LOS INTRUSOS - Roger Dee

Durante el breve lapso de tiempo en el cual la nave interceptora colgó en la pantalla de la nave extraña, Clowdis se sintió tenso como un alambre bajo la presión de la incertidumbre. Cuando el esperado dedo de la emisión de comunicaciones se acercó a través de la distancia y vio el rojizo rostro de reptil del otro comandante, y los rostros de sus iguales alineados en el cuarto alienígena de controles que había detrás, su suspiro de relajación de la tensión no era una expresión de alivio, sino de resignación.

—Korivios —dijo Vesari, innecesariamente, desde el lugar de navegación a su lado—. Guardias personales de los T’sai… y dado el número de ellos, es probable que haya un T’sai a bordo. Al fin nos encontramos con los gobernadores galácticos, Ed.

Sin girar la cabeza, Clowdis llamó:

—¡Shassil!

El intérprete cetiano se adelantó al momento, su extraño cuerpo angulado tenso y su angosto rostro parecido al de una cabra tomando el inevitable aire de deferencia cuando vio los rostros en la pantalla.

—Averigua qué es lo que quieren de nosotros —dijo Clowdis.

El cetiano se tocó su barba con respeto —no hacia él, notó Clowdis, sino hacia el capitán korivio de la pantalla— y habló en un rápido movimiento sibilante. El korivio le respondió, con su rostro de lagarto picudo tan inexpresivo como piedra rojiza.

Shassil se tocó su caprina barba otra vez y se volvió.

—Debéis cerrar los motores —le dijo a Clowdis.

Ni Clowdis ni Vesari consideraron preguntar el porqué. Pero Vesari se detuvo en la espiralada rampa de bajada, y Clowdis, sintiendo una curiosa e irreal sensación de experimento, se detuvo con él.

—¿Qué piensas que quieren, Shassil? —preguntó Vesari.

El cetiano lo consideró gravemente con sus ojos de grandes pupilas.

—Cuando hay un T’sai cerca —dijo— no pienso.

Una verdad literal, pensó Clowdis mientras bajaba con Vesari por la empinada vuelta de la rampa helicoidal, y no sólo restringida a Shassil o a los cetianos. Cien mil razas de borde a borde de la galaxia —la mayoría de ellas, por lo que Clowdis había visto, más viejas y sabias e infinitamente más fuertes que su propia cultura advenediza— callaban cuando hablaban los T’sai.

Como si los T’sai no fueran de carne como otras criaturas, sino dioses. ¿Pero eran realmente de carne?

Clowdis ahogó un incipiente ramalazo de resentimiento por recordarse a sí mismo que era un novato en aguas extrañas, después de todo, un pez pequeño entre tiburones.

«Cuando se está en Roma se hace como los romanos —se dijo torcidamente—. Cuando se está en el espacio…».

—Lo primero es lo primero —dijo en voz alta—. Será mejor que le llevemos las nuevas a Buehl al cuarto de máquinas antes de que veamos a Barbour y a los colonizadores.

El jefe de energía, Buehl, tomó la orden T’sai con una belicosa impaciencia, indicadora de su temperamento. Era un hombre de mediana edad, de grueso cuerpo y de mente pesada, que se daba a la bebida solitaria cuando estaba fuera de servicio y a una mortalmente seria absorción de las cintas de Wagner; se dedicaba a sus cargas atómicas con una simpleza de espíritu que Clowdis, que había salido al espacio con la incansable sed de ver, nunca había sido capaz de comprender.

—¿Sacar a mis hombres de sus puestos? —preguntó enojadamente Buehl cuando Clowdis lo encontró en su escritorio del cuarto de máquinas—. ¿Apagar las pilas, matar la nave?

Tenía una increíble representación mental de la nave no como algo guiado, sino errante, inútil como un pez inválido en aguas traicioneras, una imagen agudamente definida dentro de los límites familiares de su sección de energía y que se volvía vaga a medida que se extendía hacia las secciones de carga y las habitaciones de la tripulación, y con mayor vaguedad cuando se ampliaba a cubículos llenos de charlatanes, colonizadores con ojos de vaca. Sección de control e hidropónicos, galería y hospital, no se registraban en la mirada de Buehl porque yacían en los escasamente visitados y no necesarios niveles superiores; la energía que conducía la nave como un rayo de metal a través del espacio lo era todo para él, y no habría detenido su funcionamiento a mitad de vuelo al igual que no habría cortado su propia garganta.

