Allí en el patio crepuscular había un hombre rodeado de barras y pesas de hierro obscuro y cuerdas tendidas y resortes elásticos en espiral. Llevaba una tricota y zapatos de tenis y no decía nada a nadie; estaba simplemente de pie en el mundo que se obscurecía y no sabía que ella lo miraba.
Era el hijo de la mujer y todos lo llamaban el Pesado.
El Pesado apretaba en las manazas los pequeños resortes de espiral. Se le perdían entre los dedos, como trucos de magia, y luego reaparecían. Los apretaba. Desaparecían. Los soltaba. Volvían.
Hizo esto durante diez minutos, el cuerpo inmóvil.
Después se agachó y levantó las barras de cincuenta kilos, sin hacer ruido, sin respirar. Las movió cierto número de veces por encima de la cabeza, luego las dejó y fue al garaje abierto donde había varios acuaplanos que él había cortado y pegado y enarenado y pintado y encerado, y allí golpeó una bolsa de arena, con facilidad, regularmente, hasta que se le humedeció el rizado pelo de oro. Entonces se detuvo y llenó los pulmones de aire y la circunferencia del pecho le llegó a un metro y medio. Se quedó así, con los ojos cerrados, viéndose en un espejo invisible, aplomado y tremendo, cien kilos de músculos, atezado por el sol, salado por el viento marino y el sudor que le mojaba el cuerpo.
Exhaló el aire. Abrió los ojos.
Fue hasta la casa, entró en la cocina y no miró a la madre, esa mujer, y abrió la refrigeradora y dejó que el frío ártico lo saturara mientras bebía un cuarto litro de leche directamente del cartón, de un solo trago. Luego se sentó a la mesa de la cocina y acarició y examinó las calabazas de la fiesta de Todos los Santos.
Ese día había salido temprano a comprar las calabazas. Las había tallado casi todas y eran hermosas y se sentía orgulloso. Ahora, con un aire infantil allí en la cocina, empezó a tallar la última. Nunca se hubiera dicho que tenía treinta años, seguía moviéndose con tanta rapidez, con tanta calma, en las grandes ocasiones como cuando golpeaba una ola lanzándose en acuaplano, o allí en el leve ir y venir de un cuchillo que abre un ojo en una calabaza. La lamparilla eléctrica le colmaba la turbulencia estival del pelo, pero no mostraba ninguna emoción en el rostro del hombre, excepto el propósito deliberado de tallar las calabazas. Todo era músculos en él, sin grasa alguna, y esos músculos esperaban detrás de cada movimiento del cuchillo.
La madre iba y venía en actividades personales alrededor de la casa y después fue allí a mirar al hijo y a las calabazas y a sonreír. Estaba acostumbrada a su hijo. Lo oía todas las noches golpeando afuera la bolsa de arena, o apretando los pequeños resortes de metal con las manos o gruñendo cuando levantaba un mundo de pesas y las sostenía en equilibrio sobre los hombros extrañamente quietos. Estaba acostumbrada a todos esos sonidos, aunque supiera que el océano llegaba a la orilla más allá de la casa y allí se quedaba, chato y brillante en la arena. Así como se había acostumbrado, ahora, a oír al Pesado hablar todas las noches por teléfono para decirles a las chicas que estaba cansado y que no, que esa noche tenía que lustrar el auto, o hacer ejercicio delante de los muchachos de dieciocho años. La madre se aclaró la garganta.
—¿Estuvo buena la cena esta noche?
—Claro —dijo él.
—Tuve que conseguir carne especial. Compré los espárragos frescos.
—Estuvo buena.
—Me alegra que te haya gustado, me gusta siempre que te guste.
—Claro —dijo él trabajando.— ¿A qué hora es la fiesta?
—A las siete y media. —El Pesado terminó la última de las sonrisas en la calabaza y se apoyó en el respaldo—. Si es que aparecen todos; a lo mejor no aparecen; compré dos jarras de sidra.
