LA VISITA - Ray Bradbury

Le había llamado y se produciría una visita.

Al principio el joven se mostró reticente, dijo que no, que no gracias, que lo sentía; lo entendía, pero no.

Pero luego, cuando fue consciente del silencio de ella al otro lado del auricular, de la ausencia total de sonido, exceptuando la clase de dolor que se oculta a los demás, había esperado un buen rato hasta que finalmente dijo que sí, de acuerdo, ven, pero, por favor, no te quedes mucho rato. Es una situación rara y no sé cómo manejarla.

Ella tampoco. Cuando acudió al apartamento del joven, tuvo tiempo de preguntarse qué le diría, cómo reaccionaría él y cuáles serían sus palabras. Temía reaccionar de forma emocional, que llegara un punto en que acabase echándola del piso y dando un portazo.

Porque no conocía al joven de nada. Era un completo extraño. No sólo no se conocían, sino que hasta el día anterior ni siquiera sabía su nombre; lo había averiguado tras preguntar, desesperada, a las amistades de un hospital local. Ahora, antes de que fuese demasiado tarde, tenía que visitar a un completo desconocido por los motivos más inverosímiles de toda su vida o, para el caso, de todas las vidas de las madres del mundo desde el inicio de los tiempos.

–Espere, por favor.

Dio un billete de veinte dólares al taxista para asegurarse de encontrarlo allí si salía antes de lo que esperaba, y permaneció en la entrada del edificio de apartamentos un buen rato antes de aspirar con fuerza, abrir la puerta, entrar y tomar el ascensor hasta la tercera planta.

Cerró los ojos ante la puerta, llenó de aire los pulmones y llamó. No hubo respuesta. Un pánico repentino hizo que llamase con más fuerza. finalmente, en esta ocasión, se abrió la puerta.

El joven, que tendría entre veinte y veinticuatro años, la miró con timidez y dijo:

–¿Señora Hadley?

–No te pareces en nada a él –dijo ella sin poder evitarlo–. Me refiero a… –Guardó silencio, se sonrojó y a punto estuvo de darse la vuelta para marcharse.

–No esperaría que lo hiciera, ¿verdad?

Abrió la puerta y se hizo a un lado. Había una cafetera en una mesilla situada en mitad del apartamento.

–No, no, bobo. No sé ni lo que me digo.

–Siéntese, por favor. Soy William Robinson. Bill para usted, supongo. ¿Solo o con leche?

–Solo. –Le observó mientras él servía el café.

–¿Cómo me ha encontrado? –preguntó el joven, tendiéndole la taza.

La tomó con pulso tembloroso.

–Tengo contactos en el hospital. Hicieron algunas averiguaciones a petición mía.

–No tendrían que haberlo hecho.

–Sí, lo sé. Pero les insistí. Verás, voy a mudarme un año a Francia, tal vez más. Ésta es mi última oportunidad de visitar a mi… Es decir…

Guardó silencio, la vista clavada en la taza de café.

–Unieron la línea de puntos, a pesar de que supuestamente los archivos estaban bajo llave –concluyó él en voz baja.

–Sí –confirmó ella–. Todo encajaba. La noche que falleció mi hijo es la misma en que te ingresaron en el hospital para el trasplante de corazón. Tenías que ser tú. No hubo otra operación de esa clase ni esa noche ni en toda la semana. Supe que cuando te dieron el alta, mi hijo, o al menos su corazón… –Tuvo dificultades para decirlo– se fueron contigo. –Dejó la taza de café en la mesilla.

–No sé qué hago aquí –dijo.

–Sí lo sabe –dijo él.

–No, de veras, no tengo ni idea. Es todo tan raro y triste y terrible y, al mismo tiempo, no sé, como un regalo de Dios. ¿Tiene sentido?

–Para mí, sí. Estoy vivo gracias a ese regalo.

Entonces fue él quien guardó silencio, se sirvió café, revolvió el azúcar y tomó un sorbo.

–¿Adónde irá cuando se marche? –preguntó el joven.

–¿Adónde? –preguntó ella, indecisa.

