CINCUENTA Y DOS - Isabel Santos

1

Amparo tenía título de madre 1 y carga horaria al 70%. Las expertas que entraban a la sala de hijos, evaluaban a cada empleada. A ella le criticaban siempre lo mismo: 

—No puede alzarla para dormir, los límites no están claros, los llantos son capricho. 

La acusaban de no saber comunicarse con su propia hija.  Ella insistía en conseguir más porcentaje. Soñaba con la utopía de poder ser madre al 100%. Pero así y todo estaba conforme, había podido acceder al límite tolerado como saludable: 50%; y lo había superado. 

Todos los días recorría la ciudad de Buenos Aires, para ir a trabajar al centro de cuidado.  Vivía bastante lejos del lugar que le habían asignado para cumplir su tarea. Aprovechaba el largo viaje para pensar estrategias, porque sabía que sería evaluada en sus capacidades, y que sería acorralada con amenazas. Amparo escuchaba permanentemente la frase, “cantidad no es calidad”. Ganaba bien, pero dependía de otros para poder seguir siendo la madre de suhija.

—Mamá 2 —preguntó Sara—, ¿por qué no habla el mono que me regalaste? 

—Es un juguete, los juguetes no hablan. 

—Y entonces, ¿para qué lo quiero? —Sara lo hizo a un lado.

—Para que sepas como son los monos. 

—Quiero hablar con los monos.

—Los monos no hablan —la sustituta de Amparo se lo volvió a poner en las manos—. Pero…

Sara miró al muñeco de atrás y de adelante, intentó abrirle la boca.

La sustituta de Amparo quiso guardar al mono, y Sara lo retuvo contra el pecho—. Los monos no hablan, ¿entendés? 

—¿Porqué no hablan?

—Ya lo vas a saber cuándo seas grande… —suspiró la mujer, tratando de evitar más preguntas. 

Cuando Amparo llegó a reemplazar a su sustituta, ella ya había hecho el informe. 

Amparo quiso verlo.

—No puedo dejarlo pasar. Si no lo informo, me perjudico. No estás capacitada para evitar las preguntas, y mi porcentaje no alcanza para intentarlo. Las preguntas son un síntoma claro de que Sara fue afectada, y vos no pudiste corregirla. Es más, creo que es una consecuencia negativa e inevitable. Tu porcentaje es muy alto. Sabés que eso no es bueno para esta profesión. 

—¿Puedo leer el informe? —insistió Amparo.

—No. Ya está hecho y no lo voy a modificar. Ya saqué turno con el pediatra para que te recete los cursos adecuados.

Amparo sólo tuvo consuelo cuando pudo abrazar a Sara sin testigos. Aprovechando la trama de un cuento, lloró mientras se lo leía. Disimulando para que la nena no delatara su angustia con la otra madre. Todas las madres son celosas. Cada una busca siempre desprestigiar a su reemplazo. Luchan entre ellas sin darse cuenta de que el enemigo es otro. 

*****

—¿Usted cree que puede haber sido afectada? —dijo Amparo al pediatra.

—Sí, sé que es difícil de entender, pero estaba en el rango de posibilidades.  

—Pero, doctor… Yo no la expuse a los rayos. ¿Es posible que tenga la fiebre 52?

—Sabe qué pasa señora, ya no es tan fácil manejar la emisión de los rayos. Antes sólo lo hacíamos los pediatras en el consultorio. Ahora, muchas madres se compran la máquina y emiten los campos psíquicos. Como no están capacitadas para medir la potencia, los rayos pueden ser captados por otros embriones. Quizás tuvo la influencia de alguna otra emisión cercana. Alguna otra madre podría ser la dueña de los contenidos mentales de su hija. —El pediatra suspiró—. Tranquila, no podemos saberlo todavía. Igualmente le aviso que es indispensable que haga otro curso. Se nota que no tienen la empatía necesaria para evitar los cuestionamientos. Ella hace demasiadas preguntas sobre las cosas. Eso hay que corregirlo. 

—¿Otro curso más?

—Es obligatorio. No lo olvide.