—Este es el momento que hemos temido desde que, por vez primera, alcanzamos Sirio, hace diez años —le recordó Clowdis—. Hay T’sai ahí afuera, Buehl. Que tus hombres se vayan a sus aposentos, o te pondré grilletes y pondré a Simmonds en los motores.

El golpe derrotó a Buehl como ningún otro podía haberlo hecho, y Clowdis sabía que así sucedería. El jefe de energía dio la orden desde el comunicador de su consola, pero no les siguió cuando sus preocupados subordinados desfilaron delante de él saliendo del cuarto de energía. El se mantuvo en su lugar, mirando ceñudamente a través del incómodo silencio que siguió al repentino cese del ruido de los motores, mucho después de que los otros se hubieran ido.

Y lentamente comenzó a darse cuenta de alguna forma de la gravedad de su situación, poniendo juntas las piezas de su experiencia, gradualmente, que tenían realidad para él. La estética no tenía existencia para él por debajo de su instintiva respuesta al clamor de Wagner; las complicaciones sociales y económicas de las culturas alienígenas le dejaban tan imperturbable como las de su propio mundo, y para las pautas emocionales que hacían que los hombres y los no hombres fueran lo que eran, tenía sólo desprecio.

Pero Buehl respetaba el Poder. Pensaba en él como una entidad deletreada en símbolos superiores, un nombre que era sinónimo de deidad.

Porque Buehl era jefe de energía en su propia esfera, y él había visto poder más allá de la imaginación.

Su primera aturdida sorpresa y entendimiento de lo que el poder podía significar había venido cuando terminó el salto estelar inicial; Buehl había sido miembro de la sala de máquinas de esa primera expedición, pero la gloria de ser pionero no significaba nada para él, comparado con el sentimiento de gobierno de las inmensas fuerzas que tenía bajo sus manos, hacia los lejanos mundos de Sirio. Recordaba vagamente una pululante sociedad de antropoides erectos, turbadoramente parecidos al hombre por todas sus quitinosas junturas.

Los motores los recordaba mejor.

Los sirianos habían desarrollado la energía atómica mil años antes. De alguna forma utilizaban las reservas de energía de su sol gigante, y una sola y monolítica estación en cada planeta les suministraba poder que podría haber pulverizado un mundo, pero que en lugar de hacer esto conducía la mecanizada economía con la fluida suavidad de un fino cronómetro.

Los eridianos habían usado las fuerzas subatómicas de fisión para hacer un paraíso perpetuo de su mundo que se enfriaba lentamente, y los cetianos, la gente de Shassil, obtenían energía ilimitada de las corrientes de tensión gravitatoria del espacio. Un solo edificio albergaba un poder más formidable que la totalidad de generadores exteriores de la Tierra.

Los cien mil otros pueblos de los que había oído hablar el hombre, pero en cuyos jardines espaciales de Barbour, y se maldijo con académica invectiva por no haberlo visto antes.

No había progreso real ahí fuera, y no lo había habido, obviamente, durante milenios. Cada cultura estaba equilibrada para abarcar las demandas de sus propios moradores, pero aún no había encontrado rastros en una filosofía alienígena que no implicaran fatalismo y resignación.

La galaxia estaba estática, ¿y qué era lo que la hacía estarlo?

Los T’sai.

El descubrimiento le trajo a Barbour un sentimiento de profunda depresión. Tan promisorios comienzos interceptados y canalizados hacía la última mediocridad por la súperraza, ¡tantas jóvenes ambiciones que chocaban contra el deseo superior!

¿Y la Tierra?

La Tierra, pensó Barbour, era el miembro más nuevo de este jardín de infantes cósmico, la que poseía el estadio más bajo, casi con un pie en la ignorancia, deseando bizquear frente a las brillantes luces de la civilización. Para ser llevada con un monitor y graduada y asignada a una casilla, sí la encontraban provechosa, en la economía T’sai.

Para Barbour, la verdad que había detrás de la resignación universal estuvo repentinamente clara. ¿Por qué luchar, trabajar y sudar por un ideal si está condenado desde el nacimiento al fracaso?

La Tierra, otra vez.

Los hombres, temerarios de lo extraño e intolerantes de la oposición, nunca fueron seres dóciles. Tomados en una mano por los T’sai, tendrían que aceptar por la fuerza tal régimen. Y luego…

Barbour, al igual que cualquier buen psicólogo, sabía cómo cortar una línea de pensamiento de su mente frente a una conclusión poco placentera.

Clowdis estaba esperando con Shassil y los oíros en la mesa de la habitación de conferencias —Vesari jugueteando con un cigarrillo no deseado, Buehl, un poco bebido y más taciturno que habitualmente, Barbour, encorvado, con sus apacibles ojos hundidos en el pensamiento— cuando Wilcox llegó apresuradamente para tomar su lugar.

