Lo que más ocupaba sus pensamientos era el preguntarse cómo podía llegar al pueblo para jugar con los vídeos del supermercado. Invasores del Espacio había sido su favorito, y se quedó algo sorprendido cuando, en una rápida sucesión, un Pac-Man le quitó el sitio para verse sustituido luego por un Milpiés. El cambio constante resultaba algo molesto, porque sus veinticinco centavos podían darle más tiempo si el juego le era familiar. Su muñeca nunca había llegado a dominar el truco de cómo hacer resbalar el botón que se comía los puntos alrededor de las esquinas; después de eso, las arañas saltarinas habían demostrado ser más de lo que podía manejar. Las dos monedas que la abuela le concedía para cada viaje podían llegar a pagarle unos cinco minutos de Milpiés. La abuela le llevaba al supermercado sólo una vez a la semana para que la ayudara con las compras, a no ser que olvidara algo; y dado que ella nunca se olvidaba de nada, Rory nunca podía llegar a mejorar su dominio de los juegos. Una vez tuvieron que regresar porque la leche estaba agria, y Rory tuvo que permanecer junto a ella ante la gran ventana del encargado, mientras su abuela hablaba amargamente de leche que no estaba en condiciones, y de una vaca muy amable y dulce que llevaba muerta y enterrada cincuenta años. La abuela le había tenido agarrado firmemente por el brazo, como si estuviera sujetando otra cosa aparte de a su nieto. Y después, ni siquiera le dejó jugar una partida, aunque había hecho todo ese trayecto con ella. Quería volver directamente a casa, y así lo hicieron, en silencio, sus labios formando una especie de grueso botón de color rosa, fruncidos y temblorosos.
Después llegó el fuerte calor de agosto, y el agua del río se retiró de sus orillas, dejando varios metros de piedras desagradablemente agudas empotradas en el barro húmedo entre la hierba y el río. En ese tiempo Rory se alegraba de estar cerca del río. Podía ir hasta la orilla con su almuerzo metido en una cajita, y pasarse el día entero refrescándose en el agua y luego acalorándose al sol. El proceso le dejaba bastante agotado si permanecía allí hasta la hora de la cena, y el calor hacía que nunca llegara a resultar aburrido.
Un día de agosto se encontraba tendido en la orilla, con el soplo de una brisa vespertina recordándole que ya casi había llegado el momento de ir a cenar. Y mientras estaba tendido allí, sin pensar especialmente en nada, un ruido peculiar le hizo fijarse en el río. Anteriormente, el río jamás había emitido un ruido semejante. Miró hacia el oeste, sus manos protegiendo los ojos contra el sol, y vio que a lo lejos había una oscura mancha triangular, que sobresalía por encima del agua con toda claridad, pero que se volvía borrosa cuando se confundía con el oscilante cabrilleo del sol. Se puso en pie para verla mejor, pero siguió siendo sólo eso, un perfil lejano, sus detalles perdidos en el resplandor derramado por el rojo y redondo sol que se encontraba a su espalda. Lo estuvo mirando hasta que el sol poniente le hizo llorar, casi obligándole a cerrar los ojos y, mientras tanto, se olvidó por completo de ese cronometraje, de vital importancia, que le haría aterrizar en la mesa de la cena justo cuando la comida llegara a ella. Cuando por fin llegó a casa, su abuela estaba enfadada con él y tuvo que tomar la cena, que ya no estaba caliente, en soledad.
Cuando volvió al día siguiente, la cosa ya no estaba. Pero había sido algo tan extraño, nada parecido a un tronco, sino geométrico, como un objeto construido por alguien… Se olvidó del asunto hasta que, unos días después, se dejó caer sobre su toalla de baño, casi sin aliento después de haber estado nadando, y respiró durante unos cuantos minutos absorbiendo el aire a ruidosas bocanadas antes de darse la vuelta. Mientras suspiraba y orientaba su cuerpo hacia el oeste intentando eludir inútilmente el resplandor del sol, la línea oscura del objeto emergió tan repentinamente que le hizo dar un salto. El sol se encontraba justo más allá del meridiano, y podía ver el objeto con toda claridad. No era un triángulo, nada de eso, sino un cuadrado que parecía ladearse dentro del agua, y del que brotaba otra forma geométrica en ángulo con el primer objeto. Meditó durante un rato sobre el enigma, hasta que se dio cuenta de que había dos pilares o postes que sostenían el segundo objeto desde abajo. Entonces debía de ser un techo, inclinándose hacia abajo para formar algo parecido a un porche. Debatió consigo mismo la probabilidad de que su idea fuera correcta. Había visto fotos de casas durante inundaciones, pero el río estaba seco como un hueso. Miró hacia abajo para comprobarlo. El agua, límpida y quieta, se encontraba a casi un metro de sus orillas habituales. Y el techo no se movía, ni tan siquiera oscilaba sobre el agua. Tras pensar durante un rato más, acabó decidiendo que si no había bajado flotando por el río, entonces era que el río la había dejado al descubierto. No tenía muy claro cómo podía haber ocurrido, físicamente hablando, pero decidió no hacer caso de todas las improbabilidades envueltas en ello. Después de todo, el objeto estaba ahí.
