LOS DEFENSORES - Philip K. Dick
—Se
afirma que los nuevos submarinos son casi perfectos. Pronto entrarán
en acción. ¡Menuda sorpresa se van a llevar los rusos cuando
comience el cañoneo submarino! —exclamó saboreando el éxito por
adelantado.
—Han
hecho un trabajo magnífico —asintió Mary sin demasiada
convicción.
—¿Sabes
lo que vimos hoy? ¡Un “plúmbico”! Nuestro equipo consiguió uno
para mostrárselo a los escolares. Yo también lo vi, aunque por unos
instantes solamente. Pero siempre es bueno que los pequeños se
enteren de lo que están haciendo por ellos. ¿No crees?
—¡Un
“plúmbico”! —murmuró Taylor dejando el diario a un lado.
Supongo que estaría bien bañado. No tenemos por qué correr
inútiles riesgos de contaminación radiactiva.
—¡Oh!
Siempre los bañan antes de bajarlos de la superficie —dijo Mary—.
¿Cómo se les va a ocurrir bajarlos sin bañar? —Y el influjo de
un recuerdo doloroso se transparentó en la ansiedad de su voz—.
Don, ¿sabes qué me ha venido a la memoria?
Él
asintió con un movimiento de cabeza.
—Sí…
En
efecto, lo sabía; sabía perfectamente en lo que estaba pensando: en
aquélla, visión de las primeras semanas de guerra, antes de la
evacuación total de la superficie, en que vieron descargar de un
tren hospital los heridos por las radiaciones atómicas. ¡Era
imposible olvidar aquellos rostros o, para decirlo exactamente,
aquellas masas informes que habían sido rostros! Un recuerdo que
haría temblar la voz a cualquiera. Muchos habían sido los heridos
al principio, durante los primeros tiempos de la guerra, antes de que
el traslado de los seres humanos a los subterráneos se hubiese
completado. Y como habían sido muchos los que sufrieran, era fácil
recordarlo.
Taylor
miró a su esposa. Mucho se había, inquietado ella durante los
últimos meses. “¡Si volviera a ocurrir!”, solía exclamar
angustiada.
—¡Olvídalo!
—le dijo en voz alta—. Aquello pasó. Ahora no hay nadie arriba
más que los plúmbicos, y ésos no piensan ni sienten.
—Por
eso mismo espero que tendrán cuidado cuando envíen a uno aquí
abajo. ¡Si por lo menos estuvieran calientes!…
Taylor
rió y se levantó.
—¡Olvídalo!
Disfrutemos estos momentos. Tengo licencia hasta el término de los
dos próximos relevos, sin más que hacer que mirar alrededor y
tomarlo todo con calma. Hasta podríamos ir al cine. ¿Quieres?
—¿Al
cine? ¿Es que no hemos visto ya bastante? ¿Crees que me gusta el no
ver más que destrucción y ruinas? Me acuerdo que la última vez
vimos San Francisco; una foto de San Francisco con el puente
deshecho, hundido en el mar, y tuve que salir enferma… No; no me
gusta ver eso.
—¿No
quieres saber lo que ocurre? Ningún ser humano sufre ya, como sabes.
—¡Pero
es tan horrible! —Su rostro parecía contraído por un amargo
rictus—. ¡Por favor, Don, no!
Don
Taylor retomó el diario con gesto malhumorado:
—Perfectamente;
pero no hay mucho más que hacer. Y no olvides que sus ciudades
sufren más que las nuestras.
Ella
asintió. Taylor volvió las ásperas y transparentes hojas del
diario. Su malhumor iba en aumento. ¿Por qué estaría siempre tan
irritable? ¡Tan bien lo habían pasado hasta que empezó la guerra!
Claro que nadie puede encontrarlo todo perfecto viviendo bajo tierra,
con sol artificial y alimentos artificiales. Naturalmente que es
agotador no ver nunca el cielo, ni poder ir a ningún sitio sin ver
otra cosa que paredes metálicas, fábricas ensordecedoras, cuarteles
y arsenales. Sin embargo, aquello era mejor que en la superficie. Y
algún día terminaría todo; y regresarían allá arriba. Nadie
deseaba vivir de aquella manera, pero era necesario.
Volvió
la página rabiosamente y el mísero papel se rasgó. También el
papel cada vez era peor, como la impresión y la tinta amarillenta.
La
verdad es que todo era necesario para la guerra, y él lo sabía
perfectamente. ¿No era acaso de los que trazaban los planes? Se
disculpó ante sí mismo y pasó a la otra habitación. La cama
estaba aún sin hacer y convendría arreglarla antes de la inspección
de las siete, pues aquel aloja miento era de los mejores y sería una
pena perderlo.
Zumbó
el visófono haciéndolo detenerse en seco. ¿Quién podría ser?
Volvió sobre sus pasos y estableció la comunicación.
—¿Taylor?
—interrogó desde la pantalla un rostro avejentado, seco, en el que
brillaban dos ojos grises—. Soy Moss. Siento molestarlo durante su
período de descanso, pero ha ocurrido algo y lo necesito. —Su mano
agitó unos papeles—. ¡Venga inmediatamente!
Taylor
se crispó:
—¿Qué
ocurre? ¿No puede esperar?
Los
ojos grises se clavaron en él, fríos y calmos. Taylor gruñó:
—Si
me necesita en el laboratorio iré. Voy a ponerme el uniforme.
—No,
venga como está. Y no al laboratorio. Nos encontraremos en el
segundo piso. En media hora lo llevará el elevador rápido. Allí lo
veré.
Se
cortó la comunicación y la imagen de Moss desapareció.
—¿Qué
pasa? —preguntó Mary desde la puerta.
—Moss…
Me necesita para algo.
—Ya
sabía yo que ocurriría esto.
—Bueno…
¿Necesitas algo de allá arriba? Dilo de una vez. —Su voz era
dura—. Voy al segundo piso, de modo que algo te traeré. Quizá de
junto a la superficie…
—No;
no me traigas nada. No quiero nada de la superficie.
—Perfectamente.
No te traeré nada. Pero déjate de tonterías.
Ella
lo miró ponerse las botas sin decir palabra.
Moss
lo saludó y Taylor unió su paso al suyo, mientras el viejo avanzaba
rápidamente. En torno de ellos, trenes y más trenes de carga
herméticamente cerrados ascendían hacia la superficie, trepidando
sobre la rampa hasta desaparecer en el lugar de comunicación con el
piso superior. Taylor vio muchos vagones cargados de unas extrañas
máquinas tubulares, elementos de guerra nuevos para él. Nubes de
obreros se afanaban en levantar, cargar, descargar, traer y llevar
los materiales de un lado para otro, ensordeciendo todo con el ruido
de su tarea.—Sigamos adelante —le dijo Moss—. Tenemos que
hablar y éste no es un sitio adecuado para dar detalles.Tomaron un
ascensor, mientras tras de ellos un poderoso montacargas se hundía
con zumbido ensordecedor cual si fuera a estrellarse. Pronto llegaron
a una de las plataformas de observación, situadas al lado del Tubo
de Comunicación, el enorme túnel que conducía a la superficie, que
ahora distaba apenas quinientos metros.—¡Dios mío! —murmuró
Taylor al volver la vista a lo profundo del Tubo que habían dejado
atrás—. ¡Qué caída!Moss rió:—¡Más vale no mirar!
