LAS MUJERES - Ray Bradbury

Era como si una luz entrara en una habitación verde.

El océano ardía. Una fosforescencia blanca se agitaba como una bocanada de vapor en la mañana del mar otoñal, subiendo. De la garganta de algún oculto abismo del mar subieron burbujas.

Como una luz en el invertido cielo verde del mar, la criatura despertaba, animándose. Era vieja y hermosa. Llegaba de las profundidades, indolente. Una caracola, una gavilla, una burbuja, un resplandor, un murmullo, un arroyo. Suspendidas en las profundidades abisales había ramas de coral escarchado, como cerebros, pepitas como ojos de algas amarillas, hierbas sueltas como cabellos. Crecida con las mareas, crecida con las edades, juntada y atesorada y acumulada en identidades de sí misma y polvo antiguo, tinta de calamar y todas las bagatelas del mar.

Y ahora tenía conciencia.

Era una resplandeciente inteligencia verde, respirando en el mar otoñal. No tenía ojos pero veía, no tenía oídos pero oía, no tenía cuerpo pero sentía. Era del mar. Y por ser del mar era femenina.

No se parecía nada a un hombre o a una mujer. Pero tenía maneras de mujer: sedosas, astutas, escondidas maneras. Se movía con una gracia de mujer. Tenía todas las cosas malas de las mujeres vanas.

Aguas obscuras pasaban a lo largo y a través y se mezclaban con extraños recuerdos en su camino a las corrientes del golfo. En el agua había gorros de carnaval, cornetas, serpentinas, confeti; pasaban a través de esa floreciente masa de largo pelo verde como el viento a través de un árbol viejo. Peladuras de naranja, manteles, papeles, cáscaras de huevo y restos quemados de hogueras nocturnas en las playas: toda la resaca de gentes altas y descarnadas, a la espera en las arenas solitarias de las islas continentales, gentes de ciudades de ladrillo, gentes que chillaban en demonios de metal por carreteras de cemento, y desaparecían.

Se levantó suavemente, rielando, espumosa, en el aire frío de la mañana. Había pasado mucho tiempo creciendo en la obscuridad, y ahora se dejaba llevar por la marejada.

Vio la orilla.

El hombre estaba allí.

Era moreno, fuerte de piernas y corpulento.

Hubiera debido ir todos los días al agua, a bañarse, a nadar, Pero nunca se había movido. Había una mujer en la arena con él, una mujer con traje de baño negro, tendida a su lado charlando tranquilamente, riendo. A veces se tomaban de las manos, a veces escuchaban una maquinita sonora que sintonizaban y de la que salía música.

La fosforescencia se quedó tranquilamente suspendida en las olas. Era el fin de la temporada. Todo estaba cerrándose.

Cualquier día el hombre podía irse y no volver más.

Hoy debía entrar en el agua.

Estaban tendidos en la arena, sintiendo el calor. La radio funcionaba suavemente y la mujer del traje de baño negro se agitó espasmódicamente, con los ojos cerrados.

El hombre no levantó la cabeza del musculoso brazo izquierdo, que le servía de almohada. Bebió el sol con la cara, la boca abierta, la nariz.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Un mal sueño —dijo la mujer del traje de baño negro.

—¿Sueños de día?

—¿Nunca sueñas por la tarde?

—No sueño nunca. Nunca en mi vida he tenido un sueño.

La mujer estaba tendida, los dedos crispados.

—Dios mío, un sueño horrible.

—¿Qué era?

—No sé —dijo ella, y realmente no lo sabía. Era tan malo que lo había olvidado. Ahora, con los ojos cerrados, trataba de acordarse.

—Era sobre mí —dijo él perezosamente, estirándose.

—No.

—Sí —el hombre sonreía—. Yo me había ido con otra mujer, era eso.

—No.

—Insisto. Yo me había ido con otra mujer, y tú nos descubrías. Todo un lío. A mí me pegaban un tiro o algo por el estilo.

La mujer se estremeció involuntariamente.

—No hables así.

—Vamos a ver. ¿Con qué clase de mujer estaba? Los caballeros las prefieren rubias, ¿no es así?

