SEPARE A SU HIJO CON POLARIS, INC - Mariano Rodríguez (Revista Axxon)

–Quisiera ofrecerles café, pero lo han vuelto a poner en la lista de substancias prohibidas.
–Oh, ¿cuándo?
–Ayer, a última hora.
–¡Y yo que compré una bolsa de Polaris Moka! ¡Seré estúpida!
–Siempre puede canjearla por puntos de amor.
–Ya la he abierto.
–Bueno, en ese caso le conviene refrigerarlo y esperar al próximo anuncio. Tal vez lo remuevan.
Carraspeó, separando el cuello húmedo de su camisa.
–Entonces, ¿han encontrado el edificio sin problemas?
–Sí, tomamos una plataforma de reserva.
–Bien, bien.
–De único destino. La estábamos guardando.
–Para una ocasión especial, supongo.
–Exacto.
El representante de Polaris regaló una sonrisa suavizante a la pareja. Los analistas habían hecho un informe previo sobre esta captación que lo tenía excitado. Alto riesgo de fracaso y muerte prematura. En caso de éxito hay probabilidades de cepa desconocida. Ofertar sin límites.
Si concretaba esta adquisición dejaría de ser un captador raso. Para eso debía concentrarse en el trabajo y olvidar la denuncia de exterminio exprés que había puesto contra su propia esposa el día anterior. No tenía respuesta en el correo. Seguramente la entrevistaran a ella antes de tomar una decisión, hasta entonces seguía casado.
Se concentró en la pareja al otro lado del escritorio.
La señora llevaba seis días de embarazo y moría por hablar. Su marido permanecía en silencio, con las manos sobre las piernas y mirando hacia el sol intermitente, a través del ventanal. Aún no había abierto la boca.
–Si les molesta la intermitencia puedo nublar las ventanas. Se suponía que hoy íbamos a tener luz regular.
–Por mí está bien. Yo siempre le digo a mi esposo, “Cariño, debes instalar ventanas inteligentes”, pero él dice que no le molesta. La intermitencia me parece vulgar.
Silencio.
–Bueno, entonces, han decidido separar a su hijo. Permítanme felicitarlos.
–No hemos decidido nada. Primero quisiera saber más sobre el tema.
–Tú siempre quieres saber más. Tomamos una plataforma de reserva, logré que me autoricen tres de mis jefes y este caballero fue tan amable como para colocarnos primeros en la lista, pero tú necesitas saber más.
–Tal vez quieran hacerle daño al niño.
–¿Qué sabes tú si es un niño?
–Lo sé.
–Pamplinas, eso es lo que tú sabes. Aún no tienes un niño, tienes un nada. A estos señores les interesa separar sus micro… celuloides o lo que sea y hacer dos criaturas. Nos van a pagar una buena cantidad, más de lo que tú puedas ganar en diez años con tus semillas rancias. ¿Qué quieres saber?
–Señora, permítame. Su esposo tiene razón. Antes de tomar una decisión debería saberlo todo sobre el procedimiento. No me gustaría que firmen un acuerdo sin escucharme, no permitiría que lo hagan. Primero vamos a charlar, ni siquiera tengo un contrato redactado.
El contrato, con una suma en blanco, estaba minimizado en su escritorio. Sólo necesitaba un escaneo digital para cerrarlo y apoderarse del embrión.
–Estoy aquí por ella, pero sospecho que se trata de algo que me va a resultar horroroso y diré que no.
–No me avergüences, no lo hagas. No en Polaris, no frente a este caballero.
–Una vez más, señora, déjeme decirle que su marido está en lo correcto. Es natural sentir rechazo por un proceso de separación, nada más natural, déjeme que se lo diga. Pero con su permiso, puedo despejar cualquier duda.
El representante calló, dibujando una sonrisa expectante.
–Por supuesto, lo escucho. Y disculpe si fui grosero.
–No se preocupe –el representante respondió con sinceridad.
Salió inadvertidamente del personaje. Los ojos del hombre habían brillado de un modo especial, invadiéndolo con una sensación inexplicable de vergüenza. Se sobrepuso, aún no llegaba el día en que fuera a perder el control durante una captación.
–Imagino que el nombre Ari Polscher les resulta familiar.
–¡Un héroe!