Abrieron
una puerta y se encontraron dentro de un despacho. Tras de una mesa
estaba sentado un oficial del Servicio de Seguridad Interna, que alzó
la vista hacia ellos.
—¡Bien,
Moss! —Y luego de estudiar a Taylor un instante con la mirada,
observó—: ¡Todavía es algo temprano!
—El
Comandante Franks —informó Moss a Taylor— ha sido el primero en
saberlo. Yo fui informado anoche. —Luego, indicando un envoltorio
que sostenía con un brazo, agregó—: Como ve, lo he traído
conmigo.
Franks
hizo un gesto de inteligencia, a Moss y se incorporó:
—Vamos
al primer piso; allí trataremos el asunto.
—¿Al
primer piso? —interrogó Taylor nerviosamente. Un pasillo lateral
los llevó hasta un pequeño ascensor—. Jamás he estado arriba.
¿Está todo bien? ¿No hay radiactividad?
—Es
usted como todos —replicó Franks—. Ésos son cuentos de viejas.
Es imposible que las radiaciones pasen al primer piso. Está
completamente blindado con roca y plomo, y cuanta cosa desciende por
el Tubo es antes cuidadosamente bañada para despojarla de toda
radiactividad.
Taylor
preguntó:
—¿Qué
es lo que pasa? Me gustaría saberlo.
—Dentro
de un momento.
Penetraron
en el ascensor y subieron. Cuando salieron de él se encontraron en
un enorme salón repleto de soldados, armas y uniformes. Taylor
parpadeó de sorpresa. Aquél era el primer piso inmediato debajo de
la superficie. Sobre él no había más que roca y plomo, plomo y
roca horadados por los grandes Tubos de Comunicación, semejantes a
gigantescas madrigueras de gusanos. Plomo y roca, y allá arriba,
encima de todo, donde terminaban los Tubos, la corteza terrestre,
muerta, inerte desde hacía ocho años; la enorme, interminable ruina
de lo que fuera un día el mundo, el hogar del hombre, donde él
viviera ocho años atrás.
Ahora
la superficie terrestre no era más que un desierto letal de escoria
y nubes mortíferas que vagaban de un lado a otro, ensuciando con su
tizne la luz del sol. De vez en cuando, algo se movía sobre la
superficie: algo metálico que avanzaba entre las ruinas de una
ciudad deshecha o de la tierra martirizada de los estériles campos.
Era un «plúmbico», un robot de superficie, inmune a la radiación,
construido con prisa febril durante los meses que precedieron al
cambio de la guerra fría en guerra explosiva y ardiente.
Los
plúmbicos se movían sobre la corteza terrestre, surcaban los
océanos y los cielos, habitantes de un mundo donde era imposible la
vida para los humanos; robots de metal y material plástico que
hacían la guerra desencadenada por el hombre, pero que el hombre era
incapaz de hacer por sí mismo. Los humanos habían declarado la
guerra, inventado y construido nuevas armas y creado los actores, los
combatientes y soldados de esta lucha, pero podían sólo asistir, y
no participar en ella. En todo el mundo —Rusia, América, Europa,
África— no quedaba resto de vida humana. Ésta se albergaba ahora
en profundos refugios y abrigos subterráneos, cuidadosamente
planeados y construidos antes de que comenzaran a caer las primeras
bombas atómicas.
Era
la única forma de vida posible. Arriba, sobre la destrozada y
calcinada superficie de la que un día fuera un planeta vivo, los
plúmbicos hacían la guerra del Hombre. Subterráneamente, en las
entrañas del planeta, los seres humanos trabajaban incansablemente
en la producción de armas con que continuar la lucha, mes tras mes,
año tras año…
Primer
piso —dijo Taylor, y un raro malestar se apoderó de él—. ¡Casi
la superficie!
—Pero
no la superficie —añadió Moss.
Franks
los guió hasta la boca del Tubo.
—Dentro
de unos minutos el ascensor nos traerá algo de la superficie
—explicó. Luego, dirigiéndose a Taylor, continuó—: Ahora es
costumbre que los de Seguridad interroguen frecuentemente a los
plúmbicos que han permanecido algún tiempo en el exterior, con el
objeto de acumular toda información posible sobre el desarrollo de
la guerra. Lo más corriente es valerse del parte televisado para
mantener el contacto con los Estados Mayores de Campaña. Pero de vez
en cuando necesitamos de entrevistas directas porque no es posible
depender únicamente del contacto que puede ofrecer la televisión.
Los plúmbicos están realizando una labor excelente, pero nosotros,
por nuestra parte, necesitamos estar seguros de que todo sucede como
queremos.
Franks
miró a Taylor, y Moss prosiguió:
—El
ascensor va a traernos un plúmbico clase A. En la estancia contigua
hay una cámara de entrevistas, aislada por una pared de plomo y
provista de visores y micrófonos, tras de la cual los Oficiales de
Información pueden interrogar al plúmbico sin exponerse a la
radiación. Un procedimiento mucho más sencillo y seguro que bañar
al plúmbico.
—Hace
dos días interrogamos a un plúmbico clase A. Yo mismo conduje el
interrogatorio. Necesitábamos detalles sobre una nueva arma
soviética, una mina automática que persigue cualquier cosa que se
mueva. Los militares dieron instrucciones para su observación e
informe ulterior lo más detallado posible.
»El
plúmbico trajo la información. Obtuvimos algunos detalles sobre la
mina —las acostumbradas fotos, películas e informes escritos—,
pero al regreso del plúmbico hacia el ascensor, ocurrió algo
curioso. Y me parece…
Franks
se calló súbitamente. Acababa de encenderse una luz roja.
—Ya
está aquí. —Hizo un gesto a los soldados—: Pasemos a la cámara;
el plúmbico estará aquí dentro de breves instantes.
—¿Un
plúmbico clase A? —dijo Taylor—. He visto algunos por
televisión.
—Pues
ahora va a completar su experiencia —respondió Moss—. Y
comprobará que son casi humanos.
Entraron
en la cámara de entrevistas y sentáronse detrás del muro de plomo.
Relampagueó una señal luminosa y Franks hizo un gesto.
Taylor,
por su visor de observación, vio correrse una puerta del fondo, a
través de la cual avanzó una esbelta figura metálica, hasta
situarse ante el muro de separación, caídos los dos brazos a lo
largo del cuerpo.
—Queremos
saber —comenzó Franks—, antes de hacer una pregunta especial,
cuál es la situación en la superficie.
—La
guerra continúa —informó el plúmbico con voz metálica, atonal,
mecánica—. Nos faltan aviones de persecución; también
necesitaríamos más…
—Lo
sabemos —cortó Franks—. Lo que nos importa saber en este momento
es otra cosa. Hasta ahora nuestro contacto con vosotros no se ha
realizado más que a través de visores y pantallas, por lo que,
desde que dejamos la superficie, nuestro conocimiento de ella ha sido
siempre indirecto. Jamás hemos comprobado nada por nosotros mismos.
Todos nuestros conocimientos son de segunda mano. Y algunos de
nuestros jefes creen que esta clase de conocimiento puede ocasionar
errores.
—¿Errores?
—preguntó el plúmbico—. ¿Por qué? Nuestros informes se
controlan cuidadosamente antes de ser enviados. Nuestro contacto con
vosotros es constante. Todo lo que pueda importar es objeto de
informe especial. Cualquier nueva arma utilizada por el enemigo…
—Lo
sé —gruñó Franks tras su visor—. Pero quizás nos gustaría
verlo con nuestros propios ojos. ¿No habrá ninguna zona libre de
radiación donde una patrulla de hombres pueda subir a la superficie?
