LA AUTOPSIA - Michael Shea

El doctor Winters salió de la minúscula estación de autobuses de la Greyhound a medianoche y se encontró en una calle que olía a pinos y al río, aunque la calle estaba situada en el corazón del pueblo. Pero, claro, el pueblo sólo contaba con cinco calles de importancia, y éstas se extendían apenas unos dos kilómetros a lo largo de la cañada. Por lo más hondo de esa cañada corría el río, y su rugir apagado fluía, perfectamente nítido, por entre las orillas formadas por los oscuros escaparates. En la ventana de la estación se veía brillar la única luz, con excepción de un reloj luminoso que se encontraba varias puertas más allá, y un pequeño neón que anunciaba una cerveza a dos manzanas de distancia. Cuando hubo recorrido unos pocos metros, el doctor Winters dejó su maleta en el suelo, se metió las manos en los bolsillos y contempló las estrellas, parecidas a un montón de guijarros, en el negro golfo del cielo.

—Una aldea de montaña…, un pueblo minero —dijo—. Estrellas. No hay luna. Estamos en Bailey.

Hablaba con su cáncer. El cáncer se hallaba situado en su estómago. Desde que conoció su existencia, había llegado a desarrollar esta irónica costumbre de comunicar con él. Pretendía mostrarse cortés hacia su huésped no invitado, la Muerte. No le encontraría grosero ni hosco, pues ello haría que su victoria fuera absoluta. Claro que, por supuesto, su victoria sería absoluta, con o sin sus ironías.

Cogió su maleta y siguió andando. El resplandor de las estrellas convertía en débiles espejos la negrura de los escaparates, y le mostraba al hombre que iba pasando ante ellos: delgado como una lagartija, el pelo blanco (a los cincuenta y siete), un hombre que viajaba para encargarse de los asuntos de la muerte, llevando dentro de él su propia muerte e, incluso, transportando en su maleta el vestuario de la muerte, pues la maleta —dejando aparte su equipo médico y unos parcos artículos necesarios para él— estaba llena de bolsas para cadáveres. El sheriff le había contado por teléfono los arreglos improvisados que se habían hecho con los cadáveres, y el forense había cogido esas bolsas, colocándolas en su maleta con una amarga diversión, comprobando la anchura de la última ante el espejo, encima de su propio pecho, igual que una mujer juzgaría un vestido antes de ponérselo, y diciéndole a su cáncer: «¡Oh, sí, hay espacio más que suficiente para los dos!».

La maleta pesaba, y el forense se detenía a menudo para descansar y mirar al cielo. ¡Qué trabajo para hacerlo de noche, hurgando por entre despojos carentes de alma, los ojos clavados en la tierra bajo ese techo de estrellas! Habían hecho falta cinco días para sacarlos. El equinoccio de otoño ya había pasado, pero el tiempo había seguido siendo cálido. Y, sin duda, a tales profundidades todavía lo sería más.

Entró en el edificio de los juzgados por una puerta lateral. Sus tacones resonaron en el linóleo del pasillo. Una puerta situada al final, sobre la que estaba escrito NATE CRAVEN, SHERIFF DEL CONDADO, se abrió bastante antes de que llegara a ella, y su amigo salió de la habitación para recibirle.

—Maldita sea, Carl, sigues estando tan delgado que te podrían usar como látigo. Dame eso. Se te ve demasiado sano. No te hace falta tanto ejercicio.

La maleta colgaba de su mano como si no pesara nada, sin hacer que sus hombros de toro se inclinaran en lo más mínimo. Pese al reproche que había implícito en sus palabras, no tenía demasiada barriga para un hombre de su edad y talla. Su rostro estaba tallado en toscas líneas, y la masa formada por la frente, la nariz y la mandíbula hacía que sus ojos verdes parecieran pequeños, hasta que uno se fijaba en ellos y sentía la tensa penetración de su inteligencia. Llenó hasta la mitad dos tazas con una jarra de café que había sobre la mesa, y luego completó la ración con bourbon de una botella que sacó de su escritorio. Cuando terminaron de beber, también habían acabado de intercambiar noticias sobre sus amigos mutuos. El sheriff sirvió otra ronda, y fue tomando sorbos de su taza en un silencio que, evidentemente, era el preludio a una conversación sobre el trabajo que les esperaba.

—Dicen que la justicia es dura —suspiró—. Ahora lo he visto. Uno de esos…, esos pacientes tuyos sobre los cuales tendrás que trabajar… Era un asesino. A decir verdad, la palabra «asesino» no explica ni la mitad de lo que hizo. Podrías afirmar que él tuvo lo que se merecía al ser ejecutado en esa explosión. Sí, maldita sea, fue un acto de justicia. Pero en cuanto a los otros nueve, la cosa fue bastante dura. Y el asunto no termina con su muerte, no… ¡Ese jefe tuyo, ese maldito besaculos! Se romperá la espalda intentando tocarse los pies con cada reverencia que hace a la Mutua Fordham. ¿Qué parte te ha contado?

—Supongo que te refieres al muy estimable forense Waddleton del condado de Fordham. —El doctor Winters hizo una pausa para beber de su taza y, con una delicada dilatación de sus fosas nasales, comunicó todo el disgusto, desprecio y diversión que había sentido en sus cuatro años como patólogo en el departamento de Waddleton. El sheriff se rió—. De las palabras del forense rara vez se puede sacar una imagen clara —siguió diciendo el doctor—. Tomó tu nombre en vano. De forma tan enérgica como repetida. Tales expresiones fueron las primeras frases con que abordó el asunto. Luego, se dedicó a desarrollar el tema de la estricta responsabilidad que nuestro departamento le debe a la letra de la ley y, en particular, a la ley de compensaciones a los trabajadores. Los beneficios por razón de muerte deben ir sólo a quienes dependieran de los difuntos, cuya muerte tenga lugar por causa directa de su trabajo, no meramente en el curso de éste. Las víctimas de un ataque cometido por un maníaco, aunque mueran en su trabajo, no tienen por qué dar derecho a compensaciones legales. Luego estuvimos meditando sobre la trágica injusticia sufrida por una compañía de seguros (cualquier compañía de seguros), que debe pagar a personas que carecen de todo derecho a ello, únicamente por la incompetencia y laxitud de los funcionarios que han realizado la investigación. Tu nombre apareció de nuevo.

Craven dejó escapar un ladrido, mezcla de furia y risa.

—¡El imparcial servidor del bien público! ¡Ja! Un marrullero estúpido e imparcial, eso es lo que él es. Te apuesto diez contra uno a que la Mutua Fordham logrará zafarse de todo esto sin su ayuda, y que esas viudas no verán ni un solo centavo. —Las palabras no bastaban para dar rienda suelta a su ira; el sheriff se dio la vuelta y escupió en su papelera. Acabó el contenido de su taza y suspiró—. Te pido perdón, Carl. Llevamos cinco días cavando para sacar a esos hombres, y durante los dos últimos hemos estado hurgando en esa montaña buscando rastros de explosivos, con esos investigadores de la compañía de seguros resoplando en nuestros cuellos, y cuanto han podido decir es que existían «sólidos indicios que hacían presumir» la existencia de una bomba. Bueno, no pienso romperme los cuernos con eso porque no me hace falta. Waddleton puede meterse sus «circunstancias extraordinarias» donde le quepan. Si no encuentras nada en esos cuerpos, el trámite de la autopsia habrá terminado, y se les podrá enterrar aquí mismo, donde sus familias quieren que estén.

El doctor estaba mirando a su amigo y sonreía. Acabó su taza y habló con la irónica falta de emoción que había empleado antes, como si el sheriff no le hubiera interrumpido.

—Luego, el honorable forense habló con más que notable entusiasmo sobre el tema de los impresos de autorización para la autopsia, y la maliciosa subversión de la voluntad de los ciudadanos particulares llevada a cabo por ciertos agentes de la ley. Dio la casualidad de que sobre su escritorio tenía un fajo de tales impresos, todos firmados, con una cláusula particular escrita a máquina sobre las firmas. Un párrafo muy interesante. Entre otras cualidades, tenía la propiedad de hacer que el rostro del forense se volviera púrpura cuando la leía en voz alta. Me la leyó en voz alta tres veces. Al parecer, el consentimiento de los familiares dependía de dos condiciones: que la autopsia fuera ejecutada in locem mortis, lo cual quiere decir en Bailey, y que sólo si el patólogo de la oficina forense encontraba pruebas concretas de homicidio, se podría llevar los cadáveres fuera de Bailey, o ejecutar más necropsias sobre ellos. La cláusula estaba muy bien redactada. Recuerdo que me pregunté quién la habría escrito.

El sheriff movió la cabeza en un gesto pensativo. Cogió la taza vacía del doctor Winters, la puso junto a la suya, y las llenó hasta las dos terceras partes de su capacidad con bourbon, añadiendo luego un poquito de café en la del forense. Los dos amigos se miraron fijamente, sin parpadear, como dos jugadores de póquer que se encuentran en la mano decisiva de la partida. El sheriff bajó la vista hacia su taza y tomó un sorbo de ella.

—In locem mortis. ¿Qué quiere decir exactamente todo eso?

—En el lugar de la muerte.

—Oh. ¿Quieres un poco más?

—Gracias, acabo de empezar.

Los dos hombres se rieron, callaron, y luego volvieron a reírse de una forma que quizá algunas personas hubieran considerado excesiva.

—Habló de todo salvo de que debía encontrar algo que hiciera obligatoria una segunda autopsia —acabó diciendo el doctor—. Habría vendido su alma (o la habría hipotecado por segunda vez), a cambio de un equipo móvil de rayos equis. Tiene razón, claro. Si esos cuerpos han recibido algún fragmento de bomba, ése sería el modo más seguro y rápido de encontrarlo. Sigue asombrándome que vuestro doctor Parsons haya podido tener averiada durante tanto tiempo su unidad de rayos equis.

—Arregla huesos, cose heridas, hace recetas, y todo lo que suponga problemas lo manda a otro sitio. Eso es lo único que sabe hacer. Los borrachos no son muy útiles.

—¿Tan mal está?

—Aguanta a duras penas y nada más. Waddleton estuvo aquí, y no le consideró digno de ser nombrado patólogo. Dudo de que pudiera encontrar una bala de cañón en una rata muerta. No es algo que piense decir si es que puede llegar a sus oídos, al menos mientras siga arreglándoselas como hasta ahora, pero todos los de aquí lo saben. Lo cierto es que durante la mitad del tiempo son sus pacientes quienes cuidan de él. Pero Waddleton te habría mandado sin importar quién estuviera aquí. La Mutua Fordham sólo contribuye a sus fiestas con lo mejor.

El doctor se miró las manos y se encogió de hombros.

—De acuerdo. Un asesino metido en el asunto. ¿Había una bomba?

Moviéndose muy despacio, el sheriff puso los codos sobre la mesa y se apretó las sienes con las manos, como si la pregunta hubiera levantado toda una tempestad de recuerdos. Por primera vez, el forense —que no prestaba demasiada atención al mundo exterior, concentrado siempre en el continuo y callado removerse de la muerte que llevaba dentro— vio lo cansado que estaba su amigo: el temblor de su mano, los círculos oscuros que había bajo sus ojos.

—Te daré todo lo que tengo, Carl. Ya te he dicho que, según creo, no encontrarás nada de nada en esos cadáveres. Probablemente, acabarás pensando lo mismo que yo, pero en este asunto nunca se podrá llegar más allá de las suposiciones. Realmente, es una de esas pesadillas especiales con que el buen Dios tortura a los abogados, para luego ocultar eternamente la respuesta.

»Bien… Hace dos meses un hombre desapareció: Ronald Hanley. Un minero, sólido como una roca, un hombre amante de su familia. Una noche no volvió a su casa, y jamás hallamos rastro de él. Vale, eso ocurre a veces. Aproximadamente una semana después, la señora que se encarga de nuestra lavandería automática, Sharon Starker…, desapareció, sin dejar huellas. Entonces nos pusimos nerviosos. Hablé por la emisora local diciendo que quizá anduviera suelto un chalado, y fui muy claro sobre las precauciones especiales que todo el mundo debía adoptar. Empezamos a patrullar de noche con nuestros dos vehículos, y de día nos dedicamos a llamar a todas las puertas del pueblo recogiendo coartadas para las dos desapariciones.

»Fue inútil. Quizá te engañe este uniforme y creas que soy un agente de la ley, un protector de la gente y todo eso… Un error muy natural. Mucha gente se dejó engañar por eso. En menos de siete semanas desaparecieron seis personas, así de sencillo. Para lo que conseguimos hacer, yo y mis hombres podríamos habernos quedado en cama todo el día.

El sheriff vació su taza.

—Bueno, al final tuvimos un poco de suerte. No me interpretes mal, cuidado… No es que lográramos evitar un crimen ni nada parecido, no… Pero encontramos un cuerpo…, salvo que no era el de ninguna de las siete personas que habían desaparecido. Empezamos a peinar los bosques más cercanos al pueblo, nombrando como agentes temporales a unos cuantos mineros para que nos ayudaran. Bueno, uno de esos chicos estaba allí con nosotros la semana pasada. Hacía calor, como lo lleva haciendo ya desde las últimas semanas, y el lugar estaba realmente tranquilo y callado. Oí un zumbido, y miré a mi alrededor buscando su fuente, y él vio unas cuantas abejas en el hueco de un árbol. Pero era lo bastante listo para saber que eso no es normal por aquí…, no tenemos demasiadas colmenas. Así que no eran abejas. Eran moscardones, una maldita nube de ellos, cubriendo un bulto que estaba envuelto en una lona.