—Por favor, no bromees. No me siento bien.

El hombre abrió los ojos.

—¿Te ha afectado tanto?

Ella asintió.

—Cuando sueño así de día, me deprime terriblemente.

—Lo lamento —el hombre le tomó la mano—. ¿Puedo traerte algo?

—No.

—¿Un helado de crema? ¿De chocolate? ¿Un refresco?

—Eres un encanto, pero no. Se me pasará. Es que los últimos cuatro días no me he sentido bien. No como a comienzos del verano. Algo ha pasado.

—No entre nosotros.

—Oh, no, claro que no —dijo ella rápidamente—. ¿Pero no sientes que a veces los lugares cambian? Incluso algo como el muelle cambia y los tiovivos y todo eso. Hasta las salchichas tienen otro gusto esta semana.

—¿Qué quieres decir?

—Tienen gusto a viejo. Es difícil de explicar, pero he perdido el apetito y desearía que estas vacaciones hubieran terminado. Lo que más quisiera es volver a casa.

—Mañana es el último día. Ya sabes cuánto significa para mí esta semana extra.

—Trataré. Si este lugar no estuviera tan raro y cambiado. No sé. Pero de pronto siento que quisiera levantarme y correr.

—¿Por el sueño? De pronto yo y mi rubia muertos.

—No. ¡No hables así de morir! —La mujer estaba tendida muy cerca—. Si por lo menos supiera qué fue.

—Vamos —el hombre la acarició—. Yo te protegeré.

—No soy yo, eres tú —le murmuró ella al oído—. Tuve la impresión de que estabas cansado de mí y te ibas.

—No lo haría. Te quiero.

—Soy una tonta —ella trató de reírse—. Dios mío, qué tonta soy.

Se quedaron quietos, el sol y el cielo sobre ellos como una tapa.

—Sabes —dijo él, pensativo—, yo también tuve un poco la misma impresión de que hablas. Este lugar ha cambiado. Hay algo diferente.

—Me alegra que tú también lo hayas sentido.

El hombre sacudió la cabeza, soñoliento, sonriendo suavemente, cerrando los ojos, bebiendo el sol.

—Los dos locos. Los dos locos —murmuró—. Los dos.

El mar llegó a la orilla tres veces, suavemente.

Avanzaba la tarde. El sol daba al cielo un golpe de soslayo. Los yates se bamboleaban blancos de calor y resolana en las olas del puerto. Olores de carne frita y cebolla dorada llenaban el aire. La arena susurraba y se movía como una imagen en un vasto espejo derretido.

La radio portátil murmuraba discretamente. El hombre y la mujer parecían flechas obscuras sobre la arena blanca. No se movían. Sólo los párpados les temblaban, conscientes, sólo los oídos estaban alertas. Una y otra vez las lenguas se les deslizaron por los labios calcinados. Furtivas gotitas de humedad les aparecían en la frente, y el sol las hacía desaparecer.

El hombre alzó la cabeza, ciego, atento al calor.

La radio suspiraba.

Apoyó la cabeza un minuto.

La mujer lo sintió levantarse de nuevo. Abrió un ojo y lo vio descansando en un codo y mirando alrededor el muelle, el cielo, el agua, la arena.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Nada —dijo él, tendiéndose de nuevo.

—Algo pasa.

—Me pareció oír algo.

—La radio.

—No, no en la radio. Otra cosa.

—La radio de otro.

El hombre no contestó. La mujer sintió que el brazo de él se ponía tenso y se aflojaba, se ponía tenso y se aflojaba.

—Diablos —dijo el hombre—. Ahí está de nuevo.

Los dos se quedaron escuchando.

—No oigo nada…

—¡Shhh! —hizo él—. Por el amor de Dios…

En la orilla rompían las olas, espejos silenciosos, montones de vidrio fundido, susurrante.

—Alguien está cantando.

—¿Qué?

—Juraría que había alguien cantando.

—Tonterías.

—No, escucha.

Así estuvieron un rato.

—No oigo nada —dijo ella, poniéndose muy fría.