—Sí, sí, lo sé. ¿Cuál me recomienda, doctor? —Amparo ya estaba resignada.

—El mejor es el programa de Juan Solar. Tiene ejercicios psíquicos que dan buenos resultados.

—Gracias, ya me ocupo. —Amparo bajó la mirada—. No alerte a la empresa, por favor. Voy a cumplir con la educación de mi hija, como sea. Sé que puedo seguir el protocolo de la corporación. Puedo hacer valer cada centavo que me pagan. 

—Le doy una semana para que empiece el curso. Si no lo hace, tengo que enviarle una sustituta, y usted pierde su trabajo. Amparo, sabe que lo hago. Su historial no me permite concesiones. 

Amparo salió del consultorio, tristepero en paz. Y caminó a su casa. Solo le preocupaban las vacantes. Desde el momento en que el pediatra descubría  “la fiebre 52”, era necesario un curso especial.

Ella  tenía buena formación, había cumplido con los requisitos obligatorios de las madres al 70%, pero las horas hijo eran insuficientes para el nuevo desafío. Ella jamás imaginó que Sara podía haber sido captada por un campo psíquico no identificado. Sin embargo, las preguntas demostraban la existencia de demasiadas ideas sin acoplar. 

Las madres tenían opciones, pero la mayoría sólo se dedicaba al día 52. Hacían el pedido, recibían instrucciones y el curso adecuado para evitar la fiebre. Ellas sólo presenciaban el proceso de absorción. La máquina iba registrando la oleada de ideas que se iban encadenando solas, después de recibir los estímulos adecuados.

Casi no había madres aleatorias como Amparo, que no había querido intervenir. Sin embargo, alguien parecía haber actuado por ella. 

Llegando a su casa, se puso a mirar de reojo a todas las mujeres que conocía. Ahora desconfiaba de cada una. Temía que vinieran a pedir la custodia de Sara, por poder demostrar que tenían más empatía con ella. 

****

Al día siguiente, después de pasar las horas con Sara, salió apurada para el curso: su reemplazo llegó muy tarde. Tuvo que correr. Solo podía dedicar dos horas al curso. Más de cuatro por día era el límite para su carga horaria. Diseñaba cada día cuidadosamente. No quería tener otro trabajo. Debía encontrar la forma de conservar su 70%. 

Llegó al edificio de Juan Solar, y ya le dio pánico. 

Le vino una idea: los que enseñan sobre las cosas son los que las hacen. No fue difícil imaginarse una conspiración entre el médico de Sara y Juan Solar. Después de todo, el pediatra era el único que sabía que ella no había querido manipular el día 52 de su embarazo. ¿Y si este experto había usado un campo para experimentar con Sara? 

Al entrar, vio que las otras madres ya se habían ubicado. Se sentó bien al fondo. Quería tener todo el panorama. Escuchaba los comentarios de las madres, demasiado entusiasmadas. Ninguna parecía ser aleatoria. Eso la intrigaba. ¿Para qué perdían el tiempo en el curso? 

Apareció Juan vistiendo una bata, algo parecida a un pijama. Ella se quería ir a casa.

Haciéndose el enigmático, les hizo una pregunta.

—¿Cómo son los bebés?

Amparo se acordó de Sara, que siempre preguntaba ¿cómo son los monos? Estaba obsesionada con los animales. Su sustituta le contaba las mismas anécdotas sobre esas preguntas.

Sintió súbitamente la necesidad de contestar, y le dijo muy segura:

 —No lo sabemos porque no hablan y supongo que es porque todavía no piensan.

—Si un bebé hace preguntas, entonces piensa —dijo Juan Solar, como dándole a entender que sabía todo de ella y de su hija—; y si piensa, es porque alguien la expuso a un campo psíquico. 

Las otras madres movían la cabeza asintiendo, como asegurándole que ellas también sabían todo.

Ella sintió que estaba en medio de una conspiración generalizada.

Le dio escalofríos sentirse tan expuesta por Juan, que sumó unos puntos con las otras madres al darse a conocer como adivino. 