–Ciertamente, señora. Como sabrán, luego de regalarnos el sistema de plataformas magnéticas y calles móviles, Ari Polscher se dedicó a la industria alimenticia. A él le debemos el acelerador de crías, la bacteria multiplicadora de hortalizas y…
–¡El helado Polaris de chocolate con chocolate!
–Jajá, es verdad, es verdad. Bueno, si han leído algo de historia sabrán que el sol estaba en pleno declive. Ari Polscher recién terminaba de diseñar el cinturón de ajuste temporal y,
–Junto a Lee Freeman y Rico González.
–¡Bien! El señor ha leído, se nota. Ciertamente, los doctores González y Freeman tuvieron su aporte. Pero fue Polscher quien llevó adelante la titánica (y onerosa) tarea de perimetrar la estrella con satélites de ajuste temporal. Gracias a eso tenemos un sol que debería durarnos otros seis mil millones de años.
–Siempre me pregunté, si me permite…
–Adelante.
–¿Qué sucede con el sol moribundo?
–Me temo que no entiendo.
–Se supone que el sol está entrando en nova y por eso lo hemos reemplazado con su versión del pasado, seis mil millones de años más joven, ¿es así?
–Sí.
–Entonces, ¿a dónde va el sol moribundo?
–¡A ningún lado, hombre! Vaya pregunta.
–Discúlpelo, se pasa el día rumiando estas idioteces. No mira ni una teleserie. ¡Ni una!
–Entiendo que esa es la versión oficial, pero la ley de conservación de la materia…
–Usted sabe que no aplica en este caso, nos lo enseñan en el primer grado. ¿Puedo seguir?
El hombre calló. La mujer y el representante lo observaban. El primero sonreía, la segunda lo detestaba.
–Por supuesto, disculpe.
–No hay problema, pero déjeme terminar sin que nos desviemos hacia teorías alucinantes.
Retomó el discurso.
–Bien, entonces Ari Polscher materializó un sol que titilaba, una anomalía visual, pero estable en cualquier otro sentido. Pusimos una base de monitoreo solar, que en un principio estaba operada por robots, cien por ciento automatizada, y pronto notamos que algo freía sus circuitos. El paso siguiente fue probar con científicos. Al igual que con los androides, todo fue bien al comienzo, pero en poco tiempo fue claro que estas mentes brillantes se estaban debilitando. ¡Si vieran los mensajes que enviaban! Habían caído en un sopor de imbecilidad. Por suerte, al alejarse de la estrella los síntomas aminoraban hasta desaparecer por completo.
–En ese momento idearon la separación.
–Nuevamente correcto, señor, aunque no del todo. Antes hubieron días de maniática desesperación en Polaris (que aún no se llamaba así). Las mediciones del perímetro solar, por muy rápido que llegaran a nuestros ordenadores planetarios, eran mediciones viejas, de minutos; sí, pero viejas. Era necesario tener un equipo ubicado cerca de la estrella que pudiera hacer ajustes en segundos y esto, como les he dicho, resultaba imposible.
Nuevamente fue Ari Polscher, quien analizando escaneos cerebrales de los científicos idiotizados, notó que sólo una mitad de sus cerebros fallaba. La mitad izquierda para ser exactos. Y no sólo eso, el análisis arrojó que la otra mitad operaba al tope de sus capacidades.
–Entonces nació el ordenador intuitivo.
–Vaya –dijo con sincera admiración– creo que usted podría contar la historia tan bien como yo. Efectivamente, de esa crisis nació una de nuestras herramientas más valiosas, el ordenador intuitivo. Sólo que una vez ensamblado, nadie sabía operarlo.
Verán, en el día once de gestación un embrión se encuentra dividido en dos. Podríamos identificar a cada parte con una corriente eléctrica, negativa–positiva o más bien activa–pasiva. Para el día doce se encuentran fusionadas y así permanecen por el resto de nuestra existencia biológica.
Ari Polscher, sin mencionarlo, utilizó a su esposa y primogénito para la primera experiencia de separación. Extrajo las partes embrionarias del útero de Moira Polscher y usando un acelerador de crías, las hizo madurar por separado. El resultado: dos seres totalmente opuestos y puros. Uno de ellos, el celeste, el flotador, se acercó al ordenador intuitivo sin que nadie se lo pidiese y comenzó a manipularlo con éxito.
–Y desde ese día la base de monitoreo solar está llena de ellos.