—Lamento llegar tarde —dijo Wilcox. Su vos denotaba una habitual timidez, y una sorpresa inconsciente de que pudiera haber sido elegido para sentarse en consulta con los poderes de la nave—. He sido elegido para representar a los colonos, señor. Intentaré hacerlo lo mejor posible.

Clowdis aceptó su presencia sin ningún comentario, evitando encontrarse con sus ojos a causa de que la cortedad del hombre era de alguna manera ofensiva para el sentido de lo conveniente que poseía un hombre del espacio. Wilcox era un hombre pequeño, pálido, cabello neutro y ojos problemáticos, un formal operador de hidropónicas que había vendido su registro de trabajo en el Más Grande Pittsburgh para obtener dinero y poder ir con su mujer a Régulus. Había sido elegido ahora, sabía Clowdis, por la razón de que Wilcox era el promedio de los colonos: ansiosos de agradar, inofensivos y sin iniciativa ni ambición más allá de sus propios intereses.

—De acuerdo —dijo Clowdis, y miró a través de la mesa a Shassil—. ¿Qué nos puede decir ahora?

El cetiano suspiró, revelando unos bordes gemelos de cartílago que le servían de dientes.

—Poco, más allá del hecho de que el T’sai nos abordará pronto para tener una entrevista. Después de eso…

—Después de eso —interrumpió Buehl—, los pequeños dioses del espacio nos darán su palabra, y la palabra es Poder. —Había un gruñido en su voz que no intentaba ocultar.

—Tranquilízate —dijo cautelosamente Clowdis—; hemos llegado tan lejos, Buehl, sólo a causa de que los pueblos que hemos visitado no tenían órdenes de los T’sai de detenernos. Estaríamos locos si nos metiéramos en líos ahora.

Barbour levantó la mirada; sus suaves ojos agudos mostraban interés.

—Has dicho el T’sai, Shassil. ¿Quieres decir que sólo hay uno a bordo de la nave korivia? El cetiano asintió:

—Los T’sai viajan poco y cuando lo hacen lo llevan a cabo de uno en uno. Pero los T’sai no son como nosotros…, para ellos todos son uno y uno es todos. Se levantó de la mesa.

—Mi presencia interfiere la conversación; será mejor que espere al T’sai en el cuarto de controles.

Se fue, a pesar de toda su galáctica cortesía, sin tocarse la barba en señal de respeto, como suelen hacer los cetianos. Clowdis, pensando en esa criatura de aspecto de cabra teniendo solitario dominio sobre su cuarto de controles, sintió un rápido ramalazo de enojo y lo guardó al mismo tiempo.

—Está en lo cierto, sabéis —dijo Barbour—. Es nuestro problema, Ed, y no podemos hablar libremente con Shassil sentado aquí.

—¿Qué es lo que hay que hablar? —pregunto Impulsivamente Vesari—. Si no podemos hacer nada ¿de qué sirve hablar?

—No estamos planeando hacer nada —apuntó Clowdis—. Estamos aquí para barajar las posibilidades, y para esperar.

—Las posibilidades se enumeran rápidamente —dijo Barbour secamente—. Pueden matarnos o apresarnos, enviarnos de vuelta a casa o ignorarnos.

Clowdis dijo con convicción;

—No nos ignorarán. He hecho un estudio de los sistemas que aún no hemos visitado y todos forman parte del reino de los T’sai. Personalmente no veo que quepamos dentro de tal esquema de cosas…, pienso que tendremos suerte si nos dejan volver a casa otra vez.

—¿Es realmente tan grave? —preguntó Wilcox, alarmado. La cara que se había girado hacia Clowdis empalideció aún más de lo normal—. Quiero decir…, nosotros los colonos no podemos volvernos atrás ¡No hay lugar para nosotros!

Clowdis mantuvo el fastidio alejado de su cara con un esfuerzo.

—Las condiciones de esta expedición a Regulas fueron cuidadosamente explicadas antes del vuelo, Wilcox. Su gente entendió desde el comienzo que estábamos en terreno resbaladizo aquí. Usted sabía las oportunidades que tenía cuando firmó vendiendo sus derechos de trabajo.

El colono se dio por vencido, pestañeando. En ese momento no estaba pensando en los derechos galácticos o sus poderes, sino en su esposa, en el niño que iba a nacer dentro de medio año y en las setenta otras parejas que estaban en el nivel más bajo esperando su informe. Regresar ahora significarla volver a la desesperadamente superpoblada Tierra; con la firma de sus derechos, no tenían ningún status en ninguna parte, y la única vía posible era la migración compulsiva a una encogida y conducida existencia, infinitamente peor, en Marte o en Venus o en las lunas de Júpiter.