Amparo disimuló la incomodidad que le produjo su soberbia, y desestimó a todas y a cada una de las que suspiraban por él, admirándolo.

No consideraba que Sara fuera un bebé. Por haber estado con ella, se fue dando cuenta de que una persona puede empezar a hablar al año y plantearse preguntas a los tres. 

Si no fuera porque el médico la extorsionaba con la obligación de cumplir el curso, lo hubiera abandonado en ese mismo instante. Pero salió del punto de mira justificando su error:

—Perdón —les dijo—, pensé que hablábamos de bebés recién nacidos. Me disculpo.

—No te culpes por equivocarte —dijo Juan Solar—. No es bueno para sus hijos tener madres culposas. —Aclaró para todas.

Amparo se paralizó para no hacer una cara que le diera otra oportunidad para humillarla. Casi baja la cabeza para asentir. Se dio cuenta en el momento exacto. Por suerte, otra mujer empezó a hablar por ella.

—Es inevitable que nos sintamos inseguras —dijo otra mujer—. ¿Quién sabe qué ideas raras les pusieron a nuestros hijos? En mi caso puede ser irreversible. El mío tiene 14 años. Me lo captaron con las primeras emisiones experimentales. Y aunque lo recuperé, desconfío. ¿Y si alguien boicoteó el sistema? ¿Y si en realidad no eran las ondas apropiadas? O algo peor, ¿y si las ideas elegidas generan contra ideas? Se dice que eso es lo que está pasando ahora. Entiéndame, Juan. Yo no sé qué tiene mi hijo en la cabeza.

Amparo respiró tranquila, había peores casos que el suyo. 

Cuando imaginó una conspiración, tuvo miedo de que el poder de ese mundo aplastara a su hija y a ella. Ahora de repente le brotó una seguridad que no creía tener, y decidió cumplir con el curso como una formalidad, disimulando su bronca por tener que mendigar el permiso para criar a su hija.

Mientras volvía del curso, pensaba la pregunta de Juan. ¿Cómo son los bebés?

Le vino a la mente aquella época de su vida, el momento maravilloso de tenerla con ella por primera vez. Aunque los cursos le habían aconsejado dejarla llorar en la cuna y cumplir estrictamente los horarios de comida y sueño, ella la abrazaba y la acariciaba todo el tiempo. La hacía dormir en brazos, le hablaba y le cantaba. Le decía una y otra vez cuanto la quería. Todos sus llantos eran palabras. Intentaba comprender de qué le hablaba. Dejarla llorar en la cuna era como no contestarle. Como dejarla hablando sola. Ella razonaba que cuando uno aparece en el mundo necesita que lo reciban, que lo acepten, que lo escuchen, que lo acaricien y lo mimen. Que lo alimenten como corresponde. ¡Para eso están las madres!

Cuando amamantaba a su hija presenciaba un milagro. Guardaba ese tesoro con la mayor dedicación. Calmó la ansiedad que le transmitía el médico insistiendo en que su leche no servía. Casi como obligándola compulsivamente a darle algo elaborado por otro, pero que tenía en la caja el nombre: “leche maternizada”. ¡Vaya a saber uno con qué!

La hacían sentir una estúpida por querer insistir en amamantar a su hija, cuando ella sabíaque no había algo más saludable para un hijo que la leche de su madre. 

A las madres nos hacen creer que tenemos que hacer otras cosas más importantes que cuidar a nuestros bebés, se dijo.

Cuando Amparo se dio cuenta de que había caminado varias cuadras, se descubrió pensativa mirando fijo una vidriera que exhibía ropa. Activó el paso para llegar rápido al subte. 

—Hola —le dijo un hombre—, sentándose a su lado con disimulo.

—¿Te conozco? —preguntó ella sorprendida.

—Te propongo encontrarnos en el subte cada vez que vuelvas del curso —le dijo—. Yo soy parte de un grupo que está en contra de los ejercicios que enseña Juan Solar. Hacemos un trabajo comunitario de medio día informando a las madres sobre los peligros de la manipulación de los ejercicios psíquicos.

