Sin embargo, su madre endureció la mirada.
—Imagínese, Iván Ivanovic —a falta de otros, la mujer se dirigía a un huésped de sus vecinos, una persona venida de lejos, que en aquel momento había entrado en la cocina—. Este chico se come las botas. Se las he comprado hace un mes y mire. ¿Ha visto alguna vez algo semejante?
Iván Ivanovic dejó sobre la mesa la tetera que tenía en la mano y miró a Petja.
—Es un chico como otro cualquiera —dijo—. No tiene importancia…
—¡Un chico como otro cualquiera! —La madre de Petja alargó los brazos—. ¿Dónde ha visto algo parecido? Es un desastre. ¡Se come los zapatos!
—Yo también era así —repuso Iván Ivanovic, conciliador. Volvió a coger la tetera y la puso bajo el grifo— Mire, no ha pasado nada, he llegado a ser profesor… Sólo es un chico nervioso…
—Pero las botas las hacen para chicos normales —continuó la madre de Petja—. No hay zapatos especiales para los que no se están nunca quietos.
—Es verdad —contestó Iván Ivanovic, en tono serio—. Es verdad. Los futbolistas, los deportistas, disponen de botas especiales, y nadie piensa en acusarles de correr demasiado. Sin embargo, para los chicos no hay nada. Y es natural que corran… Habría que proporcionarles también botas adecuadas…
—No sé dónde encontrar botas que le duren más de un mes —exclamó la mujer, sacudiendo la cabeza—. ¡Sería un milagro!
Petja, ofendido, arrugó la nariz. ¡Qué culpa tenía él de ser un chico nervioso! ¿Debía, entonces, quedarse sentado siempre, con las piernas cruzadas? En vez de afrontar el problema específicamente, como hacía su profesor, su madre las tomaba siempre con él. Como si gastara las suelas adrede.
Iván Ivanovic dejó la tetera sobre la plancha del hornillo y se dirigió hacia la puerta. En el umbral se detuvo, mirando otra vez a Petja como para examinarlo.
—Le enviaré un par de botas mágicas —prometió, con sencillez—. El muchacho me parece adecuado, siempre que sea verdad todo cuanto me ha dicho acerca de él. Se las mandaré, pero con una condición: que el chico se ponga las botas todos los días y le deje hacer todo lo que quiera. Y no se preocupe, Antonina Ignatevna, ya verá cómo mis botas no se gastan nunca.
A pesar de la cólera, Antonina Ignatevna no pudo por menos de sonreír. Era una buena persona ese Iván Ivanovic…
—Ojalá fueran mágicas…
Petja estaba convencido de que Iván Ivanovic había inventado todo aquello para calmar a su madre. No tenía, realmente, aspecto de mago…
¿Dónde estaba el cucurucho que Petja recordaba haber visto sobre la cabeza del malabarista del circo? ¿Y aquella mirada penetrante o aquel modo de mover las manos, propio de los magos? Iván Ivanovic era un hombrecillo de chaqueta gris, con gafas, de barbita puntiaguda. Se parecía mucho a Sereza, el zapatero del segundo piso. Nadie habría dicho al verlo que de joven fue un muchacho nervioso.
Sin embargo, dos semanas después de la partida de Iván Ivanovic llegó un paquete. Su remitente era el hombrecillo.
Petja pensó que contendría un par de botas claveteadas con refuerzos metálicos, tal vez un par de botas de montaña semejantes a las que en una ocasión vio en un escaparate. Pero en el paquete había un par de zapatos negros vulgares, de corte sencillísimo. Petja se los probó. Le iban de perilla. —En seguida se ve que es un hombre… —murmuró la madre—. Con toda su inteligencia, Iván Ivanovic no sabe que a los chicos se les debe comprar todo un poco grande. Y aseguraba que le durarían mucho tiempo… Venga, póntelos. A caballo regalado…; pero las gastarás pronto. Recuérdalo…
Aquel día comenzó la extraordinaria historia de las botas.
Contra todas las leyes de la naturaleza, las botas siguieron intactas.
Al principio, Petja caminó despacio, con cautela. Llevaba botas mágicas y nunca se sabe… Luego, poco a poco, se acostumbró a la novedad hasta que no pensó más en ello. Volvió a correr como antes y a jugar al fútbol cuanto quiso.