Se puso de pie y fue al dormitorio, con una maciza tranquilidad, llenando sobradamente con los hombros el vano de la puerta. Dentro de la habitación, en la penumbra, imitó los movimientos de un hombre que lucha seria y silenciosamente con un adversario invisible mientras se ponía el disfraz. Llegó a la puerta de la sala un minuto después lamiendo un gigantesco caramelo de menta, a rayas. Llevaba un par de pantalones cortos, negros, una camisa de cuello fruncido y un sombrero de niño. Lamía el caramelo y decía: «¡Soy el nene malo!» y la mujer que había estado mirándolo se echó a reír. Moviéndose como un niño pequeño, lamiendo el caramelo enorme, anduvo por toda la habitación mientras la mujer se reía y él decía cosas y hacía como que llevaba un perro grande atado a una cuerda.
—¡Serás la estrella de la fiesta! —exclamaba la mujer, la cara roja y exhausta. El Pesado también se reía ahora.
Sonó el teléfono.
El Pesado salió haciendo pininos para contestar desde el dormitorio. Habló largo rato, y la madre le oyó decir «Oh por el amor de Dios» varias veces, y al fin entró lento y macizo en la sala, con un aire obstinado.
—¿Qué pasa? —quiso saber la mujer.
—Uf —dijo él—, la mitad de los muchachos no van a ir a la fiesta. Tienen otros compromisos. Era Tommy el que llamaba. Tiene un compromiso con una chica de no sé dónde. ¡Maldita sea!
—Serán bastantes para una fiesta —dijo la mujer—. Tú vas.
—Tendría que ir a tirar las calabazas a la basura —dijo él, enfurruñado.
—Tú vas y ya verás cómo te diviertes —dijo la mujer—. Hace semanas que no sales.
Silencio.
El Pesado se quedó allí retorciendo el enorme caramelo del tamaño de su propia cabeza, haciéndolo girar entre los grandes dedos musculosos. Parecía como si en cualquier momento fuera a hacer lo que había hecho otras noches. Algunas noches se apretaba a sí mismo de arriba abajo en el suelo, con los brazos, y otra jugaba un partido de básquetbol consigo mismo y llevaba los tantos, equipo contra equipo, blanco contra negro, en el patio. Algunas noches andaba por ahí así y de pronto desaparecía y uno lo veía salir al océano a nadar, largo y fuerte y calmo como una foca bajo la luna llena, o podía no verlo las noches en que no había luna y sólo las estrellas brillaban sobre el agua, pero se oía allí, en ocasiones, un débil chasquido cuando se metía y se quedaba largo rato y subía, o salía a veces con el acuaplano liso como las mejillas de una muchacha, lijado hasta la tersura, y venía cabalgándolo, enorme y solitario sobre una ola blanca y fantasmal que se desnataba a lo largo de la orilla, y cuando el acuaplano tocaba la arena el Pesado se apeaba como un visitante de otro mundo y se quedaba largo rato sosteniendo el suave, liso acuaplano a la luz de la luna, un hombre tranquilo y una suerte de lápida de cementerio sin nada escrito encima. En todas las noches parecidas de los años pasados, había sacado a una chica tres veces en una semana y ella comía muchísimo y cada vez que la veía ella decía: «Vamos a comer», y entonces una noche él la llevó en el coche a un restaurante y abrió la portezuela y la ayudó a bajar y volvió a entrar y dijo: «Ahí está el restaurante. Hasta luego». Y se fue. Y volvió a nadar, solo. Mucho después, otra vez, una chica llegó media hora tarde, por tanto arreglarse, y él no volvió a hablarle nunca más.
La madre lo miraba ahora pensando en todo eso, recordando todo eso.
—No te quedes ahí —le dijo—. Me pones nerviosa.
—Está bien —contestó él resentido.
—¡Anda! —gritó la mujer. Pero no gritó bastante fuerte. Incluso a ella misma la voz le sonó débil. Y no supo si su voz era naturalmente débil o si ella hablaba así ahora. No hubiera sido distinto que dijese algo del invierno próximo; todas las palabras tenían un sonido solitario. Y oyó de nuevo la voz que le salía de la boca, sin fuerzas—: ¡Anda!
El Pesado fue a la cocina.
—Me pregunto si habrá gente suficiente —dijo.
—Seguro que habrá —dijo la mujer, sonriendo de nuevo. Siempre sonreía de nuevo. A veces cuando ella le hablaba, noche tras noche, parecía como si también estuviera levantando pesas. Cuando el Pesado caminaba por las habitaciones era como si la mujer caminara ayudándolo. Y cuando él se sentaba a rumiar, como de costumbre, la mujer buscaba alrededor alguna ocupación que podía ser quemar las tostadas o dejar pasar la carne. Lanzó en ese momento una risa breve y débil, sofocada como un ladrido.