Lo estuvo observando un rato más desde la orilla, preguntándose qué casa era, y entonces recordó la historia que solía repetir la abuela, la historia de la vieja casa, y de cómo habían tenido que abandonarla después de que la última inundación la hubiera convertido en una ruina, cuando el gobierno federal había hecho un último pago, y se había negado a renovar el seguro. Nunca nadie había oído algo semejante, decía la abuela. Ésa era siempre la última línea de su elegía a la casa. La había oído tan a menudo, y le había prestado tan poca atención, que concluyó que el seguro era algo ambiguo de lo que nadie había oído hablar. Pero la aparición de la casa en el río hacía que la historia fuera interesante, y Rory empezó a rebuscar en su memoria fragmentos del relato, y le fue dando vueltas en la cabeza mientras miraba. Ésta podía ser la casa. Se preguntó si debería contárselo a la abuela. Pero eso quería decir que debería abandonar el objeto allí, mientras subía corriendo por la colina, y la última vez que había hecho eso, había desaparecido bajo las aguas.
Después de un rato se le ocurrió la idea de que podía nadar hasta ella. Estaba bastante lejos, quizá casi un kilómetro, pero el techo del porche era plano, y podía servirle casi igual que un embarcadero. Podía descansar cuando hubiera llegado ahí y, ante ese seguro refugio en mitad del viaje, el trayecto no resultaba ser más largo de lo que había nadado otras veces. Por eso, acabó lanzándose al agua.
El agua parecía estar más fría de lo normal a esa hora del día; tras haber superado la primera impresión de su baño matinal, ahora el río tendría que parecerle casi una bañera. Pero esto era una aventura, y las aventuras siempre hacían que las cosas parecieran distintas. Avanzó a través de las límpidas aguas, deteniéndose de vez en cuando para echar un vistazo y corregir su rumbo. La casa no parecía estar más cerca, al menos no durante un tiempo bastante largo, y Rory no miró hacia atrás para ver que, sin embargo, la orilla se estaba empequeñeciendo a su espalda.
Se encontraba ya bastante lejos cuando sus esfuerzos se vieron finalmente recompensados por una mejor panorámica de la casa. Se detuvo, pataleando en el agua, y pudo ver las tejas maltratadas por la intemperie, que convertían el tejado en una gran masa de telarañas, una rejilla en la que sólo se abría un agujero de contornos irregulares, que seguía viéndose de un negro impenetrable en la lejanía. El aliento que le ofrecía esa imagen tenía que durarle todavía un buen rato, pues le dolía demasiado el cuello como para seguir mirando mientras nadaba. También la respiración empezaba a descoordinarse y, de vez en cuando, se ahogaba, y tragaba un sorbo de agua sin querer. Pero no había nada que hacer al respecto; tenía que seguir nadando hasta lo alto del porche, donde le sería posible descansar. Cuando el agua se volvió repentinamente oscura y espesa a causa del fango que se alzaba del fondo del río, se detuvo y miró nuevamente por primera vez en largo tiempo. La casa se encontraba a unos seis metros de él. Ahora parecía asomar a mayor altura por encima del agua, y pudo ver la punta de una tercera columna que sostenía el porche, así como la parte superior de un umbral, tras el que se abría el vacío.
Nadó por entre las sucias aguas para agarrarse al poste más cercano, pero estaba cubierto de musgo y le resbalaron las manos. Su corazón latía de miedo en sus oídos. Quizá estuviera demasiado cansado para trepar. Sus dedos carentes de fuerza arañaron la madera medio podrida pero ésta se astilló en sus manos, desmoronándose. Enroscó los pies alrededor del poste, y se agitó y se contorsionó hasta que su estómago asomó por encima del borde del tejado. Y allí se quedó, tendido durante un momento, exhausto, hasta que un crujido y una ligera inclinación le indicaron que la casa se estaba ladeando. Rory trepó frenéticamente, abriendo al máximo las piernas, por el pulido entramado de las tejas. El crujido se detuvo y Rory intentó descansar. Pero el corazón le latía con fuerza, y los nervios estaban tan tensos que parecían cantar, y el descanso le resultó imposible.