Una tarde, cuando Petja ya se había metido en la cama, la madre cogió las botas y se puso a observarlas. «Ya las has llevado bastante —dijo para sí—, y… ¡Pero si están nuevas! Y pensar que… La suela está como nueva. Entonces, si quiere, sabe cuidarlas…»
Aquella noche la mujer dio a Petja el beso de despedida con cariño especial, pero Petja tenía la vaga sensación de no haber merecido enteramente el agradecimiento de su madre.
«Bah —se dijo, al dormirse—, dependerá mucho de las botas. También María Petrovna se lamentaba muchas veces de la calidad de sus botas. No se me puede echar la culpa a mí…»
María Petrovna habitaba en el apartamento de enfrente y era una mujer conocida por su escepticismo con respecto a todo y a todos. A los chicos, nerviosos o no, los había clasificado tiempo atrás en la categoría de los fenómenos absolutamente negativos.
Por eso, cuando Antonina Ignatevna le contó las alabanzas de Petja, explicando que se había vuelto formal y que ya no gastaba las botas, no vaciló en desilusionarla.
—Mire, María Petrovna, son realmente botas mágicas —insistió la madre de Petja—, o mi Petja ha cambiado. Hace seis meses que las lleva, sin quitárselas nunca, y aún no se han gastado.
—No tiene nada de extraordinario —le replicó María Petrovna, tras haber echado una mirada a las suelas—. ¿Ve estas bolitas? No se gastan nunca. Pero a mí no me gustan; producen reuma.
—¿Qué dice? ¡La suela de esparto deja pasar el aire! —objetó Antonina Ignatevna,
—Bueno, son de goma —admitió María Petrovna.
—No pueden ser de goma —disintió Antonina Ignatevna—. ¡Son tan ligeras! ¡Pruebe!
A regañadientes, María Petrovna cogió las botas.
—No pesan casi nada —dijo, con desprecio—. Se ve que están hinchadas.
—¿Por qué hinchadas?
—Sencillísimo. ¿Sabe cómo se hace? Se hinchan las burbujas de aire de la goma. Por eso es ligera.
Dejó las botas en el suelo, limpiándose los dedos.
Antonina Ignatevna sabía perfectamente que el procedimiento de obtener el crepé era muy distinto, pero, como siempre, María Petrovna había dicho la última palabra.
Pasaron los meses… Las botas no se gastaban, como si de verdad fuesen mágicas. Antonina Ignatevna empezó a mirarlas con cierto temor. Sabía que el profesor no era Mefistófeles, sino un hombre normal, pero en aquel regalo suyo había algo sobrenatural. Y no se trataba únicamente de la resistencia extraordinaria de las botas, había algo más.
En una ocasión, Antonina Ignatevna descubrió un arañazo en la punta de la bota izquierda. Sin duda, al jugar con otros chicos, Petja le había dado un golpe. Sin embargo, unos días después el arañazo había desaparecido sin dejar la menor huella. ¿Y cómo explicar el hecho de que las botas pareciesen siempre nuevas, aunque Petja no se preocupaba nunca de limpiarlas?
Por otra parte, seguían ajustándose exactamente a la medida del pie de Petja; pese al transcurso del tiempo, no se habían deformado.
Es cierto que, en general, el zapato de piel cede y se adapta al pie, pero al propio tiempo envejece. En cambio, aquellas botas parecían ser nuevas de trinca.
María Petrovna, incapaz de estarse callada, le echó un día un pequeño sermón a Antonina Ignatevna:
—Exagera usted con su pequeño. ¡Cada día, un par de zapatos nuevos! Debería gastar mejor el dinero. ¡Ya se arrepentirá!
—Por favor —le contestó Antonina Ignatevna—. ¡Si hace un año que lleva los mismos zapatos!
—¿Cree que soy tonta? —María Petrovna parecía ofendida—. Estas madres… ¡Pierden la cabeza por los hijos! No saben qué hacer por ellos… Pero así solo los malcrían…
Dicho esto, empezó a acusar a Antonina Ignatevna de mentirosa. De no saber educar a su hijo. De comprar cada día a «su Petenfza» un par de zapatos nuevos, mientras ella seguía usando los mismos, viejos y aun desfondados.