El hombre estaba de pie. No había nada en el cielo, nada en el muelle, nada en la arena, nada en los puestos de salchichas. El silencio crecía y el viento silbaba en los oídos, un viento que se peinaba en la luz, soplándoles el vello de los brazos y las piernas.

El hombre dio un paso hacia el mar.

—¡No! —dijo ella.

El hombre la miró de un modo raro, como si ella no estuviera. Siguió escuchando.

La mujer se volvió hacia la radio portátil y la puso a todo volumen. El sonido estalló en palabras, ritmo y melodía:

—Encontré una nena de un millón de dólares…

El hombre puso cara de enojo y levantó bruscamente una mano abierta.

—Apágala.

—¡No, me gusta! —dijo ella. Aumentó el volumen. Hizo chasquear los dedos, meciendo vagamente el cuerpo, tratando de sonreír.

Eran las dos.

El sol evaporaba las aguas. El antiguo muelle se dilataba en el calor con un fuerte gruñido. Los pájaros se sostenían en el cielo caliente, incapaces de moverse. El sol golpeaba en los verdes licores que borboteaban alrededor del muelle; golpeaba, apresaba y bruñía una perezosa blancura que flotaba en las olitas de la orilla.

La blanca espuma, la rama de coral escarchado, la pepita de alga bronceada, el polvo de la marea descansaban en el agua, esparciéndose.

El hombre moreno seguía tendido en la arena, junto a la mujer del traje de baño negro.

La música se levantaba como bruma del agua. Era una música susurrante de ondas profundas y años pasados, de sal y viajes, de rarezas aceptadas y familiares. La música sonaba como el agua en la orilla, la lluvia que cae, el movimiento de unos miembros suaves en los abismos. Era una voz perdida en el tiempo, cantando en una honda caracola. El silbido y el suspiro de las mareas en las bodegas abandonadas de barcos de tesoros. El sonido del viento en un cráneo vacío, sobre la arena calcinada.

Pero la radio sobre la manta, en la playa, sonaba más alto.

La fosforescencia, liviana como una mujer, se hundía, cansada, ocultándose. Sólo unas pocas horas más. Podían irse en cualquier momento. Si por lo menos él viniera, un instante, sólo un instante. La bruma se agitó silenciosa en el agua, muy abajo, sintiendo aún la presencia de la cara y el cuerpo del hombre. Sintiendo al hombre apresado, sujeto, mientras se hundían diez brazas, por un canal que los llevaba caracoleando y girando con ademanes frenéticos a las profundidades de un golfo oculto en el mar.

El calor del cuerpo del hombre, el agua que se incendiaba con ese calor, y la rama de coral escarchado, el polvo enjoyado, la bruma salada, alimentada por el aliento cálido que le brotaba al hombre de los labios abiertos.

Las olas se llevaban los suaves y cambiantes pensamientos a las aguas bajas, tibias como el agua del baño calentado por el sol de las dos de la tarde.

No debe irse. Si se va ahora, no volverá.

Ahora. La fría rama de coral flotaba, flotaba. Ahora. Llamaba a través de los espacios calientes, el aire inmóvil en el comienzo de la tarde. Ven al agua. Ahora, decía la música. Ahora.

La mujer del traje de baño negro movió la perilla.

—¡Atención! —exclamó la radio—. Ahora, hoy, usted puede comprar un nuevo coche en…

—¡Cristo! —El hombre se estiró y bajó el volumen estentóreo—. ¿Es necesario que la pongas tan fuerte?

—Me gusta fuerte —dijo la mujer del traje de baño negro, mirando el mar por encima del hombro.

Las tres. El cielo era todo sol.

Transpirando, el hombre se puso de pie.

—Voy a entrar —dijo.

—¿Me traes una salchicha primero?

—¿No puedes esperar hasta que salga?

—Sé bueno. —La mujer hizo unos pucheritos—. Ahora.

—¿Con todo?

—Sí, y trae tres.

—¿Tres? ¡Dios, qué apetito!

El hombre corrió al pequeño café.

La mujer esperó a que se hubiera ido. Entonces apagó la radio. Se quedó escuchando un largo rato. No oyó nada. Miró el agua hasta que los destellos y reflejos le perforaron los ojos como agujas.