No estaba familiarizado con el olor de las cosas que han estado enterradas durante largo tiempo y que vuelven a encontrarse al aire libre. No era un olor agradable ni tranquilizador, y tan pronto como pudo respirar con cierta normalidad alzó la cabeza, apartándola de las pestilentes tejas a las que el barro y los hongos habían vuelto muy resbaladizas. La parte delantera de su cuerpo estaba manchada por culpa de esas sustancias. Intentó limpiarse la cara y apartar los hongos de su nariz. Pero lo único que logró fue agravar ese olor con el escozor del barro rojizo que se le había pegado en el agua, y el olor combinado con ese cosquilleo le exasperaban. Si se rascaba o se movía, la casa crujía y se movía también; y cuando frotó un pie en el tejado para calmar el picor, todo su cuerpo resbaló y a punto estuvo de caerse. Subió nuevamente su pierna con la frenética y necesaria delicadeza de cuando se está sobre una delgada capa de hielo, pegando su cuerpo a las tejas cubiertas de fango, el vientre hacia arriba. El calor del sol hacía que el fétido olor de la casa se extendiera a su alrededor, y puntitos negros bailaban delante de sus ojos. Cerró los párpados y los apretó con fuerza, pero el brillo del sol traspasaba todas y cada una de sus células, y se arriesgó a levantar un brazo para taparse los ojos. El gesto hizo que empezaran a picarle, pero aun así mantuvo levantado su fresco antebrazo hasta que el fuego rojizo fue muriendo tras sus párpados, y pudo respirar con regularidad.
Cuando apartó el brazo, cautelosamente, parpadeó y se dio cuenta de que ahora el sol se encontraba muy al oeste del meridiano. Se incorporó lentamente, y se apartó del agujero que había creado en el tejado. Pronto tendría que empezar a nadar. Se estaba haciendo tarde. Pero la mancha marrón que rodeaba la casa había aumentado, y sintió cierta repugnancia ante la idea de saltar y cruzar su opaca superficie.
Sus cautelosos movimientos irritaron de nuevo al delicado equilibrio de la casa, y Rory se apresuró a tenderse una vez más para calmarla. De su interior le llegó un leve sonido, parecido a un roce, y luego un golpe ahogado que hizo estremecerse la delgada membrana del techo. El ruido resultaba sorprendente, pues Rory había dado por sentado que la corriente del río habría dejado vacía la casa. Pero, naturalmente, algo podía haber entrado a la deriva por una de las ventanas, y ahora estaría golpeando las paredes igual que una mosca intentando hallar su camino a través de una rejilla de alambre. La casa seguía removiéndose inquieta, pese a la inmovilidad de Rory; mientras pensaba en ello, acabó arrastrándose cautelosamente hasta el otro extremo del techo para calmar las oscilaciones.
Esa maniobra le dejó a sólo unos centímetros del agujero original del tejado, y pudo oír muy claramente los golpes emitidos por lo que contuviera la casa al ir de una pared a otra. Pero no había ningún chapoteo, y eso resultaba extraño. Miró por el agujero, sintiendo que volvía a encenderse algo de su curiosidad original. Por el agujero brotaba una especie de olor más seco, tan repugnante y podrido como el olor húmedo del exterior. Se inclinó un poco más por el agujero, pero seguía sin haber nada visible, pues por los dos orificios del techo entraba muy poca luz. Parecía una especie de ático o buhardilla.