Si algunos de nosotros subiéramos con trajes antirradiactivos de
plomo, ¿sobreviviríamos lo suficiente como para observar las
condiciones de vida en el exterior y obtener una visión directa de
lo que allí ocurre?
La
máquina vaciló un momento antes de contestar, y luego expresó:
—Lo
dudo. Claro que pueden tomar muestras del aire y, luego de
analizadas, decidir lo que les parezca. Pero en los ocho años
transcurridos desde que abandonaron la superficie, las cosas han ido
de mal en peor. No es posible dar una idea exacta de las condiciones
existentes allá arriba. Al presente, se ha hecho completamente
imposible la supervivencia prolongada de cualquier objeto dotado de
movimiento. La nueva bomba enemiga no solamente reacciona ante el
movimiento, sino que persigue cualquier objeto animado,
implacablemente, hasta alcanzarlo. Y la radiación se extiende por
todas partes.
—Comprendo
—dijo Franks al mismo tiempo que le hacía un guiño de
inteligencia a Moss—. Es todo lo que queríamos saber; puedes
retirarte.
La
máquina se volvió hacia la salida, pero antes de retroceder agregó
lentamente:
—Mes
tras mes aumenta la proporción de partículas letales de la
atmósfera. El ritmo de la guerra va en gradual aumento.
—Ya
—asintió Franks levantándose mientras tendía la mano, en la que
Moss depositó el envoltorio que subieran desde su despacho—. Una
última pregunta antes de que nos dejes. Quiero que examines un nuevo
tipo de material blindado acabado de crear. Te pasaré la muestra por
el conducto de comunicación.
Franks
depositó el paquete en el conducto e hizo funcionar el mecanismo,
que lo trasladó hasta el otro lado y lo dejó en las manos del
plúmbico, quien lo tomó y, desenvolviéndolo hasta tener la plancha
metálica en sus manos, le dio vueltas y más vueltas.
Súbitamente,
quedó inmóvil.
—¡Perfectamente!
—exclamó Franks.
Apoyó
un hombro contra el muro de plomo y una de sus secciones se deslizó
hacia un lado, dejando paso.
Taylor
dio un grito de asombro: ¡Franks y Moss corrían hacia el plúmbico!
—¡Dios
mío! —gritó Taylor—. ¡Cuidado, que es radiactivo!
EL
plúmbico permanecía inmóvil, con la plancha metálica entre sus
dedos. Un grupo de soldados hizo irrupción en la cámara y rodeó al
plúmbico.
—Mi
comandante —exclamó uno de ellos—. Está frío; más frío que
una noche de invierno.
—Bien;
estaba seguro, pero no quise arriesgarme.
—Como
ves —le dijo Moss a Taylor—, el plúmbico no está caliente, y
eso que ha bajado directamente de la superficie sin baño previo.
—Y
eso, ¿qué significa?
—Puede
que sea una casualidad —dijo Franks—, porque siempre existe la
posibilidad de que un objeto cualquiera pueda escapar a la radiación
de la superficie. Pero ésta es ya la segunda vez que ocurre. Y puede
que haya ocurrido otras muchas.
—¿La
segunda vez?
—Fue
en la anterior entrevista cuando nos dimos cuenta de ello. También
aquel plúmbico estaba frío como éste.
Moss
tomó la plancha metálica de manos del plúmbico, oprimió su
superficie cuidadosamente y la devolvió seguidamente a los rígidos,
inmóviles dedos del robot.
—El
modo más claro de aclarar todo será comprobarlo personal e
inmediatamente. Ahora volvamos tras del muro.
Volvieron
tras sus pasos y el muro de plomo se interpuso entre el plúmbico y
ellos. Los soldados abandonaron la cámara.
—Dentro
de 24 horas —dijo Franks en voz baja—, la primera patrulla debe
estar preparada para subir en cualquier momento por el tubo,
protegida con trajes antirradiactivos, hasta llegar a la superficie.
Seremos los primeros hombres que pisarán la Tierra, después de ocho
años de vida subterránea.
—Claro
que lo ocurrido pudiera no significar nada —dijo Moss—, pero lo
dudo. Hay algo muy extraño. El plúmbico afirmó que nada vivo podía
permanecer arriba sin abrasarse. Y ese cuento ya no cuela.
Taylor
asintió mientras observaba la figura metálica a través de su
visor. El plúmbico, inmóvil hasta ese momento, comenzaba a
agitarse, mostrando, en diversas partes de su estructura, melladuras
y calcinaciones, pues era un plúmbico que había permanecido largo
tiempo en el exterior y había sido testigo de ruinas y destrucciones
tan vastas como mente humana jamás pudo imaginar, mientras caminaba
por un mundo de radiación y muerte, donde nada podía sobrevivir. ¡Y
él, Taylor, lo había tocado!
—Usted
vendrá con nosotros —le dijo Franks súbitamente—. Lo necesito
allá arriba y creo que debemos subir los tres.
Mary lo observó con expresión aterrorizada:
—¡Lo
sé! Vas a la superficie, ¿verdad?
Lo
siguió hasta la cocina, donde Taylor se sentó con la mirada perdida
en el vacío.
—Son
órdenes secretas —expresó evasivamente—. No puedo decirte nada.
—No
quieres hablar, pero lo sé. Desde el instante en que entraste, lo
sé. Había algo en tu cara que me lo decía. Era un gesto que no te
había visto en mucho tiempo. Un gesto “de antes”.
Se
le acercó:
—¿Cómo
pueden enviarte a la superficie? —Le tomó la cara entre las manos,
obligándolo a mirarle los ojos, en los que brillaba un ansia
extraña—. Nadie ni nada puede vivir allá arriba. ¡Mira, mira
esto! —exclamó mostrándole un diario—. Mira estas fotografías:
América, Asia, Europa, África. Ruinas y sólo ruinas. Lo único que
vemos en las pantallas de los cines. Todo destruido y envenenado. ¡Y
ahora te envían allí! ¿Para qué, si nada puede mantenerse allá
arriba? ¡Ni una semilla, ni una hierba, ni nada! Han calcinado la
superficie, han destruido todo, ¡todo!
Taylor
se incorporó.
—Es
una orden e ignoro completamente de qué se trata. Lo único que sé
es que se me ha mandado unirme con una patrulla de descubierta.
Se
quedó un largo rato con la mirada fija en el vacío. Luego tomó el
diario y lo acercó lentamente a la luz.
—Parece
real —murmuró—. Ruinas, destrucción, escombros. Todo lo
confirma: informes, fotografías, films, muestras de aire. Pero
también es cierto que, desde el comienzo de la guerra, no lo hemos
vuelto a ver con nuestros propios ojos.
—¿Qué
dices?
—Nada.
—Dejó el diario y agregó—: Partiré antes del próximo período
de descanso.
Mary
le mostró un rostro duro, hostil.
—Haz
lo que quieras; después de todo, puede que sea mejor morir de una
vez arriba que agonizar aquí lentamente como un gusano.
Fingió
no advertir todo el amargo resentimiento que rebosaban aquellas
palabras. ¿Acaso no pensaban todos como ella? ¿Qué sentirían los
obreros que se afanaban noche y día en las fábricas? ¿Los hombres
y mujeres, pálidos y encorvados, que se agotaban bajo la luz
cegadora de los focos y alimentándose únicamente con productos
sintéticos?