El suave y verde planeta Régulus, que estaba a pocas horas de viaje, era por contraste el paraíso. Ser vencidos ahora, cuando estaban tan cerca.

Sintieron la presencia de su inquisidor incluso antes de que Shassil lo presentara, el levísimo toque de pluma del pensamiento explorador que era como un momentáneo, no falto de placer, cosquilleo en las raíces de la mente.

El intérprete cetiano se deslizó en la habitación de conferencias con una mano en su barba, sus ojos de grandes pupilas bajados púdicamente.

—El T’sai —dijo Shassil reverentemente.

El T’sai era un hombre.

Un hombre pequeño, más pequeño que Wilcox incluso, pero brillando como un titán bajo el aura de Poder que se desprendía de él.

—Os sentís capaces de reclamar nuestros mundos vacíos —dijo el T’sai—. Probadlo. Y los dejó a solas con su problema.

—… No es de la misma especie que nosotros —dijo Barbour. Incluso una hora después, encontraba la verdad sorprendente, lo extraño de ello aun intentando entrar en la razón—. ¡Es imposible! La tensión de la coincidencia…

—No respira oxígeno —dijo Clowdis. Se sentía como un hombre luchando contra un sueño de drogas, recuperando el pleno uso de sus sentidos con lento trabajo—. Había un tipo de fuerza a su alrededor que le aislaba. Las orejas eran distintas, y el cabello, y tenía más de cinco dedos en cada mano…, creo.

Se giró hacia Barbour con una súbita sospecha.

—¿No crees que pudo ser algún tipo de ilusión, Frank? ¿Una proyección de algún tipo?

—Dudo que se haya tomado esa molestia —dijo Barbour lentamente—. Pero es tan difícil de aceptar…

—Poder —explotó Buehl, dejándolos atónitos a los tres hasta que se dieron cuenta de que estaba siguiendo sus propios pensamientos—. Con ese poder, pueden hacer lo que quieran.

Fue Wilcox, que entendía menos la cuestión, pero cuyo problema era más inmediato, quien les trajo nuevamente a la realidad.

—Hombre o no, no nos ha dejado mejor que antes —dijo—. Comandante, ¿recuerda lo que ha dicho?

El cerebro de Clowdis se sintió como un ojo cegado por una luz demasiado poderosa, pero recordó.

—Sugirió que probáramos por nosotros mismos el derecho de reclamar el mundo al que nos estamos acercando.

—No fue una sugerencia —corrigió Barbour—. Tenía el tono de una orden, Ed. Y dijo mundos.

—Poder —murmuró Buehl. Miró hambrientamente sus dedos, que se movían deseando tocar la botella y el vaso.

Los otros se mantuvieron sentados, perdidos en la nada.

—El ha dicho que tendremos libres las manos aquí si nos mostramos competentes —dijo Vesari—. Lo que me asusta es que no dijo lo que sucedería si no lo lográramos.

—Precisamente —dijo Barbour. Pasó una mano por su cráneo desnudo y se extrañó de encontrarlo mojado—. Si podemos probar nuestra capacidad. El problema es… ¿Cómo?

Dirigieron el asunto en un silencio incómodo, dándole la cara por vez primera y sopesando, cada uno a su manera, las posibilidades de resolverlo.

Clowdis se movió primero uniendo su cuarto de conferencias mediante la pantalla con el cuarto de control. Shassil respondió prontamente, su cara de cabra levemente incomunicativa.

—¿Cada raza que desarrolla el vuelo espacial tiene que pasar esta prueba? —preguntó Clowdis—. ¿Y qué sucede cuando fallan?

El cetiano encogió sus extrañamente unidos hombros.

—Los T’sai siempre han buscado las nuevas culturas. Sois los primeros para los T’sai.

Se miraron los unos a los otros sin comprender. Para Barbour la información tenía una pista muy significativa, pero no podía identificarla.

—Entonces los T’sai les han dado a las demás culturas el comienzo —dijo—. Deben tener…

—Deje de lado el punto —cortó Clowdis—. Lo que queremos saber es esto, Shassil: ¿Qué harán los T’sai si fallamos?

El cetiano levantó una mano hacia su propio control de la pantalla.

—No lo sé. Los T’sai no confían en las culturas menores, ni tampoco lo esperamos nosotros.