Pero se había inclinado demasiado, y con un débil ruido de succión las tejas podridas se derrumbaron lentamente hacia el interior, y le dejaron caer suavemente en el suelo. Rory alzó inmediatamente las manos hacia la luz que colgaba sobre él. Pero después de que fracasaran sus primeros intentos, se dio cuenta de que sus saltos hacían brotar un irritado coro de quejidos de toda la casa, y se quedó muy quieto hasta que éstos cesaron. Aquí dentro hacía frío, incluso si se quedaba en los retazos de luz, y sus dientes empezaron a castañetear mientras permanecía rígidamente inmóvil desde los tobillos hasta las orejas, y los dedos de sus pies ejecutaban una pequeña y aterrada danza en el suelo reseco. Por muy bajo que estuviera el río, el interior de la casa era peligroso. Algo rodó hacia él desde un rincón oscuro y Rory dio un salto, sin preocuparse del efecto que su movimiento tendría sobre la crujiente estructura de la casa. Cuando el objeto quedó iluminado por el sol, lo reconoció y, tras unos instantes de verlo rodar ante él, verde y blanco, se inclinó a recogerlo. Era una lata de guisantes. Y estaba nueva, con la etiqueta seca y los extremos de latón todavía brillantes. Un gigante verde le sonreía por encima de un montón de puntitos de un verde impecable. El metal se encontraba un poco abollado, y los bordes se habían llenado de barro al rodar sobre la madera blanda y medio podrida, pero no era más que una lata de guisantes, perfectamente normal.
Sus dientes habían dejado de castañetear, aunque le seguían temblando los hombros de vez en cuando. Apretó fuertemente con la mano el recipiente metálico, pues necesitaba agarrarse a lo que fuera mientras luchaba por plantearse claramente las opciones que le quedaban. Ahora la casa se movía continuamente, tanto si se estaba quieto como si no. Decidió que lo mejor sería ir a la parte más baja del techo y agujerear la frágil superficie de las tejas con las manos; luego treparía encima de él y saltaría tan pronto como le fuera posible, nadando hacia la orilla. Todavía le dolían los hombros del trayecto de ida, pero no importaba, conseguiría volver. Pero tenía que empezar ahora mismo. Si era necesario, podía flotar durante un rato y luego seguiría nadando. Adelantó su pie derecho, como si estuviera patinando por encima del suelo hacia el final de la habitación. El suelo se inclinó, siguiendo su movimiento. Luego su pie izquierdo resbaló hacia adelante, y un perezoso ruido de succión sonó a su espalda. Rory miró hacia atrás.
En el rincón del que habían surgido los guisantes había algo más. El sol arrojaba un gran haz de claridad a través del mayor agujero del techo, en un ángulo bastante inclinado, y Rory pudo distinguir una especie de masa gris que se recortaba contra la pared oscura que había a su espalda. Pero no tenía tiempo para más exploraciones. Se concentró nuevamente en su tarea, haciendo avanzar sus pies en un lento resbalar. La cosa gris arañó el suelo de madera al inclinarse. La casa se había inclinado lo suficiente como para que ahora le fuera posible ver el agua mezclada con barro a través del orificio de las tejas. Ladeó su cuerpo hacia la abertura, manteniendo los pies inmóviles, y una mano se agarró a una viga mientras que la otra usaba la lata de guisantes para golpear las tejas, provocando una mezcolanza de madera, agua y barro del río. Tras haber despejado un agujero lo bastante grande como para saltar a través de él, sus dedos se enroscaron suavemente alrededor de la viga y Rory tiró de ella. La viga aguantó lo suficiente como para sostener su peso. Rory se preparó para saltar. Pero cuando cerró los ojos, una imagen se apoderó de su mente: saltaba, sí, y el salto era magnífico, hacia arriba, llevándole hasta el agua, y la casa giraba en el aire y se hundía detrás de él, dándose la vuelta para caer sobre Rory igual que una cesta vacía. Con un esfuerzo de voluntad hizo que su mente dejara de pensar en ello, abrió los ojos y arrojó el recipiente metálico al río, agarrándose luego a la viga con las dos manos. Intentó olvidarse de todo, y movió su cuerpo hacia adelante para saltar, pero un instante después retrocedió ante la visión de la casa invertida, y su pequeña e indecisa danza hizo temblar todavía más la casa, haciendo que la masa gris situada a su espalda oscilase y rebotase en el suelo, arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que sintió su perezoso peso ondulando alrededor de sus piernas, inmovilizándose contra ellas. Sus dedos se quedaron helados sobre la viga, y sus ojos, los parpados fuertemente cerrados, se alzaron hacia el cielo. Sentía un leve zumbido en los oídos, y podía escuchar su propio jadeo. El objeto enredado entre sus piernas era bastante pesado. Intentó mover la pierna izquierda. Estaba atascada. Tendría que bajar la vista para ver cómo podía liberarse.