—Anda, vas a pasarlo bien.
Pero los ecos fueron de aquí a allá, como si la casa estuviera completamente vacía y fría. Los labios de la mujer se movieron:
—Vete volando.
El Pesado cargó la sidra y las calabazas y se las llevó corriendo al auto. Era nuevo y había estado sin usar durante casi un año. El Pesado lo lustraba, chamboneaba con el motor o se metía debajo durante horas revolviendo todas las partes, o se sentaba simplemente en el asiento de adelante hojeando las revistas que hablaban de salud y fuerza, pero rara vez manejaba el auto. Puso la sidra y las calabazas talladas orgullosamente en el asiento delantero, y en ese momento estaba pensando en el buen rato que pasaría quizá esa noche, de modo que se tambaleó como un nenito a punto de dejar caer todo, y la madre se rió. El Pesado lamió de nuevo el caramelo, saltó al coche, lo hizo retroceder por el sendero de casquijo, se desvió para seguir junto al océano, sin mirar a la mujer, y tomó el camino de la costa. Ella se quedó en el patio mirando cómo el auto se iba. Leonard, hijo mío, pensó.
Eran las siete y cuarto y estaba muy obscuro ahora; los chicos se meneaban ya en las aceras envueltos en sábanas blancas de fantasma y llevando máscaras de albayalde, agitando campanillas, chillando, sacudiendo las flojas bolsas de papel que les golpeaban las rodillas. Leonard, pensó la mujer.
No lo llamaban Leonard, lo llamaban el Pesado y Sammy, abreviatura de Sansón. Lo llamaban Butch, Atlas, Hércules. Los chicos de la escuela secundaría estaban siempre en la playa rodeándolo, tanteándole los bíceps como si fuera un nuevo modelo de coche sport, poniéndolo a prueba, admirándolo. Caminaba, dorado, entre ellos. Todos los años era así. Y luego los de dieciocho cumplían diecinueve y ya no venían tan a menudo, y veinte y muy rara vez, y después veintiuno y nunca más, se iban simplemente, y de pronto había otros nuevos de dieciocho para sustituirlos, sí, siempre los nuevos que ocupaban el lugar al sol donde habían estado los otros, mientras los mayores iban a algún sitio para hacer algo y ver a alguien.
Leonard, mi buen muchacho, pensó la mujer. Vamos a los espectáculos los sábados por la noche. El trabaja en los cables de alta tensión todo el día, allí en el cielo, solo, y duerme solo en su cuarto de noche, y nunca lee un libro o un diario ni escucha la radio ni pone un disco, y este año cumplirá treinta y uno. ¿Y cuándo exactamente, en tantos años, ocurrió eso, y él se subió a aquel palo solitario, a cavilar y a trabajar solo todas las noches? Desde luego había habido bastantes mujeres aquí y allá, una y otra vez, a lo largo de los años. Unas pobres insignificantes, claro, tontas, sí, a juzgar por la apariencia, pero mujeres, o muchachas, más bien, y ninguna digna de ser mirada por segunda vez. Sin embargo, cuando un muchacho pasa los treinta… Suspiró. Pero si anoche mismo había sonado el teléfono. El Pesado había contestado y ella pudo completar la mitad no escuchada de la conversación, pues la había oído miles de veces en doce años:
—Sammy, habla Christine. —Una voz de mujer—. ¿Qué estás haciendo?
Las pestañas doradas y cortas temblaron un momento, y el Pesado arrugó el entrecejo, cansado y alerta.
—¿Por qué?
—Tom, Lu y yo vamos a ver una película, ¿quieres venir?
—¡Mejor que sea buena! —resopló el Pesado.
Christine le dijo el nombre de la película.
El Pesado bufó.
—¡Esa!
—Es una buena película —dijo la mujer.
—Esa no —dijo el Pesado—. Además, todavía no me afeité.
—Puedes afeitarte en cinco minutos.
—Necesito un baño y me lleva mucho tiempo.
Mucho tiempo, pensó la madre. Se pasaba en el baño dos horas por día. Se peinaba el pelo dos docenas de veces, revolviéndolo, peinándolo de nuevo, hablando consigo mismo.
—Está bien. —La voz de la mujer en el teléfono—. ¿Vas a ir a la playa esta semana?
