CÓMO DOROTHY MANTUVO ALEJADA LA PRIMAVERA - Joanna Russ

Había sido una estación muy larga y solitaria y ahora era a mediados del invierno, cuando oscurece muy temprano. A menudo, Dorothy no tenía otra cosa que hacer que deambular ensoñadoramente. Caminaba despacio escaleras arriba y abajo, a través de los desnudos salones y los lugares agrietados y llenos de polvo situados bajo las escaleras. Observaba silenciosamente los remolinos formados por la nieve alrededor de las esquinas de la casa y acudía a la cocina para echar el aliento sobre la escarcha de la ventana; pero el ama de casa no la quería ver por allí. Después, papá aparecía en el salón y daba unas patadas en el suelo para desembarazarse de la nieve que llevaba en las botas, y ella se alejaba sigilosamente, y se metía debajo de las escaleras. Y allí tenía una ensoñación larga y muy elaborada: que su madre muerta había dejado algo oculto en alguna parte de la casa para que Dorothy lo encontrara. Podía tardar días y días, mirando y revolviendo las ropas de su madre muerta pero, desde luego, ella lo reconocería instantáneamente, en cuanto lo viera. Su tos la impedía ir a la escuela o ver a mucha gente. Se quedaba sentada bajo las escaleras y pensaba mucho, y después, cuando oscurecía y el reloj del dormitorio daba las campanadas de las cinco, Dorothy subía a cenar.

Miró a su hija por encima de la mesa ante la que estaban cenando, con sus gafas redondas y sin reborde elevadas sobre la nariz. Las trenzas de la niña estaban sujetas en un ángulo de la cabeza. Se había puesto alrededor de ellas unas gomas rojas, como si no le importara el aspecto que pudiera tener.

—¿Cómo te ha ido esta tarde, Dorothy? —preguntó él.

Ella dejó de comer zanahorias con mantequilla.

—Muy bien —contestó.

Las gafas se le deslizaron hacia abajo, hasta descansar firmemente sobre la nariz.

—Súbete las gafas, cariño —le dijo él.

Ella se las subió con un dedo manchado de mantequilla y se lo quedó mirando.

—A partir de la semana que viene regresaré a casa media hora antes todos los días —dijo él—. ¿No te parece bonito? Nos podremos ver bastante antes.

Ella le miró fijamente, por encima del borde de sus gafas. Eso aumentaba la parte inferior de los ojos y no la superior. De algún modo, parecía como un pececito de colores.

—Hum —dijo ella.

Se llevó a la boca otra cucharada de zanahorias con mantequilla y las masticó con lentitud. Después de la cena, él le leyó, y más tarde, cuando llegó la hora de acostarse, le preguntó al ama de casa cómo le había ido durante el día y qué había estado haciendo. Cuando se marchó a la cama, insistió en llevarla él mismo.

Dorothy se despertó en plena noche y escuchó para saber si había alguien despierto. Sabía que debía de ser la medianoche. Todo estaba oscuro y la casa se había convertido en una gran caverna azotada por el viento que susurraba y crujía y convertía las correrías de los ratones por las paredes en una verdadera tormenta. Por debajo de las cortinas de la ventana penetraba una débil luz. Dorothy se sentó en la cama, arrebujándose con las mantas. Sacó los pies de la cama. Después, se levantó sobre las frías tablas, con sus trenzas atravesando la oscuridad y su camisón agitándose débilmente alrededor de sus pies desnudos. Caminó sobre el suelo y apartó las cortinas. Afuera estaba casi claro debido a la nieve; el cielo sólo era una masa de copos que caían y eran llevados por el viento y que sólo pasaban a pocos centímetros de sus ojos.

De puntillas, con los pies descalzos, levantándosele el camisón mientras subía la escalera por la que había corriente de aire, subió al segundo piso. En su camino, pasó junto al dormitorio de su padre, muy despacio. Estaba allí el radiador de pared. Pasó la mano por encima; estaba tan frío que el hierro helado le quemó como si fuese fuego.

En el tercer piso había amplios ventanales que se abrían al patio. Dorothy se inclinó sobre ellos durante unos pocos minutos, mirando fijamente hacia la nieve que caía.