—¿Y lo hacen con todas las madres? Porque hay algunas muy conformes.

—Con todas, no. Precisamente tenemos un historial de tus antecedentes, y queremos ayudarte y que nos ayudes a desacreditar a Juan Solar.

—Perdoname, pero no quiero exponer a mi hija a ser usada por causas de otros. Bastante tengo con intentar conservar la asistencia al curso. Si encima me descubren ayudando a gente que intenta cerrarlo, estoy en serios problemas.

—No es causa de otros —dijo el hombre, y enseguida bajó el tono—. Ya estásen serios problemas.

—No me pongas miedo en la cabeza.

—Sara está en la mira, Amparo —susurró el hombre—. Los hijos con la fiebre 52 están siendo estudiados. Si querías libertad, tendrías que haberte dedicado a otra cosa. El trabajo de madre no es una profesión liberal.

—¿Vos pensás que sos libre porque boicoteás un curso?  

—Dejame que te explique: nosotros somos parte de un grupo que lucha para que ser madre no sea una profesión. ¿Vos serías madre si no cobraras un sueldo por serlo?

—Me bajo acá —le dijo con sarcasmo—. Gracias por la interesante charla. 

—Pensá lo que te dije. —Amparo oyó que le gritaba el hombre.

Le había clavado la idea en la cabeza. ¿Podría ser madre gratis? Obviamente, en ese contexto y en ese mundo, no.

Se consoló imaginando que ese hombre sólo quería divertirse un rato a costa de ella. 

¿Y si la estaban probando? Quizás ese hombre era amigo de alguna de sus sustitutas, esas mujeres competitivas que intentaban robarle porcentajes. No se tiene paz en este trabajo, pensó Amparo. Se siente la envidia en todos los frentes. 

2

El hombre del subte siguió hasta la siguiente estación y bajó con disimulo. Intentó camuflarse rápido. Caminó dos cuadras hasta una panadería. Cuando el negocio se quedó sin clientes, pasó detrás del mostrador. Saludó a la cajera y se puso el uniforme para atender.

—Perdón llegué tarde porque finalmente hablamos.

—Tranquilo, Bruno —dijo Carmen—. Arriba está Leonardo. Subí a verlo, yo me quedo en el negocio. 

—¿Estás segura? 

—Sí, me arreglo sola. Vos no te preocupes.

Bruno le hizo caso a Carmen. Entró en el salón donde se guardaban las bolsas de harina y abrió una puerta que parecía un baño. Le llamó la atención que la puerta tuviera inscripciones dibujadas: flores, animales, letras sueltas y algo raro: “NoC”. Parecía una señal de “golpee”. Aunque eso sería “TOC- TOC”  Quizás, “NoC” fuera “No sé”. Pero en ese caso, era más un “váyase”. 

El caso es que Bruno entró sin golpear. Lo esperaba Leonardo.

—¿Funcionó? —dijo Leonardo.

—No sé.  Es muy desconfiada. No creo que acepte participar.

—Cuando le expliques mejor, aceptará enseguida. Confiá en mí. Yo la elegí bien. 

—¿Cómo sigo, Leonardo?

—Con paciencia, charlen, conózcanse. Y cuando veas que tiene tu confianza, le contás quiénes somos. Le decís que podemos pagarle sin que tenga la obligación de asistir a los cursos o competir con sustitutas. Decile que sólo tiene que educar y cuidar a su hija, y le aseguramos la tenencia definitiva de por vida. Sabemos que ellas van a poder cambiar la historia. Las corporaciones no pueden contratar a las madres, exigirles una formación determinada y educar a los hijos con ideas que ellas mismas venden al instalar los campos psíquicos. Las madres y los padres tienen que recuperar esos derechos. 

—Bueno, Leonardo te dejo —Bruno quería salir de ahí—. Carmen está sola en el negocio.