«La pantalla se quedó vacía —pensó Clowdis— en el mismo punto en el que hemos comenzado». Barbour sentía diferente, pero su escondido sentido de la significación no se definía para ser analizado.

—Estoy fuera de mi ambiente aquí —dijo Wilcox, y se levantó—. Con su permiso, comandante, volveré con mis amigos.

Clowdis dudó, viendo un riesgo más inmediato que la acción de los T’sai. La tripulación de la nave, incluyéndole a él, sumaba diecisiete personas, mientras que en los puentes inferiores ciento cincuenta colonos estaban murmurando incómodamente entre ellos. Sí sucumbían al pánico, las pocas posibilidades de sobrevivir se habrían esfumado.

Consideró la posibilidad de retener a Wilcox hasta que se hubiera decidido, y descartó el pensamiento porque sabía por experiencia que ningún ser humano podía mantenerse mucho tiempo en la incertidumbre sin que pidiera explicaciones.

—Adelante —dijo Clowdis—. Pero recuerde esto, Wilcox: nuestras posibilidades de sobrevivir dependen de usted casi tanto como de nosotros. Si no puede ayudarnos, entonces mantenga a su gente tranquila.

Cuando Wilcox se hubo ido, Clowdis, Vesari y Barbour se miraron los unos a los otros dubitativamente, en un silencio roto únicamente por el pesado respirar de Buehl.

—Quizá no sucumban al pánico —dijo Barbour, sin mucha convicción—. Ninguno de ellos puede tener una idea clara de lo que sucede aquí arriba.

Clowdis se encogió de hombros.

—¿La tenemos nosotros, Frank?

Wilcox fue directamente abajo y encontró a los colonos perdidos en un mar de rumores y aprensiones. En el momento en que puso un pie en la larga habitación de metal los hombres se dirigieron hacia él instantáneamente, voces que clamaban que les tranquilizara.

Sorpresivamente, encontró en sí mismo la tranquilidad para ofrecérsela a ellos. El papel de líder le había sido asignado contra su deseo, pero la obvia dependencia que ellos sentían de él ahora le dio una fuerza que no sabía que poseía.

—Estamos siendo demorados para examinarnos —les dijo—. Un tipo de control de inmigración que tenemos que pasar antes de que podamos pedir el planeta hacia el que nos dirigimos. No hay peligro. El comandante Clowdis tiene la situación bajo control.

Pero más tarde, cuando los otros se habían alejado para hablar en animados grupos, Wilcox se sentó con su mujer en su pequeñísimo cubículo y descubrió que sus palabras no la habían terminado de convencer.

—Te estás guardando algo, Cari —dijo su mujer. Ella era más joven que Wilcox, estaba en sus últimos veinte, tenía el cabello oscuro y era discretamente hermosa, incluso con su barata y fea ropa de inmigrante—. Nos van a hacer volver atrás, ¿verdad?

El movió la cabeza con desánimo.

—No lo sé, Alice. Ninguno de nosotros lo sabe, ni siquiera el comandante. Este T’sai parece un hombre, pero es más como un dios. No hay forma de adivinar qué es lo que podrá hacer si fallamos en probar nuestra valía.

Ella levantó la cabeza para poder mirarle fijamente, sintiendo con una percepción más clara que la de él algunos de los puntos que había detrás de aquello.

—Los T’sai nunca han hecho esto antes. Cari, ¿supones que van a juzgar a la humanidad entera por la gente de esta nave?

Se dio cuenta de lo que implicaba.

—¡Espero que no! La responsabilidad…

Las posibilidades se agolparon, haciéndole temblar: ellos mismos rechazados, barridos o enviados nuevamente a la Tierra; otras expediciones programadas desvanecidas en el espacio; el hombre restringido para siempre, quizás, a su propio y superpoblado pequeño anillo de mundos.

Pero inevitablemente, porque había nacido en una compleja máquina económica y como tal sus experiencias se reducían a su inmediato círculo de preocupaciones, su pensamiento volvió a sí mismo y a su mujer y a su hijo aún no nacido y hacia los otros colonos que habían quemado sus puentes para embarcarse en esta aventura en el espacio.

No podían volver atrás. No había lugar para ellos en la Tierra, y las colonias eran amargos infiernos para sobrevivir peor que esclavos.

«Podríamos también morir aquí, es igual», se dijo a sí mismo. El pensamiento tomó raíces y se convirtió en una llama de resentimiento que había estado ardiendo en él, sin que lo notara desde el principio.

—Sólo estamos tratando de vivir —dijo en voz alta, y no se enteró de que estaba hablando—. Los T’sai no tienen derecho a negarnos esto. No usan para nada ese planeta, si no, ya lo hubieran colonizado hace tiempo. No hay razón alguna por la cual no lo podamos tener.

