—Buenos días, señor Lee. Por si momentáneamente no lo recuerda, es usted Anson Lee, un afortunado ciudadano de edad madura, en su casa de retiro en el espacio.
Se incorporó, deslumbrado, y sacó los píes de la cama. Se quedó sentado al borde, se frotó los ojos con los puños cerrados y pasó una mano por su ralo cabello. Le hubiese encantado volver a acostarse y dormir otra hora.
—Hoy tenemos mucho que hacer, señor Lee —dijo la voz dulce, pero le pareció advertir, detrás de la dulzura, el acero escondido de la autoridad.
«Las mujeres —pensó—, todas unas putas.»
—Tiene preparada una muda de ropa limpia —dijo la voz—. Dese prisa y vístase. Luego tomaremos el desayuno.
«Yo tomaré el desayuno —pensó—. Yo solo. Tú no tomarás el desayuno, porque ni siquiera estás aquí.»
Extendió la mano para coger la ropa.
—No me gusta la ropa nueva —se quejó—. Me gusta la ropa vieja. Me gusta amoldarla al cuerpo y hacerla cómoda. ¿Por qué tengo que ponerme ropa nueva todos los días? Ya sé lo que hacen con la ropa vieja. La tiran al convertidor todas las noches cuando me la quito para acostarme.
—Pero ésta es mejor —dijo la voz—. Está nueva y limpia. Los pantalones son azules y la camisa verde. A usted le gustan el azul y el verde.
—Me gusta la ropa vieja —protestó.
—No puede usar ropa vieja —dijo la voz—. La nueva le conviene más. Y además le queda justa. Siempre le está bien. Tenemos sus medidas.
Se puso la camisa. Luego, de píe, los pantalones. No servía de nada discutir, lo sabía. Siempre tenían razón, siempre ganaban. Alguna vez le gustaría ganar a él. Alguna vez le gustaría tener ropa vieja. Era suave y cómoda una vez que se había usado un tiempo. Recordó su vieja ropa de pesca. La había conservado años, como un tesoro. Pero ahora no tenía ropa de pesca. No había dónde pescar.
—Ahora —continuó la voz—, el desayuno. Huevos revueltos con tostadas. A usted le gustan los huevos revueltos.
—No quiero tomar el desayuno —dijo—. No tomaré el desayuno. Podría comerme a Nancy.
—¿Qué tontería es ésta? —preguntó la voz, no tan dulce, algo más aguda—. Usted sabe que Nancy se ha ido. Se fue y nos dejó.
—Nancy está muerta —respondió él—. Y la pusieron en el convertidor. Ponen todo en el convertidor. Sólo tenemos una cantidad limitada de materia, y debemos usarla una y otra vez. Conozco la teoría. Yo era químico. Sé exactamente cómo es. De materia a energía, de energía a materia. Tenemos una ecología cerrada y…
—Pero Nancy… Hace tanto tiempo…
—No importa cuánto tiempo. Hay Nancy en la ropa. Y habrá Nancy en los huevos.
—Me parece que lo mejor… —dijo la voz, que ahora no era en modo alguno dulce.
Una mano le cogió por la cintura desde atrás.
—Vamos a echarle un vistazo —dijo una voz en su oído; esta vez era una voz masculina y autoritaria.
Se sintió impulsado hacia un cubículo. Las cosas que le retenían no eran manos. Aquellos tentáculos se metieron dentro de la ropa y se afirmaron en sus carnes. No podía moverse. Un líquido frío fue violentamente lanzado contra su brazo. Y todo pareció alejarse de él.
—Está muy bien —dijo la voz dura y firme del médico—. Está mejor que ayer.
«Sí, mejor», se dijo. Tanto que al despertarse tenían que decirle quién era. Tanto que debían inyectarle alguna droga en el brazo para que no fantaseara.
—Vamos —dijo la voz dulce—. Venga a desayunar.
Vaciló un momento, tratando de obligarse a pensar. Le parecía que por alguna razón no debía tomar el desayuno, pero la había olvidado. Si había una razón.
—Vamos —instó la voz.
Se movió hacia la mesa y se sentó, mirando la taza de café y el plato de huevos revueltos.
—Coja el tenedor y coma —dijo la voz apremiante—. Es el desayuno que más le agrada. Siempre ha dicho que lo que más le gusta son los huevos revueltos. De prisa, coma. Hay mucho que hacer hoy.
Nuevamente le reñía, se dijo, le trataba como a un niño díscolo. Pero nada podía hacer al respecto. Le resentía, pero no podía actuar. No podía llegar hasta ella, porque no estaba realmente allí. Realmente, no había nadie. Trataban de hacerle creer que así era, pero sabía que estaba solo. Y aunque no podía hacer nada para mantener su resentimiento, trataba de fomentarlo; pero se desvanecía. Y eso era algo que hacían en el cubículo de diagnóstico. Quizá fuera lo que le ponían en el brazo. Una droga para hacerle sentir bien, bloquear su resentimiento, borrar de su mente el rencor.
