Seguí acostado, mareado y vacío, y se me ocurrió que nuestra noción del mundo espiritual es correcta sólo en parte: ese mundo sin duda existe pero los espíritus que lo habitan ya no son humanos.
Entonces me pregunté si habría estallado una guerra en el otro mundo, y si nuestros padres y madres habrían cambiado de residencia. ¿Habrían escalado algunos bandidos las murallas de los muertos? ¿Habría influido este suceso en el deseo de muerte que tantos de nosotros manifestamos?
Es indudable que abrigamos este deseo. Piensen en el entusiasmo con que fabricamos armas destructivas. O fíjense en el tema del medio ambiente: la atmósfera está agonizando. Todo esto es muy sintomático. Y, sin embargo, estamos pendientes de las palabras de quienes aconsejan esperar. ¿Qué les impulsa a mentir, y a nosotros, a escuchar, sino el deseo de la extinción?
Pero este relato no versa sobre la extinción generalizada. Ni siquiera gira en torno a mi propia extinción, aunque debo admitir que anhelo la muerte como el que más.
Trata de un niño y de una piscina, una piscina negra, muy negra.
La palabra en si, piscina, está en el corazón de mi relato. Piscina. No os fatigaré con la etimología, no soy tan pedante. Pero piscina… Piscina: días plateados de verano, el aire que huele a cloro, chapuzones y voces estridentes, voces acuáticas. Piscina, piscina, piscina: otro lugar por la noche, que canta, sí…, una lenta canción en voz baja. Una rana se acerca, atraída por el aroma del agua desde el otro lado del abundante césped. La rana salta, un tenue chapoteo, y la rana nada en la profundidad y el frescor ilimitados. Piscina.
Pero en nuestra piscina no hay niveles, y las ranas no sobreviven en aguas profundas. La piscina es un lugar de tortura y muerte para una rana. El agua cantaba dulcemente mientras dormíamos, soñando nuestros sueños. Al cabo de horas y horas de oscura lucha, la rana murió, inmersa en el abrazo de aquello que había amado.
La piscina está tan silenciosa, tan oscura. Aquella noche desperté, tal vez inquieto por la salida de la Luna o por el chillido de una cigarra despedazada por un murciélago. Un terror absoluto se apoderó de mí. Mi corazón batía como un tambor. Permanecí inmóvil en la cama, helado de espanto.
Luego oí, muy débilmente, el rumor del agua. Provenía del jardín. De la piscina. Al principio pensé que se trataba de otra rana (a la que no pensaba prestar atención hasta el amanecer).
Después se produjo otro chapoteo, más audible. Me incorporé. ¿Quién podía estar nadando en mitad de la noche, tal vez algún chico de la ciudad? Me levanté, me calcé las zapatillas y guardé mi pistola del calibre 22 en el bolsillo de la bata. Agarré la linterna casi sin darme cuenta.
Bajé y avancé por la sala de estar hacia la puerta que da al jardín. La abrí tan silenciosamente como pude y salí a la noche cuajada de estrellas. El aire bullía de luciérnagas. Brillaban incontables estrellas. Ante mí se desplegaba la negra superficie de la piscina. El agua no estaba en calma. No divisé ninguna rana oscura debatiéndose, sino una tenue confusión de pequeñas olas.
Entonces distinguí, a la luz de las estrellas, un cuerpo pálido bajo el agua. Aquel diminuto trozo de carne me dejó estupefacto. Sólo vivíamos tres personas en la casa, y estaba seguro de que mi hijo dormía en su cama.
Mi hijo de rubia carcajada, mi brillante pequeño. «Papá, si el espacio no existe y el universo tiene un límite, ¿qué hay al otro lado? ¿Cuál es el otro lado de la nada?». «Papá, nosotros no vemos la realidad, vemos sombras. La realidad es demasiado brillante para nuestros ojos». «Papá, estoy contento de que me tuvierais. Me encanta estar vivo, porque puedo pensar».