–También los hay aquí. Son valiosos líderes espirituales y apaciguadores de conflictos.
–¿Qué hay de los rojos? Los vampiros.
–¡Vampiros! Tienen incisivos prominentes, pero es sólo una…
–¿Anomalía visual?
–Veo que tiene sentido del humor, bien. En fin, ya conoce a los rojos. Estrellas del deporte, generales implacables, ingenieros sociales. También valiosos.
–Ha sido una interesantísima explicación, le agradezco la paciencia que me ha tenido.
–Por favor, gracias a usted por escucharme.
–Y mi respuesta es no, nadie va a hacerle eso a mi hijo.
–¡Cállate, tú no tienes un hijo, yo lo tengo! Y no es nada, es un… un minúsculo, un menos que nada, un…
–Un niño.
–¡Tú eres un niño!
–Por favor, no discutan. Señor, voy a poner las cartas sobre la mesa. Necesitamos todas las separaciones que podamos tener. Observe.
El representante manipuló una interfaz aérea. La puerta de la oficina se desvaneció. Del otro lado había una sala de espera, empapelada de amarillo pastel y con sillones ergonómicos Polaris. Vacía.
–Ustedes son mis únicos clientes, no sólo de hoy, sino del mes. Nos gusta promover la idea de que una separación es mera cuestión de engendrar y ponerse en contacto con nosotros, pero la realidad es que rechazamos al noventa y seis por ciento de los solicitantes. Se tienen que dar ciertas condiciones para que resulte fructífera y ustedes reúnen dichas condiciones.
–¡Somos especiales!
–Sí, señora, lo son.
–Entonces –agregó enseguida–, también valemos una cantidad especial de dinero.
–Sí –suspiró el representante–, lo valen.
–¿Cien mil adquisiciones?
–¿Es ese el precio que desea?
–Dios mío…
–Estoy autorizado a negociar libremente.
–Cien mil… ¡un millón de adquisiciones!
–¿Es ese el precio que desea?
–Ni cien mil adquisiciones ni cuarenta millones de puntos de amor. Prefiero mantener a mi hijo entero. Disculpe si le hice perder el tiempo.
–Un millón de adquisiciones… eres un…
El hombre ya estaba saliendo hacia el elevador y la zona de plataformas.
–¡Eres un necio!
–Señora…
–¡Un millón! Dios… sí, disculpe –dispuesta a llorar, se puso de pie.
–Su marido parece un hombre muy original.
–¿Original? Estúpido, nada más.
–Tal vez peligrosamente original.
El representante sonreía. La señora volvió a sentarse.
–¿Peligrosamente?
–Sí, quiero decir, si alguien le pusiera una denuncia de exterminio exprés, por digamos… comportamiento anti progreso, usted quedaría viuda y única dueña del embrión.
Silencio. La señora sonrió cruzando las piernas. El representante no pudo evitar mirarlas, calificaban como sanas.
–Sí, he notado una actitud preocupantemente anti progreso de su parte. Me gustaría saber con quién puedo hablar para hacer esta denuncia.
–Da la casualidad que soy captador multipropósito.
El escritorio del representante se llenó con un archivo en grandes letras rojas: DENUNCIA DE EXTERMINIO EXPRÉS. La señora sonrió inclinándose. El representante no pudo evitar mirar su escote. Sano.
–¿Dos millones de adquisiciones?
–¿Ese es el precio que desea?
–Dios mío…
Presionó su pulgar contra el archivo. La pantalla brilló, luego el representante apoyó su pulgar y el documento desapareció con una simpática animación.
–Un entrevistador irá esta misma tarde a charlar con su marido. Le enviaré una copia de nuestro contrato, cuanto antes lo firme mejor. Gracias por haber venido y lamento que las cosas se hayan dado de este modo.
–Yo no.
Se puso de pie y caminó embriagada hacia el elevador, con una gran sonrisa.
El representante abrió una interfaz aérea. Tenía correo nuevo.
–¿Qué dijo tu marido?
–Se opuso, el muy imbécil.
–Nunca vi las oficinas de Polaris, ¿cómo son?
–Hermosas, todo es nuevo.
–¿Cuánto dinero te ofrecieron?
–No hablaron de dinero.
–Pero debe ser mucho.
–No lo sé.
Estaban acostados. En el techo corría una película sobre políticos siameses que se postulaban a presidentes, el uno contra el otro. Ella se montó sobre sus caderas.