El sheriff se miró los nudillos. En su más bien movida existencia había encontrado de vez en cuando hombres lo bastante instruidos como para entender lo que significaba su apellido,[8] y lo bastante temerarios como para divertirse a costa de ello, y los nudillos —maltrechos y cubiertos de cicatrices— demostraban elocuentemente su reacción ante eso. Alzó la vista, y miró nuevamente a su viejo amigo.

—Bien, lo sacamos del árbol y lo desenvolvimos. Billy Lee Davis, uno de mis agentes, estuvo en Vietnam y se encontró cerca de algunas cosas bastante, bastante malas y lo aguantó. Billy Lee soltó todo lo que había comido cuando desenvolvimos esa cosa de la lona. Era un hombre. Parte de él. Sabemos que medía metro ochenta y cinco porque todos los huesos estaban allí, y que debía de pesar probablemente entre noventa y noventa y cinco kilos, pero estaba doblado sobre sí mismo igual que si fuera una bolsa de ropa sucia para lavar. Seguía conservando la cara, los dos hombros y el brazo izquierdo, pero el resto se encontraba limpio. No era obra de un animal. Había sido hecho con un cuchillo, y los cortes eran tan limpios como si los hubiera realizado un carnicero. Salvo que la carne sigue sangrando durante un buen rato después de que la cortes, por mucho cuidado que pongas, y en la lona y en la carne de ese hombre no había ni una maldita gota de sangre. Estaba tan pálido como un pescado.

Y en lo más hondo de su cuerpo, el cáncer del doctor le tocó. No fue un ataque feroz; se limitó a hundir un colmillo de dolor, como interrogativamente, en un poco de carne que aún no había probado, tanteando el campo que ésta ofrecía a su apetito. Winters disfrazó su temblor con un gesto de la cabeza.

—Entonces, era un escondite.

El sheriff asintió.

—Igual que tú guardarías un plato de estofado en la nevera para comértelo poco a poco. Tomé algunas fotos de su cara; luego, lo dejamos donde estaba y borramos nuestras huellas. Dos de los mineros a los que había nombrado como agentes cazaban mucho y sabían moverse por los bosques, así que les dejé para hacer la primera guardia. Anotamos bien las posiciones, ellos buscaron un sitio donde esconderse y nos fuimos.

»Después, nos dedicamos a buscar al muerto, y enviamos descripciones suyas a todos los pueblos en un radio de ciento cincuenta kilómetros. Era alguien que nadie había visto jamás en Bailey, y tampoco en ningún otro sitio, según nos pareció después de haber pasado todo el día recorriendo el pueblo con las fotos. Y entonces, de pronto, Billy Lee Davis se dio una palmada en la frente y dijo: “¡Sheriff, yo he visto a este hombre en alguna parte del pueblo, y no hace mucho!”.

»Desde que vomitó, llevaba todo el día bastante nervioso y, de repente, saltó. Estaba totalmente seguro de ello, pero no podía recordar el dónde o el cuándo. Le dimos vueltas al asunto una y otra vez, y él lo intentó con todas sus fuerzas. Llegó un momento en el que deseé cogerle por los tobillos y colgarle cabeza abajo para sacudirle hasta que el dato cayera de él. Pero era inútil, claro. Después de oscurecer, volvimos a ese árbol; habíamos encontrado un lugar donde esconder los coches y un camino para llegar a través del bosque. Cuando estábamos cerca, llamamos por radio a los hombres que habíamos dejado allá, diciéndoles que todo estaba despejado y que podían salir. No hubo respuesta. Y cuando llegamos, cuanto quedaba de nuestra trampa era el árbol. No había cuerpo, no había luna y no había agentes especiales. Nada.

Esta vez, el doctor Winters se encargó de servir el café y el bourbon.

—Demasiado café —murmuró el sheriff, pero se lo bebió pese a todo—. Una parte de mí deseaba comerse las uñas y romper algunos cuellos. Y otra parte estaba cagada de miedo. Cuando volvimos, fui otra vez a la emisora e hice una llamada de emergencia, y luego hice que el hombre de la emisora la pusiera en antena cada hora. Dije a todo el mundo que no hicieran nada salvo en grupos de tres personas, que cuando fuera de noche tenían que reunirse como mínimo tres personas, que salieran tan poco como fuera posible, que estuvieran armados, y que se vigilaran continuamente los unos a los otros. Sonaba condenadamente ridículo, pero formar parejas no serviría de protección si la mitad de una pareja era el asesino. Nombré a más hombres, y los puse en las calles para reforzar a la patrulla nocturna.

»La cosa estalló a la mañana siguiente. Llamó el sheriff de Rakehell, en el condado vecino. Dijo que nuestro cadáver se parecía mucho al de un hombre llamado Abel Dougherty, un obrero de la serrería que trabajaba en Maderas Con. Dejé a Billy Lee al mando de todo, y salí inmediatamente en coche para allá.

»Dougherty tenía una hermana mayor lisiada, a la que siempre llamaba por teléfono para ver cómo estaba cuando tenía que ausentarse un tiempo del pueblo, una costumbre de la que nadie sabía nada porque probablemente le avergonzaba un poco. El sheriff Peck sólo se enteró de eso cuando la mujer le llamó, diciendo que su hermano llevaba cuatro días fuera, y que no la había telefoneado ni una sola vez. De no ser por eso, quizá Peck no hubiera pensado en Dougherty con sólo nuestra descripción, aunque reconoció la foto que le mostré, y muy pronto le habría llegado una por correo. Bueno, apenas había colgado el teléfono cuando llegó una llamada para mí. Era Billy Lee. Se había acordado.

»Vio a Dougherty la noche del domingo, tres días antes de que le encontráramos. Le había visto en la Taberna del Camionero, situada al norte del pueblo. Dougherty había creado cierto jaleo porque estaba francamente borracho, y se metió con un minero que estaba bebiendo allí, un hombre llamado Joe Allen que había empezado a trabajar hacía unos dos meses en la mina. Dougherty le decía una y otra vez que no era Joe Allen, sino un viejo amigo de Dougherty llamado Sykes, que había trabajado con él en Maderas Con durante más años de los que podía recordar, y a ver qué clase de broma era ésta, venga, viejo, tómate una cerveza, y dime por qué te fuiste tan de repente, y qué diablos has estado haciendo.

»Allen se lo tomó a risa. Dougherty le daba una palmada en el hombro, y Allen se la devolvía y hacía toda clase de bromas al respecto, como decir: “Dale otra cerveza a este hombre, estoy sustituyendo a un viejo amigo suyo al que no ve desde hace mucho”. Dougherty era muy corpulento, cada vez gritaba más, y se mostraba tan tozudo que Billy Lee temió fuera a empezar una pelea; y no era él solo quien se preocupaba por ello. Pero Joe Allen era un buen tipo, y supo manejar perfectamente la situación. Habíamos comprobado su coartada semanas atrás, junto con las de todo el mundo, y era realmente popular entre los demás mineros. Finalmente, Dougherty juró que se lo llevaría a otro bar para celebrar las vacaciones que había empezado a tomarse ese mismo día. Joe Allen se puso en pie, sonriendo, y dijo que, maldita sea, no podía complacer a Dougherty en lo de ser ese tal Sykes, pero que, desde luego, podía tomarse una copa con cualquiera que estuviera dispuesto a beber seriamente y a invitarle. Salió con él y dirigió un guiño a los que estaban en el bar, para satisfacción general de éstos.

Craven se calló. El doctor Winters le miró a los ojos, y leyó dos imágenes en sus pensamientos: el alegre guiño que hizo reír a todos los del bar, y la cosa que se encontraba envuelta en la lona cubierta de moscardones de un brillante color azul.

—Todo me pareció bastante claro —dijo el sheriff—. Ordené a Billy Lee que registrara la habitación de Allen en la pensión Skettles, y que luego fuera directamente a la mina y lo trajera. Cuando le tuviéramos en nuestro poder, ya acabaríamos de pulir el asunto. Dado que me encontraba en Rakehell, me ocupé de algunos cabos sueltos antes de volver. Fui con el sheriff Peck a Maderas Con, y encontramos una foto de Eddie Sykes en sus archivos de personal. Había visto bastante a menudo a Joe Allen, y la foto que había en ese archivo era la suya.

»Descubrimos que Sykes vivía solo y que trabajaba a temporadas; era muy reservado en todo lo que hacía, y llevaba un tiempo ausente. Pero uno de los aserradores estaba bastante seguro de la fecha en que se había marchado de Rakehell, porque había ido a la cabaña de Sykes la mañana siguiente a una gran lluvia de meteoros, que se había producido unas nueve semanas atrás, pues algunos pensaban que parte de la lluvia podía haber caído en el suelo, no muy lejos de la parte de montaña donde vivía Sykes. Esa mañana no estaba allí, y el aserrador no le había vuelto a ver desde entonces.

»Todo parecía encajar. Encajaba. Después de tantas semanas, me encontraba a menos de un kilómetro y medio de Bailey, y tenía el pie encima del acelerador. Lleno de rabia y deseos de venganza, me sentía… igual que una bala, como si fuera un gran proyectil del calibre treinta que iba a incrustarse justo en ese caníbal que bebía sangre, atravesándolo y arrancándole toda la verdad del corazón, lo suficiente como para ahorcarle un centenar de veces. Hasta allí llegué, muy cerca. Tan cerca que cuando todo se fue a la mierda, lo oí.

»Debe parecerte que soy un cobarde. Ya lo sé. Quizá todo esto me ha dado algo de lo que nunca podré desprenderme. Teníamos que averiguar lo ocurrido. Billy Lee no estaba acompañado por mi otro agente. Travis andaba con algunos hombres en las montañas, buscando pistas alrededor de ese árbol. Por suerte, se encontraba en el coche cuando Billy Lee intentó localizarle. Dijo que había revisado el cuarto de Allen, y había encontrado algo que quizá nos sirviera. Era una esfera que tendría la mitad del tamaño de una pelota de baloncesto, pesada, hecha de algo que no era ni metal ni vidrio, pero que se parecía a las dos cosas. Era posible ver un poco a través de ella, y parecía estar llena de alguna especie de circuitos y componentes electrónicos. Si alguien tenía dudas sobre la culpabilidad de Allen, podíamos acusarle de haber robado eso, o decir que sospechábamos que ese artefacto era una bomba. ¡Jesús! De todos modos nos comunicó que era lo único raro que había encontrado en su habitación, aunque, claro, era algo bastante extraño. Le dijo a Travis que fuera a la mina para apoyarle. Llegaría antes que él, y para cuando Travis llegara a la mina, suponía que ya tendría cogido a nuestro hombre.

»Tierney, el jefe de turnos en la mina, tenía un ayudante que nos contó el resto. Billy Lee aparcó detrás de las oficinas para que los hombres del patio no pudieran ver su coche. Subió la escalera para arreglar los detalles del arresto con Tierney. Reunieron media docena de hombres. Cuando salían del edificio, vieron que Allen se apartaba corriendo del coche patrulla con la esfera bajo el brazo.

»Todo el recinto está vallado, y Tierney ya había telefoneado para avisar que cerraran las puertas. Allen estuvo corriendo en zigzag, y pronto se dio cuenta de que estaba metido en una trampa. La esfera le obligaba a ir más despacio, pero seguía llevándoles una buena ventaja. Vaciló durante unos instantes, y luego corrió en línea recta hacia el pozo principal de la mina. Un ascensor estaba a punto de bajar con una cuadrilla, y Allen arriesgó todos los huesos de su cuerpo saltando sobre él, pero logró aterrizar en el techo sin hacerse daño. Cuando les fue posible llegar a los controles, el ascensor ya estaba en el segundo nivel, y tanto Allen como la cuadrilla ya habían bajado de él. Tierney hizo subir el ascensor. Billy Lee ordenó a los demás que cogieran armas y les siguieran, y él y Tierney se fueron en el ascensor hacia abajo. Y unos dos minutos después, la mitad de la maldita mina saltó en pedazos.

El sheriff dejó de hablar tan bruscamente como si le hubieran interrumpido, sus labios todavía abiertos para decir algo más, y sus ojos demostrando, y quizá fuera la vez número cien, su asombro al darse cuenta de que no había más, que las semanas de muerte y perplejidad terminaban allí con esa recapitulación de los hechos, que sólo ocupaba una fracción de segundo: más muerte, más oscuridad sin respuestas, sellándolo todo.

—Nate…

—¿Qué?

—Olvídate de todo y vete a dormir. No necesito tu ayuda. No te sostienes en pie.

—Ahora no estoy en pie. Y voy a ir contigo.

—Explícame cuál era la posición de las víctimas respecto al punto de explosión. Me iré a trabajar, y tú te irás a la cama.

El sheriff meneó la cabeza distraídamente.

—Las operaciones de minería se realizan en estratos que van disminuyendo gradualmente. Los niveles se abren lateralmente partiendo del pozo vertical, y a partir de un nivel van cavando hacia arriba hasta encontrarse con el superior. Cavan grandes recámaras en la roca, y dejan que la mayor parte de los fragmentos sigan en su sitio, así pueden subirse a las pilas y hacer más altos los techos. Dejan secciones de muro para que sirvan de apoyo entre ellas, y esos hombres quedaron enterrados a varias secciones del pozo. El derrumbamiento les mató. La montaña se plegó sobre ellos, eso fue todo. No les llegó ningún tipo de fragmento, estoy totalmente seguro. Los únicos que encontraron eran de algunas cargas normales, que fueron detonados por el estallido principal, y ésos ni siquiera llegaron cerca de ellos. La gran explosión tuvo lugar allí donde el nivel se une al pozo, allí mismo, y justo cuando Billy Lee y Tierney salieron del ascensor. Y allí no queda nada. Carl. No hay esfera, no hay ascensor, no hay Tierney ni Billy Lee Davis. Sólo roca convertida en un polvo tan fino como la harina.