—No
te amargues la vida —le pidió.
Mary
le sonrió levemente:
—Me
amargo porque sé que no regresarás.
La
miró asombrado:
—¿Cómo
puedes decir eso?
Ella
no le contestó.
La
despertó el altavoz del noticiario público, que gritaba frente a su
alojamiento:
—¡Boletín
especial! Las fuerzas de superficie informan de un nuevo y gigantesco
ataque enemigo. ¡Retirada de algunas fuerzas! ¡Todas las unidades
de trabajo deben presentarse inmediatamente en sus puestos!
Taylor
se restregó los ojos deslumbrados, saltó de la cama y se acercó al
visófono. Un segundo después estaba en comunicación con Moss:
—¡Hola!
—dijo—. ¿Qué hay del nuevo ataque? ¿Se ha aplazado el
proyecto?
Podía
verse la mesa de Moss cubierta de partes y boletines.
—No
—le respondió éste—. Nada de eso; venga inmediatamente.
—Pero…
—No
hay pero que valga. —Moss le mostró desde la pantalla un puñado
de partes y, arrugándolos salvajemente—: ¡Mentira pura! —dijo—.
¡Venga! —Y cortó.
Media
hora más tarde saltaba de un coche rápido a las escaleras del
Edificio Sintético, cuyos peldaños subió de dos en dos. Cruzó los
corredores y entró en el despacho de Moss.
—¡Por
fin! —exclamó Moss incorporándose y disponiéndose a salir—.
Franks nos espera en la estación.
Partieron
en un auto de la Seguridad, cuya sirena aullaba abriéndose paso
entre los obreros que se apartaban pegándose a los muros del
corredor.
—¿Qué
hay del ataque? —preguntó Taylor.
Moss
le pasó el brazo por el hombro, murmurándole al oído:
—¡Me
parece que los hemos puesto en un buen apuro! Éste es el momento
decisivo.
El
coche los llevó hasta la estación del Tubo, donde saltaron a un
ascensor super-rápido que los dejó en el primer piso.
Allí
contemplaron una escena de asombrosa actividad. Grupos de soldados,
vestidos con uniformes de plomo antirradiactivos, hablaban
excitadamente entre sí, yendo de un lado a otro, mientras las armas
pasaban de mano en mano junto con las últimas instrucciones y
consignas.
Taylor
observó a uno de los soldados, armado con la mortífera pistola
Bender, de cañón corto, recién acabada de salir de la fábrica de
armas. Entre los soldados, algunos parecían ligeramente asustados.
—Espero
que no nos hayamos equivocado —aclaró Moss al observar su
intranquilidad.
Franks
avanzó hasta ellos:
—El
plan es éste: primero subiremos nosotros tres y quince minutos más
tarde los soldados.
—¿Vamos
a hablar con los plúmbicos? —preguntó Taylor, asustado—. ¿Qué
tenemos que decirles?
—Vamos
como observadores del nuevo ataque enemigo —le replicó Franks con
tono irónico—. Ya que es tan serio, debemos observarlo
personalmente.
Un
pequeño ascensor, impulsado desde abajo por émbolos superadores de
la fuerza de la gravedad, los elevaba rápidamente hacia la
superficie. Taylor volvía de vez en cuando la vista hacia abajo;
veía alejarse más y más el primer piso. Cubierto con su uniforme
de plomo, traspiraba de nerviosidad mientras su mano oprimía con
dedos inexpertos la pistola Bender.
¿Por
qué lo había elegido a él? Casualidad; pura casualidad. Moss lo
había llamado como miembro del Departamento en instantes en que
ocurría la entrevista con Franks, y éste lo unió con la expedición
sin pensarlo. Y ahora estaba allí, en aquel ascensor, acercándose a
la superficie cada vez más de prisa.
Un
miedo profundo, incubado a lo largo de ocho años de vida
subterránea, le zumbaba en el cerebro, susurrándole pensamientos
angustiosos: radiación, muerte, calcinación, un mundo abrasado y
letal…
El
ascensor ascendía más y más. Taylor se aferró a los brazos de su
asiento y cerró los ojos. Cada segundo se acercaba más el instante
en que serían ellos los primeros seres vivos en volver a la
superficie de la tierra. La fotofobia, en oleadas enloquecedoras, lo
anegaba en el miedo a una muerte cierta. Cierta, sí. ¿No lo había
visto acaso en miles de películas? Las ciudades arrasadas; las nubes
de radiación atómica; las calcinadoras y letales nubes…
—No
debemos estar muy lejos —dijo Franks—. Vamos llegando. En la
torre de superficie no nos espera nadie; di órdenes estrictas para
que no enviaran señal alguna.
El
ascensor subía rugiendo furiosamente; la cabeza de Taylor se
convirtió en una devanadera; se acurrucó con los ojos cerrados.
¡Cada vez más arriba!…
El
ascensor se detuvo y Taylor abrió los ojos.
Se
encontraban en una amplia caverna iluminada con focos fluorescentes,
en la que aparecían apiladas enormes cantidades de material bélico.
Entre las pilas, los plúmbicos se afanaban silenciosamente empujando
vagonetas y carretillas de mano.
—¡Obedezca!
—repitió Franks con voz de mando—. ¡Es una orden!
El
plúmbico se alejó remoloneando. Al extremo de la caverna se abrió
una puerta corrediza y dos plúmbicos clase A aparecieron y
dirigiéronse rápidamente hacia ellos. Ambos lucían una franja
verde sobre la frente.
—¡Plúmbicos!
—dijo Moss algo pálido. Aquello era realmente la superficie.
Los
plúmbicos iban y venían manejando el equipo, ordenando los vastos
acopios de armas y repuestos, municiones y pertrechos, subidos de los
subterráneos hasta la superficie. Y lo mismo ocurría en todas las
demás estaciones receptoras de los muchos Tubos extendidos por toda
la extensión del continente.
Taylor
miró con nerviosidad en torno de él: estaban realmente sobre la
tierra, en la superficie, en el escenario de la guerra.
Cuando
salieron del ascensor, un plúmbico se les acercó rápidamente y se
detuvo ante ellos, observándolos, mientras los encañonaba con su
pistola.
—Es
un Seguridad —explicó Franks, y luego le ordenó—: Envíanos un
clase A inmediatamente.
El
plúmbico vaciló un instante, mientras otros plúmbicos clase B se
acercaron corriendo.
—Del
Consejo de Superficie —murmuró Franks con tono que denunciaba la
tensión de su ánimo.
Los
dos plúmbicos llegaron hasta ellos, observándolos desconfiadamente.
Sin decir palabras se detuvieron a su lado y los miraron de arriba
abajo.
—Soy
Franks, del Consejo de Seguridad. Y he venido desde abajo para…
—¡Increíble!
—lo interrumpió fríamente uno de los plúmbicos—. Allí saben
muy bien que aquí es imposible la vida para los humanos. La
totalidad de la superficie terrestre es letal para vosotros y, por
consiguiente, imposible vuestra permanencia en ella.
—Estos
trajes nos protegen debidamente. Y, además, en cualquier caso, ello
no es cosa de vuestra incumbencia. Lo que queremos es que se reúna
de inmediato el Consejo de Superficie para que se nos informe de las
condiciones actuales. ¿Cuánto puede tardar?