Su mujer puso una mano en su brazo y el toque le trajo otra vez, como siempre, el calor de algo más que el apoyo físico.

—Entiendo —dijo ella—. Creo que los otros colonos también lo entenderán. Cari. Si no nos podemos establecer aquí, después de haber sacrificado lo poco que teníamos, no hay necesidad de continuar.

Se sentaron en silencio durante un rato hasta que la resolución tomó cuerpo en Wilcox.

—Creo que será mejor que les diga la verdad a los otros —dijo finalmente—. Le daremos al comandante Clowdis y a su grupo todas las oportunidades, pero si no llegan a una solución.

Clowdis y Barbour estaban sentados solos en el cuarto de conferencias cuando Wilcox llegó otra vez una hora más tarde; no habían llegado a ningún tipo de conclusión. Bueno hacía largo rato que había dejado una tarea para la cual no estaba cualificado y se habían retirado a su habitación en busca de whisky y Wagner, Vesari había seguido con extrañeza, y en este momento estaba durmiendo el sueño de los faltos de imaginación en su cubículo.

—No estamos mejor que cuando nos dejó —dijo Barbour imitadamente, como respuesta a la pregunta de Wilcox—. Hay un abismo entre la psicología de los T’sai y la nuestra, que hace imposible adivinar qué es lo que quieren. No es un hombre, aunque se parezca mucho. Puede ser una cuestión de ética, y la prueba que exige puede residir en una faceta desconocida para nosotros.

Suponga que uno de nuestros antiguos aborígenes hubiese pedido la admisión en nuestra propia sociedad, que tuviese que pasar una oficina de inmigración, y que su código ético se tuviera que parecer suficientemente al nuestro como para admitirle en nuestra sociedad. Suponga que viene de una cultura en la que se come carne humana; ¿podría ese tipo de condicionamiento ser considerado aceptable? No lo sería, y usted lo sabe. Lo incapacitaría para la vida ciudadana, y el hecho de que él no entendiera nada de ello no nos haría dudar ni un minuto en denegarle la entrada.

—Y si intentara entrar por la fuerza lo deportaríamos o le mataríamos —añadió Clowdis. Encendió su cigarrillo número cien y miró ceñudamente al colono con extraños reflejos rojizos en sus ojos—. Frank está en lo cierto, Wilcox. Hemos visto una docena de culturas cercanas, y escasamente hay algún punto en común entre nosotros y cualquiera de ellas. ¿No está de acuerdo, Wilcox?

Wilcox se sorprendió un poco de su propia dureza cuando dijo:

—Seguramente deberíamos saber cuánto tiempo tenemos para superar nuestra prueba. ¿Lo ha preguntado a Shassil?

Clowdis y Barbour se miraron el uno al otro con disgusto.

Clowdis se acercó al botón activador de la pantalla de la sala de conferencias.

La respuesta de Shassil no tuvo ningún significado para ellos en un primer momento.

—Tenéis hasta la puesta de sol en el planeta Regulus al que os dirigís —dijo el cetiano—. Unas doce horas a partir de ahora, por vuestro tiempo.

Clowdis ignoró la información.

—¿Dónde está la nave T’sai?

—El T’sai ha ido a conferenciar con su consejo. Regresará en el tiempo convenido.

Se miraron los unos a los otros desesperadamente cuando la pantalla del cetiano se oscureció.

—Transferencia instantánea —dijo desganadamente Clowdis—. A través de la galaxia y de regreso en doce horas, con una conferencia de por medio. ¿Qué significa, Frank? ¿Por qué no admitimos que hemos sido barridos?

Barbour volvió las palmas de sus manos hacia arriba en señal de derrota silenciosa.

—Pero tenemos doce horas para nosotros —dijo Wilcox—. Podemos llegar a Régulus en diez horas.

Se irguió desafiadoramente cuando Clowdis se giraba hacia él.

—Vamos a aterrizar en ese planeta, comandante, aunque tengamos que morir en él.

No tuvieron oportunidad de discutir. A la llamada de Wilcox, acudieron tres colonos con armas térmicas que habían cogido, rompiendo los depósitos que había en los niveles más bajos, y así de rápido la nave cambió de manos.

Shassil, con su invariable aire de galáctica resignación, tomó la nueva orden con un murmullo. Con un arma térmica en su espalda, se sentó ante el panel de control del comandante y tomó el mando de la nave como si el T’sai y la nave korivia nunca hubieran aparecido.

