EL CLUB DEL SOL - Ramsey Campbell

—¿Será la última sesión? —preguntó Bent. Cerré su expediente encima de mi escritorio y miré al hombre para detectar impaciencia o súplica, pero sus ojos se habían llenado de puesta de sol tanto como de sangre. Estaba atento al gato que había al otro lado de la ventana; el animal aguardaba agazapado en el balcón mientras el capullo de araña, un blando trozo de mármol blanco en un rincón del cristal, bullía con la actividad de un agitado nacimiento. Bent se agarró a mi escritorio y miró ferozmente al gato, que había avanzado poco a poco por el balcón desde el despacho contiguo. —Va a matarlas, ¿no es cierto? —preguntó Bent—. ¿Cómo puede tener esa sangre fría? —Siente atracción por las arañas —sugerí. Naturalmente, ya lo sabía. —Supongo que eso se relaciona con la carne cruda. —En realidad, sí. Sí, volviendo a su pregunta, ésta podría ser la última sesión. Quiero comentarle los datos que me facilitó sometido a hipnosis. —¿Lo de los ajos? —Los ajos, sí, y las cruces. Bent se sobresaltó y consiguió dominarse con una sonrisa. —Cuéntemelo, pues —dijo. —Por favor, siéntese un momento —rogué yo mientras bordeaba el escritorio para interponerme entre él y el gato—. ¿Cómo ha ido la jornada? —No he podido trabajar —murmuró—. Estaba despierto pero pensaba una y otra vez en el comedor de la empresa. Todas aquellas puercas riéndose y señalando. Tiene que deshacerse de eso. —Esté seguro, lo haré. —Lo devolveré a la cadena de producción antes de que se entere, pensé—. Aunque hay logros más importantes. —¡Pero todos me vieron! —exclamó—. ¡Ahora todo el mundo mirará! —Mi querido señor Bent…, no, Clive, ¿puedo llamarle Clive?… Debe recordar, Clive, que todos los días, en los comedores, se piden platos más raros que carne cruda. Siempre puede explicar que es para curar una resaca. —¿Cuando ni siquiera yo sé el porqué? No quiero esa carne —dijo con vehemencia—. Yo no la quería. —Bien, al menos ha venido a verme. Quizá podamos encontrar una alternativa a la carne cruda. —Sí, sí —repuso esperanzado. Aguardé, contemplando mientras tanto las paredes de mi despacho, alisadas por la pintura color verde claro. Por un momento me sentí encerrado en la obsesión de Bent, y tuve que hacer una pausa para recordar el porqué. Al bajar la vista descubrí que la estilográfica que sostenía en mi mano estaba trazando apresuradas cruces en el papel secante, y rápidamente puse éste del revés. Durante un instante temí una recaída. —Tiéndase —sugerí—, si ello le hace sentirse cómodo. —Trataré de no dormirme —dijo, y en tono más esperanzado añadió—: Casi es de noche. En cuanto estuvo tumbado en el sofá bajó la vista hacia sus manos apoyadas en el pecho. Descubiertas, se separaron rápidamente. —Relájese tanto como pueda —dije—, no se preocupe de cómo lo hace. Y vi que sus manos, poco a poco, se unían cómodamente sobre su pecho. Las mangas le apretaban a la altura de los codos, y él se incorporó para sacarse la chaqueta. Se había quitado el sombrero al entrar en el despacho, aunque con la amplia ala negra del mismo, más los guantes y el alto cuello había desviado la picadura del sol de su encogida carne. Yo acababa de forzar a su cuerpo a salir de la negrura y su mente seguía el ejemplo, tanteaba tímidamente desde las defensas que la habían rodeado. —¡Vale! —exclamó como si estuviéramos jugando al escondite. Me situé entre el sofá y la ventana para ver sus expresiones. —Muy bien, Clive —dije—. La última vez me habló de un restaurante donde sus padres habían sostenido una discusión. ¿Recuerda? Su semblante se agitó como agua agitada. Pero detrás de sus párpados había silencio. —Hábleme de sus padres —dije por fin. —Pero si ya lo sabe —dijo su comprimida cara—. Mi padre era bueno conmigo. Hasta que se hartó de las discusiones. —¿Y su madre? —¡Ella no lo dejaba en paz! —exclamó cegadoramene su cara—. Tantas biblias que ella sabía que él no quería, para decirle que debía acompañarla a la iglesia, sabiendo que a él le daba miedo… —Pero no había nada que temer, ¿no es cierto? —Nada. Usted lo sabe. —Pues ya lo ve, él era un hombre débil. Recuerde eso. Bien, ¿por qué se pelearon en el restaurante? —No lo sé, no puedo recordarlo. ¡Dígalo usted! ¿Por qué no lo dice usted? —Porque es importante que lo diga usted. Como mínimo recuerda el restaurante. Adelante, Clive. ¿Qué había encima de su cabeza? —Arañas de luces —dijo en tono de fatiga. Una franja de sol poniente se alzaba junto a sus ojos. —¿Qué otras cosas ve? —Esas cubiteras con botellas dentro. —¿No ve bien? —No, hay poca luz. Velas… Su voz permaneció paralizada. —¡Ahora ve, Clive! ¿Por qué? —¡Llamas! Ll… ¡Las llamas del infierno! —Usted no cree en el infierno, Clive. Me lo dijo cuando estaba hipnotizado. Probemos de nuevo. ¿Llamas? —Estaban…, dentro de ellas había… ¡la cara de un hombre, fundiéndose! Yo vi que se acercaba, pero nadie estaba mirando… —¿Por qué no miraban? Su temblorosa cabeza se apretó al sofá. —¡Porque venía hacia mí! —No, Clive, en absoluto. Porque ellos