Aunque realmente no tenía importancia. En verdad, nada tenía importancia. Bebía su orina, comía sus heces y no importaba. Y había también otra cosa que comía, pero no podía recordar qué era. Antes lo sabía, pero lo había olvidado.
Terminó los huevos revueltos y bebió el café, y la voz dijo:
—¿Qué haremos hoy? ¿Qué le gustaría hacer? Puedo leerle, o si no podríamos jugar a los naipes o al ajedrez, o escuchar música. ¿No querría pintar? Le gustaba pintar. Lo hacía muy bien.
—No, maldito sea —repuso—. No quisiera pintar.
—Dígame por qué no quiere pintar. Debe tener una razón. Lo hace muy bien, así que debe haber una razón.
Le reñía de nuevo, pensó, utilizaba contra él la psicología del niño y —lo peor— le mentía. Porque no podía pintar. No lo hacía nada bien. Los manchones que hacía no eran pintura. Pero de nada valía pensar en eso, se dijo; ella seguiría insistiendo en que pintaba bien, con la convicción de que la autoestima del anciano debe ser permanentemente sostenida y mejorada.
—No hay nada que pintar —dijo.
—Hay muchas cosas que pintar.
—No hay árboles ni flores, ni cielo, ni nubes, ni gente. Antes había árboles y flores, pero ahora no estoy seguro de que existan. No recuerdo cómo era un árbol, o una flor. Un hombre sólo conserva su memoria por cierto tiempo. Antes, en la Tierra, había árboles y flores.
Y también había una casa en la Tierra. Pero también esa casa aparecía borrosa en su memoria. ¿Cómo era esa casa?, se preguntó. ¿Cómo eran las personas? ¿Cómo es un río?
—No necesita ver las cosas para pintarlas —dijo ella—. Puede pintar de memoria.
Tal vez podría, pensó. ¿Pero cómo se pinta la soledad? ¿Cómo se pintan la depresión y el abandono?
Como no dijo nada, ella continuó:
—¿No hay algo que quiera hacer?
No respondió. ¿Para qué molestarse en responder a una voz simulada producida por un almacén de datos lleno de conceptos de asistencia social y muy poco más? ¿Por qué, se preguntó, se tomaban tantas molestias para cuidarle? Aunque, si se pensaba bien, quizá no eran tantas molestias como parecía. De cualquier modo, el satélite estaría allí lo mismo, reuniendo y monitoreando datos, y quizá cumpliendo otras tareas que él ignoraba. Y si esos satélites servían también para sacar de la Tierra a los ancianos inútiles, su atención no les costaría nada.
Recordaba cómo él y Nancy habían sido persuadidos a establecerse en el satélite por un joven inteligente de voz sincera y autoritaria, que les recitó cuidadosamente todos los beneficios que obtendrían. Quizá, ni siquiera así habrían venido, si su casita no hubiese estado condenada a dejar su lugar a un proyecto de transportes. Y después ya no importaba adonde iban o adonde les enviaban, porque su hogar había desaparecido. Estarán lejos de la carrera de ratas que es este mundo, les dijo el joven sincero. Tendrán paz y comodidad en sus últimos años: se hará todo lo que necesiten. Sus amigos se han ido, y los cambios que ven deben de ser angustiosos para ustedes: no hay ninguna razón para que se queden. ¿Su hijo? Pues podrá visitarles tan frecuentemente, o más, que ahora. Por supuesto, jamás había venido. Allí dispondrán de todo lo preciso. Nunca más deberán cocinar ni limpiar, ni ir al médico. Habrá un cubículo de diagnóstico a un paso. Tendrán música, y lecturas grabadas, y sus programas favoritos, exactamente como en la Tierra.
Cuando un hombre envejece, pensó, se toma algo confuso y no está seguro de sus derechos y, aunque lo esté, no tiene coraje para defenderlos, ni para enfrentarse a la autoridad, por más que la desprecie. Pierde las fuerzas, y la agudeza de la mente, y le fatiga luchar por lo que vale la pena.
Ahora, pensó, sólo quedaba aquella dulce autoridad (quizá más odiosa por causa de esa dulzura) y el desprecio apenas oculto por los viejos, aunque el tono tierno pretendía esconderlo.
—Bueno —dijo la voz de asistenta social—, como no tiene ganas de hacer nada, le dejaré aquí, sentado junto a la ventana, por donde puede mirar al exterior.
—No tiene sentido mirar al exterior —replicó—. No hay nada que ver.
—Sí que hay —afirmó ella—. ¡Tantas estrellas bonitas!
Se sentó junto a la ventana y miró las estrellas bonitas.