En su sueño, colocó una mano sobre el cristal y la ventana se abrió dejando entrar una bocanada de aire. El viento se arremolinó a su alrededor; giró, la elevó y la impulsó lentamente a kilómetros y kilómetros de distancia, a través de la nieve, que seguía cayendo. Los copos cayeron sobre ella y se quedaron allí, sin licuarse. Eso le gustó. Empezó a correr. Pasó rascando, muy rápidamente, sobre una larga y blanca carretera campestre, pasó junto a colinas azotadas por el viento, entre los enormes y mudos monolitos de los árboles del bosque; pasó tranquilas avenidas de setos, atravesó los campos envueltos de blanco; pasó junto a casas de campo inclinadas y medio enterradas. Había un parque que ella había visitado una vez, con mesas para picnic al aire libre cubiertas ahora de blanco y círculos de árboles cada una de cuyas ramas aparecía cubierta de nieve. Sonrió y dejó que los pliegues de su camisón se arremolinaran alrededor de sus pies, inmensamente contenta, con los pies tocando apenas la tierra blanqueada.

Ellos estaban allí.

Uno era delgado, tan hueco como una máscara por detrás, de plata fría y cordial. Llevaba un arco de plata y unas largas flechas que tenía sobre su brazo.

Tú eres un cazador, dijo ella, con una voz deliciosamente serena en la quietud que les rodeaba. ¿Verdad? Él asintió. Los otros dos no eran tan grandes. El más alto era un viajero con nariz de payaso y un sombrero puntiagudo. La expresión de su rostro era ridícula y triste. El tercero era un gnomo, bajo y grueso, apenas nadie.

Tú pareces ser un payaso, le dijo ella prudentemente al otro. Y tú —al siguiente— eres muy pequeño, aunque no sé tu nombre. ¿Hay alguna otra cosa?

El Payaso habló y su voz sonó absurdamente elevada, delgada y triste. También estaba en silencio.

Somos aventureros, dijo con orgullo. El Cazador sonrió, aunque no tenía ni rostro ni labios con qué sonreír.

Sí, sí, añadió el Pequeño. Tenemos que destronar a un tirano que vive en una montaña. Retiene a una Princesa, cautiva en su castillo.

El Cazador sonrió y tocó ligeramente su arco.

¿Puedo ir con vosotros?, preguntó Dorothy. El Cazador extendió una mano hacia ella. Tocó la suya y su frío le quemó como fuego.

No estábamos esperando a nadie más que a ti, le dijo, y su voz tuvo un eco ligero y hueco en el claro. Dorothy se soltó el pelo y lo dejó caer. Era muy largo y le llegaba hasta la cintura. Se volvió y vio a su padre abrirse paso penosamente hacia ellos. Llevaba pieles árticas y anteojos y se hundía en la nieve hasta las rodillas.

¡No te desvanezcas en el silencio, Dorothy!, le gritó. Regresa a casa. Ven a casa. Ven a casa.

Ella le arrojó un puñado de nieve y él se disolvió en los copos de nieve, gorgoteando.

Vas hacia tu muerte.

Ellos se elevaron y se dirigieron hacia el norte, bajo el pesado cielo gris. La respiración de Dorothy producía una nube helada a su alrededor. Era tan caliente como un abrigo. La nieve era más cálida, como crema, como blancos gatitos persas, como la piel blanca del conejo, como el amor.

Miró a su hija por encima de la mesa donde cenaban. Ella se estaba bebiendo muy seriamente su leche.

—Supongo que tu tos irá mejor —dijo—. ¿Verdad? Supongo que el médico pronto te dejará ir a la escuela. ¿No te parece bonito?

—Sí, papá —contestó.

—Bueno, el invierno no dura siempre —dijo él—. ¿No te parece?

—No, papá —admitió ella.

Dejó su vaso de leche sobre la mesa, mostrando un gran bigote blanco sobre su labio superior.

—Papá —dijo—. Cuando vuelva a la escuela no sabré nada. Me habré quedado retrasada.

—¿Mi hija retrasada? —dijo él—. No te preocupes por eso. Eres lista. Ya verás como te pones al corriente en un par de semanas.

Ella asintió amablemente y terminó de beberse las últimas gotas de leche.

Una vez, el Payaso recogió una flor. Era toda blanca: pétalos, hojas y tallo; una rosa sin olor. Se la fijó en su sombrero puntiagudo y todos los viajeros cantaron una canción que ellos mismos habían compuesto:

Nuestro corazón está lleno

de buena voluntad.

Cuatro fuertes,

marchando juntos,

cantando esta canción.

La rosa cantó con ellos con una voz chillona, cantando «cinco» allí donde ellos dijeron «cuatro», porque parecía pensar que era uno de ellos. Al cabo de un rato, el Payaso la dejó caer de su sombrero a la nieve, donde dejó de cantar y se encogió, hasta convertirse en un montoncito de copos de nieve.

Murió, dijo Dorothy. El Cazador sacudió la cabeza.

Nunca fue real, dijo. Pero eso no lo sabía.

En el silencioso bosque blanco, donde el cielo caía lenta y perpetuamente, nunca era ni de día ni de noche, sólo de un gris silencioso. Como medio en penumbras y sin llegar a ser como un amanecer.