El doctor Winters asintió, y se puso en pie pasado un instante.

—Vamos, Nate, tengo que empezar. Tendré suerte si consigo hacer unos cuantos antes de mañana. Déjame allí y vete a dormir, por lo menos hasta mañana. Tendrás tiempo para presenciar la mayor parte del trabajo.

El sheriff se puso en pie, cogió la maleta del forense y le precedió hasta el exterior de la oficina sin decir ni una palabra, como concesión a lo pedido por Winters.

El coche patrulla se encontraba detrás del edificio. El doctor vio en las estrellas una hermosura más cruel que una hora antes. Entraron en el coche, y Craven enfiló por la calle vacía. El doctor abrió la ventanilla y aguzó el oído, pero el estruendo del motor ahogaba el sonido del río. Agredidos por los haces de sus faros, hileras de viejos parquímetros harían brotar largas sombras sobre las aceras, sombras que se encogían y eran segadas por el movimiento de las luces.

—Todos esos muertos de más… —dijo el sheriff—. ¡Para nada! Ni siquiera para… ¡alimentarle! Si era una bomba, y si la había fabricado él mismo, debía saber cuál era su potencia. No creo que intentara ninguna estúpida forma de huir con ella. ¿Y cómo sabía que el artefacto estaba allí? Lo arreglamos todo de tal forma que Allen estaba terminando un turno de trabajo, pero ni siquiera había salido de la mina cuando Billy Lee aparcó donde nadie podía verle.

—Déjalo, Nate. Quiero tener más detalles del asunto, pero después de que hayas dormido. Te conozco. Todas las fotos estarán allí, así como el informe completo, y tendrás todas las pruebas ordenadamente metidas en cajas y cuidadosamente explicadas. Cuando lo haya examinado, sabré exactamente cómo debo actuar.

Bailey no tenía ni hospital ni morgue, y los cadáveres se encontraban en una vieja fábrica de hielo situada en las afueras de la ciudad. Se había traído un generador de la mina, se había improvisado un sistema de iluminación, y habían vuelto a poner en marcha el sistema de refrigeración. El despacho del doctor Parsons y la pequeña sala de pruebas, que desempeñaba funciones de morgue en la comisaría del sheriff, habían proporcionado todo el equipo que el doctor Winters necesitaría, excepto lo que había traído con él. Cuando se encontraban a medio kilómetro del pueblo, distinguieron la fábrica. Era un conjunto de dos edificios rodeado de árboles y sin ninguna otra construcción vecina: el más pequeño de los dos edificios —la oficina— estaba iluminado. Los cuerpos se hallaban en el edificio mayor, carente de ventanas, donde estaba instalado el equipo de refrigeración. Craven frenó junto a otro coche patrulla que estaba aparcado cerca de la puerta de las oficinas. Un hombre bajito y muy delgado, que llevaba un gran sombrero Stetson blanco, salió del coche y vino hacia ellos. Craven bajó su ventanilla.

—Trav, éste es el doctor Winters.

—Hola, Nate. Doctor Winters… Todo está preparado allá dentro. Pero me encontraba más a gusto aquí fuera. El último de los sabuesos de la prensa se fue hace unas dos horas.

—Son tozudos, desde luego… Puedes irte, Trav. Duerme un poco y vuelve por la mañana. ¿Qué temperatura tenemos?

La pálida silueta del Stetson, mucho más clara a la luz de las estrellas que el rostro ensombrecido que había bajo ella, se movió en un gesto dubitativo.

—Un poco menos de dos grados. No se puede bajar más… hay alguna especie de fuga.

—Eso debería ser suficiente —dijo el doctor.

Travis se marchó en el coche patrulla, y el sheriff abrió el candado que cerraba la puerta de las oficinas. Mientras esperaba detrás de él, Winters oyó nuevamente el río —un frío bálsamo, un susurro de libertad— y, por encima de él, los tartamudeos y el suave gruñir del generador situado detrás del edificio, un sonido implacable que parecía roer el silencio y, sin que supiera cómo, alimentar la oscura angustia que el otro rumor calmaba. Entraron en la oficina.

Los preparativos habían sido hechos a conciencia, y no faltaba nada.

—Puedes sacarlos de la nevera con esto, y hacer los exámenes aquí —dijo el sheriff, indicando una mesa y una camilla con ruedas—. Encontrarás todo el equipo que necesitas en esa gran mesa de allí, y puedes escribir tus informes en esa otra. El teléfono no tiene línea; hay un teléfono público en esa gasolinera por la que pasamos, si es que te hace falta llamarme.

El doctor asintió mientras comprobaba el material situado encima de la gran mesa: escalpelos, cuchillos para las incisiones post mortem y para cortar los cartílagos, tijeras para los intestinos, cizallas para la caja torácica, fórceps, pinzas, martillo y cinceles, una sierra manual y una sierra eléctrica para huesos, medidores, recipientes para las muestras, agujas y sutura, esterilizador, guantes… Junto a todo eso había unas cuantas cajas y sobres con hojas de explicación unidas, conteniendo las fotos y todos los objetos que habían sido encontrados junto a los cadáveres, que podían servir como pruebas.

—Excelente —murmuró Winters.

—La luz del techo es fluorescente, de espectro completo o como lo llamen. Es mejor para distinguir los colores. En el primer cajón del escritorio hay una pinta de bourbon bastante bueno. ¿Listo para echarles una mirada?

—Sí.

El sheriff quitó la barra que aseguraba la gran puerta metálica de la cámara refrigerada y la abrió. Una marea de aire gélido y cargado de un olor metálico brotó por el umbral. La luz del interior era más tenue que la de la oficina; bajo su claridad amarilla yacían diez bultos alargados sostenidos por tablas y caballetes.

Los dos hombres se quedaron en silencio durante unos instantes, inmóviles en una especie de improvisado homenaje al eterno misterio ante cuyo umbral se encontraban. Como si, de hecho, la fría habitación fuera un auténtico mausoleo, el forense descubrió que la hilera de siluetas veladas por las sábanas le producía una impresión particular cercana al temor y el respeto. La horrible combinación de su muerte y la tumba titánica que les había sido preparada, les daba una inflexible y austera autoridad, como si fueran los elegidos de la muerte. Le dolía el estómago, y se encontró con que su mano apretaba fuertemente el abdomen. Miró a Craven, y sintió alivio al ver que su amigo no había notado el gesto; seguía contemplando los cadáveres con una expresión de cansancio.

—Nate, ayúdame a destaparlos.

Empezando cada uno por un extremo de la hilera, fueron quitando las sábanas y las dejaron en un rincón de la cámara. Ahora los dos se movían con gestos rápidos y bruscos, sin detenerse ante la revelación de los rostros hinchados y medio convertidos en pulpa (casi todos ellos provistos de tres labios, debido a la saturación gaseosa de sus lenguas), y las gruesas y lívidas manos que brotaban de las sucias mangas. Pero Craven acabó deteniéndose ante uno de los cuerpos. El doctor se dio cuenta de cómo lo miraba y torcía el gesto. Luego, arrojó la sábana al montón y avanzó hacia el siguiente par de caballetes.

Cuando salieron de la cámara, el doctor Winters sacó la botella y los vasos que Craven había dejado en el escritorio, y los dos tomaron un trago. El sheriff abrió la boca como si se dispusiera a decir algo, pero meneó la cabeza y suspiró.

—Dormiré un poco, Carl. Todo este asunto me está empezando a inspirar unas ideas bastante extrañas.

El doctor sintió deseos de preguntarle cuáles eran esas ideas, pero, en vez de ello, puso la mano sobre el hombro de su amigo.

—Vete a casa, sheriff Craven. Quítate la insignia y acuéstate. Los muertos no van a fugarse. Por la mañana, todos seguiremos aquí.

Cuando el sonido del coche patrulla se hubo desvanecido, el doctor se quedó inmóvil, escuchando el gruñido del generador y el silencio de los muertos, que ahora volvía a ser casi palpable. Tanto el gruñido como el silencio parecían burlarse de él. El eco final de sus últimas palabras le ponía nervioso.

—¿Qué te parece, querido colega? —le dijo a su cáncer—. ¿Seguiremos aquí por la mañana? ¿Todos?

Sonrió, pero sentía una extraña incomodidad, como si hubiera hecho una broma en medio de un grupo de gente y hubiera logrado concitar un silencio hostil. Fue hacia la puerta de la cámara, la abrió y contempló la ordenada hilera de los cuerpos, con su extraño aspecto de tribunal.

—¿Y bien, señores? —murmuró—. ¿Me juzgáis? Si puedo preguntarlo, ¿quién va a examinar a quién esta noche?

Volvió a la oficina; una vez allí, su primera acción fue examinar las fotos tomadas por el sheriff, para ver cuál era el aspecto de los muertos cuando habían sido desenterrados. La tierra se había apoderado de ellos con una terrible brusquedad. Algunos estaban agazapados, otros tenían el cuerpo medio erguido, otros yacían en extrañas posturas, como liberados de la gravedad. Cada sucesión fotográfica revelaba un poco más de la confusión, a medida que las palas proseguían su trabajo entre instantánea e instantánea. El doctor las examinó atentamente, fijándose en las identificaciones escritas con tinta sobre los cuerpos, al ir quedando éstos al descubierto.

Un hombre, Roger Willet, había muerto a unos metros del grupo principal. Daba la impresión de que hubiera entrado por casualidad en el nivel justo cuando se producía la explosión, y por ello había recibido de forma más directa que ninguno de los otros la onda expansiva de la detonación. Si había fragmentos de bomba que encontrar en alguno de los cadáveres, el del señor Willet parecía su recipiente más probable. El doctor Winters se puso un par de guantes quirúrgicos.

El cadáver se encontraba a un extremo de la hilera. Llevaba una camiseta térmica especial, y un mono sorprendentemente nuevo bajo el polvo y la suciedad que lo habían enterrado. La gruesa tela formaba un extraño contraste con su carne: azul, hinchada, algo que daba la impresión de ser muy frágil o estar a punto de estallar, igual que una fruta madura. En vida, Willet se había peinado usando brillantina. Ahora, su cabello formaba una escultura de polvo, mechones puntiagudos y remolinos causados por los últimos movimientos de la cabeza frotando contra la montaña que la había aferrado.

El rigor mortis había llegado y se había marchado; el cuerpo de Willet se movía fláccidamente sobre la camilla. Al pasar con él junto a los demás, Winters fue agudamente consciente de sí mismo y de lo que estaba haciendo. La sensación de que aquella asamblea de muertos le estaba juzgando de alguna forma se pegaba a sus pensamientos con una extraña tenacidad, a diferencia de lo que ocurría con casi todo ese tipo de adornos emocionales de su experiencia profesional. Esa tozuda incomodidad empezaba a conseguir que se irritara consigo mismo, y Winters se movió con un poco más de rapidez.

Puso a Willet sobre la mesa de examen; le quitó las ropas usando las tijeras, guardando los pedazos en una caja para pruebas. El mono estaba manchado con los excrementos liberados durante la agonía. Con involuntaria piedad, el doctor contempló durante un segundo a su desnudo espécimen.

—No tendrás que ir a Fordham —le dijo al cadáver—. No a menos que encuentre algo condenadamente evidente…

Se ciñó un poco más los guantes, y puso en orden su equipo. Waddleton le había dicho unas cuantas cosas que no le había contado al sheriff. El doctor debía encontrar «indicios» consistentes, que hicieran absolutamente necesario el traslado de los difuntos a Fordham para un examen con rayos equis y una segunda y exhaustiva autopsia, y debía consignar por escrito lo que había encontrado. La continuidad de su trabajo en el departamento del forense dependía totalmente de que cumpliera con tal petición. Winters había acogido esas palabras con un silencio que Waddleton no había creído necesario romper. La decisión que había tomado, por supuesto, no era fruto de ningún impulso momentáneo. Aceptaría lo evidente como tal. Si los demás mostraban tan claramente como Willet las señales externas de la muerte por asfixia, no padecerían más que un concienzudo examen externo. A Willet también le examinaría por dentro, meramente para dejar bien claro en este cadáver lo que parecía obvio en todos los demás. De lo contrario, y sólo cuando el examen externo revelara algo claramente anómalo —y ese algo debía estar bien claro y saltar a la vista—, miraría con más atención.

Usó una palangana para lavarle el cabello, guardó los sedimentos en un frasquito, y le pegó una etiqueta. Luego, con el escalpelo, empezó a examinar minuciosamente el cuerpo, registrando sus observaciones a medida que avanzaba.

Las señales características de la muerte por asfixia eran evidentes, pese a las complicaciones producidas como efecto de la autolisis y la putrefacción. La hinchazón de los globos oculares y la forma en que asomaba la lengua se debían, en parte, tanto a la presión de los gases como a la forma de la muerte, pero este último órgano había sido atrapado entre los dientes, dejando muy pocas dudas en cuanto a la forma de morir. La coloración del cambio degenerativo —un tono verde amarillento, un oscurecimiento de las venas superficiales que las hacía destacar como en un mapa— estaba muy clara, pero no era suficiente para ocultar el azul cianótico del rostro y el cuello, así como tampoco las hemorragias en forma de cabeza de alfiler que formaban una capa parecida a pecas en el cuello, el pecho y los hombros. El doctor tomó muestras de la boca y la nariz, confiando en que la sustancia recogida fuera la mucosidad teñida de sangre que, normalmente, se proyectaba al exterior por falta de aire durante la agonía.