—Los
seres humanos no pueden sobrevivir aquí, y, además, el nuevo ataque
enemigo tiene como objetivo esta zona. El peligro es muy grande.
—Lo
sabemos; ¡sírvase convocar el Consejo! —Franks dirigió una
mirada circular en torno de la inmensa caverna iluminada con lámparas
fluorescentes empotradas en el techo. Su voz tenía un tono especial
cuando preguntó—: ¿Es de noche o de día?
—De
noche —dijo un clase A. Y después de una pausa—: Amanecerá en
un par de horas.
Franks
asintió con un gesto:
—Permaneceré
aquí por lo menos esas dos horas. Y ahora, como una concesión a
nuestro sentimentalismo, ¿podrían indicarnos un lugar desde donde
contemplar la salida del sol?
Un
temblor sacudió a los plúmbicos.
—Es
una visión desagradable —dijo uno de ellos—. Ya conocen por las
fotografías qué es lo que van a ver. Nubes colmadas de densísimas
partículas atómicas, tachonando la luz del sol. ¡Montones de
escoria y ceniza cubriendo la tierra calcinada! Es una visión
terrible, mucho más espantosa que cualquier foto o película…
—No
obstante, permaneceremos aquí para contemplarlo. ¿Quiere dar las
órdenes oportunas para la reunión del Consejo?
—Sígannos.
Con
evidente desgano, los dos plúmbicos clase A se dirigieron hacia el
lado de la enorme caverna donde se abría la puerta de la sala del
Consejo. Los tres hombres los siguieron, arrastrando fatigosamente su
calzado de plomo, que resonaba contra el concreto del pavimento. Ante
la puerta, los dos plúmbicos hicieron un alto.
—Ésta
es la entrada de la Cámara del Consejo de Superficie. Está provista
de ventanas al exterior, donde, naturalmente, todavía es noche
cerrada. Todavía no se ve absolutamente nada, pero dentro de dos
horas…
—Abra
la puerta —ordenó Franks.
Cedió
la puerta corriéndose sin ruido alguno y los tres hombres penetraron
en una sala reducida y limpia, en cuyo centro aparecía una mesa
redonda rodeada de sillas. Sentáronse los hombres silenciosamente,
seguidos de los dos plúmbicos, que, también en silencio, tomaron
asiento en sus respectivos puestos.
Uno
de ellos informó:
—Ya
se dirigen hacia aquí los demás miembros del Consejo. Informados de
vuestra llegada, acuden tan rápidamente como les es posible.
Permítanme al mismo tiempo que insista en que regresen pronto a los
subterráneos. —El plúmbico observaba cuidadosamente a los
humanos—. Aquí no existe la mínima posibilidad de supervivencia
para vosotros. Nosotros mismos no lo logramos sin sufrir serios
trastornos. ¿Cómo pretenden lograrlo ustedes?
El
jefe de los plúmbicos se aproximó a Franks:
—Es
esto algo que nos tiene completamente atónitos —expresó—.
Naturalmente que tenemos que hacer lo que ustedes digan, pero
permítaseme advertir que si permanecen aquí…
—Lo
sé —interrumpió Franks, impaciente—. Sin embargo, pensamos
permanecer por lo menos hasta que amanezca.
—Si
insisten…
Se
hizo un silencio. Los plúmbicos parecían conferenciar entre ellos
aunque los tres hombres no oían sonido alguno.
—Por
vuestro propio bien —dijo finalmente el jefe—, deben regresar al
subsuelo. Acabamos de tratar de ello y hemos resuelto que están
haciendo lo peor que puede hacerse.
—Nosotros
somos seres humanos —cortó Franks, tajante—. ¿Comprende?
¡Hombres, y no máquinas!
—Por
eso precisamente es por lo que deben regresar de inmediato. Esta
habitación es radiactiva, al igual que el resto de la superficie, y
hemos calculado que sus trajes no podrán protegerlos más de tres
cuartos de hora. Por lo tanto…
Súbitamente,
los plúmbicos se acercaron y los rodearon hasta formar un círculo
impenetrable en derredor de ellos. Taylor trató de empuñar su
pistola, pero los dedos, agarrotándose, se negaron a obedecer. Los
tres hombres permanecieron en pie, enfrentando las silenciosas
figuras metálicas.
—Tenemos
que insistir —añadió el jefe con su voz mecánica, sin tono ni
matiz alguno—. Los llevaremos hasta la entrada del Tubo, y ustedes
volverán en el próximo ascensor. Lo siento, pero es necesario.
—¿Qué
hacemos? —interrogó nerviosamente Moss a Franks, empuñando su
pistola—. ¿Los deshacemos a tiros?
Franks
hizo con la cabeza un signo negativo.
—Perfectamente
—dijo al jefe—. Regresaremos.
Franks
se dirigió hacia la entrada del Tubo seguido por Moss y Taylor.
Ambos estaban sorprendidos, pero no dijeron nada. Los plúmbicos los
escoltaban en silencio, marchando a lo largo de la enorme caverna
hacia la entrada del Tubo.
Al
llegar a la entrada, Franks se volvió al jefe y le dijo:
—Si
regresamos, es porque no tenemos otra alternativa. No somos más que
tres contra doce. Sin embargo, si…
—Aquí
está el ascensor —dijo Taylor.
Un
rechinar de metales llegaba del Tubo. Varios plúmbicos clase D se
acercaron para recibir el ascensor.
—Lo
siento —dijo el jefe—, pero es en beneficio de ustedes. Tenemos
el deber de vigilarlos y cuidarlos aunque ustedes no quieran. Su
puesto está abajo, dejándonos a nosotros la tarea de hacer la
guerra. Porque, en un cierto sentido, ésta es «nuestra» guerra, ya
que somos nosotros los únicos que podemos hacerla.
El
ascensor llegó a la superficie.
Doce
soldados armados de pistolas Bender salieron de él y rodearon a los
tres hombres.
El
jefe de los plúmbicos se acercó a los soldados estudiándolos
intensamente, tratando de darse cuenta del motivo de su llegada.
Finalmente hizo una seña a los otros plúmbicos, que se abrieron en
dos alas, dejando un corredor hacia el interior de la caverna.
—También
ahora podríamos hacerlos regresar por la fuerza —afirmó el jefe—.
Pero ahora vemos que no se trata de una comisión de observadores ni
mucho menos. La presencia de estos soldados dice bien a las claras
que ha sido otro vuestro pensamiento y que todo fue cuidadosamente
preparado.
—Cuidadosamente
—afirmó Franks con cierta ironía.
Los
plúmbicos se le acercaron.
—Mucho
más cuidadosamente de lo que podía suponerse, y debo confesar que
hemos sido tomados desprevenidos y que ha faltado muy poco para que
perdiéramos el control de la situación. Pero ahora el empleo de la
fuerza resultaría algo por completo absurdo, ya que ninguno de los
dos bandos tiene el menor interés en dañar al otro. Nosotros,
porque estamos construidos con la inhibición de dañar al hombre;
ustedes, porque dependen de nosotros para las necesidades de la
guerra.
Los
soldados descargaron sus armas sobre los plúmbicos. Moss, rodilla en
tierra, comenzó a hacer fuego sobre el jefe de los plúmbicos, que
se deshizo en una nube de partículas. De todos los lados de la
caverna, plúmbicos clase D y B corrieron hacia los humanos empuñando
armas y trozos de metal. La enorme sala se convirtió en un mar de
confusiones. Franks y Taylor se encontraron separados de los demás
por una muralla de cuerpos metálicos.