El Pequeño preguntó a Dorothy: ¿Tienes hambre? Ella se lo pensó un momento y negó con un movimiento de cabeza.

Pues debería tenerla, protestó el Payaso, ladeando ansiosamente su cabeza. El Cazador apartó del rostro de Dorothy un mechón de pelo con uno de sus dedos planos y plateados.

Ahora no.

Después de varios días, los árboles empezaron a adelgazarse y hacerse más pequeños y no tardaron en llegar a una llanura abierta donde el cielo se arqueaba como plomo sobre sus cabezas. Era un lugar terrible. Dorothy y el Cazador no sintieron miedo, pero Payaso y Pequeño se quedaron atrás, abrazados el uno al otro no por temor, como llevaron buen cuidado de señalar, sino sólo para calentarse, para alejar el escalofrío del miedo.

¡El castillo está ahí delante!, susurraron.

El Cazador caminó ligeramente por delante, llevando su arco y flechas, y Dorothy caminaba sobre las profundas huellas que iban dejando sus pies, convirtiéndolas en ángeles y rosas. Payaso y Pequeño empezaron a gemir no por temor, como se apresuraron a señalar, sino sólo para hacer ruido y alejar el silencio del miedo.

Al principio, el terreno empezó a inclinarse; después se encontraron sobre colinas; a continuación, las colinas crecieron; había palizadas, crestas, escarpas, rocas tan negras como la noche, noches rocosas como barrancos hondos, senderos en los que uno podía perderse para siempre, enormes piedras que podían bajar rodando con estruendo. El castillo del tirano estaba sobre un monstruoso terraplén, que se encorvaba desnudamente en costillas y hombros macizos, en el punto más elevado, sobre un inmenso abismo. Estaba medio colgando sobre una caída a pico. Relucía negramente, fortificado en basalto de media noche. Sobre él se agitaba rígidamente una bandera del color de la obsidiana, extendida hasta la tirantez por los fuertes vientos que azotaban la cumbre de la montaña.

Aquí es, dijo el Cazador, y su voz misteriosa y repicante produjo un eco en el paso de la montaña. El Payaso se enderezó el sombrero y sonrió suavemente hacia Dorothy. Debo tener el mejor aspecto cuando voy a afrontar el peligro, dijo. Un viento helado les golpeó, elevando el largo pelo de Dorothy sobre su cabeza, como una bandera. Empezaron a trepar.

Su padre la encontró asomada a una de las ventanas de arriba, con un vestido de algodón, dejando que el viento frío soplara a su alrededor. Estaba tratando de mantener en uno de sus dedos un copo de nieve sin que se licuara. No la regañó, pero la envió a la cama y avisó al ama de casa para que se ocupara de ella. Permaneció tumbada en la cama, con las manos cruzadas sobre su pecho, negándose amablemente a leer nada. Dijo que se sentía perfectamente bien. Estuvo tumbada allí durante todo el día. Y pensó y pensó y pensó y pensó.

La puerta que daba al castillo era una plancha de bronce; se abrió hacia un largo vestíbulo cuando Dorothy la empujó con todas sus fuerzas. Siguieron el vestíbulo, hasta que éste se abrió a una sala enorme, donde había eco y tapices colgados que representaban las cuatro estaciones y la recogida del heno y la siega y otras escenas mitológicas. Al final de la sala, sobre un trono de pedernal, estaba sentado el Tirano, con la cabeza hundida, durmiendo. Era enorme y vacilante y de una bruma gris; a través de él, Dorothy podía ver la pared situada detrás. Alrededor de su cabeza había un círculo de acero; era su corona. Rápidamente, Pequeño corrió hacia una trompeta que colgaba de la pared y sopló tres notas. El Tirano empezó a despertarse y, al levantarse, mientras aún se despertaba, el rostro se le llenó de una expresión de cólera.

¡Ponte las gafas, Dorothy!, rugió. El Cazador echó hacia atrás la cuerda invisible de su arco y rompió el círculo de acero con una flecha helada. El Tirano se hundió sobre el suelo y quedó tendido sobre un charco de lágrimas.

¡Hurra!, gritó entonces el Payaso. Hemos matado al Tirano.

¡Hurra!, gritó el Pequeño. Yo soplé el cuerno que despertó al Tirano.

¡Hurra!, gritó Dorothy. Yo abrí la puerta que nos permitió entrar en el castillo del Tirano.

El Cazador se inclinó contra una pared y dijo: mirad. Viene la Princesa.

La Princesa descendió como un soplo por un pasillo y llegó a la sala. Estaba toda hecha de niebla. Había menos de ella de lo que había habido del propio Tirano.