Empezó a parecerle que en su trabajo había algo de cómico. ¡En qué bufón sabía convertir la muerte a un hombre! Una cosa azulada, de ojos saltones y provista de tres labios. Y aquí se encontraba él, en una curiosa y solícita intimidad con este despojo que parecía un payaso. Discúlpeme, señor Willet, mientras hurgo en esta laceración. ¿Qué nota cuando le hago esto? ¿Nada? ¿Nada en absoluto? Estupendo, y ahora, ¿qué hay de esas uñas? Se las rompió arañando la tierra, ¿verdad? Sí. Ya veo, una soberbia ampolla de sangre bajo la uña de este pulgar…, se la hizo en el trabajo unos cuantos días antes de su accidente, ¿cierto? Qué callosidades tan notables tiene aquí, siguen estando muy duras…

Durante un segundo robado al análisis, el doctor miró esas manos…, unas zarpas hinchadas y oscuras, inmóviles e inexpresivas, que habían renunciado para siempre al tacto y la presa. Tuvo la sensación de que toda la inútil muerte de aquel hombre se concentraba en las manos. La dolorosa futilidad de la soberbia articulación corporal cuando es contemplada en la muerte; sí, hacía mucho que había aprendido a no reconocer esa conmovedora emoción cuando trabajaba. Pero ahora permitió que le afectara un poco. Este Roger Willet había sido borrado repentinamente del mapa cuando iba a su trabajo una tarde, aplastado hasta verse convertido en un montón inservible de materiales perecederos. Sencillamente, dio la casualidad de que su vida se había acercado demasiado al curso de otra vida más poderosa, una de esas vidas hambrientas e inexorables que dejan tras de sí un cortejo de ruinas humanas, conocidas e ignoradas para siempre. Mala suerte, señor Willet. Naturalmente que lamentamos mucho todo esto. Pero ese tal Joe Allen, su compañero de trabajo… Al parecer era alguna especie de… caníbal. Es complicado. No comprendemos nada del asunto. Pero el hecho es que nos vemos obligados a deshacer su cuerpo hasta cierto punto. Realmente, me temo que no hay esperanza alguna de utilizar otra vez los componentes de su cuerpo, señor Willet. ¿Está preparado?

El doctor procedió al examen interno, algo nervioso ante la fragmentación de Willet, deseando desarticular esa tristeza en su forma natural. Cogió a Willet por la mandíbula y tomó el cuchillo de autopsias. Hundió su punta detrás de la mandíbula, y empezó con la prolongada incisión que abriría a Willet desde la garganta hasta las ingles, aserrando suavemente.

El doctor Winters se aplicó placenteramente en la lenta y complicada separación de su lámina corporal. Y, aun así, de forma marginal pero insistente, sentía fluir en su interior un torrente de imágenes que no tenían relación con su labor actual. Imágenes del edificio que le contenía, y de la noche que contenía al edificio. Vio la fábrica como si estuviera fuera de ella —maderas descoloridas, el tejado de hierro—, y los árboles que se agolpaban a su alrededor, todo bajo la luz de las estrellas, como el cuadro de un pueblo fantasma. Y vio la bóveda del refrigerador, situado más allá de la pared, como si estuviera dentro, sintiendo la calma y el silencio de aquellos hombres asesinados, que yacían bajo una fría luz amarilla. Y, al fin, acabó formándose una pregunta, asomando fugazmente por entre la telaraña de su concentración al igual que lo hacían las imágenes: ¿por qué sentía que todos sus actos estaban rodeados por un aura de callada vigilancia, como si hubiera alguna corriente de aire, algo que acariciaba furtivamente sus nervios con una pregunta mientras trabajaba? Se encogió de hombros, ahora claramente irritado. ¿De quién se estaba ocupando sino de la Muerte? ¿No era acaso el subordinado de la Muerte, y no era éste el lugar de la Muerte? Bueno, entonces dejemos que la dueña eche un vistazo.

Mientras hacía a un lado la piel de Willet, moteada por las hemorragias, el doctor Winters leyó en el cuerpo con una creciente falta de emoción, igual que si fuera un texto sobre autopsias. Limitó su inspección a los pulmones y el mediastino, y encontró allí un inequívoco testimonio de que Willet había muerto por asfixia. La pleura pulmonar mostraba las equimosis, unos puntos hinchados y violáceos que destacaban en la vítrea membrana envolvente. Por debajo de ésta, los lóbulos superficiales poliédricos de los pulmones estaban cubiertos de burbujas, algunas de las cuales habían reventado; el previsible enfisema intersticial. Los pulmones, al ser examinados en corte, se encontraban afectados por una intensa congestión sanguínea. Descubrió que la mitad izquierda del corazón estaba vacía y contraída, mientras que la derecha estaba demasiado hinchada y llena de sangre oscura, al igual que las venas principales del mediastino superior. Era el clásico cuadro de la muerte por asfixia, y el forense, usando aguja e hilo de sutura, acabó cerrando nuevamente el texto.

Devolvió el cadáver a la camilla, y lo envolvió a guisa de sudario en una de sus bolsas. Cuando tuviera ayuda por la mañana, pesaría los cuerpos en una balanza de plataforma situada en la oficina, y luego cerraría adecuadamente las bolsas. Fue hacia la puerta de la cámara y se detuvo, vacilante, mirándola, sin moverse, sin entender por qué.

«Corre. Vete de aquí, ahora».

La idea era suya, pero le llegó de forma tan apremiante que se dio la vuelta como si alguien hubiera hablado detrás de él. Al otro extremo de la habitación, un hombre delgado con una bata blanca y guantes, sus ojos una masa de sombras, contempló al forense desde la negrura de las ventanas. Detrás del hombre había una camilla con un bulto tapado y, detrás de eso, una gran puerta metálica.

—¿Por qué he de irme? —preguntó el doctor en voz baja y algo sorprendida.

El hombre sin ojos del cristal seguía con el cuerpo medio encogido, en una postura de temor.

Apenas un instante después, el hombre se irguió, echó la cabeza hacia atrás y se rió. El doctor fue hacia el escritorio y tomó asiento junto a él, hombro con hombro. Sacó la botella y tomaron un trago, mirándose el uno al otro con la misma sonrisa divertida y algo perpleja.

—Deja que te sirva otro —dijo después el forense—. Lo necesitas, viejo amigo. Hace que un hombre vuelva a ser él mismo.

Sin embargo, le costó entrar de nuevo en la bóveda, y cada paso pareció requerir un nuevo esfuerzo de voluntad. Todos los movimientos eran un desafío bajo esa gélida penumbra amarilla. Su cuerpo no estaba dispuesto a cumplir con sus deseos de ir más rápido, de terminar con las molestias que le causaba al grupo de muertos. Colocó nuevamente a Willet en su sitio y cogió a su vecino. El nombre escrito en la etiqueta unida a su bota era Ed Moses. El doctor Winters le llevó a la oficina, y cerró la gran puerta detrás de él.

Con Moses, su trabajo cobró un poco más de impulso. No tenía la intención de realizar más necropsias internas. Pensó en su jefe, alegrándose ahora de su aparente sumisión al ultimátum de Waddleton. El impacto posterior sería aún más tremendo. Se imaginó al forense, aturdido, los informes del patólogo en una mano, y sonrió.

Probablemente, Waddleton podría montar un caso más o menos plausible alegando que el examen había sido incompleto. Con todo, los poderes discrecionales de un patólogo eran algo no muy bien definido. Muchos patólogos de buena reputación aprobarían los métodos del doctor, teniendo en cuenta las condiciones del trabajo. El inevitable litigio contra una coalición de familiares que pedirían las compensaciones del seguro resultaría largo y difícil. Ganara o perdiera, la venal devoción de Waddleton a los intereses de la compañía de seguros quedaría claramente demostrada. Además, en cuanto le despidieran, el forense revelaría a la prensa la causa oculta de tal despido. A ello seguiría un pleito por calumnias, algo a lo que Winters debía temer tan poco como a su despido. Tanto sus ahorros como los pleitos durarían mucho más que su vida.

Externamente, Ed Moses presentaba un estado tan típico de la asfixia como lo había sido el de Willet, sin la más leve señal de que algún fragmento hubiera entrado en su cuerpo. El forense terminó su informe, y llevó nuevamente a Moses a la bóveda, moviéndose de forma rápida y precisa. Ahora ya casi no se sentía incómodo. Ese extraño e indefinible agitarse del aire…, ¿lo había notado realmente? Quizá había sido alguna nueva reverberación de la muerte que se afanaba en su interior, un temblor psíquico de respuesta, emitido ante los cautelosos tanteos del cáncer que examinaba su vida. Sacó de la bóveda el cuerpo que estaba junto al de Moses.

Walter Lou Jackson era alto, más de un metro ochenta y cinco de la coronilla a los pies, y seguramente debía superar los noventa y cinco kilos de peso. Había luchado valerosamente contra su ataúd de un millón de toneladas, usando la fuerza de la agonía para hacerse pedazos el rostro y las manos. La muerte había tenido que vencerlo como si fuera un león herido. El doctor empezó a trabajar.

Ahora sus manos le pertenecían por completo: veloces, exactas, moviéndose en una intrincada serie de gestos que tanteaban el carácter del cadáver, igual que los dedos de otra persona podrían explorar un teclado en busca de melodías latentes. Y el doctor las observaba con un viejo placer, uno de los pocos que nunca le habían fallado, su mente alejada en una fracción de grado de su afanosa inteligencia. ¡Todas las muertes! Un mundo entero de muertes, por los siglos de los siglos. Vidas arrancadas pataleando de sus cómodos marcos de carne. Walter Lou Jackson había tenido una muerte muy dura. «Fue Joe Allen quien le hizo esto, señor Jackson. Creemos que fue parte de su intento de escapar a la ley».

Pero ¡qué huida tan estrepitosamente fracasada! Su enorme futilidad y falta de razón resultaban algo más que sorprendentes, eran casi fantásticas. Resultaba imposible dudar de que Allen era astuto. Un ogro con la delicadeza social de un psicópata, un tipo muy divertido que podía hacer reír a una taberna llena de hombres, dejándoles encantados, mientras se llevaba a su víctima, haciéndoles aplaudir su salida con la presa, que entraba jovialmente en la oscuridad con su asesino caminando a su lado, y dándole palmaditas en el hombro. Inteligente, desde luego, y también poseedor de una extraña sofisticación técnica, sugerida por la esfera. Y entonces, ¿cómo explicar la locura aún más insistentemente sugerida por ese objeto? En la esfera se concentraba todo el misterio letal de la prolongada pesadilla de Bailey.

¿Por qué la explosión? El punto donde se había producido implicaba una emboscada tendida a los perseguidores de Allen, una detonación planeada conscientemente. ¿Pretendió conseguir un derrumbe limitado, a partir del cual pensaba huir de alguna forma inconcebible? Como locura ya bastaba con eso…, y todavía más si, como parecía seguro, Allen había fabricado la bomba, pues entonces debía saber hasta qué punto su poder resultaba groseramente inadecuado para lo que necesitaba.

Pero si no era una bomba, si tenía una función distinta y su potencial explosivo era algo meramente accesorio, quizá Allen hubiera subestimado la fuerza de la detonación. Daba la impresión de que poseía alguna forma para controlar a distancia el objeto, pues la sucesión de los acontecimientos demostraba que había ido directamente a cogerlo apenas salió del pozo, sin dirigirse al autobús que aguardaba para llevar a su turno de regreso al pueblo, y alejándose para evitar así a un coche patrulla que no podía ver por ocultárselo el edificio de las oficinas. Esto sugería algo más complicado que un mero artefacto explosivo, algo, quizá, cuya destrucción entraba más en los planes de Allen que la explosión producida a consecuencia de ese objetivo.

El hecho de que se hubiera arriesgado a recuperar la esfera apuntaba hacia esta interpretación, pues cuando se dio cuenta de la presencia policial en la mina, debió adivinar que la investigación de los crímenes había conducido a su descubrimiento, y a que se la llevaran de su habitación. Pero entonces, sabiendo que podía hacerse acreedor a la máxima pena, ¿por qué Allen debía correr tantos riesgos para apoderarse nuevamente de una prueba que sólo le hacía culpable de un delito menor, la posesión de un artefacto explosivo?

Bien, admitamos entonces que la esfera era algo más, un instrumento para sus crímenes capaz de probar algo que de lo contrario no le afectaría. Aun así, su gambito carecía de sentido. Ya que la esfera —y, en consecuencia, los agentes de la ley que se suponía se habían apoderado de ella— se encontraba en la oficina de la mina, podía suponer que en cualquier momento se cerrara el recinto. Mientras, la puerta estaba abierta, y la huida a las montañas era una posibilidad bastante atractiva para un hombre capaz de sorprender y eliminar a dos montañeses experimentados y bien armados, que le habían tendido una emboscada. ¿Por qué no había asegurado su huida para debilitar las pruebas del caso montado contra él, caso que su huida habría vuelto por completo irrelevante? El doctor Winters vio cómo sus dedos, igual que una jauría alrededor del cubil de su presa, convergían sobre una pequeña herida situada bajo el proceso xifoide de Walter Lou Jackson, entre el octavo par de costillas.