–No puedo ver la película.
–Puse una denuncia de exterminio exprés contra él.
Silencio.
–Qué pasa.
–Maldición, digo… sé que es un tipo raro, pero vaya, eso es pesado.
–No lo soporto más, hace mi vida miserable.
–Ayer dijiste que era un buen sujeto.
–¡Porque tengo un gran corazón! Pero lo siento, he llegado a mi límite. No me dejaré arrastrar por su fiebre anti progreso.
Ella empezó a moverse, apretando los muslos contra las piernas bronceadas de su compañero.
–No creo que acepte la separación. Entonces será adiós dinero.
–¿Mmm?
–Si la denuncia de exterminio exprés no funciona, quiero que lo mates.
–¿¿Mmm??
–Quiero que pongas un generador de vacío contra su asquerosa cabeza, quites el seguro y aprietes el gatillo, ¡swoosh!
–¡Oh!
Las piernas del otro se aflojaron, cesó el movimiento. La mano que apretaba el pecho de la mujer seguía ahí.
–¿Matarlo?
–Pensé que no habías oído.
–Vaya, matarlo…. no sé, eso es muy pesado.
–Podremos cumplir nuestros sueños. Comprar aquella cabaña en Playa Valeria.
–Valkiria.
–Playa Valkiria, por supuesto. Olas como edificios y nada qué hacer. Podrías enseñarme a surfear. Podríamos ver el atardecer en Playa Valkiria, tú, yo y nadie más.
–¿Cuánto dinero te ofrecieron?
–Te he dicho que no hablaron de dinero.
–El sol sale por Playa Valkiria, tendríamos que ver el amanecer.
–¡A quién demonios le importa! ¡¿Vas a matar a ese imbécil o qué?!
–¡Wow, desfibrílate, amorcito!
–Lo siento, cariño. Sólo quiero dejar de esconder nuestro amor.
–Matar… lo tendré que pensar. Nunca he matado a nadie. Pero te advierto una cosa…
–¿Qué?
–Todo esto es muy pesado.
–¿A qué se dedica?
–Soy restaurador florigenético. ¿Quiere sentarse?
–No. Por favor, elabore un poco más acerca de su trabajo.
–Voy a las zonas letales buscando especies petrificadas que no hayan mutado, a veces a pedido, a veces por especulación. Luego intento descifrarlas y en el mejor de los casos replicar una semilla.
–Tiene un permiso para eso, imagino.
–Sí.
–Tiene un… ¿cómo lo llaman? Un rodillo ambi…
–Rodador anfibio.
–Estaba por decirlo.
–En el taller.
–¿Qué sucedió?
–Unos gnomos del brócoli se divirtieron con él.
–¿Gnomos del Bro…? ¿Usted vio un Gnomo del Brócoli?
–Varios.
–Son mi criatura favorita, sépalo. ¿Dan miedo?
–Tienen mala fama. Una vez que les expliqué lo que estaba haciendo me dejaron en paz. Desafortunadamente la antena auxiliar y el tubo de desechos ya estaban destruidos.
–Ah, que suerte. Espere, ¿usted habla sulfúrico?
–Aprendí para entrar en la zona letal. Voy desarmado.
–No conozco a nadie que hable sulfúrico.
–El hombre que me enseñó lo hablaba como nativo, yo me hago entender. De todos modos no es tan difícil.
–¿Es verdad que cambia con el clima? No puede ser cierto.
–Es poco común. Cuando la temperatura desciende a cero grados, un Helecho Tigre sólo entiende sulfúrico invernal, pero como le digo, es poco común.
–Ahora me va a decir que ha visto Helechos Tigre.
–Un cliente me pagó por conseguir té de Lapsang.
–No sé qué es.
–Estoy preparando, le invito una taza.
–No, gracias.
–Como quiera.
–Helechos Tigre, por favor elabore.
–Cierto. Bueno, no existen muestras petrificadas de aquel té. Pasé tanto tiempo buscándolo que anocheció, el rodador estaba demasiado lejos y comenzó a nevar. Según mis cálculos había una aldea de Helechos Tigre cerca. La encontré y pedí asilo por la noche. Eso es todo.
–Ah.
–No, perdón, eso no es todo. Estaban bebiendo té de Lapsang. Es una tradición de los Helechos tigre. Me regalaron semillas.