–Quiero decir… –Su propia torpeza hizo que el joven torciera el gesto. Sencillamente las palabras no acudían a sus labios–. Quiero decir si tiene otras visitas pendientes. ¿Hay más…?

–Comprendo. –La mujer asintió varias veces, recuperó las riendas al envarar el cuerpo, se miró las manos en el regazo y, finalmente, se encogió de hombros–. Sí, hay otros. Mi hijo… donaron sus ojos a alguien en Oregón. Y en Tucson hay una persona que…

–No tiene que seguir –dijo el joven–. No he debido preguntar.

–No, no. Todo es tan raro, tan ridículo. Es tan nuevo. Hace unos años, no hubiera pasado nada semejante. Ahora vivimos en una nueva era. No sé si reír o llorar. A veces empiezo a hacer una cosa y acabo haciendo otra. Me despierto confundida. Me pregunto a menudo si él está confundido. Pero eso es incluso más absurdo porque no está en ninguna parte.

–Está en alguna parte –dijo el joven–. Aquí. Y yo estoy vivo porque él está aquí en este preciso momento.

A la mujer se le empañó la mirada, pero no derramó una sola lágrima.

–Sí. Gracias.

–No, gracias a él y a usted por permitirme vivir.

La mujer se levantó de pronto, empujada por una emoción incontenible. Miró a su alrededor en busca de la puerta, perfectamente visible, pero fue como si no la viera.

–¿Adónde va a ir?

–Yo…

–Pero ¡si acaba de entrar!

–¡Esto es una estupidez! –protestó–. Es muy incómodo. Estoy depositando mucho peso sobre ti, sobre mí misma. Voy a irme antes de que todo se vuelva tan absurdo que acabe perdiendo la razón.

–Quédese –pidió el joven.

Obediente, estuvo a punto de sentarse.

–Termine el café.

Permaneció de pie, pero tomó de nuevo la taza con pulso tembloroso. El imperceptible tintineo de la taza fue el único sonido que hubo cuando que la devolvió al platillo y dijo:

–Tengo que marcharme. Me siento algo indispuesta. Como si fuera a desmayarme en cualquier momento. Estoy avergonzada de mí misma por haber venido. Qué Dios te bendiga, joven, y que tengas una larga vida.

Se volvió hacia la puerta, pero él se interpuso en su camino.

–Haga lo que ha venido a hacer.

–¿Qué? ¿Qué?

–Ya lo sabe. Lo sabe perfectamente. No me importa. Hágalo.

–Pero…

–Adelante –dijo él, bajando el tono de voz. Cerró los ojos, los brazos a los costados, esperando.

Le miró la cara y luego el pecho, donde bajo la camisa había un leve temblor.

–Ahora –dijo él en voz baja.

Ella casi se movió.

–Ahora –repitió.

Dio un paso hacia él. Volvió la cabeza y acercó la oreja derecha, agachándose un poco, centímetro a centímetro, hasta tocar con ella el pecho del joven.

Podría haberse echado a llorar, pero no lo hizo. Podría haber exclamado algo, pero no lo hizo. Cerraba los ojos con fuerza y estaba escuchando. Movió los labios, diciendo algo, tal vez un nombre, una y otra vez, casi al ritmo del latido que oía bajo la camisa, bajo la piel, en el interior del cuerpo del paciente joven.

El corazón seguía latiendo allí.

Escuchó.

Los latidos del corazón eran regulares, constantes.

Pasó un rato escuchando. Poco a poco recuperó el aliento, sus mejillas recuperaron su color.

Escuchó.

Los latidos del corazón.

Entonces levantó la cabeza, miró por última vez a la cara al joven, y rozó fugazmente con los labios su mejilla, se dio la vuelta y recorrió apresuradamente el trecho que la separaba de la puerta, todo ello sin dar las gracias, puesto que no era necesario darlas. Abrió la puerta sin volverse siquiera, salió y la cerró con suavidad.

El joven esperó unos instantes. Levantó la mano derecha y la deslizó por la camisa, por su pecho, para palpar lo que había dentro. Seguía con los ojos cerrados y el rostro vacío de toda emoción.

Después de volverse, tomó asiento sin mirar dónde se había sentado, alcanzó la taza y apuró el café.