GUERRA DE BRUJAS - Richard Matheson

Siete chicas bonitas sentadas en fila. Fuera, la noche, la lluvia a cántaros; tiempo de guerra. Dentro, calidez confortable. Siete chicas abrigadas cantando. Una placa en la pared dice: Centro de Mando.

El cielo se aclara la garganta con truenos, recogiendo y dejando caer hilos de relámpagos desde sus hombros inconmensurables. La lluvia manda callar al mundo, hace que los árboles hagan reverencias, picotea la tierra. Un edificio cuadrado, bajo, con un plástico en la pared.

Dentro, el zumbido de la charla de siete chicas bonitas.

—Así que le dije: «No me vengas con ésas, Don Perfecto». Y él me dijo: «¿Ah, sí?». Y yo le dije: «¡Sí!».

—Os juro que me alegraré cuando todo esto se acabe. En mi último permiso vi un sombrero monísimo. ¡Lo que daría por poder ponérmelo!

—¿Tú también? ¡No me digas! Con este tiempo no hay manera de arreglarse el pelo. ¿Por qué no nos dejan acabar con él?

—¡Hombres! Me ponen mala.

Siete gestos, siete posturas, siete risas tintineando bajo los truenos. Dientes asomando en carcajadas de chica. Manos incansables, pintando cuadros en el aire.

Centro de Mando. Chicas. Siete. Bonitas. Ninguna mayor de dieciséis años. Rizos. Coletas. Flequillos. Labios mohínos, sonriendo, frunciéndose, dando forma a emociones con sus emociones. Ojos jóvenes y centelleantes, refulgiendo, resplandeciendo, estrechándose, fríos o calientes.

Siete cuerpos jóvenes y sanos, inquietos sobre sillas de madera. Suaves extremidades adolescentes. Chicas, chicas guapas, siete.

Un ejército de hombres feos y amorfos, tambaleantes en el barro, avanzando a tientas por la carretera negra y llena de barro.

Lluvia a mares. Cántaros cayendo sobre cada uno de los exhaustos hombres. Sonido chapoteante de grandes botas hundiéndose en el barro amarillento y marrón, desmenuzado. Fango goteando de tacones y suelas.

Hombres pesados, a centenares, empapados, abatidos, deprimidos. Jóvenes doblados como viejos. Mandíbulas colgando sin fuerza, bocas abiertas al aire negro y húmedo, lenguas caídas, ojos hundidos mirando la nada, revelando nada.

Descanso.

Hombres que se hunden en el barro, que se desploman sobre sus mochilas. Cabezas echadas hacia atrás, bocas abiertas, lluvia salpicando dientes amarillos. Manos inmóviles, montones descarnados de carne y huesos. Piernas sin movimiento, pedazos de madera caqui carcomida por los gusanos. Centenares de extremidades inútiles unidas a centenares de troncos inútiles.

Por detrás, por delante, al lado, el murmullo de camiones y tanques y coches pequeños. Neumáticos gruesos salpicando barro. Ruedas gordas hundiéndose, resbalando en fango pegajoso. Lluvia tamborileando sobre dedos húmedos, sobre metal y lienzo.

El relámpago hace de flash sin fotos. Un estallido momentáneo de luz. La cara de la guerra vista por un segundo, hecha de cañones oxidados y ruedas que giran y rostros que miran.

Negrura. Una mano nocturna tapando el breve resplandor de la tormenta. La lluvia barrida por el viento revoloteando sobre campos y caminos. Riachuelos de lluvia burbujeante abriendo cicatrices en la tierra. Truenos, relámpagos.

Un silbido. Hombres muertos que resucitan. Botas hundiéndose en el barro de nuevo, cada vez más profundas, más cerca, más próximas. Acercándose a una ciudad que cierra el camino a una ciudad que cierra el camino a…

Un oficial sentado en la sala de comunicaciones del Centro de Mando. Observó al operador, que se sentaba agazapado sobre el panel de control, con audífonos sobre los oídos, escribiendo un mensaje.

El oficial observó al operador. Vienen, pensó. Con frío, humedad y miedo, marchan sobre nosotros. Se estremeció y cerró los ojos.