–Usted tiene suerte.
–A veces, sí.
El entrevistador cavilaba observando al techo, perdido en una fantasía mítica vegetal. Suspiró.
–¿Señor, entiende por qué estoy aquí?
–Supongo que por una denuncia de exterminio exprés.
–Se lo toma demasiado bien, ¿sabe de quién?
–No me interesa.
–No le puedo decir.
–Bien.
–Fue su esposa. Las denuncias entre parejas son comunes, no solemos atenderlas enseguida. Esta vino recomendada. Exceso de evidencia, aparentemente.
–Entiendo.
–¿No va a decir nada?
–¿Qué puedo decir?
–Algo, defenderse.
–¿De qué?
El entrevistador entrecerró los ojos. ¿Era este hombre un imbécil? ¿Entendía que se jugaba el pescuezo?
–Tengo un cuestionario personalizado.
–Bien.
–Comencemos. Dígame sus cinco teleseries favoritas.
–No veo teleseries.
–¿Virtuales?
–De ningún tipo.
–¿Es alérgico?
–No, no me gustan.
–Pero, ¿por qué?
–Son estúpidas.
–Vamos, hombre, usted sabe que no lo dice en serio.
–Lo digo en serio.
–A ver, yo no soy uno de esos telefreaks subvencionados, pero al menos tres o cuatro teleseries disfruto. Lo hago por mi salud y para no incomodar al prójimo. No me puede decir que le parecen estúpidas, todas.
–Lo son.
–¿Sexo Judicial?
–Estúpida.
–¿Licencia para fumar?
–Estúpida.
–¿Virginio Sanders, perseguido por amar?
–No la vi, pero: estúpida.
–Usted es insalvable.
–Si usted lo dice.
–Su esposa y yo. ¿A dónde va?
–A servir el té.
El entrevistador quitó la mano de su desintegrador. El hombre le entregó una taza donde el humo subía en remolinos. Los ojos del entrevistador se abrieron, también sus fosas nasales.
–Huele muy bien, pero no debo.
–Siéntese y tome una taza de té.
–Está bien, pero no debería.
–Si le gusta voy a regalarle una planta. En otra época era un té muy exclusivo, lo consumían sólo las personas más pudientes. Ahora es lo mismo, sólo que… ¿por qué llora?
–No estoy… llorando.
–Sí que está.
–Es el té… ¡maldición! Lo siento.
–No se preocupe.
–Es la mejor cosa que olí en mi vida y sabe igual de bien, lo siento, de verdad. No debería desperdiciarlo de este modo.
–Vaya, hombre, es sólo un té. Me alegro que le guste.
–Gracias.
El entrevistador dio otro sorbo. Una lágrima rodó por su pómulo, luego un par más.
–Mire, le diré lo que vamos a hacer.
Se sonó la nariz con una servilleta.
–Yo soy un entrevistador terriblemente ocupado. Hay ocasiones en que, por mucho que duela, debo perderme mis teleseries… ¿entiende? Venturosamente hay ciudadanos que tienen la gentileza de publicar, ejem, resúmenes de cada episodio. Por supuesto, dichas publicaciones son ilegales, imagine que si fomentáramos esta costumbre, cualquiera podría… decir que ve una teleserie y estar mintiendo.
–Entiendo.
–Quisiera poner su sentencia en suspenso.
–Bien.
–Y sugerirle alguna de estas publicaciones. Tal vez cuando vuelva en quince días, usted tenga otra respuesta para darme sobre sus teleseries favoritas.
–Lo voy a pensar.
–Señor, no estoy bromeando.
Se acabó el té con dos sonoros tragos, luego entregó la taza vacía al hombre pero cuando este intentó agarrarla, el entrevistador se negó a soltarla.
–Voy a sugerirle alguna de estas publicaciones y cuando regrese en quince días, usted tendrá otra respuesta para darme sobre sus teleseries favoritas. Ahora, las próximas palabras que saldrán de su boca serán: Sí, señor, gracias.
–Ziuuz–lek.
–¿Qué fue eso?
–”Sí, señor, gracias”. Sulfúrico invernal.
El entrevistador soltó la taza con una sonrisa. Cuando abandonó la unidad, llevaba una maceta con té de Lapsang.