—Yo ya me voy, Bruno. La próxima vez vení a verme a la sede del “NoC”. Y no tengas miedo. Estamos perfectamente camuflados. Es más, podés venir hasta con Amparo. ¡Buena suerte, Bruno! Confiá en mí. Nos tenés que ayudar, si querés ser padre. Sabés que sólo nosotros podemos ofrecerte esa posibilidad.

—Gracias. —Fue todo lo que Bruno pudo decir.

Leonardo se fue, y Bruno aprovechó para hablar con Carmen.  

—No sé, Carmen, no me siento tan seguro.

—Me parece que te dio miedo ver a Leonardo. ¿Te lo imaginabas así?

—No. Pensé que era alguien más seguro, con un plan. Lo veo jugando al detective. Siempre haciendo dibujitos en las paredes…

—¿Pensás que está loco?

—Parece medio raro. Yo lo único que quiero es tener un hijo. No me interesan las causas “NoC”. 

—Sí, pero necesitás apoyo. Nadie te daría trabajo de padre. Sólo ellos pueden.

—¿Por qué es tan difícil ser padre?

—Naciste en el momento equivocado. Ahora es una profesión innecesaria. ¿Por qué no hacés alguna tecnicatura? Anotate en la de recreación o juegos didácticos. 

—Tenés razón, tendría que buscar algo de eso. Igual, no creo que Leonardo pueda hacer frente a las corporaciones de empleo. —Bruno se quedó mirando la nada. Y después dijo—: ¡Nunca voy a poder trabajar de padre! ¡Lo deseo tanto! Podría encontrar una madre que me adopte como padre de su hijo, y podríamos cuidarlo ella y yo. 

—Sí. ¡Sería maravilloso! Soñar no cuesta nada. Suspiró Carmen, dándole su apoyo.


Amparo no podía olvidarse del incidente del subte. Por algún motivo Bruno le inspiraba confianza. Había algo en él que le resultaba familiar. Ella estaba más segura de querer escuchar su propuesta que de seguir el curso de Juan Solar. Intuía que él intentaba advertirla, y que era importante.  

Bruno se dio cuenta de que Leonardo nunca le daría la posibilidad de ser padre. Y no quería abandonar a Amparo: sentía que si él no la contactaba, Leonardo mandaría otra persona que quizás le ocasionaría más problemas. La seguiría viendo.  

Amparo entró en el subte.

—Hola —dijo, encarando a Bruno—. ¿Cómo te llamás?

—Bruno —contestó él sorprendido, pensando que debería haber sido más difícil volver a hablar con ella.

—Necesito que me cuentes más —insistió Amparo—. Estoy muy preocupada. ¿Qué sabés de los cursos de Juan Solar? Yo sospecho que él está en complot con mi pediatra. Creo que juntos captaron a Sara. Los dos sabían cuál era mi día 52 de gestación, y seguro que emitieron campos para experimentar con ella. 

—Puede ser. Es fácil para las corporaciones contratar pediatras y psicólogos que ayuden a educar como ellas quieren. Las corporaciones educan más fácil vendiendo los campos. Implantan las ideas que responden a sus intereses. Dividen la tenencia en muchas madres. Y después incentivan la competencia.  El lema es “cantidad no es calidad”. Por eso es tan difícil para vos sumar porcentajes.

—Contame, ¿cómo es el grupo ese que decís que busca desacreditar a Juan Solar? 

—No sé si es bueno que te involucres con ese grupo. —Bruno le susurró al oído, y miró a los demás pasajeros: nadie les prestaba atención—. Creo que el grupo no tiene el poder para hacer frente  a las corporaciones. Podrían descubrirlos, y vos estarías en la mira igual que ellos. Justamente te estaba buscando para advertirte. No quiero que pierdas tu porcentaje. Si continuás el curso y Sara se adapta, vos podés seguir estando con ella. 

—Me pregunto para qué —dijo Amparo resignada, sintiendo que el poder de las corporaciones era demasiado peso.

—Te invito a tomar un café —suspiró Bruno decepcionado—. ¡No te bajes del subte! ¡Vení conmigo! Creo que los dos queremos lo mismo y tendríamos que pensar una manera de conseguirlo. 

