PAJA HÚMEDA - Richard Matheson

Empezó algunos meses después de la muerte de su esposa.

Se había trasladado a una pensión. Allí vivía una vida recogida; la venta de sus acciones le había proporcionado dinero. Un libro al día, conciertos, comidas solitarias, visitas al museo. Con aquello bastaba. Escuchaba la radio, se echaba siestas y pensaba mucho. La vida era razonablemente buena.

Una noche dejó el libro y se desvistió. Apagó las luces y abrió la ventana. Se sentó en la cama y miró un momento el suelo. Le dolían un poco los ojos. Luego se tumbó y estiró los brazos detrás de la cabeza. Vino una ráfaga de aire frío desde la ventana, así que se echó la manta sobre la cabeza y cerró los ojos.

Estaba todo en silencio. Podía oír su propia respiración. La calidez empezó a cubrirle. El calor acariciaba su cuerpo y lo relajaba. Suspiró hondamente y sonrió.

Al instante, sus ojos estuvieron abiertos.

Una brisa fina estaba rozándole la mejilla, y podía oler algo parecido a paja húmeda. Era inconfundible.

Estirando la mano, podía tocar la pared y sentir la brisa que llegaba desde la ventana. Sin embargo, bajo la manta, donde antes sólo había habido calidez, ahora había otra brisa. Y un olor húmedo y fresco a paja mojada.

Se quitó la manta de encima y se quedó tumbado en la cama, respirando atropelladamente.

Luego se rió para sus adentros. Un sueño, una pesadilla. Demasiadas lecturas. Mala alimentación.

Volvió a subir la manta y cerró los ojos. Mantuvo la cabeza fuera de las sábanas y se durmió.

A la mañana siguiente se olvidó de aquello. Desayunó y fue al museo. Allí pasó la mañana. Visitó todas las salas y miró todo.

Cuando estaba a punto de marcharse, sintió el deseo de volver a mirar un cuadro al que sólo había echado un vistazo.

Se paró delante de él.

Era una escena campestre.

Había un enorme granero en un valle.

Empezó a respirar pesadamente, y sus dedos juguetearon con su corbata. Qué ridículo, pensó al cabo de un momento, que algo semejante me ponga nervioso.

Se dio la vuelta. En la puerta, miró el cuadro.

El granero le había asustado. Sólo es un granero, pensó, un granero en un cuadro.

Después de cenar, volvió a su cuarto.

Tan pronto como abrió la puerta, recordó el sueño. Se metió en la cama. Levantó la manta y las sábanas y las agitó.

No notó el menor olor a paja húmeda. Se sintió como un idiota.

Aquella noche, cuando se acostó, dejó la ventana cerrada. Apagó las luces, se metió en la cama y se echó la manta sobre la cabeza.

Al principio fue como siempre. El silencio, la quietud y la calidez soterrada.

Entonces empezó la brisa otra vez, y sintió claramente cómo le removía el pelo. Podía oler la paja húmeda. Miró la negrura y respiró a través de la boca para no tener que oler la paja.

En algún lugar de la oscuridad, vio un recuadro de luz grisácea.

Es una ventana, pensó repentinamente.

Suspiró mirando un rato y su corazón dio un salto cuando un fogonazo de luz repentino apareció en la ventana. Fue como un relámpago. Escuchó. Olió la paja húmeda.

Oyó que empezaba a llover.

Se asustó y se quitó la manta de encima de la cabeza.

A su alrededor estaba la habitación cálida. No llovía. Hacía un calor opresivo porque la ventana estaba cerrada.

Miró fijamente el techo y se preguntó por qué tenía aquella ilusión.

Una vez más, tiró de la manta para asegurarse. Se quedó quieto y mantuvo sus ojos muy apretados.

Volvió a sentir el olor en sus narices. La lluvia golpeaba violentamente su ventana. Abrió los ojos y miró, y distinguió un mar de lluvia bajo los fogonazos. Entonces, la lluvia empezó a caer también sobre él, sobre un techo de madera. Estaba en un sitio con un techo de madera y paja húmeda.

Estaba en un granero.

Por eso era por lo que le había asustado el cuadro. Pero ¿asustado por qué?

Intentó tocar la ventana, pero no pudo alcanzarla. La brisa soplaba sobre su mano y su brazo. Quería tocar la ventana. Tal vez, se deleitó pensando, tal vez incluso abrirla y asomar la cabeza a la lluvia y luego bajar la colcha rápidamente para ver si tenía el pelo mojado.