Wilcox y su contingente, ahora que la muerte podía estar esperándoles, parecían tranquilizados de la tensión y tan resignados como el intérprete cetiano.

—Supongo que tendrá razón, señor —dijo Wilcox una vez que Clowdis le maldijo por traer la aniquilación sobre ellos—. Pero probablemente estuviéramos condenados a la ejecución de todas formas, y nosotros los colonos preferimos morir que volver a la Tierra y ser enviados a los alrededores de Marte o Venus o a las lunas de Júpiter. Ha visto esas instalaciones por sí mismo y sabe lo que son.

Clowdis lo sabía. Conocía, también, la amarga monotonía de ir y venir hacía delante y hacia atrás en esos malditos e infernales agujeros en los corredores planetarios, donde había vivido hasta que el vuelo interestelar le había liberado. El considerar que los T’sai podrían devolverle a esa rutina le despertó una cierta simpatía hacia los colonos, pero consideraba que la muerte era un precio excesivo.

Trajeron a Vesari de su habitación, en parte para comprobar la navegación de Shassil y en parte para que le hiciera compañía a Clowdis, pero a Buehl se vieron obligados a confinarlo en su cuarto. El jefe de energía había salido disparado hacia los cuartos de los motores en el momento que habían comenzado a funcionar, y en su furia, parecida a la de un toro, lo tuvieron que atar de pies y manos para prevenir que interfiriera con la tripulación del cuarto de energía.

Doce horas podría ser un tiempo maravillosamente breve para medir la extensión de la vida de un hombre, pensó Clowdis. Aun así, el vuelo se alargaba interminablemente; la nave parecía no estar volando al doble de la velocidad de la luz, sino que se mantuviera estática y sin movimiento. Sentado con Barbour y Vesari en un colchón de aceleración, Clowdis se relajó por vez primera en doce horas y se encontró a sí mismo asintiendo exhausto, antes de que notara la tensión bajo la cual había estado.

Se durmió durante el viaje. Cuando se despertó, fue para ver el suave verdor del planeta Régulus acercándose bajo la nave; los horizontes volaban hacia arriba con una repentina y mareante velocidad que los cambiaba de convexos a cóncavos.

—Estamos aterrizando —dijo estúpidamente, alejando el sueño.

—Para eso salimos de la Tierra —recordó Wilcox. Su esposa estaba recostada en su hombro, su cálida feminidad sorprendiendo la funcional y masculina ambientación del cuarto de control. Los ojos de ella estaban fijos en las limpias colinas y praderas que había debajo—. Deja que vengan los T’sai y nos barran si así lo desean. Hemos comenzado aquello a lo que habíamos venido.

—Tontos —gruñó Clowdis—. Si querían suicidarse, ¿por qué no han hecho sobrecargar los motores atómicos y que estallaran?

Pero de todas formas se estremeció un tanto cuando los motores rugieron en la desaceleración del último minuto y la nave se quedó quieta como una alta vela de plata en la verde llanura.

—Ahora —dijo Wilcox. Su voz temblaba…

Alguien abrió las compuertas de los puentes inferiores y Clowdis pudo sentir el aire de la nave salir y el olor de limpia fragancia de las cosas en crecimiento que tomaba el lugar del aire que antes saliera.

—Le devolveremos la nave —dijo Wilcox— tan pronto como descarguemos nuestros abastecimientos y equipajes.

Clowdis miró a Barbour, quien movió la cabeza interrogativamente.

—Hombres —dijo Barbour—. Los he estudiado durante mi vida entera, Ed, nunca he estado más lejos de conocerles.

Pero ambos, mientras observaban a los colonos bajando rápidamente sus escasas posesiones, sintieron un inesperado toque de envidia.

—Pienso que hemos estado demasiado tiempo en el espacio, Ed —dijo Barbour cuando el último colono hubo dejado la nave—. Hemos estado demasiado interesados en la caza de nuevos mundos e investigando problemas alienígenas como para poder apreciar a nuestra especie, Clowdis, faltándole la entrenada capacidad del psicólogo para enfatizar, aún sintió un cambio de perspectiva.

Había estado fuera del problema. Había olvidado la atracción del hombre hacia la tierra, el hilo que hacía que los hombres lucharan y murieran por unos pocos metros de tierra. El, Barbour y Vesari, pioneros a su manera, Boones y Houstons y Carsons de los últimos días, que huían cuando veían el humo representativo de la ocupación humana. A ellos, en gran medida, se les debía el crédito del salto temprano del hombre a través de la frontera espacial, pero ahora, como siempre, eran los que venías a establecerse los que traían el inquebrantable espíritu de la humanidad. Esos pobres y tontos idealistas que irían hasta la muerte, eran de la misma pasta que todos los pioneros, para mantener la tierra conquistada a perpetuidad para sus hijos y los hijos de sus hijos.