El mar se había tranquilizado. Había sólo una leve, lejana y fina red de olitas que devolvían el sol infinitamente repetido. La mujer miró de soslayo el mar, una y otra vez, con mala cara.

El hombre volvió saltando.

—Maldita sea, qué caliente está la arena, ¡me quema los pies! —Se echó en la manta—. ¡Cómelas!

Ella tomó las tres salchichas y comió una lentamente. Cuando hubo terminado, le tendió al hombre las otras dos.

—Toma, termínalas. Como con los ojos más que con la boca.

El hombre se tragó las salchichas en silencio.

—La próxima vez —dijo al terminar—, no pidas más de las que vas a comer. ¡Qué desperdicio!

—Toma —dijo ella, destapando un termo—, tendrás sed. Termina la limonada.

—Gracias. —El hombre bebió. Luego se limpió las manos una con otra y dijo—: Bueno, ahora me voy a dar una zambullida.

Miró ansiosamente el mar brillante.

—Sólo una cosa más —dijo ella, recordándolo en ese momento—. ¿No me comprarías un frasco de aceite bronceador? Se me acabó.

—¿No te queda un poco en el saco?

—Lo he gastado todo.

—Preferiría que me lo hubieses dicho cuando fui a comprar las salchichas. Pero está bien. El hombre corrió, dando saltos.

Cuando el hombre se fue, la mujer sacó el frasco de bronceador, medio lleno, destornilló la tapa, vertió el líquido en la arena, y lo cubrió subrepticiamente, mirando el mar y sonriendo. Entonces se levantó y fue a la orilla del mar y miró, buscando las insignificantes, innumerables olitas.

No lo tendrás, pensó. Quien quiera que seas, o lo que seas, es mío y no lo tendrás. No sé qué está pasando; no sé nada, de veras. Todo lo que sé es que esta noche a las siete nos vamos en un tren. Y que no estaremos aquí mañana. De modo que te puedes quedar esperando, océano, mar, o lo que diablos seas.

Por mucho que hagas, no puedes competir conmigo, pensó. Recogió una piedra y la arrojó al mar.

—¡Ahí tienes! —gritó.

El hombre estaba a su lado.

La mujer retrocedió de un salto.

—¡Eh! ¿Qué pasa? ¿Qué haces aquí, murmurando?

—¿Ah sí? —Ella parecía sorprendida de sí misma.

—¿Dónde está el aceite bronceador? ¿Me lo pones en la espalda?

El hombre vertió un amarillo hilo de aceite y le masajeó la espalda dorada. La mujer miraba el agua de vez en cuando, los ojos solapados, haciéndole gestos como si dijera: «¡Mira! ¿Ves? ¡Ajá!». Ronroneó como un gatito.

—Ya está.

El hombre le dio el frasco.

Estaba ya metido hasta la mitad en el agua cuando ella le gritó:

—¡A dónde vas! ¡Ven aquí!

El hombre se volvió como si no la conociera.

—Por el amor de Dios, ¿qué pasa?

—¡Acabas de comer las salchichas con limonada, no puedes meterte ahora en el mar, te darán calambres!

El hombre se burló:

—Cuentos de viejas.

—Da lo mismo, vuelve a la arena y espera una hora, ¿me oyes? No quiero que tengas un calambre y te ahogues.

—Ah —dijo el hombre, fastidiado.

—Ven.

La mujer se volvió y él la siguió, mirando el mar por encima del hombro.

Las tres. Las cuatro.

El cambio llegó a las cuatro y diez. Tendida en la arena, la mujer del traje de baño negro lo vio venir y se tranquilizó. Las nubes había estado agrupándose desde las tres. Ahora, en una súbita acometida, la niebla venía de la bahía. Donde había hecho calor, ahora estaba frío. Un viento sopló no se sabía de dónde. Aparecieron unas nubes más obscuras.

—Va a llover —dijo ella.

—Pareces encantada —observó el hombre, sentándose de brazos cruzados—. Quizá sea nuestro último día y pareces encantada porque se está nublando.

—Los pronósticos dicen que habrá chaparrones esta noche y mañana. Quizá sea una buena idea irse esta noche.