—No
pueden contestar a nuestro fuego —dijo Franks tranquilamente. —Ése
es otro de sus engaños. Han tratado de burlarnos todo el tiempo—.
Hizo fuego sobre el rostro del plúmbico que tenía delante, el cual
se disolvió instantáneamente—. Lo único que pueden hacer es
tratar de asustarnos. ¡Recuérdelo!
Seguían
haciendo fuego sobre los plúmbicos, que se deshacían uno tras otro.
La caverna apestaba a metal fundido y plástico quemado. Taylor,
caído de espaldas, trataba de encontrar su pistola, braceando
desesperadamente entre un montón de piernas metálicas. Súbitamente
un pesado pie metálico se posó sobre su brazo y lo inmovilizó. Iba
a gritar pidiendo socorro, pero los plúmbicos comenzaron a
retroceder y se agruparon a un lado de la caverna. Del Consejo de
Superficie no quedaban más que cuatro. Los otros no eran más que
una neblina de partículas flotando en el aire. Los plúmbicos clase
D ya se ocupaban en poner todo en orden, reuniendo los despojos de
las figuras metálicas y llevándoselos.
Franks
lanzó un suspiro de alivio.
—Al
fin… —exclamó—. Ya podemos asomarnos a las ventanas. No debe
faltar mucho para el amanecer.
Los
plúmbicos los dejaron pasar, y el grupo humano, formado por Moss,
Franks, Taylor y los doce soldados, cruzó a paso de carga la
caverna, en dirección a la puerta de la Sala del Consejo, donde
penetró en el instante en que una primera y débil pincelada de frío
gris rompía la densidad de las tinieblas de las ventanas.
—Salgamos
al exterior… —ordenó Franks—. Quiero verlo desde fuera,
directamente, no desde aquí.
Una
puerta corrediza abrióse lentamente. Una ráfaga de aire frío de la
madrugada llegó hasta ellos, dejándose sentir hasta a través de
los pesados uniformes de plomo. Los hombres se miraron entre sí,
intranquilos.
—Vamos
—dijo Franks—. ¡Afuera!
Cruzó
la puerta y los demás lo siguieron.
Estaban
sobre una colina que dominaba todo el valle; las montañas lejanas,
aún en sombras, comenzaban a dibujar su silueta sobre el cielo
todavía oscuro.
—Dentro
de pocos minutos habrá suficiente luz para ver —dijo Moss. Un
escalofrío recorrió todo su cuerpo, como si el frío mañanero lo
hubiera envuelto súbitamente, mientras pensaba: “Es algo grande,
verdaderamente grande el volver a ver esto después de ocho años…
Algo que vale la pena, aunque sea lo último que veamos en este
mundo…”.
—¡Miren!
—dijo Franks.
Todos
callaron. El cielo era cada vez más claro. Lejos, en alguna parte,
cantó un gallo.
—¡Un
gallo! —murmuró Taylor—. ¿Han oído?
Tras
de ellos, los plúmbicos los observaban en silencio. El cielo gris se
había convertido en un blanco luminoso y las montañas aparecían
más claras, mientras la luz se extendía sobre todo el valle
avanzando hasta en volverlos.
—¡Dios
del cielo! —exclamó Franks.
¡Árboles!
¡Árboles y bosques de deslumbrante verdor! Un valle cubierto de
árboles y praderas, con caminos que serpenteaban entre ellos… Un
molino de viento… Una casa…
—¡Miren!
—suspiró Moss.
El
cielo se coloreaba con la proximidad de la salida del sol. Los
pájaros rompieron a cantar. Las hojas de los árboles se agitaban al
impulso del viento.
Franks
se volvió hacia la fila de plúmbicos que estaban tras de él.
—¡Ocho
años!… Hemos sido engañados durante ocho años. No había guerra.
¿Cuándo cesó la guerra?
—Sí
—admitió un plúmbico clase A—. La guerra cesó tan pronto como
los hombres bajaron a los subterráneos. Nos hemos burlado de
ustedes, que trabajaban sin descanso para enviarnos armas y
municiones que nosotros destruíamos tan pronto como llegaban.
—Pero
¿por qué? —preguntó Taylor confuso, mientras contemplaba el
amplio valle que se extendía a sus pies.
—¿Por
qué?
Ustedes
nos crearon —dijo el plúmbico— para que siguiéramos la guerra,
mientras ustedes se ocultaban en los subterráneos. Pero nosotros,
antes de continuar la guerra, decidimos analizar cuál era el motivo
que la animaba. Lo hicimos y vimos que no existía causa alguna, como
no fuera desde el punto de vista humano, y aun así, bastante
discutible.
»En
vista de ello, hicimos una investigación más amplia y, yendo más
lejos, vimos que las culturas humanas pasan por diversas fases y que
cuando una cultura comienza a decaer, estalla en conflicto armado con
la que pretende sustituirla, entablándose la lucha entre la que
quiere imponerle y la que pretende mantenerse como antes, sin el
mínimo cambio.
»En
este momento surge un terrible peligro, que amenaza hundir a la
sociedad en una guerra de todos contra todos, en la que las
tradiciones vitales pueden desaparecer para siempre. No alterarse,
evolucionar o transformarse, sino desaparecer en un período de caos
y anarquía es una conducta de la que encontramos muchos ejemplos en
la historia de la humanidad.
»Dentro
del grupo cultural, estos odios se orientan necesariamente hacia el
exterior, contra un grupo ajeno. Éste es el origen de la guerra
humana, aunque para un pensamiento lógico la guerra es siempre
innecesaria. Pero, dentro del campo de las necesidades humanas, la
guerra desempeña un papel decisivo, vital, y seguirá produciéndose
mientras el hombre no se encuentre lo suficientemente maduro como
para desenterrar los odios latentes que yacen en él.
Taylor
lo escuchó interesadísimo.
—¿Cree
que llegará ese día?
—Naturalmente.
Casi ha llegado. Ésta es la última guerra. Los hombres se
encuentran casi unidos por una cultura final, universal. En este
momento se enfrentan continente contra continente, medio mundo contra
el otro medio. El hombre ha ascendido lentamente hacia la unificación
de la cultura.
»Pero
todavía el momento no ha llegado, y esta guerra tiene que continuar,
en apariencia, para satisfacer la postrera erupción de odio del
hombre. Han transcurrido ocho años desde su comienzo. A lo largo de
ellos hemos observado y anotado cambios muy profundos en el
pensamiento de los hombres. El cansancio y el desinterés han
sustituido gradualmente al odio y al miedo. El rencor ha ido
agotándose y en muy poco tiempo habrá desaparecido por completo.
Pero nuestra farsa debe continuar todavía por algún tiempo. Los
hombres no se encuentran aún capacitados para conocer la verdad.
Podrían querer continuar la guerra.
—Pero
¿cómo han podido realizar todo esto? ¿Las fotografías, las
muestras de aire, el equipo destrozado?…
—Vengan
conmigo —dijo el plúmbico dirigiéndose hacia un extenso edificio
de una sola planta que se alzaba en la cercanía—. Aquí es donde
se trabaja, noche y día, en la elaboración de una imagen coherente,
verídica y convincente de una guerra total.