Su mano izquierda tanteó los confines de la herida con rápida delicadeza. La mano derecha introdujo una sonda, y las dos la hicieron penetrar en la herida, adentrándose en el cuerpo sin hallar obstrucción alguna, subiendo por la curvatura del diafragma hacia el corazón. El doctor sintió que los latidos de su corazón se aceleraban. Vio moverse sus manos para anotar lo encontrado, las vio detenerse y vio cómo regresaban a su exploración del cadáver, dejando la página y la pluma sin tocar.

La inspección no reveló más anomalías. El doctor anotó fielmente el resto de sus hallazgos, y mientras lo hacía se interrogó sobre las causas del malestar que sentía. Cuando hubo terminado, lo comprendió. La causa no era el descubrimiento de una herida de entrada que podía reforzar las alegaciones de Waddleton; habían bastado unos momentos desde que hizo tal hallazgo para que éste le revelara que si encontraba algo que pareciera ser un indicio de la penetración de un fragmento, haría caso omiso de él. Los daños producidos por Joe Allen iban a terminar aquí, con esta última gran matanza, y no se extenderían hasta producir la ruina de quienes habían sobrevivido a sus víctimas. No más exámenes internos. A partir de ahora, los externos, revelaran lo que revelasen, sólo servirían como explícita contraindicación de la necesidad de practicar más exploraciones.

El problema era que no creía que la herida situada en el tórax de Jackson fuera la señal de entrada producida por algún fragmento. ¿Por qué? Y, al no encontrar respuesta a tal pregunta, ¿por qué volvía a tener miedo? Firmó lentamente el informe de Jackson, lo dejó a un lado y cogió el cuchillo para las incisiones post mortem.

Primero, el largo movimiento de aserrar, desabrochando el abrigo de la mortalidad. Luego, tras haber apartado dos grandes pedazos cuadrados de carne, enrollándolos de forma lateral hasta la altura de las axilas, dejar al descubierto el pecho; una mano sujetaba el borde de la carne, la otra introducía el cuchillo por debajo, hendiendo el tejido de aspecto vítreo que lo unía a la pared del pecho, soltando los músculos de sus conexiones con el hueso y el cartílago que había más allá. Luego, desmantelar la caja fuerte del cuerpo. Cortar las costillas, con una herramienta tan sencilla y directa como las tijeras de podar de un jardinero. El acero iba mordiendo cada una de las costillas, cortándolas por su punto de unión central al esternón. Cuando llegó al final, sacó los extremos de las clavículas con el cuchillo, dejándolos libres. Cuando hubo arrancado las bisagras del cofre, el cuchillo se deslizó bajo la tapa y la abrió.

Unos minutos después, el doctor se irguió y se apartó del cuerpo que había examinado. Se movía casi igual que un borracho, y ahora los años parecían todavía más marcados en su rostro. Se quitó los guantes a toda velocidad, con un gesto de repugnancia. Fue al escritorio, tomó asiento ante él y se sirvió otro vaso. Si en su rostro había algo parecido al horror, también se le había endurecido la línea de los labios, y los músculos de la mandíbula estaban tensos.

—Así sea, su excelencia —dijo al vaso—. Algo nuevo para tu humilde sirviente. ¿Poniendo a prueba mis nervios?

El pericardio de Jackson, la cápsula que contenía su corazón, tendría que estar prácticamente oculto entre las dos grandes masas de sus pulmones, hinchados por la sangre. El doctor lo había encontrado totalmente al descubierto, y los pulmones que lo flanqueaban eran masas arrugadas que tenían menos de una tercera parte de su tamaño normal. No sólo estos órganos, sino también la parte izquierda del corazón y las venas medias de la parte superior, todas las regiones que deberían estar saturadas de sangre…, no había ni una gota de ella, nada.

El doctor tragó el resto de su bebida y fue nuevamente hacia las fotos. Descubrió que Jackson había muerto de bruces sobre el cuerpo de otro minero, con el torso de una tercera víctima atrapado entre los dos. Ni los cuerpos de abajo ni la tierra que les rodeaba mostraban señal alguna de pérdida de sangre, que debía de haber llegado casi a los dos litros.

Era posible que algún truco de la luz hubiera provocado que las fotos no lograran recoger esa pérdida. Se volvió para buscar el informe de la investigación, donde Craven tenía que haber mencionado cualquier cantidad significativa de tierra ensangrentada que se hubiera descubierto durante el rescate de los cuerpos. El sheriff no había anotado nada al respecto. El doctor Winters volvió a las fotos.

Ronald Pollock, el compañero más íntimo que Jackson había tenido en su tumba, murió tendido de espaldas, debajo de Jackson y un tanto desviado de él, haciendo que la mayor parte de sus respectivos torsos estuviera en contacto, salvo allí donde se interponían la cabeza y el hombro del tercer cuerpo. Parecía inconcebible que en las ropas de Pollock no quedara rastro alguno de la enorme hemorragia sufrida por el compañero al que había abrazado en su muerte.

El forense se puso en pie bruscamente, se colocó mi nuevo par de guantes y regresó a la mesa donde estaba Jackson. Ahora, sus manos exhibían una velocidad más brutal, cerrando temporalmente la gran incisión con unas cuantas suturas separadas por grandes espacios. Guardó el cadáver nuevamente en la bóveda y sacó a Pollock, la respiración entrecortada al mirar las muertas siluetas agrupadas en la hilera, moviéndose a grandes zancadas, confiando siempre —o eso le parecía— en mantenerse un paso por delante de las apremiantes ideas que no deseaba tener, las deformidades que murmuraban a su espalda, emitiendo débiles y heladas ráfagas de pútrido aliento. Meneó la cabeza —negando, posponiendo lo inevitable—, y colocó el nuevo cadáver sobre la mesa de examen. Las tijeras desnudaron a Pollock con una codiciosa serie de mordiscos.

Pero al final, cuando hubo examinado cada tira de tejido y no encontró nada parecido a la mancha de sangre que buscaba, el doctor Winters se quedó una vez más inmóvil; se olvidó de esa decisión tan sencilla y deseada que había intentado tomar en su apresuramiento. Se quedó inmóvil ante la mesa del instrumental, sin verla, sometiéndose al lento avance de las cosas a medio formar que rondaban por la periferia de su mente.

La revelación que supuso los encogidos pulmones de Jackson había sido algo más que una mera sorpresa. También había sentido una aguda cuchillada de pánico y, de hecho, el mismo y curioso terror hacia este lugar, perfectamente claro, que antes le había impulsado a salir corriendo de él. Ahora se daba cuenta de que el germen de ese terror, rápidamente suprimido de su mente, había sido una premonición del fracaso al no encontrar algún rastro de la sangre que faltaba. ¿De dónde venía la premonición? Tenía que ver con un problema que se había negado tozudamente a considerar: el aspecto mecánico de cómo había podido vaciarse de forma tan completa la densa retícula de la estructura vascular de los pulmones. ¿Era posible que la simple presión de la tierra actuara de forma tan concienzuda, dejando sólo un orificio de salida que, al mismo tiempo, no era muy ancho y poseía una extraña curvatura? Y luego estaba la foto que había examinado. Ahora le daba miedo recordar la imagen; algo se agitaba dentro de él, algo que intentaba hacerse nítido y luchaba por ser visto y comprendido. El doctor Winters cogió la sonda de la mesa y se volvió nuevamente hacia el cadáver. Se inclinó sobre él y tocó la herida, con tanta exactitud y seguridad como si ya hubiera localizado su presencia: un orificio pequeño y limpio, justo bajo el proceso xifoide. Introdujo la sonda. La herida la acogió hasta lo más hondo del cuerpo, siguiendo una dirección familiar.

El forense fue hacia el escritorio y cogió nuevamente la foto. Las heridas de Pollock y Jackson no se tocaban. La cabeza del tercer hombre estaba atrapada entre sus dos cuerpos justo en ese punto. Buscó otra foto, en la que este tercer hombre ocupaba una posición más central, y descubrió su nombre escrito con tinta bajo la imagen: Joe Allen.

Como si andara en sueños, el doctor Winters fue hacia la gran puerta metálica, la abrió y entró en la bóveda. No le hizo falta buscar. Se dirigió en línea recta al par de caballetes ante los que se había parado su amigo hacía unas horas, y encontró el mismo nombre en la etiqueta.

El cuerpo era delgado y poseía una buena musculatura, disimulada ahora por la espúrea obesidad de la muerte. El rostro era más bien cuadrado, la frente ancha, la nariz vulpina desviada por una vieja fractura. La lengua, hinchada, estaba colocada detrás de los dientes, y la descomposición no lograba ocultar cuál había sido el efecto inicial que ese hombre debió producir en vida: apuesto y de maneras francas, sus ojos negros, ahora algo céreos, astutos y dispuestos a bromear. Eh, amigo, ¿tienes un momento? Te he visto llegar cada día en el otro turno, ¿verdad? Ajá, Joe Allen. Mira, ya sé que es tarde, quieres volver a casa, decirle a tu mujer que no has estado bebiendo aquí desde la hora de salir, ¿eh? Oh, claro, ya he oído todo eso. Pero este maldito asunto de las desapariciones me ha puesto los nervios de punta, y juro por Dios que, justo cuando venía aquí, vi que alguien rondaba por la parte trasera de esa casa que hay al final de la calle. ¿Ves por dónde asoma la luna, allí donde los árboles se aclaran un poco, detrás del patio? Eso es. Bueno, pues allí le he visto. Oh, claro, perfecto, le cogeremos entre los dos. Sabía que aquí podría encontrar a un hombre al que no le asustara un poco de jaleo…, no he visto ningún coche patrulla en toda la calle. Sí, aquí mismo, en esos pinos. Ten cuidado, casi no se puede ver. Eso es…

El rostro del forense estaba cubierto de sudor. Se volvió y salió de la bóveda, cerrando la puerta a su espalda con un fuerte golpe. En la atmósfera más cálida de la oficina, notó que la transpiración empapaba su camisa por debajo de la bata blanca. El estómago le latía con un continuo y doloroso vaivén, pero apenas hizo caso de ello. Fue hacia Pollock, y cogió el cuchillo para las incisiones.

El trabajo se hizo con una velocidad irreal, con toda la capa de carne y hueso deslizándose suavemente bajo sus manos desesperadas pero infalibles, hasta que la cavidad torácica quedó al descubierto; en su interior vio los pulmones que habían sucumbido al vampiro, dos masas arrugadas de tejido gris.

No buscó más, sabiendo el aspecto que tendrían el corazón y las venas. Volvió a sentarse ante el escritorio, débil y encorvado, olvidando que aún sostenía el cuchillo en su mano izquierda. Miró hacia la ventana, y le pareció que sus pensamientos se originaban en ese borroso y tenue doctor Winters suspendido en el exterior igual que un fantasma.

¿En qué mundo vivía? Cierto, no había llegado a saberlo en toda su existencia. ¡Alimentarse de tal forma! Únicamente en eso ya había horror más que suficiente. Pero alimentarse así en su propia tumba. Excluyendo la manera como había logrado no asfixiarse durante el tiempo suficiente para hacer algo, ¿cómo lo había conseguido…? ¿Cómo se podía entender una avidez tan ardiente, que era capaz de atiborrarse incluso hallándose en el mismísimo umbral de su destrucción? El último banquete debía seguir aún en su estómago.

El doctor Winters miró la foto, la cabeza de Allen atrapada entre los cuerpos de los otros dos, igual que un cerdito hambriento buscando el pezón de su madre. Luego miró el cuchillo que tenía en la mano. Su mano parecía haber perdido toda la técnica aprendida. Su único impulso era cortar y hendir, eliminar los restos de esa glotona criatura llamada Joe Allen. Debía hacerlo, o de lo contrario tenía que huir ahora mismo. No había ningún camino intermedio. Siguió inmóvil.

—Yo lo examinaré —dijo el fantasma del cristal, y no se movió.

En el interior de la bóveda refrigerada se oyó un leve ruido.

No. Había sido alguna variación en el murmullo del generador. Nada podía moverse allí dentro. Y entonces hubo otro ruido, una corta fricción contra la pared interior de la bóveda. Los dos viejos se miraron, meneando la cabeza. El chasquido de un pestillo y la puerta se abrió. Tras la imagen congelada de su propio asombro, el doctor vio una maltrecha silueta que se recortaba en el umbral y alzaba hacia él sus brazos en un gesto de súplica. El doctor se dio la vuelta, aún sentado. Y de la silueta le llegó un gemido sibilante, el fragmento corrompido de una voz humana.

Joe Allen movió su mandíbula, y extendió sus manos purpúreas como si estuviera pidiéndole algo. Como si el habla fuera un gusano que luchara por brotar de su boca; el rostro azul y tumefacto se contorsionó en una mueca, su enorme lengua agitándose inútilmente entre sus labios viscosos.