Empezó a sentirse rodeado por el espacio. En la cama no tenía la sensación de estar confinado. Sentía el colchón, pero era como si estuviera tumbado sobre él en un espacio abierto. La brisa soplaba sobre su cuerpo entero. Y el olor era más pronunciado.

Escuchó. Oyó un crujido y luego el relinchar de un caballo. Escuchó un rato más.

Entonces se dio cuenta de que no podía sentir el colchón.

Se sentía como si estuviera tumbado sobre un suelo de madera de cintura para abajo.

Estiró las manos alarmado y palpó el borde de las sábanas. Las bajó.

Estaba cubierto de sudor y tenía el pijama pegado al cuerpo. Se levantó de la cama y encendió la luz. Una brisa refrescante llegó a través de la ventana cuando la abrió.

Las piernas le temblaron mientras caminaba, y tuvo que agarrarse a la cómoda para no caerse.

En el espejo, contempló atemorizado su cara pálida. Levantó la mano y vio cómo temblaba. Tenía la garganta seca.

Fue al cuarto de baño y bebió un vaso de agua. Luego volvió a la habitación y miró su cama. No había nada más en ella que la manta y las sábanas revueltas, y la mancha de su cuerpo donde había sudado. Levantó la manta y las sábanas. Las agitó ante la luz y las examinó minuciosamente. No había nada.

Cogió un libro y se pasó el resto de la noche leyendo.

Al día siguiente fue otra vez al museo y miró el cuadro.

Intentó recordar si había estado alguna vez en un granero. ¿Había estado lloviendo y había mirado los rayos a través de la ventana?

Recordó.

Fue en su luna de miel. Habían salido a pasear y les había pillado la lluvia, y se quedaron en el granero hasta que paró. Había un caballo en el establo y ratones que correteaban por la paja húmeda.

¿Pero qué significaba? No había razón para que lo recordase ahora.

Aquella noche tuvo miedo de irse a la cama. Lo fue posponiendo. Por último, cuando sus ojos ya no se aguantaban abiertos, se acostó completamente vestido y dejó la ventana cerrada. No utilizó manta.

Durmió profundamente y no tuvo sueño alguno.

Se despertó a primera hora de la mañana. Estaba empezando a clarear. Sin pensarlo, cogió una manta de la silla y se la echó por encima.

No tuvo que esperar nada. De pronto, estaba en el granero.

No había sonidos. No llovía. Había una luz grisácea en la ventana. ¿Podía ser que también fuera por la mañana en aquel granero imaginario?

Sonrió soñoliento. Era demasiado tentador. Tendría que probarlo por la tarde para ver si el granero estaba completamente iluminado.

Empezó a quitarse la manta de la cabeza cuando notó un crujido a su lado.

Tragó saliva. Su corazón pareció detenerse y sintió un cosquilleo en la cabellera.

Un suspiro suave llegó hasta sus oídos.

Algo cálido y húmedo rozó su mano.

Con un chillido, se quitó la manta de encima y saltó al suelo.

Se quedó mirando la cama y aferrando la manta con las manos. Su corazón palpitaba con latidos descomunales.

Se desplomó débilmente sobre la cama. El sol estaba saliendo.

Durante una semana, durmió sentado en una silla. Por fin, necesitó dormir como Dios manda y se acostó en la cama, completamente vestido. Nunca volvería a usar una manta.

Llegó el sueño, negro y sin sueños.

No sabía qué hora era cuando se despertó. Sintió un sollozo atravesado en la garganta. Volvía a estar en el granero. Un rayo relampagueó en la ventana y la lluvia caía sobre el techo.

Palpó a su alrededor, temeroso, pero no había ninguna manta en ningún sitio. Manoteó el aire, frenético.

De pronto, miró a la ventana. ¡Si pudiera abrirla, conseguiría escapar! Estiró la mano todo lo que pudo. Más cerca. Más cerca. Casi estaba allí. Un palmo más y sus dedos la tocarían.

—John.

Un reflejo repentino hizo que su mano atravesara el cristal. Sintió la lluvia salpicando el reverso de su mano, y la muñeca le ardió terriblemente. Retiró la mano de un tirón y miró aterrorizado hacia el lugar de procedencia de la voz.

Algo blanco se agitaba a su lado, y una mano cálida acariciaba su brazo.

—John —oyó el murmullo—. John.

No podía hablar. Palpó alrededor buscando su manta con desesperación. Pero lo único que rozaba sus dedos era la brisa. Debajo de él estaba el frío suelo de madera.

Sollozó asustado. Volvió a oír su nombre.

Entonces se produjo un relámpago y vio a su mujer acostada a su lado, sonriéndole.