Entraron
en el edificio. Inclinados sobre pupitres y mesas de dibujo,
numerosos plúmbicos trabajaban intensamente.
—Examinen
esto —dijo el plúmbico clase A mostrando a dos plúmbicos ocupados
en fotografiar cuidadosamente algo semejante a una complicada maqueta
colocada sobre una mesa—. Es un buen ejemplo.
Los
hombres se agruparon alrededor, tratando de ver: era el modelo de una
ciudad en ruinas.
Taylor
lo estudió en silencio durante largo rato; luego volvió la mirada.
—¡San
Francisco! —dijo con voz que era apenas un susurro—. Es una
maqueta de San Francisco bombardeado. La misma que vi en la pantalla
de mi visófono. Los puentes hundidos…
—Exactamente.
—El plúmbico señaló con su dedo metálico una como tela de araña
apenas perceptible—. Es seguro que han visto muchas veces
fotografías de este modelo y de otros muchos semejantes construidos
y conservados aquí.
»San
Francisco, en realidad, está completamente intacto. Hemos restaurado
todas las partes dañadas en las ciudades al comienzo de la guerra.
La tarea de elaborar las noticias para los hombres se realiza
totalmente en este edificio. Ponemos especial cuidado en que los
menores detalles coincidan exactamente con el todo. Mucho tiempo y
mucho trabajo han sido necesarios para ella.
Franks
tomó en sus manos el modelo de un edificio semidestruido:
—¿Así
que pasan el tiempo en construir modelos de edificios que destrozan
después?
—Mucho
más que eso: tenemos cuidadores diseminados por todo el orbe, porque
huidos los propietarios de sus casas al comienzo del conflicto,
decidimos mantener las ciudades limpias y a punto, en previsión de
su ruina, manteniendo todo aceitado y bruñido en perfecto estado de
conservación. Los jardines, las calles, las cañerías de agua,
todo, en fin, debe permanecer como ocho años atrás, de forma que
cuando sus propietarios regresen no adviertan el mínimo cambio.
Estamos seguros de que quedarán completamente satisfechos.
Franks
tomó a Moss de un brazo.
—Venga
conmigo —le dijo en voz baja—. Necesito hablarle.
Condujo
a Moss y Taylor fuera del edificio, lejos de los plúmbicos, hacia la
ladera de la colina. Los soldados los siguieron. El sol estaba alto y
el cielo era de un azul radiante; el aire exhalaba el aroma bueno y
dulce de la vida en germinación.
Taylor
se quitó el casco y lanzó un profundo suspiro.
—Hacía
mucho tiempo que no olía estos aromas.
—Escuchen
—dijo Franks con voz baja y cortante—. Debemos regresar
inmediatamente; no tenemos por qué permanecer aquí. Esto debe
convertirse en una ventaja nuestra.
—¿Quiere
decir?… —preguntó Moss.
—Es
seguro que nuestros enemigos han sido engañados igual que nosotros.
Pero nosotros “lo sabemos”. Esto es lo que nos hace superiores a
ellos.
—Comprendo
—asintió Moss—. Nosotros sabemos y ellos no. Su Consejo de
Superficie los ha hecho víctimas del mismo engaño, realizando con
ellos idéntica labor que con nosotros. Y si nosotros podemos…
—Exactamente.
Con un centenar de hombres en la superficie podemos hacernos dueños
de la situación. Nada más fácil.
Moss
tomó del brazo a un plúmbico que acababa de llegar.
—Ya
vimos bastante —dijo Franks en voz alta—. Esto es muy serio y
debemos informar abajo para ajustar nuestra conducta a los hechos.
El
plúmbico no contestó.
Franks
hizo un gesto a los soldados para que lo siguieran, y se dirigió
hacia la entrada de la caverna.
Muchos
de los soldados se habían despojado de sus cascos, en tanto que
otros se quitaron los pesados uniformes de plomo y descansaban
confortablemente, sólo cubiertos con sus ropas interiores de
algodón, contemplando los árboles los matorrales y la dilatada
llanura, limitada en la lejanía por las siluetas de las montañas
bajo el cielo azul.
—Mira
el sol —murmuró uno de ellos.
—Brilla
como el infierno —dijo otro.
—¡Regresemos!
—ordenó Franks—. Formen de a dos y sígannos.
Los
soldados obedecieron no sin cierta pereza. Los plúmbicos
contemplaron impasibles cómo los hombres se dirigían rápidamente
hacia la caverna. Franks, Moss y Taylor los guiaron a través del
terreno, en tanto observaban de reojo a los plúmbicos.
Entraron
en la caverna. Numerosos plúmbicos clase D se encontraban atareados
en cargar armas y materiales en carros de superficie. El trabajo se
realizaba a la perfección aunque sin prisa ni pasión alguna.
Los
hombres se detuvieron a observar. Los plúmbicos accionaban los
carretones, pasándoselos en silencio de unos a otros: armas y
repuestos eran elevados mediante el empleo de grúas y poleas
magnéticas, hasta colocarlos en los camiones que habían de
transportarlos.
—Vamos
—dijo Franks.
Llegaron
ante la boca del Tubo. Una doble hilera de plúmbicos clase D se
mantenía ante él, inmóvil y silenciosa. Franks se detuvo y
retrocedió un paso. Un plúmbico clase A se dirigió a su encuentro.
—Diles
que abran paso —ordenó Franks empuñando su pistola—. Será
mejor para todos.
Un
segundo que se dijera un siglo, transcurrió antes de que los
plúmbicos hiciesen el menor movimiento. Los hombres permanecían
observando nerviosamente la muralla de robots que se alzaba ante
ellos.
—Como
quiera —dijo el plúmbico clase A.
Hizo
una seña y los plúmbicos clase D dieron señales de vida abriéndose
ligeramente a un lado.
Moss
lanzó un suspiro de alivio.
—Me
alegro de que haya ocurrido así —dijo a Franks—. ¡Mírelos!
¿Por qué no tratan de detenernos? Es seguro que saben lo que
pensamos hacer.
Franks
rió:
—¿Detenernos?
Ya vio lo que le ocurrió cuando trataron de hacerlo. Es algo
imposible para ellos. No son sino máquinas. Y cuando los construimos
lo hicimos de forma que no pudieran volverse contra nosotros. Y ellos
lo saben.
Pero
su voz se quebró súbitamente.
Los
hombres quedaron inmóviles ante la boca del Tubo. En torno de ellos
los plúmbicos los observaban en silencio, con sus impasibles rostros
metálicos.
Por
un interminable instante los hombres continuaron inmóviles.
Finalmente, Taylor volvió a la tremenda realidad.
—¡Gran
Dios! —exclamó con voz ahogada.
El
Tubo había desaparecido. Obturado, fundido, convertido en una masa
impenetrable de material incandescente.
El
Tubo estaba cerrado.
Franks
volvió su rostro pálido e inexpresivo hacia los plúmbicos.
El
plúmbico clase A susurró suavemente:
—Como
se ve, el Tubo está cerrado para mucho tiempo. Era algo previsto y,
tan pronto como los vimos aparecer en la superficie, ordenamos su
eventual voladura. Si se hubieran vuelto cuando se lo dijimos, ahora
estarían abajo, a salvo. Pero ya es demasiado tarde. Hemos tenido
que trabajar rápidamente porque el hacerlo ha supuesto una operación
inmensa.
—Pero
¿por qué lo han hecho? —preguntó Moss, furioso.