Apunté la linterna a un lado y la pistola a otro, y salté a la piscina. El agua, agitada y burbujeante, se cerró de inmediato a mi alrededor. Nadé con frenesí en dirección a la sombra blanca.
Le agarré, la rodeé con mis brazos, pobre niño mío, y le arrastré hasta la superficie.
No es un buen nadador. No le gusta el agua. Siempre utiliza salvavidas en la piscina. Siempre. Salí del agua con su cuerpo frío y debilitado en mis brazos y lo deposité con cuidado sobre la hierba. Por mi mente desfilaban toda clase de técnicas de salvamento. Era tan pequeño, tan frágil; sólo me sentía capaz de probar el boca a boca. Me agaché, cubrí su boca con la mía y le apreté la nariz.
En cuanto soplé, tosió y boqueó. Luego se retorció, abrió la boca y vomitó.
Mi hijo, desnudo en la noche, se puso en pie como una criatura irreal. Sus ojos, negros como la piscina, bajaron hacia mí. Entonces dijo, con una voz áspera y grave, tan diferente de la suya:
—Lárgate de aquí. Vuelve a la cama.
—Eddie…
—¡Ya me has oído! —dio una patada en el suelo y su diminuto pene se agitó con el impacto. Cerró los puños, los brazos caídos a los costados. Su voz volvió a retumbar, grave y amenazadora—. Papá, lárgate-de-aquí.
—Ed, ponte tu chaleco salvavidas. Me iré si te lo pones y te lo cierras bien.
Mientras hablaba ya había decidido que no me movería ni un centímetro hasta que lo hiciera. Ni un centímetro. Si usted es padre, no le costará imaginar cómo me sentía. Amaba a mi hijo con desesperación. Me había entregado a él en cuerpo y alma, para hablar claro. Y no sólo por su maravillosa mente y la belleza dúctil de su cuerpo, sino, simplemente, porque formaba parte de la humanidad.
Antes de que naciera, dudaba de mis sentimientos hacia él. Después vino al mundo, la enfermera lo depositó en mis brazos y, al instante, pertenecí para siempre a ese niño.
Mi mente giraba confusa mientras le miraba. ¿Cómo era posible que un niño de nueve años se pusiera a nadar solo en mitad de la noche, en especial uno que mostraba tanta repugnancia hacia el agua? ¿Por qué estaba aquí, qué hacía? Yo quería que viviera.
—Lo primero que haremos por la mañana será nadar —dije—. Un ratito.
Se iba apartando de mí con tal lentitud que no me di cuenta de que había llegado al borde del jardín, en el punto donde la balaustrada lo separaba del bosque. Saltó por encima de la balaustrada con un veloz y ágil movimiento. La barrera nos separaba, tras él empezaba el bosque.
Son unos bosques magníficos, intrincados, extensos y profundos. Soy propietario de cuarenta hectáreas. Otras veinticinco mil hectáreas pertenecen a la Oficina de Control de las Aguas de Palisades. Los bosques contienen miles de árboles que miden más de treinta metros; no los talan desde hace un siglo.
A veces, por la noche, se oye moverse algo, rápido y enorme, y los guardabosques dicen que en el corazón del bosque mora un oso viejo, grande y astuto.
—Ed, vuelve. Te abrigaré, te daré masajes en la frente.
—Hemos de morir. Nos necesitan. Si no nos matamos entre nosotros, ellos nos matarán con el clima. La batalla nos aguarda.
No conseguí entender lo que decía. Parecía jerga, y así se lo manifesté.
—Eres viejo; tienes el cerebro cubierto de escamas, pero yo no. Oigo la llamada.
Le supliqué que entrara en casa.
—Has visto demasiadas películas de terror este verano. Te han trastornado. Has tenido una pesadilla. Entra, por favor.
¿Es posible que un niño de nueve años se las arregle para conseguir drogas? ¿Había tomado LSD?
—De acuerdo, papá. Sólo quiero nadar un poco más. Quiero estar un ratito en el agua. Tengo calor.
—Si quieres meterte en el agua, ¿por qué te diriges hacia el bosque?