El forense alargó la mano hacia el teléfono, levantó el auricular, y el que a su oído sólo llegara el muerto silencio de la línea no significó nada; le habría sido imposible hablar. La criatura que tenía delante destrozaba con cada uno de sus movimientos el mismísimo marco de la cordura, en cuyo interior hubiera sido posible que las palabras tuvieran un significado, reduciendo el mundo a una extensión desolada de oscuridad y silencio, una ruina iluminada por las estrellas, donde ya, por todas partes, lo extraño y lo inimaginable despertaba para ocupar su nuevo dominio. El cadáver se irguió y alargó una mano como para indicarle que no se moviera; luego se dio la vuelta y fue hacia la mesa del instrumental. Sus piernas parecían pesar como si fueran de plomo, movía los hombros como si estuviera nadando, luchando por abrirse paso a través del espeso medio formado por la gravedad. Llegó a la mesa y se agarró a ella como si se hubiera quedado exhausto. El doctor descubrió que se había puesto en pie, y que su cuerpo estaba levemente agazapado, quieto, como sin peso. El cuchillo sujeto en la mano era la única parte de sí mismo que podía sentir con nitidez, y era como una lengua de fuego, una llama crematoria. El cadáver de Joe Allen metió una mano por entre los instrumentos. Los gruesos dedos, con una extraña y simiesca ineptitud, cogieron un escalpelo. Las dos manos sujetaron el pequeño mango y hundieron la hoja entre sus labios, como un niño sediento haría con una botella de refresco, y la apartaron luego con una sacudida, cortando la lengua. Un fluido turbio se derramó sobre el suelo. La mandíbula se movió rígidamente, y la boca logró emitir palabras en un siseo húmedo y entrecortado.

—Por favor. Ayúdame. Atrapado en esto. —Una mano muerta golpeó el pecho del cadáver—. Hambre, muriendo.

—¿Qué eres?

—Viajero. No de aquí.

—Un devorador de carne humana. Alguien que bebe sangre humana.

—No. No. Sólo escondiéndome. Soy pequeño. Forma horrible para vosotros. Temía muerte.

—Trajiste la muerte.

El forense hablaba con la calma del perfecto incrédulo, y su propia persona le resultaba tan increíble como la cosa con la que conversaba. La criatura meneó la cabeza, sus ojos, apagados y saltones, ardiendo ahora con una agonía de expresiones retorcidas.

—Matado ninguno. Escondido en éste. Escondido en éste no ser matado. Ahora cinco días. Ahogándome en podredumbre. Libérame. Por favor.

—No. Has venido para alimentarte de nosotros, no te estás ocultando porque tengas miedo. Somos tu alimento, tu carne y tu bebida. Te alimentaste de esos dos hombres dentro de la tumba. Su tumba. Para ti no fue más que un retraso. De hecho, fue algo divertido que te ha permitido poner punto final a la caza.

—¡No! ¡No! Usado hombres ya muertos. Para mí, cinco días, morir de hambre. Incluso menos. Alimentado sólo por necesidad. ¡Horrible necesidad!

El destrozado instrumento vocal del cadáver convirtió la última palabra en un jadeo maltrecho —un sonido inhumano que parecía brotar de un pozo de serpientes; el doctor lo sintió como el frío y veloz movimiento de unas lenguas ofidias dentro de su oídos—, mientras que los muertos brazos se movían en una torpe aproximación al lenguaje corporal usado por quien está jurando decir la verdad.

—No —dijo el doctor—. Les mataste a todos. Incluyendo a tu… tu herramienta…, este hombre. ¿Qué eres? —En esa pregunta había surgido el pánico, que intentó ocultar respondiendo él mismo sin perder ni un instante—. Eres decidido, sí. Eso es seguro. Usaste la muerte como camino de huida. Quizá no necesites oxígeno.

—Extraído más de lo que necesito en los gases de la corrupción. Un componente menor de nuestro metabolismo.

La voz se estaba haciendo más clara, logrando improvisar sustitutivos para los distintos matices perdidos en la agónica ruptura de las válvulas y los frenos del lenguaje, arrancando con mayor efectividad vocal y consonante de la lengua y los labios podridos. Al mismo tiempo, la tosquedad de los movimientos del cuerpo no ocultaba del todo una sutil e incesante experimentación. Los dedos se flexionaban y se agitaban, probando la capacidad de los tendones, buscando en la palma de la mano los viejos puntos de agarre y contrapresión que había tenido Las rodillas, con cautelosas repeticiones, ponían a prueba los nuevos límites de la articulación.

—¿Qué era la esfera?

—Mi nave. Su destrucción nuestro primer deber si enfrentados a ser descubiertos.

El doctor sintió miedo, igual que una oruga que estuviera trepando por su cuello; cuando la criatura habló, había visto el agudo movimiento espástico de la lengua y una disminución de su masa, como si algún ajuste interno tirara de ella.

—No oportunidad volver. Dejar esto llevar demasiado tiempo. Ni siquiera tiempo para preparar destrucción…, tener que emitir un cilio, clave química para romper escudo casco. En pozo mi única oportunidad para detener anfitrión.

El brazo derecho experimentó la muñeca, y el escalpelo que la mano seguía sosteniendo hizo saltar chispas blancas del aire, mientras que la palabra «anfitrión» parecía un pequeño gesto de hurgar con el cuchillo, una juguetona forma de hacer a un lado toda ficción —aunque la máscara muerta no mostraba ironía alguna—, algo preliminar al ataque.

Pero el doctor descubrió que el miedo le había abandonado. La imposibilidad con la que estaba conversando y con la que iba a luchar estaba consiguiendo que en él se operase una abrumadora amplificación de la prolongada e impotente rabia que durante toda su vida había sentido hacia la muerte. Descubrió que, ahora, su provinciana piedad hacia la Tierra se extendía hasta la magnitud interestelar sobre la que mandaba este viajero, a todo el basurero cósmico con sus múltiples cadáveres rudamente manejados; ruedas galácticas de carnicería interminable —estrellas, planetas con sus más majestuosas generaciones—, todo basura, huesos rotos y harapos sucios, que se asentaban y volvían a concatenarse en fútiles simetrías grávidas ya por las nuevas multitudes de basura, brevemente animadas.

Y esto, lo que ahora se encontraba ante él, era la muerte con la que se le había concedido tratar de forma particular; ahora había llegado el momento de entregar su óbolo al Tesoro universal de la muerte; el doctor Winters, un viejo dedicado a sanar, estaba poseído por el ardiente deseo de pagar. Su hoja, más letal que la otra, tiraba de su mano con un afilado apetito particular. Ahora sentía que todo su ser pertenecía nuevamente al Examinador, y conocía con precisión qué cortes haría, veloces y sin error alguno. «Muy pronto», pensó, mientras decidía con frialdad buscar algún dato más antes de la matanza.

—¿Por qué debía ser destruida tu nave, aun al precio de la vida de tu anfitrión?

—No debemos ser comprendidos.

—El ganado no debe comprender qué les devora.

—Sí, doctor. No todos al mismo tiempo. Pero uno a uno. Usted comprenderá lo que le está devorando. Eso es algo esencial para mi banquete.

El doctor meneó la cabeza.

—Viajero, ya estás en tu sepultura. Ese cuerpo será tu ataúd. En él serás enterrado por segunda vez y para toda la eternidad.

La cosa dio un paso más hacia él y abrió la boca. La arrugada garganta se debatió como si se esforzara en hablar, pero lo que surgió de ella era un delgado filamento blanco, más veloz que un látigo. El forense Winters percibió sólo el primer y fugaz instante de su erupción, y luego su cerebro estalló igual que una nova, debilitándose más y más, a la velocidad de la luz, hasta llegar a un vacío blanco.

Cuando el forense volvió en sí, de hecho sólo recobró una parte de su propio ser. Antes de abrir los ojos, ya había descubierto que su mente, nuevamente despierta, volvía a ser dueña tan sólo de una porción extrañamente truncada de su cuerpo. Su cabeza, su cuello, su hombro izquierdo, así como la mano y el brazo, declararon que le pertenecían: el resto era silencio.

Cuando abrió los ojos, se encontró tendido en posición supina sobre la camilla, desnudo. Algo le sostenía la cabeza. Una tira de cuero sujetaba su codo izquierdo a la camilla, una tira que podía sentir. Su pecho también estaba sujeto por una tira, pero era incapaz de notarla. A decir verdad, salvo por la parte activa que aún le quedaba, todo su cuerpo podría estar aprisionado en un bloque de hielo; el entumecimiento y la impotencia le impedían hacer el más ligero movimiento con la más pequeña de sus partes.

La habitación estaba vacía, pero de la puerta abierta de la bóveda le llegaban leves ruidos: el crujir y las suaves fricciones de pesadas lonas cambiadas de sitio, para llevar a cabo cierta labor que exigía chasquidos y un sonido parecido al de los besos.

Lágrimas de furia llenaron los ojos del forense. Apretando su único puño, y alzándolo hacia la estrellada máquina de la creación que ahora no podía ver, rechinó los dientes y, con un sollozo ahogado, murmuró:

—¡Quítame esta sucia y pequeña hebra de vida! La aparto alegremente de mí, como el desperdicio que es.

En el interior de la bóveda resonó el lento golpeteo de unas botas de suela gruesa, y el forense volvió la cabeza. El cadáver de Joe Allen cruzó el umbral de la bóveda y se le acercó.

Se movía con una nueva energía, aunque su paso era grotesco, un avance furtivo y encorvado en el que se notaban los espasmos a que le obligaban los músculos corrompidos, mientras que por encima de ese cuerpo galvanizado, que se esforzaba por moverse, se cernía inanimado el rostro, hinchado y violáceo, la misma imagen de la imperturbabilidad y la distancia. Ese rostro revelaba con terrible nitidez lo que realmente era la cosa: el estropeado guante de una marioneta accionada vigorosa mente desde el interior. Y cuando ese rostro paralizado quedó suspendido sobre el forense, las manos apestosas reposaron leves y solícitas sobre su pecho desnudo, de la misma forma que los amigos se apoyan en la cabecera de los enfermos.

La ausencia de toda sensación hizo que ese contacto fuera todavía más horrible de lo esperado. Le demostró que la pesadilla que seguía negando desesperadamente en su corazón se había anexionado a su cuerpo, mientras que él —manteniendo libres el brazo y la cabeza— ya estaba más que medio sumergido en su mortal parálisis. Allí yacía su parte de pesadilla, una masa de nada que podía ser libremente poseída por algo que resultaba imposible expresar en palabras.

—Sangre podrida —dijo el cadáver—. Poco alimento. Sólo una hora antes de que vinieras. Alimentado de vecino a mi izquierda…, apenas si tuve fuerzas para extender el sifón. Alimentado del de la derecha mientras trabajabas. Difícil…, tú alerta. Esperaba al doctor Parsons. Energía necesaria para animar esto… —una mano soltó el muslo del doctor y golpeó levemente el mono cubierto de polvo—… y de transferencia al anfitrión, muy alta. Cuando haya conseguido establecer tus sinapsis, me encontraré nuevamente cerca de la muerte por inanición.

Una secuencia de imágenes insoportables se desplegó en la mente del forense, mientras el robot hecho de carroña se apartaba de la camilla e iba hacia la mesa del instrumental; la llegada del sheriff justo después del alba, solo, por supuesto, ya que Craven siempre pensaba en el descanso de sus agentes, y porque en este asunto desearía un poco de intimidad para meditar sobre cualquier indiscreción que el problema pudiera exigir en pro de los familiares supervivientes; cómo encontraría a su viejo amigo, tendido en la camilla y alarmantemente débil; cómo vendría corriendo hacia él y se inclinaría sobre su cuerpo. Luego, un poco después, un coche de la policía con un montón de huesos todavía húmedos se saldría de la carretera en algún punto de la garganta donde la altura fuese considerable.

El cadáver tomó una de las cajas para pruebas que había sobre la mesa, y puso el escalpelo en su interior. Luego se dio la vuelta, cogió el cuchillo para las incisiones del suelo y también lo guardó; mientras lo hacía, sin volverse, dijo:

—El sheriff vendrá por la mañana. Hablabais como si fuerais íntimos amigos. Probablemente vendrá solo.

La coincidencia con sus pensamientos tenía que ser un accidente, pero la pretensión de aterrorizarle e impresionarle estaba muy clara. El tono y el ritmo de esa voz medio recompuesta eran inconfundiblemente deliberados: hábiles sondas que buscaban sólo su angustia, el centro personal de su mente. Vio cómo el cadáver —una vez más ante la mesa— movía en un gesto simiesco pero preciso la mano y cogía las cizallas, las tijeras y los separadores, añadiéndolo todo a la caja. Y siguió mirando, momentáneamente vacío de todo lo que no fuera la voluntad de llegar a conocer finalmente la extensión del horror que se había apropiado de su vida. El cuerpo de Joe Allen llevó la caja hasta la mesa de trabajo que había junto a la camilla, y los ojos carentes de expresión se encontraron con los del forense.

—He apostado. Una apuesta muy grave. Pero ahora he ganado. Ante el riesgo de ser descubiertos nos vemos obligados a desconectarnos, contraernos, ocultarnos tan bien como sea posible en el cuerpo del anfitrión. Suicidio, en efecto. Hice caso omiso de los imperativos de la situación, pese a que la muerte por hambre antes de ser desenterrado y de la autopsia posterior era prácticamente segura. Alcancé a la cuadrilla, hice caer a Pollock y Jackson microsegundos antes de la detonación. Computé cinco días de supervivencia en el escondite, podía desconectarme en el límite de mis fuerzas, pero de otro modo correría el riesgo de la autopsia, sabiendo que el doctor era un alcohólico incompetente. Y ahora veo lo que he ganado. Eres un excelente anfitrión, puedo alimentarme casi con impunidad incluso cuando matar sea demasiado peligroso. Comida segura se te entrega cuando aún está caliente.

El cadáver, tras muchos esfuerzos, había alineado la camilla junto a la mesa de trabajo, pero lo había hecho de tal modo que la mesa asomaba más allá del final de la camilla, ambas separadas por una distancia un tanto inferior a la que podía cubrir el brazo derecho de Joe Allen. Las muertas manos empezaron a distribuir el instrumental en la parte derecha de la mesa, apartando las tijeras y la caja. El cadáver llevó esos dos objetos al final de la mesa, dejó allí la caja y pasó las tijeras laboriosamente por entre una de las tiras que sostenían su mono. Empezó a hablar de nuevo y, mientras lo hacía, las tijeras se encargaron de ir cortando sus ropas lenta y metódicamente.