—El sábado —dijo el Pesado, antes de pensarlo.
—Entonces te veo —dijo la mujer.
—Quise decir el domingo —dijo él, rápidamente.
—Podría cambiar por el domingo.
—Si es que puedo —dijo él, todavía más rápido—. Algo anda mal en mi coche.
—Claro, Sansón. Hasta pronto.
Y el Pesado se había quedado allí largo rato, dándole vueltas al tubo silencioso.
Bueno, pensó la madre, estará pasándolo bien ahora. Una buena fiesta de Todos los Santos, con las manzanas que llevó, unas atadas en ristras, y otras sueltas para meterlas en una tina con agua, y las cajas de caramelos, el maíz dulce que tiene realmente el sabor del otoño. Anda por ahí como el nene malo, pensó, lamiendo el caramelo, y todos gritan y hacen sonar las bocinas, riendo, bailando.
A las ocho, a las ocho y media, a las nueve fue hasta la puerta de alambre y miró afuera y casi podía oír la fiesta lejos, en la playa obscura, los ruidos que traía el viento incisivo, furioso, salvaje, y deseó estar allá en la casita del malecón, sobre las olas, todos disfrazados, girando, y las calabazas talladas cada una de una manera distinta y un concurso para elegir la mejor máscara casera o el mejor maquillaje, y tanto maíz tostado para comer y…
La mujer se apoyó en la falleba de la puerta de alambre, la cara rosada y excitada, y de pronto advirtió que los chicos ya no iban a pedir a las casas. La noche de Todos los Santos, para los chicos del vecindario, por lo menos, había acabado ya.
Fue a mirar al patio.
La casa y el patio estaban demasiado tranquilos. Era extraño no oír los tiros de básquetbol en el casquijo o el zumbido de los golpes en la bolsa de arena, o el leve crujido de las manoplas.
¿Qué pasaría, pensó, si el Pesado encontraba a alguien esta noche, si encontraba a alguien allí y simplemente no volvía más, no volvía más a casa? Ni una llamada telefónica. Ni una carta, así podía ocurrir. Ni una palabra. Irse, simplemente, y no volver nunca más. ¿Qué pasaría? ¿Qué pasaría?
No, pensó, no hay nadie, nadie allá, nadie en ninguna parte. Este es su sitio. Este es el único sitio.
Pero el corazón le latía apresurado y tuvo que sentarse.
El viento soplaba apenas desde la orilla. La mujer encendió la radio pero no escuchó. Ahora, pensó, no hacen nada excepto jugar a la gallina ciega, sí, eso es, y luego… Jadeó sobresaltándose.
En las ventanas había estallado una luz cruda. El casquijo saltaba como rocío de metralla proyectado por el traqueteo del auto que venía acercándose. El auto frenó y se detuvo, con el motor en marcha. Las luces se apagaron en el patio, pero el motor seguía funcionando, más lento, más rápido, más lento.
La mujer vio la figura obscura en el asiento delantero del coche; miraba hacia delante, inmóvil.
—Tú… —empezó a decir la mujer y abrió la puerta de alambre. Al fin encontró una sonrisa. La detuvo. El corazón le latía más lentamente ahora. Frunció el ceño. El Pesado apagó el motor. La mujer esperaba. El Pesado bajó del coche, arrojó las calabazas a la basura y tapó la lata ruidosamente.
—¿Qué pasó? —preguntó la mujer—. ¿Por qué has vuelto tan temprano…?
—Nada.
El Pesado entró rozándola con las dos jarras de sidra intactas. Las puso en el fregadero de la cocina.
—Pero todavía no son las diez… El Pesado entró en el dormitorio y se sentó en la obscuridad.
—Así es.
La mujer esperó cinco minutos. Siempre esperaba cinco minutos. Él quería que ella fuera a preguntarle, se hubiera vuelto loco si ella no le hablaba, de modo que al fin la mujer fue y miró en el dormitorio obscuro.
—Cuéntame —dijo.
—Oh, estaban todos alrededor —dijo el Pesado—. Todos alrededor como un montón de idiotas, sin hacer nada.
—Qué pecado.
—Estaban allí como estúpidos.
—Oh, qué pecado.
—Traté de conseguir que hicieran algo, pero estaban ahí sin moverse. Sólo aparecieron ocho, de veinte sólo ocho, ocho, y yo el único disfrazado. Como te digo. El único. Qué banda de imbéciles.