La mujer entró al departamento. Su sector quedaba al final del pasillo. El silencio era un buen augurio, comenzó a sonreír. Colgaban de las paredes plantas fosilizadas, dibujos de huertas y viejos alfabetos. Todo eso volaría, basura desintegrada. El departamento entero volaría, no pensaba quedarse en esa pocilga una vez que cobrara.
Giró hacia la cocina del hombre. 
Ahí estaba él. 
Vivo, libre, tomando esa asquerosidad y leyendo un obsceno libro de papel.
–Sigues aquí.
–Claro.
–Quiero que firmes la separación de mi embrión y luego voy a divorciarme de tu culo apestoso.
–Quisiera cocinarte algo, en tu sector y charlar.
–¿Qué pasa con tu cocina?
–Nada, pero quisiera cocinarte algo en tu sector.
–Me acostumbré a muchas cosas tuyas. Nunca a tu sordera. Repito: vamos a divorciarnos, no a compartir un guiso de repollo nuclear.
–Si quieres divorciarte lo haremos, no puedo oponerme. Pero preferiría que el niño tuviese padre y madre.
–Métete esto en tu cabeza de patata enmohecida: ¡NO TIENES UN NIÑO!
–Lo tendremos, pronto.
–Tú tendrás una sorpresa y yo un depósito bancario, eso es todo.
Con dos campanillas, una interfaz aérea se materializó. Salía del bolso de ella: Nuevo Mensaje de Voz.
El archivo flotó hacia la interfaz de la cocina, seteada en autoplay. La mujer se apuró a desactivar sus preferencias de reproducción automática, pero ya era tarde, el mensaje sonaba por todo el ambiente.
Ey, piernas de cangrejo, ¿qué onda? Bien, jejé… vaya, estuve pensando y no voy a matar a tu marido. Quiero decir, no voy a hacer eso que me pediste, piernas de cangrejo. Pero si tú lo matas, digo si haces eso, cuenta conmigo para lo otro. ¡Buenas olas!
El hombre sorbió su té. La mujer estaba ruborizada, enfurecida.
–Vamos a separar a esta criatura.
–No, mi hijo nacerá entero, luego puedes hacer lo que quieras… piernas de cangrejo.
–No me dejas opción.
Rebuscó en su bolso y extrajo un aparato azul. Parecía un alisador de cabello. La punta se bifurcaba en dos barras de electrodos. Por debajo del mango sobresalía un gatillo rojo.
Lo encendió, el aparato ronroneó eléctricamente.
–¿Sabes qué es esto?
–Un Stop inalámbrico.
–¿Sabes para qué sirve?
–Por supuesto, y no te dejaré usarlo.
La mujer deslizó el aparato hacia su abdomen, apoyando el dedo sobre el gatillo.
El hombre avanzó la mitad del cuarto con un salto.
–No, no. Quieto ahí. Si no tengo mi dinero voy a freír a esta porquería.
El hombre no dijo nada. La miró con intensidad.
–Ahórrame tus truquitos de feria. Lo único que me generan tus ojos son ganas de ponerlos en una brocheta.
En la interfaz principal se desplegó el contrato de separación embrionaria. La suma había sido rellenada: Dos millones de adquisiciones. Tenía el pulgar de ella y el del representante, sólo faltaba el del hombre.
–Firma.
Dio otro paso. Ella no retrocedió y quedaron a un brazo de distancia. La mujer presionó suavemente el gatillo, una nube de estática azul comenzó a formarse entre los electrodos. Delante del hombre flotó una nueva interfaz con el contrato. La mujer presionó el gatillo y los electrodos vibraron.
No estaba jugando.
El hombre entregó el pulgar resignado. Con una alegre melodía de cuatro notas, el archivo simuló volar a través de la ventana del departamento.
–Permiso, tengo que chequear mi estado de cuenta y ponerme una bata.
La mujer salió hacia su sector, caminaba con aplomo. El hombre miró por la ventana. Bajo la luz intermitente se acercaban dos patrullas aéreas Polaris, escoltando a un módulo ambulancia.
Nuevamente el hombre permanecía en silencio mirando por el ventanal, aunque ahora esto no podría importarle menos al representante.
La oficina había escalado cincuenta pisos.
Nada más bello para un representante que observar los brazos mecánicos de su despacho encastrar en las guías de ascensión y moverse hacia la cima. Estaba justo por sobre los cubículos de captadores en pasantía. También le habían habilitado un suelo transparente.