La pobre Antonina Ignatevna intentó explicarle la verdad, pero, ¿qué explicaciones podía dar?
Por culpa de las botas, la vida de Antonina Ignatevna se complicó de una forma increíble. ¿Decir la verdad? Nadie la creería. ¿Admitir que compraba a Petja un par de zapatos nuevos todos los días? Era absurdo.
Pasaron otros dos meses, pero los zapatos no envejecían. Antonina Ignatevna fue presa de la consternación.
—Ven —dijo un buen día e Petja—. Deja que estas botas descansen un poco. Ponte las viejas.
Y le volvió a dar las botas que en su tiempo provocaron su conversación con el profesor. El zapatero Sereza les había puesto medias suelas.
—Hice muy bien al comprarlas un número mayor —observó la mujer—. Las debes llevar, se te quedarán pequeñas. Estas las guardaré en el armario.
¿Quería convencerse de que su hijo había aprendido a cuidar las botas? ¿O bien aquellas botas eternas empezaban a asustarla? Es difícil decir lo que la madre de Petja tenía en la mente, pero cuando el chico se calzó las botas viejas, lanzó un suspiro de alivio.
Acostumbrado a las botas del profesor, tan ligeras que parecía que no las llevaba, Petja sentía ahora pesados sus pies. No pasó mucho tiempo sin que Antonina Ignatevna no tuviese que llevarlas de nuevo al zapatero. Por lo tanto, Petja seguía siendo el chico inquieto de antes, y el secreto de la larga duración de las botas regaladas por el profesor no dependía de sus cuidados. Pero Antonina Ignatevna continuó testarudamente haciendo arreglar las botas viejas hasta que, por fin, el bueno de Sereza le dijo:
—Ya es hora de echarlas a la basura. Cómprele al chico un par de botas nuevas…
¡Comprar unas botas nuevas cuando en el armario tenía un par más de nuevo!
A regañadientes, abrió el cajón donde las había puesto. Hacía ya varios meses que no las veía.
—Tienen un poco de polvo —suspiró, dándoselas a su hijo—. Pruébatelas, quizá te estarán estrechas.
Petja cogió las botas que, como en el pasado, alegraban la vista con su limpieza.
Y como en aquel lejano día en que Petja se las puso por primera vez, también ahora le sentaban como un guante.
Pero esto no fue lo que más sorprendió a Antonina Ignatevna. Ahora estaba en cierto modo acostumbrada a cosas semejantes. Pero no a aquello. Recordaba perfectamente que, al meter las botas en el armario, las suelas parecían ligeramente gastadas; entonces se había alegrado, porque las rozaduras y los arañazos venían a confirmar que se trataba de botas normales, de objetos de este mundo sometidos al desgaste de las fuerzas de la naturaleza. Hecho extraño, ahora se alegraba de algo que un tiempo atrás la enfurecía…
Pues bien, al echar una mirada a las suelas, Antonina Ignatevna vio, con asombro, que estaban absolutamente nuevas.
Y no sólo eso. Mirándolas de costado, examinando el espesor de las suelas, hizo un descubrimiento aún más increíble.
La pobre mujer se puso las gafas, se las quitó y, finalmente, las acercó de nuevo a sus ojos. ¿Sería posible? ¡Las suelas eran aún más gruesas que antes! Nunca había conseguido comprender cómo Petja no conseguía desgastar unas suelas tan delgadas, pero ahora… ¡habían crecido!
Antonina Ignatevna se quedó sin aliento. Era absurdo. ¿Pueden existir en el mundo zapatos que crecen?
Casi tuvo miedo de darle a Petja botas tan extraordinarias. ¿Pero qué podía hacer? ¿Tirarlas?