De pronto, sintió el extremo de la manta en la mano, y al tirar de él hacia abajo se cayó rodando de la cama al suelo.

Algo correteaba por su muñeca; sentía un dolor sordo en el brazo.

Se levantó y encendió la luz. El resplandor llenó el cuarto.

Vio su brazo cubierto de sangre. Extrajo un pedazo de cristal de su muñeca y lo dejó caer sobre el suelo, horrorizado.

En su antebrazo, las huellas de sus dedos eran rojas.

Arrancó la sábana de la cama y corrió por el pasillo hasta el cuarto de baño. Lavó la sangre y se echó yodo en la brecha y la vendó. El ardor le mareaba. Gotas de sudor frío se le metían en los ojos.

Llegó uno de los inquilinos. John le dijo que se había cortado accidentalmente. Cuando el hombre vio correr la sangre, llamó por teléfono a un médico.

John se sentó en el borde de la bañera y vio cómo su sangre goteaba sobre las baldosas.

Al día siguiente le limpiaron y vendaron la herida.

El médico no se quedó muy conforme con la explicación. John le dijo que se lo había hecho con un cuchillo; pero no encontraron ningún cuchillo, y había grandes manchas de sangre en las sábanas y la manta.

Le dijeron que no saliera de su cuarto y que mantuviera el brazo inmóvil.

La mayor parte del día lo pasó leyendo y pensando en cómo se había podido cortar en sueños.

Pensar en ella le excitaba. Seguía siendo preciosa.

Los recuerdos se hicieron muy intensos.

Habían yacido el uno en brazos del otro sobre la paja, y habían escuchado la lluvia. No podía recordar lo que habían dicho.

No tenía miedo de que ella volviera. Su visión de la vida era realista. Estaba muerta y enterrada.

Era una aberración de su mente. Algún clímax mental que se había pospuesto hasta aquel momento.

Entonces se miró la muñeca y vio el vendaje.

No había sido culpa de ella. Ella no le pidió que atravesara el cristal con la mano.

Quizás pudiera estar con ella en una existencia y tener su dinero en la otra.

Algo le repelía. En realidad, sí que le había dado miedo. La paja húmeda y la oscuridad, los ratones y la lluvia, el frío escalofriante.

Decidió qué era lo que debía hacer.

Aquella noche, apagó las luces temprano. Se puso de rodillas al lado de la cama.

Metió la cabeza bajo las sábanas. Si algo iba mal, sólo tenía que sacarla rápidamente.

Esperó.

Pronto olió la paja y oyó la lluvia, y la buscó.

La llamó suavemente.

Oyó un crujido. Una mano cálida acarició su mejilla. Al principio se sobresaltó. Luego sonrió. Apareció su cara y apretó su mejilla contra la de él. El perfume de su pelo le embriagó.

Las palabras llenaron su mente.

John. Siempre seremos uno. ¿Lo prometes? Nunca nos separaremos. Si uno de nosotros muere, el otro le esperará. Si yo muero, tú me esperarás y yo encontraré la forma de acudir a ti. Acudiré a ti y te llevaré conmigo.

Y ahora me he ido. Me hiciste beber aquello y me morí. Y abriste la ventana para que entrara la brisa. Y ahora he vuelto.

Empezó a temblar.

La voz de ella se volvió más ronca, podía oír sus dientes rechinando. Su respiración iba más rápida. Sus dedos tocaron su cara. Pasaron por su pelo y acariciaron su cuello.

Él empezó a gemir. Le pidió que le soltara. No hubo respuesta. Ella respiró aún más deprisa. Él intentó apartarse. Notaba el suelo de su cuarto bajo los pies. Intentó sacar la cabeza de debajo de la manta. Pero sus dedos le tenían sujeto con mucha fuerza.

Ella empezó a besarle en los labios. Su boca estaba fría, sus ojos abiertos como platos. Él la miró a los ojos mientras su aliento se mezclaba con el de ella.

Entonces ella echó hacia atrás la cabeza y él vio que se estaba riendo, y un rayo estalló a través de la ventana. La lluvia resonaba en el techo y los ratones chillaban y el caballo pataleaba y hacía que el granero temblase. Sus dedos se aferraron a su cuello. Él tiró con toda su fuerza y apretó los dientes y se soltó de su presa. Sintió un dolor repentino y rodó por el suelo.

Cuando la casera entró a limpiar dos días después, seguía en la misma posición. Sus brazos estaban extendidos en el charco seco de sangre y su cuerpo estaba rígido y frío. No encontraron la cabeza.