Los abrió rápidamente. Las visiones llenaron sus pupilas oscurecidas. Visiones de remolinos de humo, de hombres encendidos, de horrores inimaginables que tomaban forma sin palabras o imágenes.

—Señor —dijo el operador—, mensaje del puesto avanzado de vigilancia. Han avistado fuerzas enemigas.

El oficial se levantó, se acercó al operador y cogió el mensaje. Lo leyó, con el rostro inexpresivo, la boca haciendo un paréntesis.

—Sí —dijo.

Se giró sobre los talones y se dirigió a la puerta. La abrió y entró en la habitación de al lado. Las siete chicas dejaron de hablar. El silencio impregnó las paredes.

El oficial se quedó dando la espalda a la ventana de plástico.

—Enemigos —dijo—, a dos millas de distancia. Delante de vosotras.

Se volvió y señaló la ventana.

—Ahí mismo. A dos millas. ¿Alguna pregunta?

Una chica se rió.

—¿Vehículos? —preguntó otra.

—Sí. Cinco camiones, cinco coches pequeños de oficiales, dos tanques.

—Es demasiado fácil —se rió la chica, sus esbeltos dedos jugueteando con el pelo.

—Eso es todo —dijo el oficial. Salió de la habitación—. Adelante —añadió, y, entre dientes—: ¡Monstruos!

Se marchó.

—Oh, cielos —suspiró una de las chicas—, otra vez con lo mismo.

—Qué aburrimiento —dijo otra. Abrió su delicada boca y sacó un chicle. Lo puso debajo del asiento de su silla.

—Por lo menos ha dejado de llover —dijo una pelirroja, atándose los cordones del zapato.

Las siete chicas se miraron unas a otras. ¿Estás lista?, decían sus ojos. Sí, supongo que estoy lista. Se acomodaron en las sillas con gruñidos y suspiros de niñas. Engancharon los pies alrededor de las patas de las sillas. Todos los chicles se pusieron en reserva. Las bocas se apretaron en un mohín remilgado. Las chicas guapas estaban listas para jugar.

Al cabo, se quedaron sentadas en silencio. Una de ellas respiró hondo. También otra. Todas tensaron su piel lechosa y apretaron sus frágiles dedos. Una se rascó rápidamente la cabeza para quitarse un picor. Otra estornudó adorablemente.

—Ahora —dijo una chica que estaba en el extremo derecho de la fila.

Siete pares de ojos brillantes se cerraron. Siete mentes inocentes empezaron a imaginar, a visualizar, a transportar.

Los labios se fruncieron en finas grietas, las caras perdieron el color, los cuerpos se estremecieron con pasión. Sus dedos se sacudieron con concentración, y siete chicas bonitas libraron una guerra.

Los hombres estaban llegando a lo alto de una colina cuando empezó el ataque. Los hombres que iban en cabeza, los pies preparados a dar el siguiente paso, estallaron en llamas.

No hubo tiempo para gritar. Sus rifles cayeron al barro, sus ojos se perdieron en el fuego. Avanzaron dando tumbos un par de pasos y se desplomaron en el barro blando, siseantes y calcinados.

Los hombres chillaron. Las filas se rompieron. Empezaron a sacar sus armas y a disparar a la noche. Más tropas resoplaron incandescentes, se incineraron y cayeron muertas.

—¡Dispersaos! —gritó un oficial mientras sus dedos desprendían llamaradas y su cara se iluminaba con un calor amarillo.

Los hombres miraban a todas partes. Sus ojos estupefactos y aterrorizados buscaban un enemigo. Dispararon a los campos y los bosques. Se dispararon unos a otros. Echaron a correr sin sentido sobre el barro.

Un camión estalló en llamas. Su conductor saltó, convertido en una antorcha con piernas. El camión siguió traqueteando sobre el camino, giró, fue haciendo eses hasta un campo, chocó contra un árbol, explotó y fue devorado por una luz ardiente. Sombras negras revolotearon entrando y saliendo del aura de luz alrededor de las llamas. Los chillidos desgarraron la noche.