—No deberías permitirme que nadara en esa piscina, así que iré al lago.
Sus palabras me aterrorizaron. El lago es un cenagal rodeado de maleza y plagado de mosquitos y culebras; las orillas abundan en arenas movedizas. Es bastante profundo, sembrado de rocas, pozos y grutas succionantes. No viven peces y el silencio reina por la noche.
Le imaginé adentrándose en los bosques, corriendo entre los árboles y los matorrales, su cuerpo suave y pálido lanzado a una velocidad con la que yo no podía competir. Me sacaría con toda facilidad una ventaja de quince o veinte minutos. Tiempo suficiente para morir.
Mediante la sencilla maniobra de cruzar el seto, mi hijo me había colocado en una situación irremediable. Di un paso adelante.
—No, Eddie, te daré permiso para utilizar la piscina.
Pareció aceptar mi proposición y saltó la balaustrada con cautela. Avanzó hacia el agua y, mientras lo hacía, alcancé a divisar su rostro con claridad. Su expresión estaba tan impregnada de terror, como embargado por una especie de éxtasis, que mi primer impulso fue lanzarme hacia él y llevarle, sano y salvo, a casa.
Entonces me di cuenta de que nos hallábamos en una situación límite. Mi hijo había traspasado la frontera de lo que llamamos experiencia humana. Estaba entrando en otro mundo, y las puertas de ese mundo eran el agua de la piscina.
—Vamos a casa —murmuré—, te prepararé un batido de chocolate y pasteles. Freiré tocino.
Se sumergió en la piscina con los movimientos sinuosos e indolentes de una chica. El agua apenas se agitó. Su cabeza se zambulló. Vi cómo braceaba enérgicamente.
Luego se quedó quieto y su cabeza desapareció. Vi cómo se hundía en la negrura. La fascinación que me embargaba era más fuerte que cualquiera de mis instintos. Me sentía hipnotizado, paralizado en donde estaba, incluso cuando vi una única burbuja estrellarse contra la superficie.
En ese momento empezó a cantar el primer pájaro de la mañana. Era una curruca, y su canto era tan agudo y claro que atravesó mis huesos como un cuchillo. Volví a saltar al agua.
Pero esta vez mi hijo subió a la superficie por su propia voluntad. Se atragantó, manoteó y no se resistió a que le rescatara.
Sin embargo, cuando salimos del agua me insultó con su voz aniñada.
—Maldita sea, papá, rompiste mi concentración. Es difícil aprender a nadar.
«Aprender a nadar» era el más apropiado eufemismo de suicidarse que había oído en mi vida.
Volvimos a casa juntos. Le cubrí con su bata de toalla blanca y le abracé. Es maravilloso abrazar a tu hijo. No hay nada en el mundo que se le pueda comparar. Mientras sentía su cuerpo delgado como una hoja y su corazón palpitante, por la puerta entreabierta miré aquella resplandeciente piscina. Aún había un ligero movimiento. Y después se oyó un chapoteo: otra rana se había enzarzado en la dura lucha que conducía a la muerte.
Mi hijo empezó a debatirse. Para soltarle tuve que ordenar a mis manos que aflojaran su presa.
—Creo que tomaré un poco de coñac —dije.
Y después supe por qué el coñac había menguado tanto últimamente.
Vacilé un momento, y luego serví dos copas. La suya era muy pequeña, la mía muy grande. Observé cómo bebía, procurando mantenerse lejos del penetrante aroma.
—Siempre lo sirvo en vasos normales. No me gusta su olor.
—¿Desde cuándo bajas aquí por la noche a beber coñac?
—¿De veras quieres saberlo?
Su voz era demasiado serena. Presagiaba peligro. De todos modos, asentí con la cabeza. La nevera, detrás de mí, empezó a funcionar y su zumbido grave y percutiente invadió la cocina en sombras.
—Empecé a bajar para estar solo cuando tenía cuatro años. Por lo general me siento y reflexiono durante una hora o dos, luego tomo un sorbito de coñac y me voy a la cama.