sabían qué era. Pero él no quería hablar. Aguardé, mirando hacia la ventana para que él tuviera que reclamar mi atención. Las diminutas arañas se agitaban como inquieto caviar. —Bien, explíquese —dijo esquivamente, con voz triste. —Hay una docena de restaurantes donde podría ver a su hombre en llamas, en cualquiera de ellos. Ahora comienza a entender por qué ha dado la espalda a cualquier cosa que sus padres consideraban natural. ¿Cuántos años tenía entonces? —Nueve. —¿Lo ve claramente? —Ya sabe que no comprendo estas cosas. ¡Ayúdeme! ¡Para eso le pago! —Estoy ayudándole, y casi hemos llegado al final. Todavía no ha empezado a comer. —No quiero. —Claro que quiere. —¡No! No… —No… Al otro lado de la ventana, sobre el fondo de un cielo salpicado por rayas de tigre, el gato se puso tenso para saltar. —¡No cuando mi padre no puede! —musitó roncamente Bent. —¡Siga, siga, Clive! ¿Por qué no puede él? —Porque no le sirven la carne como a él le gusta. —¿Y su madre? ¿Qué hace ella? —Está riéndose. Dice que ella comerá de todas formas. Está mirando a mi padre cuando traen…, oh… Su cabeza se movió a tirones. —¿Sí? —Carne… —¿Sí? —¡Ga! ¡Ga! —Podía ser un sollozo, o que estaba atragantándose—. ¡Ajo! —exclamó, y tembló. —¿Su padre? ¿Qué hace él? —Está levantándose. ¡Siéntate! ¡No! Ella repite todo, que es sacrílego comer carne… Él, oh, arranca el mantel de la mesa, todo cae encima de mí, todo el mundo mira, ella le pega, él la coge por el pelo, ella le muerde y luego chilla, él sonríe, ¡él está sonriendo, lo odio! Bent se estremeció y se desplomó en las tinieblas. —Abra los ojos —dije. Se abrieron mucho, confiados, protegidos por el crepúsculo. —Permítame explicarle qué veo yo —dije. —Creo que comprendo algunas cosas —musitó. —Sólo escuche. ¿Por qué tiene miedo de los ajos y las cruces? Porque su madre destrozó a su padre con esas cosas. ¿Por qué quiere y sin embargo no quiere carne cruda? Para ser como su padre, que usted sabía perfectamente era un hombre débil, para ser más fuerte que el hombre que acabó destrozado. Pero ahora sabe que él era débil, sabe que usted es más fuerte. Más fuerte que las mujeres que se burlan de usted porque saben que usted es fuerte. Y si usted conserva el gusto por la carne con mucha sangre, hay locales que se la servirán. ¿La luz del sol que usted teme? Eso es el hombre en llamas, que a usted le aterrorizaba porque creía que su padre estaba condenado a ir al infierno. —Lo sé —dijo Bent—. Sólo era un camarero que estaba asando carne. Encendí la lámpara del escritorio. —Exacto. ¿Se siente mejor? Tal vez estaba palpando su mente para comprobar si había algo roto. —Sí, creo que sí —dijo por fin. —Se sentirá mejor. ¿No es cierto? —Sí. —Sin vacilación. Correcto. Pero, Clive, no quiero que tenga dudas en cuanto salga de este despacho. Aguarde un momento. —Saqué mi billetero—. Le doy una tarjeta de un club del centro, el Club del Sol. Diga que va de parte mía. Descubrirá que muchos miembros del club han pasado por una experiencia similar a la de usted. Eso le resultará provechoso. —De acuerdo —dijo mientras miraba la tarjeta con la frente arrugada. —Prométame que irá. —Iré —prometió—. Usted sabe más que yo. Se abotonó el abrigo. —¿Piensa quedarse con el sombrero? No, no lo conserve. Tírelo a la basura —dijo jactanciosamente. Se volvió cuando estaba en la puerta y miró algo situado detrás de mí—. Nunca me ha explicado para qué tiene esas arañas. —Ah, ¿ésas? Simplemente un poco de sangre. Observé la oscilación de su cabeza mientras bajaba los nueve tramos de escalera. Tal vez acabara durmiendo durante la noche y saliendo de día, pero los retoques importantes estaban hechos: Bent había emprendido el camino de aceptar lo que era. Una vez más agradecí la existencia de turnos de noche. Volví al escritorio y puse en orden el expediente de Clive Bent. Más tarde podía pasarme por el Club del Sol, para familiarizarme con Bent y otras caras. Luego, durante un momento, sentí un temor irritante. Bent podía toparse con Mullen en el club. Mullen era otro que había recurrido a mí para que lo curara, sin saber que la única cura era la muerte. Al recordar que Mullen había partido hacia Grecia meses antes, me tranquilicé…, ya que había aliviado los temores de Mullen con la misma historia, la carne cruda y los ajos, los padres discutiendo de la Biblia… De hecho las cosas no habían sucedido así (mi madre provocó el alboroto en la mesa del comedor y había una cruz) pero yo estaba ya más familiarizado con la versión práctica. El gato arañó la ventana. Al acercarme a él, los ojos del animal quedaron reducidos a oscuras rendijas, y su cuerpo se tensó. Aguardé y abrí bruscamente la ventana. El gato maulló y cayó. Nueve pisos: difícil sobrevivir, aun tratándose de un gato. Contemplé las luces de la ciudad, las luces que se apiñaban hacia el negro horizonte. Y las menudas arañas, rojas e inquietas, flotaron en sus hilos lejos de la ventana, para retroceder después y posarse suavemente, igual que una lluvia de sangre, en mi cara.