Un hombre tras otro estallaron en llamas, cayeron de cara sobre el barro. Puntos de luz abrasadora desgarraron la húmeda oscuridad; gritos; tizones a la carrera, chisporroteando, refulgiendo, muriendo; filas incendiarias; camiones calcinados; tanques estallando.

Una rubita, su cuerpo tenso con emoción reprimida. Sus labios dan sacudidas, una risita flota en su garganta. Sus narices se dilatan. Se estremece con miedo vertiginoso. Imagina, imagina…

Un soldado corre frenético por el campo, chillando, sus ojos desquiciados por el horror. Un peñasco gigantesco se precipita hacia él desde el cielo negro.

Su cuerpo se hunde en la tierra, deformado. Desde debajo del borde de la piedra, asoman dedos.

El peñasco se levanta del suelo y vuelve a caer, como un martillo amorfo. Un camión ardiente es aplanado. El peñasco vuelve a volar al cielo negro.

Una morena bonita, su cara una máscara febril. Pensamientos salvajes avanzan dando tumbos por su cerebro virginal. Su cabellera se tensa con el éxtasis del miedo. Sus labios dejan a la vista dientes apretados. Un gemido de terror sisea en sus labios. Imagina, imagina…

Un soldado cae de rodillas. Su cabeza se echa hacia atrás. Bajo la luz de los camaradas ardientes, mira estupefacto la ola de espuma blanca que se yergue sobre él.

Se abate, arrastra su cuerpo sobre la tierra fangosa, llena sus pulmones con agua salada. El maremoto ruge sobre el campo, ahoga a cien hombres ardientes, hace volar sus cuerpos por el aire sobre crestas blancas.

De pronto, el agua se detiene, vuela en un millón de pedazos y se desintegra.

Una pelirroja preciosa, las manos metidas bajo su mentón en puños apretados hasta que se les corta la circulación. Sus labios tiemblan, una palpitación de deleite hincha su pecho. Su garganta blanca se contrae, traga una bocanada de aire. Su nariz se arruga con un placer espantoso. Imagina, imagina…

Un soldado que corre choca con un león. No puede ver en la oscuridad. Sus manos golpean salvajemente la enredada pelambrera. Lo aporrea con la culata de su rifle.

Un chillido. Su cara se abre con un zarpazo de las gruesas garras. Un rugido selvático crece en la noche.

Un elefante de ojos enrojecidos pisotea furioso sobre el barro, agarrando hombres con su gruesa trompa, arrojándolos por el aire, aplastándolos bajo poderosas columnas negras.

Desde la oscuridad se abalanzan los lobos, destrozando gargantas. Los gorilas chillan y reparten golpes en el barro, saltan sobre los soldados caídos.

Un rinoceronte, su piel de cuero resplandeciente bajo la luz de las antorchas vivas, embiste a un tanque incendiado, gira y se pierde en la negrura.

Colmillos, zarpas, dientes desgarradores, chillidos, trompas, rugidos. Del cielo llueven serpientes.

Silencio. Un inmenso y sombrío silencio. Ni una brisa, ni una gota de lluvia, ni un gruñido del trueno distante. La batalla ha terminado.

La grisácea bruma matutina rueda sobre los quemados, los destrozados, los ahogados, los aplastados, los envenenados, los muertos por doquier.

Camiones inmóviles, camiones silenciosos, volutas de humo aceitoso elevándose de sus bultos vacíos. Una gran muerte cubriendo el campo. Otra batalla en otra guerra.

Victoria. Todos están muertos.

Las chicas se estiraron lánguidamente. Extendieron los brazos y movieron los hombros redondeados. Labios rosados se abrieron en delicados bostezos. Se miraron unas a otras y se rieron avergonzadas. Algunas se ruborizaron. Unas pocas tenían un aire culpable.

Luego todas se rieron a carcajadas. Abrieron chicles nuevos, sacaron polveras del bolsillo, hablaron con susurros de colegialas, con susurros de dormitorio a última hora de la noche.

Risitas ahogadas se elevaron revoloteando por la cálida habitación.

—¿Verdad que somos terribles? —dijo una de ellas, empolvándose la naricilla respingona.

Luego bajaron todas a desayunar.