siguiente fue un auténtico desastre. Ni siquiera la tierra suficiente para llenar una pala. Y la huerta estaba empezando a secarse…
La sorprendente decisión del señor Aorta nació como resultado de probar con todos los tipos de nueva tierra posibles y con fertilizantes de todas las clases imaginables. Nada funcionó. Su huerta, que había prometido darle todo un tesoro de comestibles, se había hundido hasta un nivel sin precedentes, y casi había regresado a su estado original. Y esto era algo que el señor Aorta no podía consentir, pues había invertido en el proyecto un trabajo considerable, y dicho trabajo no podía desperdiciarse. Ya había afectado profundamente al resto de sus empresas.
Por ello, con la cautela que es fruto de la desesperación, entró una noche en aquel lugar callado y gris donde se alzaban las lápidas, localizó unas tumbas recién excavadas pero todavía sin ocupar, y añadió al metro ochenta de profundidad que ya tenían unos treinta centímetros más. Nadie que no andara buscando tal tipo de diferencia se daría cuenta de ella.
No es preciso hacer mención de los muchos viajes que supuso el asunto: baste decir que, pasado un tiempo, el camión del señor Santucci, aparcado a una manzana de distancia, quedó lleno en una cuarta parte de su capacidad.
La mañana siguiente presenció un renacimiento de la huerta.
Y así siguieron las cosas. Cuando había tierra disponible, el señor Aorta la aceptaba encantado: cuando no la había…, bueno, nadie la echaba de menos. Y la huerta siguió creciendo y creciendo, hasta que…
¡Como de la noche a la mañana, todo floreció! Donde hacía muy poco se encontraba un reseco pastizal se alzaba ahora un paraíso de múltiples especies vegetales. El maíz abultaba sus espigas amarillas envueltas en hojas verdes: los guisantes resplandecían en el interior de sus vainas a medio abrir, y todos los demás maravillosos comestibles brillaban con una vida tan vigorosa que los habría hecho dignos de un escaparate. Hilera tras hilera.
El señor Aorta casi se desmayó del entusiasmo.
Siendo un hombre que vivía para el momento, y un idiota en cuanto a las artes de la conservación y el envasado, supo lo que debía hacer.
Hizo falta cierto tiempo para recogerlo todo sin desperdiciar nada, pero, con paciencia, por fin consiguió dejar desnuda la huerta de cuanto no fueran hierbajos, hojas y otras sustancias no comestibles.
Limpió. Peló. Quitó hebras. Cocinó. Hirvió. Cogió toda esa soberbia comida gratis y la amontonó geométricamente sobre mesas y sillas, continuando con su labor hasta que todo estuvo listo para ser consumido.
Y luego empezó. Primero fueron los apios —había decidido hacerlo por orden alfabético—, y luego, a mordiscos, se fue abriendo paso por entre los guisantes, las judías, el perejil y el ruibarbo, deteniéndose allí para tomar un poco de agua; y luego continuó, con gran cuidado de no malgastar ni una sola partícula, hasta llegar a las zanahorias. Para aquel entonces sentía dolorosos retortijones en el estómago, pero se trataba de un dolor dulce y casi agradable por lo que, tragando una honda bocanada de aire y masticando lentamente, terminó con el último vestigio de comida.
Los platos emitían un blanco resplandor, como una serie de copos de nieve monstruosamente hinchados. Todo había desaparecido.
El señor Aorta sintió una satisfacción casi sexual, lo cual quiere decir que por el momento ya había tenido bastante. Ni tan siquiera podía eructar.
Su mente se vio invadida por ideas tan felices como éstas: sus dos grandes pasiones habían sido satisfechas, y el significado de la vida había sido puesto en acción, simbólicamente, igual que en una enciclopedia condensada, de la A hasta la Z. Esas dos cosas eran lo único que ocupaba los pensamientos de este hombre.
Y entonces, casualmente, se le ocurrió mirar por la ventana.
Lo que vio era un puntito brillante en medio de la negrura. Muy pequeño, en algún lugar situado al extremo del jardín…, débil, pero claro.
Con el esfuerzo de un brontosaurio emergiendo de un pozo de brea, el señor Aorta se levantó de su silla, fue hasta la puerta y salió a su emasculado huerto. Vacilante y pesado, avanzó por entre las grotescas siluetas formadas por los zarcillos, los tallos y las espigas vacías.