—La incisión debe ser adecuada tanto en lo médico como en lo forense, aunque una pequeña más fácil. Debo tener cuidado con músculos pectorales, o brazos no me obedecerán. Ya no soy una larva…, más de kilo y medio.

Para aliviar un poco la asfixiante presión de la pesadilla, para oponer algún destello de su propia voluntad a la marea que la había engullido, el forense hizo una pregunta, su propia voz más ronca ahora que la del cadáver.

—¿Por qué sigo teniendo libre el brazo?

—El último y delicado corte neural requiere un promedio sensorial-motriz, para que mi cerebro encaje perfectamente con el tuyo. Si no existe esa comprobación coordinada ojo-mano, mucho más tosco control motor del anfitrión. Hecho esto, elimino al paralítico, nos desato y somos libres juntos.

Los ropajes de la tumba habían caído ya en una confusa masa de harapos; ahora el cadáver estaba desnudo, su oscura silueta hinchada por los gases, parecido a alguna lustrosa criatura de los mares, que tuviera por timón el sexo cubierto de venas negras y distendido por los gases. Una vez más, la voz del cadáver había intentado provocarle el miedo, y había pronunciado la última palabra con lentitud, como si la saboreara; y en ese instante, la copa que contenía la angustia del forense se desbordó; el horror y la ofensa sufrida lucharon por su espíritu en una brutal alternancia, como si intentaran arrancarlo de la estructura que lo mantenía cautivo. El forense sacudió la cabeza mientras duraba el combate, su boca empezó a retorcerse con el lento nacimiento de un alarido que dejaría su mente vacía.

El cadáver observó todo esto, moviendo una sola vez la cabeza en lo que podría ser un gesto de aprobación. Luego subió a la mesa de trabajo y, con la preocupada cautela de algún convaleciente veterano que se instala nuevamente en su cama, se tendió de espaldas. Los muertos ojos buscaron nuevamente los ojos que aún vivían, y se encontraron con la mirada del forense, que le sonreía con una mueca enloquecida.

—¡Astuto cadáver! —exclamó el forense—. ¡Astuto y carnívoro cadáver! ¡Alienígena lleno de recursos! Por favor, no pienses que te estoy criticando. ¿Quién soy yo para hacerte críticas? No soy más que un brazo y un hombro, una mano que habla, sólo el pequeño fragmento de un patólogo. Pero estoy confuso. —Hizo una pausa, paladeando el atento silencio del monstruo, y gozando de la histérica despreocupación que le había liberado de forma tan inesperada—. Vas a utilizar a tu marioneta para que te saque de ella misma y te meta dentro de mí. Pero en cuanto haya dejado libre el asiento desde el que la conduces, ¿no morirá, por así decirlo, y te dejará caer? Podrías recibir un golpe muy desagradable… ¿Por qué no colocar un tablón entre las mesas? El muñeco abre la puerta y entonces tú te escabulles, fluyes, rezumas, saltas o lo que deba ser a través del puente. No se perderá nada, no habrá ningún desperdicio. Y, en cualquier caso, ¿no te parece que éste es un modo bastante extraño y torpe de moverte por entre tu ganado? ¿No deberías llevar al menos tus propios escalpelos cuando viajas? Siempre existe el riesgo de que tropieces con ese anfitrión entre un millón que no lleva encima su escalpelo.

Sabía que todas sus pullas serían contestadas para aumentar su desesperación. Era presa de una alegría exultante, pero ésta tenía como única fuente la momentánea sorpresa del predador al haber conseguido, sólo por un segundo, ridiculizarle en su feroz seguridad, haciéndole callar, y estropeando la perfección de su banquete.

La mano derecha del cadáver cogió el cuchillo que había junto a él, y la izquierda colocó un rollo de gasa bajo el cuello de Allen, levantando la garganta hasta situarla en un ángulo más prominente. La boca del cadáver habló, dirigiéndose al techo:

—Mantenemos forma larval hasta entrada en el anfitrión. Como larvas, tenemos estructura para la locomoción y brotes sensoriales utilizables fuera de los amplificadores para los sentidos de nuestras naves. Esperé enroscado alrededor de la pata de la cama de Joe Allen hasta la llegada de la noche, entré en su boca mientras dormía. —La mano de Allen alzó el cuchillo, sosteniéndolo por encima de los ojos que carecían de brillo, haciéndolo girar bajo la luz—. Una vez alojados, tenemos tres estadios hasta la forma adulta —siguió diciendo distraídamente la voz, y el cuchillo podría haber sido un espejo en el que el cadáver descifraba sus rasgos—. Larvalmente sólo poseemos un esbozo de todo nuestro equipo neurológico. Nuestra metamorfosis es provocada y determinada por la estructura endosomática del anfitrión. Yo maduré en tres días. —La muñeca de Allen se flexionó, haciendo bajar la punta del cuchillo—. Las más supremas adaptaciones compradas al precio de las capacidades que no son esenciales. —El codo se apoyó en la mesa y se dobló lentamente, acercando el cuchillo al cuerpo—. Nuestros anfitriones son todos seres conscientes, que dominan sus ecologías, que ya llevan la carga de estructuras con las cuales manejar el ambiente planetario. Miembros, umbrales de los sentidos… —El puño clavó el colmillo de su herramienta bajo el mentón, lo inclinó, y lo hizo bajar en un gesto lleno de fluidez por la garganta, mientras la voz seguía brotando del surco labrado por el acero, aparentemente sin que ello le afectara en lo más mínimo—. Envolturas somáticas, instrumentos… —bajando por el esternón, el diafragma y el abdomen, la hoja de acero inoxidable iba pintando su tira de tejido viscoso, sacándola a la luz—, con el cerebro de un anfitrión heredamos todo eso, el dominio de cualquier planeta, trazado en su nexo cerebral más importante. Por eso nuestros códigos genéticos no son estorbados ahora por tal tipo de arreglos.

Con la misma rapidez que el forense usó para dar un respingo, la mano de Joe Allen trazó cuatro cortes laterales a partir del gran eje creado por la herida. Lo que en principio parecía sólo una mera carnicería, dejó dos impecables pedazos de tejido torácico claramente delimitados. La mano izquierda levantó el borde del pedazo izquierdo, y la derecha introdujo el cuchillo en la abertura, ahondándola con pequeños cortes y tajos. La postura era la de un hombre que hurga en un bolsillo de su pecho, con los ojos del cadáver estudiando el lento retroceso de la carne. La voz, cuando siguió hablando, sonaba ahora con mayor premura e intensidad.

—Galácticamente abunda el paradigma de los cordados con nervio/cerebro, y el laberinto neural es nuestro dominio. ¿Tenemos que hacer puentes con tablones para cruzarlos y llegar a nuestro alimento? ¿Son las cucarachas superiores a nosotros porque tienen patas para subir corriendo por los muros y antenas con las que tantear su camino? ¡Todas las extrañas y complejas muletas que se complace en usar la vida! ¡Los zancos, las aletas, los abanicos, las alas, los tallos, las plumas y las colas, todo eso termina a su vez en formas muy variadas: ventosas, ganchos, pinzas, tijeras, tenazas o pequeñas jaulas formadas por dedos! Y, además, todos los trucos que se inventa para abrirse paso luchando a través de sus mundos, todas esas sucesiones de plumas, pelos, penachos, púas, escamas, placas u orificios, cubiertas por equipo perceptivo con el cual arrancar el alimento del ruido o el color al ambiente que la rodea por completo…

Dotadas de una calma y una seguridad invencibles, las manos cambiaron de herramienta y de labores. El pedazo derecho de tejido fue apartado, revelando unos cordones de músculo que habían sido ingeniosamente salvados del cuchillo, y que prometían tener un aspecto completamente normal una vez hubieran sido colocados de nuevo en su sitio con suturas. Indefenso, el forense sintió que el delirio de su desafío iba muriendo, y una morbosa fascinación le dejaba nuevamente paralizado.

—Somos los nódulos y los relés que comparten el conjunto de impulsos nerviosos aferentes del anfitrión justo en sus puntos integradores. Somos los cerebros que examinan estas integraciones de datos, y las suman a nuestros ya existentes bancos de datos sobre el anfitrión y, finalmente, dejamos que sus consecuencias fluyan por los senderos motrices…, ya sea para las consecuencias que ellos buscan espontáneamente, o para las que deseamos injertar en ellos. Además, poseemos un eficiente sistema circulatorio/alimenticio y un aparato reproductor. Y no necesitamos ser nada más que esto.

El cadáver había abierto ya su ensangrentada chaqueta, y las manos que parecían hechas de fécula tomaron ahora las cizallas. La siniestra tensión que teñía la voz se hizo todavía más acusada, y las frases se deslizaron de la lengua con el balanceo de la cobra que busca su presa, enredando sus líquidos ritmos alrededor del forense, hasta que una brecha en su resistencia les dejara entrar para acabar con el poco valor que aún le quedaba.

—Pues de esta forma hemos habitado la más densa telaraña cerebral de trescientas razas, y hemos yacido cómodamente en su interior igual que medra la yedra sobre las maderas del emparrado. Hemos atisbado desde la parte posterior de un excesivo número de máscaras, provistas de muchas ventanas, y por ello no podemos lamentar que nuestros sentidos propios sean meros vestigios. Ninguno sabía leer del todo sus mundos. Por eso es mucho mejor nuestro poder de nómadas, nuestra gama de elecciones, antes que el dominio inmutable de un pobre juego de estructuras corporales. Es mucho mejor caer cautelosamente sobre un ser viviente completo, y revestirnos inmediatamente con todos sus miembros y órganos, recuerdos y poderes…, hacerlo tan estrechamente congruente a nuestras voluntades como lo es el guante para la mano que lo colma.

Las cizallas se abrieron paso a través del hueso, mandíbulas estólidas y ensangrentadas que se alimentaban monótonamente, deteniéndose ante la unión del esternón y la clavícula, en el manubrio, allí donde los músculos pectorales tienen una importante sujeción.

—Ninguna de las conciencias del tipo cordada que hemos descubierto ha resultado impermeable a nuestra habilidad…, no hay modelo dendrítico tan elaborado como para que no podamos leer sus hebras y tejernos de tal forma que encajemos con ellas, trazando con precisión el mapa de cada costura sináptica hasta que seamos capaces de aflojarla, y dar nueva forma a ese ropaje para que nos resulte adecuado. Nos hemos movido ataviados con los cuerpos de autarcas planetarios, venerables maniquíes de la última moda moral, pero siempre cortados con la tela universal: la urdimbre de los veloces filamentos eléctricos de la experiencia, que nosotros podemos hacer pasar fácilmente de nuevo por el telar y la lanzadera de nuestros deseos. Y después de eso, nuevamente cortada, su tela viviente se pliega obediente a nuestros fines, invistiéndonos con un honor y una influencia ilimitados.

La engañosa melodía verbal que se prolongaba a través del diestro e incansable autodesmembramiento que el cadáver se imponía a sí mismo —la pura orquestación neuromuscular de la actividad que le estaba siendo descrita—, hizo que el doctor Winters sintiera la absorta fascinación que los grandes artistas del teclado eran capaces de imponerle. Fue capaz de distinguir un atisbo del punto de vista alienígena: un Gulliver esperando en una tumba de Brobdignac, que luego dirigía a un gigante muerto en contra de otro vivo, igual que un enano en una gigantesca estructura mecánica, programando febrilmente el combate en toda una batería de palancas y pedales, y esperaba que los brazos del robot cumplieran sus órdenes con el remoto y titánico impacto sobre los enemigos… y se maravilló, sintiendo que su ser quedaba colmado por una medio horrorizada sorpresa ante la infinita estrategia y plasticidad de la vida. Las manos de Joe Allen se metieron en la cavidad abdominal, que había quedado medio abierta, hundiéndose por debajo del músculo anterior, sin cortar, y descubierto por la delgada incisión de la epidermis, hasta que mediante una presión externa las capas de tejido quedaron lo bastante sueltas como para llegar hasta sus muslos. La voz guardó silencio, mientras los antebrazos delataban una delicada actividad llevada a cabo por los dedos enterrados en el cuerpo. Los hombros se tensaron hacia atrás. A medida que el firme movimiento de éstos hacía emerger las muñecas, las muertas piernas se estremecieron y se agitaron con una imprecisa serie de espasmos.

—Doctor, dijo que su especie era nuestra comida y alimento. Si fueran solamente eso, una elemental usurpación de sus rasgos motrices nos satisfaría, dándonos un perfecto control sobre el ganado, pues, ¿cuál de las palabras más extrañas o las conductas más sutiles no es sino un agitarse de un conjunto muscular? Esa ridícula habilidad era nuestra hace mucho tiempo. No es simplemente la sangre la que alimenta esta lujuria que ahora yo deseo instalar en su cuerpo, este anhelo por una intimidad que los años no echarán a perder. Mi auténtico festín se encuentra en obligarle a que se alimente de esa forma, y en la completa deformación de su voluntad que ello supondrá. Si la grosera alimentación que supone hubiera sido mi necesidad primordial, entonces mis compañeros de tumba, Pollock y Jackson, podrían haberme dado dos semanas de vida o más. Pero me negué a tan cobarde parsimonia enfrentado a la muerte. Gasté más de la mitad de la energía que su sangre me dio fabricando sustancias químicas con las cuales mantener vivos sus cerebros, y les bañé en un fluido alimenticio oxigenado.