Fue como una revelación. Me sentí fatal. Me había comportado como un idiota: no sabía nada de su vida.
—No soy como tú. Te quiero, pero no soy como tú. Tu mente tiene un límite. Hay una puerta, y está cerrada. Yo nací sin esa puerta. Cuando me abismo en mis pensamientos, es de una forma muy diferente a la tuya. Tú te metes en lo que quieres pensar. Yo, salgo. Tu mente es una limpia y bonita habitación. La mía es como el cielo.
La cocina se me antojó horriblemente fría, y el zumbido de la nevera casi avasallador. Mi pequeño se apoyaba en la cocina embutido en su mullida bata, contemplando el contenido de su vaso. Y ya no le veía como a mi pequeño. Era como si ya estuviera muerto. Me fui embriagando, oí el aullido de los ángeles, me tambaleé hacia una de las sillas y me desplomé sobre ella.
—Papá, ¿quieres hacerme masajes en la cabeza? Me gustaría acostarme sintiendo tus masajes.
Entramos en su habitación, le quité la bata, la tiré sobre la cama libre y luego le puse el pijama. Estaba en el suelo. Me había sentado en su cama para contarle miles de cuentos, a lo largo de todas las enfermedades y sinsabores de la niñez. Aquí había leído unas doscientas veces El libro del ruidoso invierno y ejecutando todos los sonidos, hisss para la nieve, cr-r-ac para el hielo, uuu-juuu para la solitaria sirena de niebla de la bahía. Y aquí leímos Huckleberry Finn y Wee Willie Winkle y «Un niño se despierta y se levanta, y se transforma en lo primero que ve», y «Nubes de gloria nos arrastran…».
Las sombras de la casa-cárcel empezaron a cernerse sobre el muchacho.
De nuevo inocente, se acostó junto a mí, protegido por la sábana que le proporcionaría calor durante la noche. La única señal de que estaba despierto era el brillo de la lamparilla en forma de Pato Donald que se reflejaba en sus ojos. Mi mente empezó a contemplar con normalidad la negra y surrealista herida de la piscina. En cuestión de segundos habíamos recobrado nuestros acostumbrados papeles de sabio y de discípulo aventajado.
En el reloj del vestíbulo sonaron cuatro campanadas, y un chotacabras cantó en la noche declinante. Froté su frente fría y me sentí reconfortado cuando el viento del alba agitó las cortinas. El temor que me invadía era demasiado grande para dejarlo solo. Estaba sentado como un centinela junto a la cabecera de su cama.
Cuando nació lo depositaron en mis brazos.
—Adelante, tómelo —dijo la enfermera.
—Tengo miedo de que se me caiga —respondí.
Al cumplir siete años me dijo.
—Cuando nací tuviste miedo de dejarme caer.
Formaba parte del equipo de voleibol de la escuela, y jugaba con entrega total, pero su voz no era en realidad la de un contrincante; lo notaba cuando gritaba. En sus chillidos se percibía cierto propósito.
—Dios nos necesita tanto como nosotros necesitamos a Dios —dijo una vez—. Si morimos, Dios lo lamentará siempre. Somos el sueño de Dios.
Jenny y yo hemos debido ser unos padres terriblemente distraídos para no captar la relación entre esta afirmación y la piscina. El caso es que no la captamos. A cambio, nos deshicimos en alabanzas. «Es tan brillante y tan feliz». «Gracias a Dios que respetamos su genio. No le tenemos miedo». Dos babuinos engreídos, eso es lo que éramos, antes de las tranquilas y expectantes aguas de la piscina.
La mañana, llena de luz y de pájaros, llegó de repente. Cuando le acompañé en coche a la acampada, comentó alegremente su papel en la obra que el fin de semana se iba a representar para los padres.
—Quería hacer de Cuervo, pero acabé siendo Poe. ¿Crees que me parezco a Poe? Yo creo que no me parezco nada a Poe. Si me parezco a algún poeta, es a Robert Browning. Al menos, de frente. Me he fijado en el perfil de Swinburne.