—Después del trabajo que te tomaste, además.
—Estaban con las chicas y se quedaban allí con ellas y no hacían nada, ni juegos ni ninguna otra cosa. Algunos salieron con las chicas —dijo el Pesado en la obscuridad, sentado, sin mirar a la mujer—. Salieron a la playa y no volvieron. Lo juro por Dios. —El Pesado se puso de pie, y se apoyó contra el muro, y había una completa desproporción entre él mismo y los pantalones cortos que tenía puestos. Había olvidado que llevaba aún el sombrero de chico. De pronto se acordó, se lo quitó y lo arrojó al suelo—. Traté de hacerles bromas. Jugué con un perro de juguete, hice algunos otros chistes, pero nadie se movía. Me sentía como un tonto, el único vestido así y todos ellos diferentes, y de veinte sólo ocho, y casi todos se fueron a la media hora. Estaba Vi. Trató de que fuera con ella a la playa, también. Yo ya me había puesto furioso. Realmente furioso. Le dije no gracias. Y aquí estoy. Te puedes quedar con el caramelo. ¿Dónde lo puse? Tira la sidra por el vertedero, tómatela, no me importa.
La mujer no se había movido un centímetro mientras él hablaba. Abrió la boca.
Sonó el teléfono.
—Si son ellos, no estoy en casa.
—Es mejor que contestes —dijo la mujer.
El Pesado tomó el teléfono y tiró del tubo.
—¿Sammy? —dijo una voz alta y clara. El Pesado sostenía el tubo en el aire, contemplándolo en la obscuridad—. ¿Eres tú? —El Pesado gruñó.
—Habla Bob. —La voz de dieciocho años siguió apresuradamente—. Me alegro de que estés en casa. No tengo tiempo, pero… ¿qué pasa con el partido de mañana?
—¿Qué partido?
—¿Qué partido? Vamos, estás bromeando. ¡Notre Dame y S. C!
—Ah, fútbol.
—No digas ah fútbol así, tú hablaste, hiciste lo posible, dijiste…
—No hay partido-dijo el Pesado sin mirar el teléfono, el tubo, la mujer, la pared, nada.
—¿Quieres decir que no vas a ir? ¡Pesado, sin ti no habrá partido!
—Tengo que regar el césped, limpiar el coche…
—¡Puedes hacerlo el domingo!
—Además, creo que viene mi tío a verme. Hasta luego.
Colgó y fue al patio pasando delante de la mujer. Ella oyó los ruidos que el Pesado hacía afuera mientras se preparaba para acostarse.
Debió de sacudir la bolsa de arena hasta las tres de la mañana. Las tres, pensó la madre, completamente despierta, escuchando los golpes. Antes siempre paraba a las doce.
A las tres y media el Pesado entró en la casa.
La mujer oyó que sé detenía junto a la puerta del dormitorio.
El Pesado no hizo nada sino quedarse allí en la obscuridad, respirando.
La mujer tenía la impresión de que aún llevaba el traje de niño. Pero no quería saber si era cierto.
Al cabo de un rato la puerta se abrió lentamente.
El Pesado entró en la habitación obscura y se tendió en la cama, junto a ella, sin tocarla. La mujer hizo como que dormía.
El Pesado estaba tendido boca arriba, rígido.
La mujer no podía verlo. Pero sentía que la cama se sacudía como si el Pesado se estuviera riendo. No oía ningún sonido que saliera de él, de modo que no estaba segura.
Y entonces oyó los chirridos de los pequeños resortes de acero que se aplastaban y soltaban, aplastaban y soltaban en los puños del Pesado.
La mujer hubiera querido sentarse y gritarle que arrojara esos horribles objetos ruidosos. Hubiera querido sacárselos de las manos con un revés.
Pero entonces, pensó, ¿qué haría él con las manos? ¿Qué metería en ellas? ¿Qué haría, sí, qué haría con las manos?
De modo que la mujer hizo lo único que podía hacer; contuvo la respiración, cerró los ojos, escuchó y rezó: «Oh Dios, que siga así, que siga apretando esos objetos, que siga apretando esos objetos, que siga, que siga, oh, que siga, que siga apretando… apretando…».
Era como estar en la cama con un enorme grillo obscuro.
Y faltaba mucho para el alba.