Al abrir Rory un ojo y bajar lentamente la mirada hacia él, el sol iluminó de lleno el objeto. Unos cuantos detalles confirmaron que la cosa era un ser humano. Tragó saliva y dijo: «¿Ho-hola?». No hubo respuesta. No había esperado obtener ninguna. Movió suavemente su pie derecho y la empujó. El cuerpo se agitó un poco, pero su pie izquierdo seguía atrapado. Dio una patada y un brazo se soltó de su pie: por un instante que le dejó sin respiración, vio el rostro antes de saltar gritando a través del agujero que había en el techo.
Cuando el primer impulso de sus gritos se hubo agotado, empezó a gemir. Quería saltar, encontrarse en aguas límpidas y nadar, pero el charco de barro se extendía ante él durante metros y metros, y el cuerpo que había debajo seguía estorbándole, y en su mente aún tiraba de sus piernas. Se alejó del agujero, reptando hacia el extremo más alejado del porche, dejando atrás el sonido de lo que se debatía en el ático.
Si cerraba los ojos, el rostro se alzaba entre él y sus propios párpados, entre Ron y el sol y el agua si osaba abrirlos. Era el rostro de una mujer, convertido en pulpa por grandes círculos negros que formaban hinchadas medias lunas sobre toda su piel. Y rió histéricamente, una risa algo mezclada con sus gemidos, al pensar que le habían aplastado la cabeza con una lata de guisantes.
Tendría que gritar pidiendo auxilio: no podía hacer otra cosa, y empezó a chillar tan alto como pudo. Pero su voz sonaba débil y agarrotada por el miedo, y los gritos no llegaban muy lejos. La orilla se encontraba a gran distancia, y Rory pudo ver que la casa de sus abuelos empezaba a quedar cubierta por las sombras de los álamos que había ante ella. Sobresaltado, alzó los ojos. El sol había llegado casi al horizonte mientras él estuvo en el ático. El río seguía brillando, pero cuando el sol se ocultara la oscuridad no tardaría en llegar: muy pronto el río sería un gran espejo reluciente situado junto a la negra orilla, y después de eso, el mismo río se volvería oscuro. Su abuela debía estarle buscando. Ya había pasado la hora de la cena, y ella sabía que Rory se encontraba junto al río. Su toalla de baño seguiría en la orilla. Agitó los brazos, con la esperanza de que pudiera verle recortado contra el sol, y gritó unas cuantas veces más. No podía ver a nadie, sólo el débil resplandor de la casa blanca, y el vívido verde y amarillo de los árboles y la hierba allí donde les daba el sol, y las sombras que iban haciéndose más oscuras y purpúreas detrás de ellos.
Pero estaba la policía. Tenían motoras; podría oírles incluso en la oscuridad, vería sus luces. Aunque quizá la casa no pudiera esperar. Ahora crujía continuamente, sin importar lo que Rory hiciera. Intentó concentrarse nuevamente en la idea de nadar; pero no podía, sencillamente le era imposible. Podía nadar en círculos interminables, perdido en la oscuridad, incapaz de ver la orilla, con el cadáver flotando a la deriva detrás de él, esperando para atrapar sus piernas con sus muertos brazos.
El sol no tardó en convertirse en un delgado borde rojizo que brillaba detrás de las colinas, y el río se volvió una opaca superficie reluciente. Rory miró a su alrededor por última vez, sabiendo que tardaría mucho tiempo en mirar de nuevo. Y vio algo en la distancia; quizá fuera un bote, pues se estaba moviendo. Gritó, su voz enronquecida por el agua y la pestilencia. El objeto se acercaba rápidamente, avanzando con decisión por el río hacia la casa, con mayor rapidez de la que podía darle la corriente. Volvió a gritar y agitó los brazos. Había más de uno. Cinco o seis puntos emergían de las aguas; tenían que ser botes. Dejó de gritar por un instante, pensando que oiría una réplica; pero no hubo respuesta alguna, ni siquiera un grito ahogado por el viento, ni el menor sonido de motores o remos lamiendo el agua. Los botes se acercaban silenciosamente, cada vez más y más cerca, y su voz murió en la garganta antes de nacer. No llevaban luces. Y a medida que se hacían más grandes, un débil destello luminoso le permitió ver que los botes avanzaban por entre un charco de agua fangosa que se iba ensanchando cada vez más, y la brisa le trajo el penetrante olor rancio de algo que llevaba mucho tiempo enterrado, mientras la casa oscilaba, cambiando nuevamente de postura, como si se arrodillara en el agua igual que un caballo bien entrenado haciéndole una reverencia a su jinete.