El dilema fue resuelto por la casualidad. Aquel día, Petja no pudo utilizar las botas del profesor, porque se puso enfermo. Por fortuna, sólo se trataba de un ligero catarro, que lo retuvo, sin embargo, en el lecho durante una semana. Durante aquel tiempo, las famosas botas no quedaron sin usar. Su fama se había extendido por todo el caserío y los amigos de Petja, cuyas respectivas madres tampoco les escatimaban los coscorrones a causa de los zapatos rotos, se las pidieron prestadas para jugar a la pelota. ¿Qué les importaba a ellos que la eterna duración de aquellas botas no tuviese una explicación científica? El caso más bien excitaba su fantasía, y muchos defendían las versiones más increíbles, demostrando una fe ilimitada en las posibilidades en la técnica, mientras otros, los más pequeños, que aún no habían salido del mundo de la fantasía, creían que las «botas del profesor» eran verdaderamente mágicas.
Así, las botas de Petja empezaron a ser usadas por turno. Con ellas jugaban a la pelota muchachos enloquecidos que a veces se dislocaban una rodilla o un tobillo, pero no se rompían nunca. Aguantaban bastantes pruebas duras, pero realmente no parecía existir ninguna fuerza en el mundo capaz de estropearlas.
Llegó así un día en que Antonina Ignatevna ya no pudo más y, tras preguntar a la vecina su dirección, escribió una carta a Iván Ivanovic.
Esta fue la respuesta del profesor:
«…Sí, crecen, Y en esto, querida Antonina Ignatevna, no hay nada milagroso. Comprendo su asombro e intentaré explicarle el motivo.
»¿Por qué crecen? ¿Ha oído hablar alguna vez de las epifitas? Son plantas que no viven sobre la tierra, sino en el aire. No tienen raíces y pueden vivir sobre una empalizada, incluso sobre un hilo del telégrafo, sin tocar la tierra. ¿Cómo se nutren? No de telegramas, naturalmente, y perdóneme la broma. Toman todo lo preciso para su desarrollo del aire. En el aire siempre hay humedad, siempre hay polvo que contiene partículas minerales. Y nuestras plantas se adaptan a este tipo de alimentación, digamos “aérea”.
»Desde hace varios años, nuestro instituto estudia estos minúsculos organismos vegetales, que viven en grandes colonias como los corales. Estas dan lugar a una masa compacta, ligera, flexible como la goma, pero que deja pasar el aire. Las botas que se obtienen con esa masa no son en nada inferiores a la piel, incluso tienen una propiedad de la que la piel carece: crecen. ¿Recuerda la piel de zapa de Balzac? Aquélla disminuía. Pero la nuestra crece continuamente, porque vive. Las células vegetales de que está formada se multiplican con rapidez, alimentándose, como todas las epifitas, a través del aire. Para las suelas hemos preparado una piel que crece de modo particularmente rápido, porque esta parte del zapato se gasta más. Le diré también que la suela puede alimentarse mejor que las demás partes de la bota, porque se halla en contacto con la tierra, donde la humedad y las sustancias minerales son más numerosas. La alimentación más sustanciosa contribuye a hacer que la suela se regenere más de prisa. Es un proceso imperceptible para el ojo del hombre; si no llega usted a tener las botas encerradas en el armario durante cuatro meses enteros, es probable que nunca habría descubierto que éstas crecen realmente. Como es natural, también las botas que crecen tienen sus inconvenientes. No se pueden conservar almacenadas largo tiempo porque su número variaría. Un adulto que se compra hoy un par, un tiempo después las encontraría demasiado grandes. En los zapatos de los adultos sólo puede aplicarse en la suela. Y no es poco; en efecto, hemos recibido muchas cartas de agradecimiento de carteros y de personas cuya profesión les obliga a caminar mucho, entre los cuales hemos distribuido un cierto número de pares, a título de prueba.
»Pero las botas de los chicos se pueden fabricar todas ellas con piel creciente. Creemos haber resuelto un problema que preocupa a todos: la confección de botas que puedan ser llevadas durante varios años seguidos. En nuestros experimentos hemos sometido ya a desgaste artificial varios pares, calculando un consumo normal de cinco años, pero una cosa es la experimentación y otra la prueba práctica. Por esta razón me interesa muchísimo saber el fin que tendrán las botas de Petja. Escríbame, por favor, si no le molesta demasiado, al menos una vez cada seis meses. Tenemos bajo nuestro “patrocinio” muchos escolares que usan nuestras botas, pero las de Petja forman, parte de la primera partida y todas las noticias al respecto nos son particularmente preciosas. Yo ya le he escrito dos veces, pero debo haber confundido la dirección, porque tampoco mis parientes me han contestado.
