LUZ ESTELAR. LUZ ESTELAR - Isaac Asimov
—¡Trent! No puedes escapar.
Interceptaremos tu órbita en un par de horas. Si intentas resistir,
te haremos pedazos.
Trent sonrió y guardó silencio. No
tenía armas ni necesidad de luchar. En menos de un par de horas la
nave daría el salto al hiperespacio y jamás lo hallarían. Se
llevaría un kilogramo de krilio, suficiente para construir sendas
cerebrales de miles de robots, por un valor de diez millones de
créditos en cualquier mundo de la galaxia, y sin preguntas.
El viejo Brennmeyer lo había
planeado todo. Lo había estado planeando durante más de treinta
años. Era el trabajo de toda su vida.
—Es la huida, jovencito —le había
dicho—. Por eso te necesito. Tú puedes pilotar una nave y llevarla
al espacio. Yo no.
—Llevarla al espacio no servirá de
nada, señor Brennmeyer. Nos capturarán en medio día.
—No nos capturarán si damos el
salto. No nos capturarán si cruzamos el hiperespacio y aparecemos a
varios años luz de distancia.
—Nos llevaría medio día planear
el salto, y aunque lo hiciéramos a tiempo la policía alertaría a
todos los sistemas estelares.
—No, Trent, no. —El viejo le
cogió la mano con trémula excitación—. No a todos los sistemas
estelares, sólo a los que están en las inmediaciones. La galaxia es
vasta y los colonos de los últimos cincuenta mil años han perdido
contacto entre si.
Describió la situación en un tono
de voz ansioso. La galaxia era ya como la superficie del planeta
original —la Tierra, lo llamaban en los tiempos prehistóricos—.
El ser humano se había esparcido por todos los continentes, pero
cada uno de los grupos sólo conocía la zona vecina.
—Si efectuamos el salto al azar —le
explicó Brennmeyer— estaremos en cualquier parte, incluso a
cincuenta mil años luz, y encontrarnos les será tan fácil como
hallar un guijarro en una aglomeración de meteoritos.
Trent sacudió la cabeza.
—Pero no sabremos dónde estamos.
No tendremos modo de llegar a un planeta habitado.
Brennmeyer miró receloso a su
alrededor. No tenía nadie cerca, pero bajó la voz:
—Me he pasado treinta años
recopilando datos sobre todos los planetas habitables de la galaxia.
He investigado todos los documentos antiguos. He viajado miles de
años luz, más lejos que cualquier piloto espacial. Y el paradero de
cada planeta habitable está ahora en la memoria del mejor ordenador
del mundo.
—Trent enarcó las cejas. El viejo
prosiguió—: Diseño ordenadores y tengo los mejores. También he
localizado el paradero de todas las estrellas luminosas de la
galaxia, todas las estrellas de clase espectral F, B, A y O, y los he
almacenado en la memoria. Después del salto, el ordenador escudriña
los cielos espectroscópicamente y compara los resultados con su mapa
de la galaxia. Cuando encuentra la concordancia apropiada, y tarde o
temprano ha de encontrarla, la nave queda localizada en el espacio y,
luego, es guiada automáticamente, mediante un segundo salto, a las
cercanías del planeta habitado más próximo.
—Parece complicado.
—No puede fallar. He trabajado en
ello muchos años y no puede fallar. Me quedarán diez años para ser
millonario. Pero tú eres joven. Tú serás millonario durante mucho
más tiempo.
—Cuando se salta al azar, se puede
terminar dentro de una estrella.
—Ni una probabilidad en cien
billones, Trent. También podríamos aparecer tan lejos de cualquier
estrella luminosa que el ordenador no encuentre nada que concuerde
con su programa. Podríamos saltar a sólo un año luz y descubrir
que la policía aún nos sigue el rastro. Las probabilidades son aún
menores. Si quieres preocuparte, preocúpate por la posibilidad de
morir de un ataque cardiaco en el momento del despegue. Las
probabilidades son mucho más altas.
—Podría sufrir un ataque cardiaco.