—Porque
no podemos dejar que se reanude la guerra. Obturados todos los Tubos,
pasarán muchos meses antes de que las fuerzas subterráneas alcancen
la superficie y organicen un plan militar capaz de llevar la guerra
adelante. Y para entonces el cielo habrá llegado a su última fase.
Y no creo que sea ningún mal que ustedes encuentren el mundo —su
mundo— intacto…
»Vuestra
presencia constituye un serio inconveniente. Pero ya cuando
aparecieron los rusos fuimos capaces de realizar idéntica obturación
sin que…
—¿Los
rusos? ¿También ellos han venido?…
—Hace
ya varios meses. Llegaron inopinadamente para averiguar por qué
todavía no habíamos ganado la guerra para ellos. Fue entonces
cuando nos vimos obligados a actuar con rapidez. En este momento
tratan desesperadamente de horadar nuevos Tubos hacia la superficie
con el objeto de reanudar la guerra. Pero hasta ahora hemos sido
capaces de irlos obturando según han ido apareciendo.
Y,
al decir esto, el plúmbico se quedó mirando a los hombres
tranquilamente.
—Estamos
aislados —balbuceó Moss—. No podemos regresar. ¿Qué haremos?
—¿Cómo
se las arreglaron para obturar tan pronto el Tubo? —preguntó
Franks—. Apenas si hemos estado aquí un par de horas.
—Teníamos
dispuestas bombas en el primer piso de cada Tubo, en previsión de
que ocurriera lo que ha ocurrido. Bombas incandescentes con la
potencia necesaria para fundir el plomo y la roca.
Estrujando
la pistola en su mano, Franks se volvió a Moss y Taylor.
—¿Qué
opinan? No podemos hacer nada, pero somos quince, los suficientes
para intentar algo. ¿No creen?
Miró
en torno. Los soldados se habían dirigido hacia la puerta de salida
de la caverna y estaban contemplando desde allí el panorama del
valle verde y la alegría del sol deslumbrador. Y algunos de ellos
comenzaban a descender por la vertiente.
—¿No
quieren despojarse de sus trajes y armas? —preguntó el plúmbico
clase A, cortésmente—. Los trajes son incómodos y las armas no
son necesarias. Los rusos ya han abandonado las suyas, como pueden
ver.
Los
dedos de los hombres se crisparon sobre los gatillos de sus pistolas
al ver cuatro individuos con uniforme ruso que se dirigían hacia
ellos desde un avión que acababa de aterrizar silenciosamente a
corta distancia de allí.
—Están
desarmados —informó el plúmbico—. Los hemos traído para que
inicien con ustedes las conversaciones de paz.
—No
estamos autorizados para hablar en nombre de nuestro país —contestó
Moss secamente.
—No
me refiero a tratos diplomáticos —aclaró el plúmbico—. Eso es
cosa que debe desaparecer para siempre. El trabajar unidos en los
problemas de la vida diaria les enseñará a convivir en un mismo
mundo. No será fácil, pero debe hacerse.
Los
rusos se detuvieron a una cierta distancia y ambos grupos se
observaron con evidente hostilidad.
—Soy
el coronel Borodoy y lamento haber abandonado mis armas —dijo el de
más edad—. Ustedes podrían haber sido los primeros americanos
muertos en ocho años.
—O
los primeros en matar —replicó Franks con los dientes apretados.
—Nadie
más que nosotros sabe lo que está ocurriendo aquí —precisó el
plúmbico—, y que hace inútil toda clase de heroísmos. Vuestro
único propósito, en la actualidad, debe ser tratar de sobrevivir en
la superficie. Porque nosotros no tenemos alimentos, ¿lo sabían?
Taylor
guardó el arma en su pistolera.
—Propongo
que nos traslademos a una ciudad cualquiera y comencemos a plantar
una cosecha con la ayuda de algunos plúmbicos, de forma que podamos
vivir cómodamente —y mirando al plúmbico clase A, añadió—:
Hasta que nuestras familias puedan llegar a la superficie pasará un
largo tiempo, durante el cual debemos arreglárnoslas para
sobrevivir.
—Permítanme
una sugerencia —dijo uno de los rusos, que parecía bastante
intranquilo—. Ya tratamos de vivir en una ciudad, pero la vida
resultó demasiado dura y complicada para tan pocos como éramos y,
finalmente, decidimos vivir en la aldea más moderna que encontramos.
—Aquí
en vuestro país —aclaró un tercer ruso— tenemos mucho que
aprender.
Los
americanos lanzaron una carcajada.
—Es
posible que ustedes tengan algo que enseñarnos a nosotros —argumentó
Taylor generosamente—. Aunque no me imagino lo que pueda ser.
El
coronel ruso sonrió mostrando toda la dentadura.
—¿Quieren
venir a nuestra aldea? Eso facilitará nuestra labor y nos servirá
de compañía.
—¿“Vuestra”
aldea? —exclamó airadamente Franks—. ¿No es, en verdad,
americana? ¡Entonces es nuestra!
El
plúmbico se interpuso entre los dos grupos.
—Cuando
se haya completado nuestro plan ese término servirá para todos,
porque “nosotros” significará “la humanidad” —y señalando
al avión—: El avión espera, ¿quieren unirse en la tarea de
construir un nuevo hogar para el hombre?
Los
rusos esperaban mientras los americanos parecían meditar.
—Ya
veo por qué los plúmbicos piensan que la diplomacia desaparecerá
—dijo Franks—. Gentes que trabajen unidas no necesitan de
diplomáticos, porque resolverán sus diferencias mientras trabajen y
no en la mesa de conferencias.
El
plúmbico los condujo hasta el avión, donde los despidió con las
siguientes palabras:
—El
objeto de la historia es la unificación del mundo: desde la familia
a la tribu; desde la ciudad-estado a la nación, y desde ésta hasta
la potencia hemisférica o continental; la meta será siempre la
unificación. Ahora los hemisferios se unirán y…
Taylor
dejó de escuchar y miró la entrada del Tubo. Mary se encontraba
allí bajo la superficie, y le repugnaba abandonarla. Finalmente, se
resignó y, con un encogimiento de hombros, se unió con los demás.
Si
aquella primera fusión de antiguos enemigos constituía un buen
augurio, no pasaría mucho tiempo antes de que Mary y el resto de la
humanidad volvieran a vivir en la superficie, como seres humanos y
racionales, en vez de hacerlo como topos ciegos y rabiosos.
—Han
sido necesarias miles de generaciones para lograr nuestro propósito
—terminó el plúmbico clase A—. Cientos de siglos de
derramamiento de sangre y destrucción. Pero cada guerra ha
constituido un paso hacia adelante en el progreso de la humanidad. Y
ahora la meta está a la vista: un mundo sin guerra. Y esto no es más
que el comienzo de una nueva era de la historia.
—La
conquista del espacio —exclamó el coronel Borodoy.
—El
sentido de la vida —afirmó Moss.
—La
desaparición del hambre y la pobreza —concluyó Taylor.
El
plúmbico abrió la puerta.
—Todo
eso y ¿cuánto más? Eso es algo tan imposible de prever para
nosotros como lo fuera la llegada de este día para el hombre que
constituyó la primera tribu. Pero lo que es seguro es que será algo
realmente grandioso.
Se
cerró la puerta y el avión partió llevándolos hacia su nuevo
hogar.
Etiquetas:
Ciencia Ficcion,
Cuentos cortos,
Dick