»Para nuestros experimentos no escogemos a los chicos especialmente inquietos, pero eso no significa que nuestras botas sean tratadas de la peor manera. Como en todas las demás cosas, también con ellas es necesario un cierto cuidado.
»Al probar una nueva marca de bicicleta, se la somete a las pruebas más difíciles, pero al usarlas normalmente, es bueno observar todas las normas prescritas de mantenimiento. Nuestras botas están destinadas a los adultos obligados por su profesión a caminar mucho y a los chicos, pero no a las personas descuidadas. Dígaselo a Petja. Cuidar un objeto significa doblar su vida. Si Petja quiere convertirse en un ejemplo en materia de botas, no como destructor, sino por saberlas conservar y sacarles rendimiento, deberá observar estas sencillas normas, que adjunto a la carta. Esto también es un experimento y le ruego que colabore. Antes era un caso desesperado de descuido, pero hoy, sin embargo, se me cita como ejemplo de orden. Quisiera saber precisamente lo que duran nuestras botas cuando se las cuida bien. Escríbame.
»P. S.: Dentro de unos días entrará en servicio la primera fábrica experimental para la producción en serie de las “botas mágicas”.»
Una semana más tarde, Petja y su madre asistieron en un cine a la proyección de un documental sobre la fábrica de «suelas autor regeneradoras», como las llamaba el locutor.
—Tenemos «sierras auto afiladas» —decía el locutor—, existen relojes de cuerda automática, relojes para los distraídos que, una vez se les ha dado cuerda, ya no se paran nunca. Ahora nos llega la suela que no se gasta nunca. Ahí está, ante vuestros ojos.
En la pantalla aparecieron enormes tinas poco profundas que contenían un caldo nutritivo en el que se cultivaban pequeñísimos organismos vegetales que, vistos al microscopio, parecían minúsculas estrellas amarillas.
El documental mostraba cómo estos organismos, al crecer, formaban una delgada hoja, tan ligera que flotaba sobre el caldo. La hoja seguía creciendo, haciéndose poco a poco más espesa.
—Con el desarrollo de los microorganismos —explicaba el locutor—, el material resulta cada vez más compacto. Ahora, la piel ya está lista. Puede ser enviada al corte.
En un departamento cerrado, numerosas máquinas automáticas recortaban, en la «piel» artificial que allí llegaba, miles de suelas de varias dimensiones.
—Y la suela sigue creciendo —añadió el locutor. Se vio una enorme suela que ocupaba toda la pantalla. La toma en acelerado proporcionaba una rápida visión del crecimiento. El espesor de la suela aumentaba a ojos vistas.
—El tiempo transcurrido es, en realidad, de dos meses —explicó el locutor—. La suela ha crecido tanto, que ha compensado el desgaste producido por un uso prolongado y constante. Y seguirá creciendo indefinidamente, como los hongos que quizá alguno de ustedes cultiva. ¡Gastarán los zapatos, pero esta suela no se desgastará jamás!
—¡Menos mal! —Apenas salió del cine Antonina Ignatevna lanzó un suspiro de alivio—. Ahora todo está claro…
Al encontrarse a María Petrovna, se enfrentó con ella sin miedo:
—¡Vaya al cine! —le aconsejó—. Verá cómo se hacen los zapatos de Petja. ¡Ya no podrá decir que le compro un par nuevo cada mes!
—Ya sé lo que hacen en el cine —replicó la vecina—. Un montón de trucos. Tengo un sobrino que estudia en el Instituto de Cinematografía y precisamente estos días han dado una clase especial sobre ilusiones ópticas.
—Pues estas botas existen —replicó la madre de Petja, acercando su hijo a María Petrovna—. Y Petja, también. No son ninguna ilusión óptica.
—Bueno. Supongamos que sea verdad —concedió la vecina, con superioridad—. Pero todos los chicos son unos mentirosos. Y el suyo no es mejor que los demás. No comprendo por qué lo mima así. ¿Qué necesidad tenía de hacerle esas botas especiales?… ¿No le basta con las botas corrientes?
Viktor Saparin