Es más viejo.
El anciano se encogió de hombros.
—Yo no cuento. El ordenador lo hará
todo automáticamente.
Trent asintió con la cabeza y
recordó ese detalle. Una medianoche, cuando la nave estaba preparada
y Brennmeyer llegó con el krilio en un maletín —no tuvo
dificultades en conseguirlo, pues era hombre de confianza—, Trent
tomó el maletín con una mano al tiempo que movía la otra con
rapidez y certeza.
Un cuchillo seguía siendo lo mejor,
tan rápido como un despolarizador molecular, igual de mortífero y
mucho más silencioso. Dejó el cuchillo clavado en el cuerpo, con
sus huellas dactilares. ¿Qué importaba? No iban a aprehenderlo.
Una vez en las honduras del espacio,
perseguido por las naves patrulla, sintió la tensión que siempre
precedía a un salto. Ningún fisiólogo podía explicarla, pero todo
piloto veterano conocía esa sensación.
Por un instante de no espacio y no
tiempo se producía un desgarrón, mientras la nave y el piloto se
convertían en no materia y no energía y, luego, se ensamblaban
inmediatamente en otra parte de la galaxia.
Trent sonrió. Seguía con vida. No
había ninguna estrella demasiado cerca y había millares a
suficiente distancia. El cielo parecía un hervidero de estrellas y
su configuración era tan distinta que supo que el salto lo había
llevado lejos. Algúnas de esas estrellas tenían que ser de clase
espectral F o mejores aún. El ordenador contaría con muchas
probabilidades para utilizar su memoria. No tardaría mucho.
Se reclinó confortablemente y
observó el movimiento de la rutilante luz estelar mientras la nave
giraba despacio. Divisó una estrella muy brillante. No parecía
estar a más de dos años luz, y su experiencia como piloto le decía
que era una estrella caliente y propicia. El ordenador la usaría
como base para estudiar la configuración del entorno. No tardará
mucho, pensó Trent una vez más.
Pero tardaba. Transcurrieron minutos,
una hora. Y el ordenador continuaba con sus chasquidos y sus
parpadeos. Trent frunció el ceño. ¿Por qué no hallaba la
configuración? Tenía que estar allí. Brennmeyer le había mostrado
sus largos años de trabajo. No podía haber excluido una estrella ni
haberla registrado en un lugar erróneo.
Por supuesto que las estrellas
nacían, morían y se desplazaban en el curso de su existencia, pero
esos cambios eran lentos, muy lentos. Las configuraciones que
Brennmeyer había registrado no podían cambiar en un millón de
años.
Trent sintió un pánico repentino.
¡No! No era posible. Las probabilidades era aun más bajas que las
de saltar al interior de una estrella.
Aguardó a que la estrella brillante
apareciera de nuevo y, con manos temblorosas, la enfocó con el
telescopio. Puso todo el aumento posible y, alrededor de la brillante
mota de luz, apareció la bruma delatora de gases turbulentos en
fuga.
¡Era una nova!
La estrella había pasado de una
turbia oscuridad a una luminosidad fulgurante, quizá sólo un mes
atrás. Antes pertenecía a una clase espectral tan baja que el
ordenador la había ignorado, aunque seguramente merecía tenérsela
en cuenta. Pero la nova que existía en el espacio no existía en la
memoria del ordenador porque Brennmeyer no la había registrado. No
existía cuando Brennmeyer reunía sus datos. Al menos, no existía
como estrella brillante y luminosa.
—¡No la tengas en cuenta! —gritó
Trent—. ¡Ignórala!
Pero le gritaba a una máquina
automática que compararía el patrón centrado en la nova con el
patrón galáctico sin encontrarla, y quizá continuaría comparando
mientras durase la energía. El aire se agotaría mucho antes. La
vida de Trent se agotaría mucho antes.
Trent se hundió en el asiento,
contempló aquella burlona luz estelar e inició la larga y agónica
espera de la muerte.
Si al menos se hubiera guardado el
cuchillo...
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