«Pero no esta vez —pensó Clowdis—. El T’sai».

Wilcox apareció brevemente sobre el verde pasto de debajo, giró una ruborizada cara hacia Clowdis y Barbour, que estaban en la abierta compuerta.

—Será mejor que se lleve la nave, comandante —dijo—. La línea de muerte…

Clowdis echó una mirada hacia la puesta de sol que lavaba las bajas colinas hacia el oeste, y desistió cuando la nave del T’sai aparecía a la vista y bloqueaba el sol. Su inmediata reacción, curiosamente, no fue de pánico como había supuesto, sino una explosión de roja furia contra el T’sai.

—Que me aspen si la hago despegar ahora —dijo. Entonces, antes de que Barbour pudiera moverse para detenerle, arrojó su bolsa personal hacia donde estaba Wilcox.

—Aquí estamos —gritó. Agitó su puño hacia la nave que descendía—. Matadnos a todos y…

El T’sai apareció a su lado como una sólida proyección que negaba el tránsito del tiempo, la pequeña cara inescrutable bajo su campo de fuerza.

—Observa —dijo el T’sai.

La nave alienígena aterrizó, suave como una pluma en el pasto. La policía korivia marchó, saliendo hacia la pradera como ordenadas filas de rojizos autómatas parecidos a reptiles y bajaron hacía donde estaban los amontonados colonos. Clowdis captó el brillo de la tardía luz solar sobre las enigmáticas armas, y se envaró con un enfermizo escalofrío de horror cuando vio que unos pocos de los colonos, los que se habían apropiado de sus armas caloríficas, se habían alineado enfrente del resto.

Vio a Wilcox al frente con su mujer detrás, de forma que su cuerpo protegiera el de ella. Su vida y la otra que no llegaría hasta dentro de medio año, el hijo o la hija no nacido aún, que habían esperado confiadamente que compartiera la nueva Tierra.

El T’sai levantó una mano y los korivios se detuvieron como estatuas.

Los colonos se movieron incómodos y luego quedaron quietos. Durante un momento la escena se mantuvo en estática suspensión, una eternidad, en la cual Clowdis se olvidó de respirar.

Entonces los korivios se giraron como bajo una señal ya convenida y marcharon nuevamente hacia la nave.

—La prueba es suficiente —dijo el T’sai. Su voz, amplificada sin ningún mecanismo aparente, llegó a toda la extensión de la pradera—. El mundo es vuestro.

Y los dejó solos con su victoria.

La nave no se elevó esa noche. Clowdis cogió una rugiente borrachera con Barbour, Vesari y Buehl con el whisky del jefe de energía, y estuvieron interrogando a Shassil hasta la tarde del día siguiente.

El cetiano dio las explicaciones cuando estaban sobrios, su lúcido monólogo cayendo con clara lógica sobre sus empañadas mentes.

—Los T’sai han gobernado la galaxia —dijo Shassil— desde antes de que la primera vida saliera del océano de vuestro mundo. Gobernaron porque poseen inteligencia e iniciativa, ambas cosas. La iniciativa, que es el camino hacia la perfección, no se encuentra en las demás razas. Los T’sai nos han ayudado a cada uno de nosotros a atravesar el largo camino hacia la autosuficiencia, pero habían desesperado de encontrar otra raza que tuviera los mismos propósitos que ellos, hasta que habéis aparecido vosotros.

«Observaron vuestro crecimiento desde el principio sin interferir; si vuestra especie era la apropiada encontraría el camino hacia los T’sai cuando fuera el tiempo correcto, y entonces los T’sai os sopesarían y os juzgarían. Habéis pasado su prueba porque vuestra especie posee la misma iniciativa e idealismo que ha hecho de los T’sai lo que son, la lealtad y beligerancia necesaria para ser sus dignos sucesores.

Le miraron fijamente y sin poder creer lo que oían.

—¿Sucesores? —repitió Clowdis—. Qué…

—Los T’sai se han vuelto viejos cumpliendo con sus obligaciones para con el resto de la galaxia —dijo el cetiano—. Y la renovación del perdido vigor racial depende de que encuentren nuevos campos para explorar. Otras galaxias les esperan, como ésta espera por vosotros. Los T’sai se irán y vosotros estaréis listos para ocupar el lugar de ellos.

Y, por primera vez, al retirarse Shassil se tocó su barba en señal de respeto».