Del abismo creado en el cuerpo, las manos manchadas sacaron dos largos haces de filamentos plateados, que se retorcían y brillaban con un millar de enroscamientos y contracciones simultáneas. Las piernas se movieron con débiles y caóticas pulsaciones, que se abrían paso a través de su musculatura, hasta que los brillantes haces vermiculados quedaron reunidos en dos masas esféricas que las manos depositaron cuidosamente dentro de la incisión. Luego, las piernas se quedaron inmóviles, igual que en la muerte.

—Sólo podía prescindir de conexiones neurales accesorias, pero teñía acceso a gran cantidad de recuerdos y a todas sus respuestas cognoscitivas, y teniendo en mis bancos todas las conversiones electroquímicas correspondientes a las palabras de su idioma, almacenadas en el órgano de Coti, podía hablarles en un susurro directo a través del octavo nervio craneal. Ése es nuestro auténtico banquete, doctor, las tormentas eléctricas incorpóreas de la impotencia al saber y comprender, provocada cuando hice cosquillas a esos dos pequeños globos óseos. Ayer me vi obligado a dejarles secos, justo antes de que nos desenterraran. Vivieron hasta entonces, y lo entendieron todo…, todo lo que les hice.

Cuando la voz calló, los ojos muertos y los ojos vivos se miraron fijamente. Así permanecieron durante un segundo, y luego el rostro muerto sonrió.

Este despertar de un alma capaz de expresarse en esos rasgos que pertenecían al túmulo funerario, recapituló todo el horror de la primera resurrección de Allen. Y lo que el forense vio despertar era el alma de un demonio: la sonrisa estaba erizada por agudos ganchos de crueldad en las comisuras de los labios, mientras que esos ojos como cuchillos relucían con una lánguida y cariñosa anticipación de su dolor. Desde muy lejos, el doctor Winters oyó el inexpresivo sonido de su voz, preguntando:

—¿Y Joe Allen?

—Oh, sí, doctor. Ahora está con nosotros, lo ha estado siempre. ¡Lamento abandonar un anfitrión tan difícil de hallar! Es un auténtico ermitaño-filósofo, un hombre que ha leído mucho en cuatro idiomas distintos. Está traduciendo a Marco Aurelio…, quiero decir que estaba traduciendo, en su tiempo libre…

A esas palabras sucedieron largos minutos de la voz acompañando la autopsia irreal que practicaba sobre su cuerpo, pero el forense guardó silencio, sin moverse, vacío de todo poder de reacción. Aun así, la plena comprensión de su destino reverberaba en su mente, una estancia vacía, en la que, sin embargo, la voz que no era exactamente oída pero que, sin que pudiera saber cómo, había logrado implantarse directamente como en la tortura subterránea que le había descrito hacía unos instantes, mandaba ola tras ola de pensamiento en el que se amplificaba lo indecible.

El parásito había localizado la compleja superficie de contacto existente entre la integración cortical de los datos y la consecuente salida neural que daba forma a la respuesta. Había colocado su cerebro justo en el centro, compartiendo la conciencia mientras mandaba solamente sobre los caminos de la reacción. El anfitrión, la personalidad encerrada en una botella, se encontraba mudo y carecía de miembros con los que expresar la más mínima fracción de su voluntad, mientras que poseía una infernal agilidad e inteligencia al servicio del parásito. Eran las manos del anfitrión las que ataban a su presa y le arrancaban la vida, su cuerpo el que experimentaba los repetidos orgasmos con los que se coronaba el despojo de los cuerpos. Y cuando éstas yacían ante él, atadas, gritando todavía, listas para la consumación, era su fuerza la que les sacaba las entrañas humeantes, y su propia lengua y su garganta las que se hundían en el horrible banquete palpitante.

Y el doctor pudo ver algo de la historia que había tras esa actividad predadora, la de una raza que había llegado tan lejos en la esencia e inexorable abstracción de su propia textura mental, que mediante el auto-cultivo genético y la entrega a la ciencia habían logrado encarnar su propio modelo de la conciencia perfecta, diseñándolo y afinándolo para permitir que pudiera entrar en otros seres, y adquirir así directamente todos los mundos de su experiencia. Al principio, todo había sido un asunto de la más estricta erudición, hasta que en los estudiosos carentes de cuerpo maduró ese odio envidioso que había germinado durante largo tiempo y que ahora ardía con ferocidad, el odio hacia todas las mentes «menores» que tenían sus raíces en el suelo de mundos sólidos y específicos, bañándose con su sol. El parásito le habló de la «música cerebral» y las «sinfonías de la paradoja agónica», que eran el botín principal de sus invasiones. El forense percibió la verdad que había tras toda esa grandilocuencia; la cosecha real que sacaban de la violación sistemática de las personalidades era experimentar una estéril supremacía de medios sobre vidas quizá más primitivas, pero mucho más ricas en la intensa y apasionada preocupación con la que toda existencia estaba imbuida para ellos.

Las manos de Joe Allen habían tomado ya las dos bolas de nervios alienígenas, con el arrugado nódulo cerebral situado entre ellas, y por algún tiempo había estado esperando a que se produjera la lenta retracción de una última e importante conexión que, al parecer, había estado alojada a lo largo del eje espinal. Por fin, cuando sólo quedaba implantada una delgada subfibra de ésta, el cadáver, sonriendo una vez más, alzó toda la masa para que el doctor contemplara a su futuro amo, otra vez reunido. El forense miró entonces a los ojos del cadáver y habló…, no a quien le controlaba, sino al cautivo que compartía esos ojos con él, y que ahora, bien lo sabía el doctor, se acercaba a su muerte final.

—Adiós, Joe Allen. Eddie Sykes… No eres culpable de nada. Que la paz sea al fin contigo.

La sonrisa del demonio siguió sin alterarse, y la mano derecha hizo pasar su viscosa carga a través del espacio que separaba la mesa de la camilla, colocándola sobre la ingle del doctor. Winters vio cómo la mano colocaba la reluciente cabeza de medusa, su nuevo yo, sobre la carne de su cuerpo; luego se volvió a la mesa, cogió el escalpelo y se estiró de nuevo para trazar en su ingle una incisión de unos diez centímetros, todo ello en medio de una fantasmagórica ausencia de estímulos táctiles. La fibra, que seguía metida en el cadáver, se liberó repentinamente de la hendidura mediastinal, encogiéndose para cruzar el espacio que la separaba de la camilla, y quedó convertida en un grueso tallo que coronaba el organismo situado sobre el doctor.

El cuerpo de Joe Allen se derrumbó al quedar vacío. Ahora volvía a ser un cadáver y nada más, pero en su postura había algo anormal. Su brazo derecho no había quedado en la posición casi vertical que habría resultado natural. En el instante en que el alienígena se desconectó, el hombro se había movido con gran fuerza, impulsando hacia arriba el brazo. Ahora, éste se encontraba orientado igual que el de un hombre intentando llegar al siguiente peldaño de la escalera por la que está subiendo. El más ligero temblor haría que las articulaciones dejaran de sostenerse en ese equilibrio, y el brazo volvería a quedar sujeto a la fuerza gravitatoria; también serviría para hacer que el escalpelo cayera de la mano que ahora lo sostenía en su palma, como ofreciéndolo en esa precaria posición.

Un microsegundo antes de su final, aquel hombre había vuelto a ser dueño de sí mismo. El corazón del forense se agitó dentro de su pecho, despertando con un cántico emocionado, pues vio que el escalpelo se encontraba en una posición a la que podían llegar sus dedos si estiraba el antebrazo al máximo a partir de la atadura del codo… El horror se agazapó sobre él, introduciendo lentamente su tallo en la incisión de la ingle; en el primer instante, eso hizo que la mano del doctor se detuviera ante la punzada de terror que sintió. Y luego se recordó a sí mismo que, hasta no ser implantado, el enemigo era una masa carente de sentidos, un cuerpo erizado de conexiones sensoriales con las que recibir datos, pero hasta que no se hubiera instalado en los amplificadores físicos de los ojos y los oídos era una mónada totalmente sorda y ciega que aguardaba en un perfecto solipsismo entre dos envolturas sensoriales cautivas.

Vio cómo sus dedos se esforzaban por llegar a la brillante herramienta de la libertad, y con una sonrisa enloquecida pensó en Dios y Adán en el techo de la Capilla Sixtina, y luego, con el preciso control que le daba toda una existencia como cirujano, cogió el escalpelo. El brazo del cadáver cayó y quedó colgando fláccidamente.

—Duerme —dijo el forense—. Duerme vengado.

Pero descubrió que su ataque se encontraba severamente limitado por los cuidadosos preparativos del alienígena. Su codo había sido atado dejándolo casi en ángulo recto con el eje más largo de su cuerpo; el antebrazo podía hacer que su mano fuera hacia él hasta quedar cerca de su cara, lo cual se adecuaba a las necesidades del parásito, que precisaba un control de coordinación ojo-mano, pero ni siquiera con la longitud suplementaria que le daba el escalpelo podía llevar su punta a menos de diez centímetros de su ingle. Y el parásito seguía introduciendo sin detenerse su conexión sensorial. Dentro de tres o cuatro minutos como máximo usurparía su control motriz, a juzgar por el tiempo que le había costado salir de Allen.

El doctor retorció frenéticamente su muñeca hasta el límite, intentando cortar la tira allí donde ésta tocaba la parte interna de su codo. Resultaba imposible ejercer una presión suficiente, y la presa con que sostenía el escalpelo era tan incómoda que incluso sus más débiles intentonas amenazaban con hacerle perder el instrumento. La raíz del control del alienígena seguía entrando en él. Poseía un arma letal con la que enfrentarse a una indefensa cosa de gelatina y, pese a todo, seguía estando condenado, como un atisbo de la impotencia futura que le correspondería para siempre.

Pero, por supuesto, había un medio. No para sobrevivir. Pero sí para escapar y para cobrarse la venganza. Miró por un momento a la criatura que le había capturado, endureciendo su resolución y su temple con las llamas del odio que encendía en él. Luego decidió rápidamente el orden de sus movimientos y empezó.

Llevó el escalpelo a su cuello y se abrió la vena tiroides superior, su tintero. Colocó el escalpelo junto a su oreja, mojó el dedo en su sangre, y empezó a escribir sobre el metal de la camilla, primero a la altura de su muslo, y después subiendo hacia su axila. Era extraño, pero aunque esos músculos se hallaban despiertos, la incisión de su cuello no le había dolido, lo que le dio esperanzas y le animó a reunir el coraje para lo que aún faltaba por hacer.

Cuando hubo terminado, su mensaje decía esto:

CUIDADO PARÁSITO

DE ALLEN EN MÍ

ABRIR TODO HASTA

ENCONTRAR

1.500 G MASA

FIBRA NERVIOSA

Deseó escribir un adiós a su amigo, pero el alienígena había empezado a enviar filamentos auxiliares más pequeños junto al principal, y ahora todo dependía de la velocidad.

Cogió el escalpelo, volvió la cabeza hacia la izquierda, y hundió profundamente la hoja en su oído.

¡Milagro! ¡Un último y casual acto compasivo del destino! No había dolor. Algún anestésico altamente especializado estaba actuando durante la entrada del ser. Hundiendo cuidadosamente su hoja, destrozó el oído interno derecho, y luego provocó el silencio en el izquierdo, de forma igualmente concienzuda. Después, cortó las cuerdas vocales y los tendones situados en la parte trasera del cuello, los que le mantenían erguido. Deseó tener la posibilidad de cortar también los tendones de las rodillas y los codos, mas era imposible. Pero cegado, con los centros del equilibrio perdidos, con sólo un tosco control motriz…, todo eso tendría que hacer más difícil la huida del alienígena, si es que en primer lugar tenía que intentar reaccionar a un cadáver sin sangre, en el que todavía no había logrado llevar a cabo una conexión bien ajustada. Antes de apagar sus ojos se detuvo, el escalpelo suspendido encima de su cabeza, y pestañeó para que las lágrimas no enturbiaran su puntería. El derecho, luego el izquierdo, las dos retinas meticulosamente extirpadas, la yema de la visión absolutamente eliminada de los ojos. La última tarea del escalpelo, una vez hubo ladeado la cabeza para que el flujo de sangre cayera en una dirección que hiciera absolutamente imposible borrar el mensaje, fue cortar la arteria carótida externa.

Una vez realizado el último gesto, el anciano lanzó un suspiro de alivió y soltó el escalpelo. En el mismo instante en que lo soltaba, notó en su interior el cosquilleo de una energía extraña…, algo que se encendía y crepitaba, que se encendía y que buscaba, pero no lograba encontrar del todo su asidero. Y, dentro de él, mientras el doctor se hundía hacia el sueño, cerebralmente, tal y como debe hablar un hombre sin voz, dirigió al parásito estas palabras, cuidadosamente escogidas:

—Bienvenido a tu nueva casa. Me temo que se han producido ciertos actos de vandalismo…, las luces no funcionan, y en las cañerías hay una fuga bastante grave. También hay algunas otras cosas que no andan bien…, el vecindario es quizá demasiado tranquilo, y puede que te resulte un tanto difícil desplazarte. Pero ha sido un hermoso hogar para mí durante cincuenta y siete años y, aunque no sé muy bien por qué, creo que te quedarás en él…

El rostro, vuelto hacia el cuerpo de Joe Allen, parecía llorar lágrimas escarlata, pero su último gesto antes de la muerte fue una sonrisa.