El puntito parecía haber desaparecido, y el señor Aorta miró cuidadosamente en todas direcciones, los ojos medio cerrados, intentando acostumbrarse a la luz de la luna.
Y entonces lo vio. Una cosa blanca, una planta, quizá sólo una flor, pero ahí estaba ciertamente, y era lo único que restaba de la huerta.
El señor Aorta se sorprendió al ver que se encontraba en el fondo de una pequeña hondonada, muy cerca del árbol muerto. No lograba recordar cómo había podido crearse dicho agujero en su jardín, pero siempre estaban los chicos del vecindario y sus travesuras. ¡Menos mal que había recogido toda la comida cuando aún era posible!
El señor Aorta se inclinó sobre el pequeño agujero, y alargó la mano hacia la planta que brillaba. Ésta le opuso una resistencia inesperada. Se inclinó un poco más hacia adelante, y luego todavía un poquito más, e incluso así, sus dedos no lograban cerrarse adecuadamente sobre la planta.
El señor Aorta no era un hombre ágil. Aun así, con la decisión del pintor que intenta cubrir el último punto libre situado en un lugar más que incómodo, se inclinó una fracción de centímetro más hacia adelante y, ¡plof!, cayó por el pozo y aterrizó en el fondo con un ruido peculiarmente subacuático. Qué molesto, qué condenada y ridículamente molesto…, ahora, como un tonto, tendría que salir de ahí trepando. Pero, la planta… Investigó el fondo del agujero y volvió a investigarlo, y no logró encontrar planta alguna. Luego alzó los ojos y se quedó asombrado ante dos cosas. Número uno: el agujero era más hondo de lo que había pensado. Número dos: la planta oscilaba sobre su cabeza, mecida por el viento, en el borde del agujero que tan recientemente había ocupado el señor Aorta.
Los dolores que sentía en su estómago empeoraron progresivamente. El moverse hacía que todavía fuera peor. Empezó a sentir una abrumadora presión en las costillas.
Cuando descubrió que el borde del agujero se encontraba fuera de su alcance, vio brillar la planta blanca bajo la claridad lunar. Parecía una mano, una gran mano humana, cérea y rígida, unida a la tierra. El viento sopló sobre ella y la movió ligeramente, haciendo que una lluvia de polvo y barro cayera en el rostro del señor Aorta.
Estuvo pensando durante un momento, evaluando la situación, y empezó a trepar. Pero el dolor era excesivo y no tardó en caer, retorciéndose débilmente en el suelo.
Una nueva ráfaga de viento y más tierra cayó al fondo del agujero. Muy pronto, la extraña planta era empujada de un lado a otro, y la tierra caía cada vez en mayor cantidad. Más y más. Cada vez más tierra, y más tierra.
El señor Aorta, que hasta entonces no había tenido nunca ocasión de gritar, gritó. El grito resultó francamente satisfactorio, pese a que nadie lo oyó.
El señor Aorta fue encontrado por el señor Joseph William Santucci y su señora. Estaba tendido en el suelo rodeado por varios platos caídos. Sobre las mesas había muchos platos más. Los platos de las mesas estaban limpios y relucientes.
Su estómago se había hinchado hasta el punto de que su cinturón había sido incapaz de contenerlo, haciendo reventar la cremallera del pantalón y arrancando los botones. Su imagen recordaba a la de una gran ballena blanca surgiendo de un mar plácido y solitario.
—Ha comido hasta morir —dijo la señora Santucci, como quien anuncia la última frase de un chiste muy complicado.
El señor Santucci alargó la mano, y recogió una pequeña partícula de tierra de los labios del gordo y muerto señor Aorta. La examinó. Y se le ocurrió una idea…
Intentó librarse de ella, pero cuando los médicos examinaron el estómago del señor Aorta y descubrieron que sólo contenía unos cuantos kilos de tierra —y nada más—, el señor Santucci durmió mal durante casi una semana.
El cuerpo del señor Aorta fue transportado a través del patio trasero, vacío y desolado con la excepción de los matorrales y malas hierbas, dejando atrás el lúgubre árbol muerto y la pequeña pared de rocas.
Después, le dejaron descansar en un sitio con una pared de madera pintada de color verde musgo. En la pared había clavado un pequeño letrero en el cual había unas letras hechas sin demasiado arte, pero con la suficiente corrección ortográfica.
Y el viento sopló absoluta y totalmente gratis.