Era un chico muy atractivo. Swinburne tenía una barbilla tan breve y unos ojos tan saltones que el ejército británico no le permitió alistarse por temor a lo absurdo que resultaría en su amado uniforme.
—Serás un gran Poe.
—Janet Caddoe es el Cuervo. Mi Cuervo.
Volví a casa obsesionado por la idea de registrar su habitación. Estaba fuera de mí. Al diablo con nuestras reglas sobre la intimidad familiar; tenía que intervenir. Mi pequeño, mi brillante y pequeña estrella, se estaba ahogando; y, si moría, decidí en aquel momento, yo le seguiría.
Apreté el acelerador de nuestro viejo Célica, la boca seca de terror. Recordé la piscina, lo silenciosa y oscura que era, y aquel pálido y diminuto cuerpo que brillaba bajo la superficie. En el agua se podía ver el reflejo de las estrellas.
No se me ocurrió contarle a Jenny lo que había sucedido. Supuse que deseaba aferrarme un poco más a la ilusión de que todo marchaba bien, y el silencio me sería de gran ayuda.
Cuando entré en nuestro camino privado, la campana de la iglesia de San Pedro dio las diez. Sus campanadas se fundieron con las de nuestro reloj. La secadora zumbaba y llenaba el aire de un débil perfume a ropa limpia. Jenny estaba sentada en el jardín y leía el periódico con la acostumbrada taza de café al alcance de su mano. Me saludó con un gesto de la mano y sus palabras de recibimiento se transmitieron como un eco sobre el césped cubierto de rocío.
Quería llorar. En lugar de ello, subí a la habitación de Eddie. Qué estúpido soy: buscaba drogas. Repasé mentalmente a los niños que él conocía. El hosco y cleptómano Sean. Tal vez. La dulce Hillary. Jamás. Paul, sofisticado pese a su edad. Claro: el gusano en la pila de leña.
No encontré drogas, ni los accesorios de rigor, ni nada remotamente relacionado con ellas. Sin embargo, encontré una pequeña radio de fabricación casera. Al menos, me pareció que era una radio. Consistía en unas pocas resistencias colocadas en serie sobre un trozo de cartón perforado. Estaban conectadas a una batería de litio. Adiviné que debía de ser una radio por el cristal.
Cuando moví el interruptor de lámpara que había sido introducido en el circuito, sufrí una extraña experiencia. Una especie de luz fulguró entre mis ojos. Lo atribuí a la tensión.
A continuación noté que alguien me estaba mirando. Para no ir a la oficina aduje que me encontraba enfermo.
Me tendí en la cama y permanecí con la vista fija en el techo, preguntándome qué demonios le pasaba al chico.
Jenny fue a recogerle, gracias a Dios. Cuando se fue me quedé dormido, y mientras dormía soñé con un desierto gris, más allá del cual aguardaba un reino rojizo envuelto en nubes. A medida que contemplaba aquellas nubes me fue asaltando una punzada de nostalgia. Oía a gente cantando, como si marchara hacia la guerra, y luego me embargó una inmensa tristeza.
Desperté sobresaltado y me quedé estupefacto al comprobar que era bastante más tarde de medianoche. Noté el olor de la piscina. Ansiaba nadar, sumergirme en las aguas, hundirme en el silencio.
Era como si una especie de hipnosis me forzara a levantarme, quitarme el pijama e ir a nadar.
Pero cuando llegué a la piscina vi que era demasiado tarde.
Los policías vinieron con sirenas y luces; pero ninguna luz podía afectar a Jenny, tan deshecha por la muerte de su único hijo que aún hoy todavía le llora. Apoya la cabeza contra el borde de la silla y durante horas se queda con la mirada perdida en el vacío.
No puedo hablarle de las voces que cantan, de la resplandeciente luz del reino, de los rostros que me miran desde el agua de la piscina, del niño que robó nuestros corazones y de todo ese ejército que se yergue tras él, de los que esperan y de los muertos.
Whitley Strieber