Gracias por salvarme, dijo con una voz apagada y apresurada, como el agua cayendo bajo los arcos de piedra. Os estoy muy agradecido.

El Payaso cayó sobre una rodilla. Todo el placer es nuestro, amorosa doncella, dijo. Ella le dio unos golpecitos en la cabeza y una pequeña nube de su mano quedó colgando de su sombrero y dejó una estela como un vaho de la respiración.

Salieron del castillo. Inmediatamente, el viento, feroz y burlón, elevó a la Princesa y se la llevó, haciéndola girar, formando andrajosas serpentinas.

Qué vergüenza, dijo Dorothy. Y Pequeño asintió.

Era hermosa, declaró tristemente el Payaso. Nunca había visto antes a nadie tan hermosa. Y dos lágrimas rodaron por sus mejillas.

Bajaron fácilmente por la encogida montaña, y el castillo, aunque no estaba muy alejado de ellos, se convirtió en un juguete de un tamaño no mayor al de la mano de Dorothy. Después, desapareció. Empezó a caer la nieve; unos árboles y arbustos nacarados fueron elevándose silenciosamente alrededor de ellos. La luz empalideció hasta adquirir un tono gris de adularía.

¡Mirad!, gritó Dorothy. ¡Oh, mirad eso! Y su voz pareció filtrarse y alejarse y perderse en el silencio. Había un lago por delante de ellos, situado como un ópalo entre los árboles que lo bordeaban y cuyas ramas se inclinaban hacia él. Dorothy echó a correr, patinó, se inclinó hacia abajo y dio vueltas sobre el hielo nebuloso, girando en círculos cada vez más y más estrechos, hasta que cayó de rodillas y se inclinó una y otra vez, saludando, mientras Pequeño y el Payaso aplaudían frenéticamente. Después, arrodillándose, orgullosa, segura, audaz, vio a través de los árboles una luz débil, un toque de color, el más pequeño de los cambios.

Había una luz por el este.

¡El amanecer!, gritó el Payaso. ¡No, la primavera!, gritó el Pequeño.

¡La primavera! ¡La primavera!, cantaron, dando vueltas, cogidos de las manos y bailando en círculo. ¡La primavera! ¡La primavera! La primavera es hermosa cuando los pájaros cantan y el hielo se derrite y vuelan los insectos y los vasos son Ming y las rosas y el corazón late y el amor lo cubre todo y la vida es la reina.

Dorothy, de rodillas sobre el hielo, dijo ¡No, no! No va a venir. Yo no lo permitiré. Pero ellos siguieron bailando.

No puedes detenerla, le gritaron.

¡La primavera, la primavera, la florida primavera! El brillo, el deshielo, el cielo, el azul, la alegría, la mermelada.

Y después, añadieron, ya sabes que viene el verano.

Dorothy empezó a llorar, allí, junto al estanque. El Cazador se arrodilló a su lado y la rodeó con un brazo. Su contacto quemaba como el fuego. Con su no-voz, aquella voz que era la síntesis de todas las voces que ella había amado, dijo: No tienes por qué hacerlo.

Entonces, todos ellos se marcharon y ella se encontró con los pies descalzos y su camisón de noche, en el patio de su casa. El sol se había elevado por el Este, en un cielo claro: había quedado roto el largo hechizo del invierno. Un rostro apareció en una ventana del segundo piso. ¡Ven aquí!, le gritó de mal humor. Vas a coger un resfriado mortal. Rápidamente, Dorothy subió corriendo las escaleras, hasta su habitación. Se metió en la cama y se tapó con las mantas, hasta la barbilla.

—Sí, papá. Sí, papá —gritó—. Ahora ya estoy en la cama.

Pero ya conocía el secreto de su madre. Lo había encontrado.

Al día siguiente, Dorothy estaba muy enferma. Al otro día casi apenas pudo despertarse, y al día siguiente murió. En su funeral hubo ramilletes de violetas, montones de azaleas y muchos gladiolos de invernadero. Era como en el verano. Así lo dijo todo el mundo. Docenas de personas acudieron para ver a Dorothy, vestida con su traje de los domingos, y muchas mujeres lloraron.

En un bosque pálido, bajo las ramas quietas y blancas y un cielo que iba cayendo lentamente, Dorothy coge una rosa blanca para el Cazador de plata sin rostro. No puede poner la rosa en otro lugar más que en sus manos, porque él está tan hueco como una máscara. Su pelo largo está hermosamente trenzado alrededor de una de sus largas flechas. Con otra, le atraviesa el corazón. Ella sonríe un poco, quizá un poco indecisa, quizá feliz.

Mantuve alejada la primavera, le dice a él. ¿Verdad? De veras que lo hice.

Mantuve alejada la primavera.