—Nos quedaremos, por si aclara. Quiero nadar un día más, de todos modos. Hoy aún no me metí en el agua.

—Nos hemos divertido tanto charlando y comiendo, que el tiempo pasa.

—Sí —dijo él, mirándose las manos.

La niebla se agitaba sobre la arena en bandas suaves.

—Ahí está —dijo la mujer—. ¡Me cayó una gota en la nariz!

Se rió ridículamente. Tenía los ojos brillantes y jóvenes otra vez. Parecía casi triunfante.

—Linda lluvia.

—¿Por qué estás tan encantada? Eres un bicho raro.

—Que llueva, que llueva —dijo ella—. Bueno, ayúdame a doblar estas mantas. ¡Es mejor que nos demos prisa!

El hombre recogió la mantas lentamente, preocupado.

—Ni siquiera he podido nadar por última vez. Me dan ganas de pegarme una zambullida. —Le sonrió—. ¡Un minuto nada más!

—No. —La cara de la mujer palideció—. ¡Tomarás frío y después tendré que cuidarte!

—Está bien, está bien.

El hombre se apartó del mar. Empezó a caer una lluvia fina. La mujer iba adelante, rumbo al hotel, cantando entre dientes.

—¡Espera! —dijo el hombre.

La mujer se detuvo. No se volvió. Sólo escuchó la voz del hombre, muy lejos.

—¡Hay alguien en el agua ahogándose!

Ella no se podía mover. Oyó los pies del hombre que corrían.

—¡Espérame aquí! —gritó él—. ¡Volveré enseguida! ¡Hay alguien allí! ¡Me parece que es una mujer!

—¡Deja que los bañeros la saquen!

—¡No hay ninguno! ¡Terminaron la guardia, es tarde!

Corrió a la orilla, al mar, a las olas.

—¡Vuelve! —chilló ella—. ¡No hay nadie! ¡No, oh!

—¡No te preocupes, volveré enseguida! Se está ahogando allí, ¿ves?

La niebla llegó, la lluvia tamborileó, una luz blanca y relampagueante se levantó sobre las olas. El hombre corrió y la mujer del traje de baño negro corrió detrás, desparramando implementos de playa, llorando, con lágrimas que le brotaban a mares de los ojos.

—¡No!

Tendió las manos.

El hombre saltó dentro de una ola obscura que embestía.

La mujer del traje de baño negro esperó bajo la lluvia.

A las seis el sol se puso en alguna parte detrás de las nubes negras. La lluvia repiqueteaba suavemente en el agua, como un tambor distante. Debajo del mar, un luminoso movimiento blanco.

La forma suave, la espuma, la hierba, las largas hebras de extraño pelo verde flotaban en el agua. En el resplandor agitado, muy abajo, estaba el hombre.

Frágil. La espuma burbujeaba y estallaba. El cerebro de coral escarchado golpeó un guijarro con un pensamiento, que se desvaneció enseguida. Hombres. Frágiles. Se rompen como muñecos. Nada, nada. Un minuto debajo del agua y se sienten mal, se distraen, vomitan, patalean y de pronto se quedan ahí, sin hacer nada. Sin hacer absolutamente nada. Extraño. Decepcionante después de tantos días de espera.

¿Qué hacer con él ahora? Le cuelga la cabeza, se le abre la boca, los párpados están flojos, los ojos miran fijamente, la piel palidece. ¡Hombre tonto, despierta! ¡Despierta!

El mar se embraveció alrededor.

El hombre se mecía blandamente, flojo, la boca abierta.

La fosforescencia, la hierba de pelo verde se retiró.

El hombre se soltó. Una ola lo devolvió a la orilla silenciosa. A la mujer que lo estaba esperando bajo la lluvia fría.

La lluvia caía como un diluvio sobre las aguas negras.

A la distancia, bajo el cielo de plomo, desde la orilla crepuscular, una mujer gritó.

Ah —el antiguo polvo se agitaba perezosamente en el agua—. ¿No es como una mujer? ¡Ahora ella tampoco lo quiere!

A las siete la lluvia caía densa. Era de noche y hacía mucho frío y los hoteles a orillas del mar tuvieron que encender la calefacción.