Amparo y Bruno siguieron juntos hasta la siguiente estación. Se bajaron, caminaron unas cuadras hasta la panadería donde él trabajaba. Y, al doblar en la esquina, casi llegando, se cruzaron con Leonardo que se alejaba apurado. Les hizo un gesto con la mirada para que siguieran de largo.

Bruno miró para adentro del negocio: Carmen conversaba con unos hombres uniformados, de la corporación de empleos.

Entonces él apuró el paso, y Amparo lo siguió. 

Caminaron desesperados por la idea de haber sido descubiertos. Bruno no estaba muy informado sobre el trabajo de Leonardo. Lo había conocido hacía poco tiempo y de casualidad. No tenía noción de cuál era la gravedad del asunto, pero una visita de la corporación era una importante señal de alarma.

Decidieron volver a tomar el subte. Y mientras Bruno le explicaba a Amparo todo lo que sabía sobre Leonardo y las reuniones en la panadería, ella se dio cuenta de que podría perder su empleo. Se sintió una estúpida por haber confiado en sus instintos que la acercaron a Bruno. Lo único que quería era ver a Sara. Sólo pensaba en llegar a la casa de hijos para verla. Temía encontrarse con el telegrama de despido. Tanto esfuerzo por conservarla, y se exponía a lo peor.  

Bruno tampoco estaba dispuesto a abandonar la pelea. Sentía la necesidad de ayudar a Amparo, de rescatarla de las fauces de un animal feroz que parecía estar al acecho para comérsela. Y así, de la nada, se le ocurrió huir con ella y su hijita. 

Mientras la acompañaba a la casa de hijos, intentó convencerla.

—Amparo, quiero ayudarte. Yo te expuse. Nunca medí las consecuencias. Te propongo que huyamos juntos. Saquemos a Sara de la casa de hijos y salgamos con ella de la ciudad. 

—Si me echan, te mato —fue lo único que atinó a decir Amparo.

Juntos bajaron del subte. 

Ella salió corriendo sin mirar atrás. 

Él decidió volver a su casa. Organizó una valija en cinco minutos, juntó toda la plata que tenía y buscó su auto para ir a la casa de hijos a rescatar a Amparo. Tuvo la intuición de que Amparo sería despedida, y sabía que no aceptaría el despido sin pelear. 

Lamentablemente estaba en lo cierto. La corporación tuvo la causa de despido servida en bandeja. Se librarían de Amparo y podrían reemplazarla por tres sustitutas dispuestas a seguir los lineamientos de la compañía. Ni siquiera le dieron tiempo de despedirse. La sustituta 3 la recibió con el telegrama en la mano. 

—¡Buscate otro trabajo, Amparo! —le dijo sin dejarla pasar.

—¡Dejame ver a Sara! Por favor.

—No puedo. 

—Claro que podés. Si no me abrís la puerta, te mato.

—¿Estás loca? —gritó la sustituta 3, mientras Amparo la empujaba y entraba.

Levantó a Sara y encaró para la puerta. Supuso que la sustituta había ido a buscar ayuda, y aprovechó para salir corriendo por las escaleras. Vio la puerta de atrás, salió, y rogó que no la estuvieran esperando. Sara la miraba con una mezcla de alegría y susto, y ella intentaba no pensar en lo mal que podía terminar todo eso. Pero no podía hacer otra cosa. Había intentado todo lo posible y ahora se enfrentaba a lo imposible. 

Miró para todos lados buscando una vía de escape. Se aflojó por el peso de Sara y porque la adrenalina ya la estaba abandonando. Tenía miedo.

En ese momento escuchó que Bruno la llamaba desde adentro de un auto. Entró por instinto, y él la sacó de ese infierno. 

—Nos vamos de la ciudad. Escondansé.

—¿Cómo vamos a sobrevivir? —preguntó Amparo. Se sentía culpable por haber raptado a su propia hija.

—Ya veremos. Estoy seguro de que no somos los únicos. Tiene que haber muchas familias clandestinas. Amparo: vos, Sara y yo podemos formar una familia. 


Isabel Santos

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