No se engañaba, su techo seguía siendo invisible para alguien más, pero así era la cosa. Había comenzado archivando adquisiciones en el piso cero, con toda la central Polaris sobre su cabeza. Millones de empleados. Ahora aquellos que podían ver las cuidadas formas de su peinado, no superaban los mil.
Era un representante feliz, y acababa de hacer historia.
–Hubo complicaciones, graves.
–¿Pero mis adquisiciones siguen siendo mías, verdad?
–Sí, señora, no se preocupe.
–¿Está el… los niños bien? No sé como llamarlos.
–Sí, señor, están bien, ya le diré como llamarlos. Aunque por poco mueren. Sucedió algo… extraño. Más bien todo lo que sucedió fue extraño.
Tras retirar el embrión del útero de su señora, notamos que las mitades estaban unidas por un pequeño filamento. Pensamos que el proceso de fusión había comenzado, aunque claro, las fechas lo contradecían. Intentamos separarlos. Cuanto más se tensionaba el tejido, más bajaban los signos vitales de ambos.
Nuestro ordenador intuitivo sugirió esperar. Es la primera vez que dos mitades se cocinan (perdón el término) en un mismo acelerador de crías.
Aquí va un secreto: La separación es, al menos en un sentido estricto, falsa. Las mitades son codependientes por el resto de sus vidas. Una no puede existir si la otra muere, así de simple. Resulta imposible medir o siquiera percibir dicho vínculo, sin embargo es tan innegable como esta mesa.
Bien, para el momento en que sus medio embriones alcanzaron el estado de madurez, sólo el rojo mostraba signos vitales. Nuestro pequeño flotador yacía inerte, la lógica indicaba que su compañero debía estar igual. Sin embargo parecía cada vez más despierto.
–¿Qué sucedió con el filamento?
–¡Excelente pregunta! Escuche esto: El rojo lo devoró.
–Que asco. Pensar que esa cosa estaba dentro de mí… ¡yak!
–Temíamos que a continuación intentará comerse al inerte flotador y los íbamos a separar, pero entonces el pequeño celeste cobró vida. Casi nos desmayamos cuando se activaron los monitores. Sus signos vitales saltaron de inexistentes a normales y como si nada, el pequeñuelo comenzó a flotar sobre su hermano.
–¡Que picarón!
–Bien, ¿ya nos podemos ir?
–En un segundo. Hay más. Aún no sabemos la razón, pero estas no son criaturas puras. Es la primera vez que sucede, y no se preocupe, señora, sus adquisiciones está a salvo.
–No he dicho nada.
–Ambos conservan un pequeño porcentaje del otro en su composición orgánica. De hecho este principio es parte de la ecuación que hace funcionar a los ordenadores intuitivos, pero hasta hoy no era más que una abstracción matemática. Se podría decir que estas criaturas son parte de una profecía electrónica, pero bueno, creo que es sólo mi gusto por buscarle títulos pegadizos a las cosas, algo que mi mujer siempre criticó.
–Ella se lo pierde. A mí me parece un rasgo encantador.
–Gracias, señora. De todos modos enviudé ayer.
–¿Y ahora qué sucede con los niños?
–Los primeros seis años son vitales y claro, deben estar acompañados.
–¿Por quiénes?
–Por sus padres, ¿quién más? De ellos se alimentan.
–¡¿Cómo?!
–¿No leyó el contrato, señora? Durante los próximos seis años usted es tutora exclusiva de nuestro pequeño flotador.
–¡Por supuesto que no!
–Me temo que no es negociable.
–Con un… ¿una de esas cosas? ¿dónde?
–Ahí arriba.
–¿Ahí arriba, junto a la estrella? La gente se vuelve idiota ahí arriba.
–Probablemente no lo note.
–No iré.
–Lo hará. Observe sus pechos, están listos para alimentar.
–No se atreva, asquerosa rata burócrata. ¡Le atravesaré los ojos!
La señora se lanzó contra el representante. Sus muñecas se petrificaron, pesaban cien kilos. Cayó sobre su trasero, muda.
Luego de rociarla con esposas de Steelastic los silenciosos guardias de Polaris la pusieron de pie, visto que no podía moverse, y comenzaron a arrastrarla con el mayor recato. La etiqueta era una parte muy observada en sus entrenamientos.
Ella echaba espuma por la boca.
–¡Voy a cortar tus bolas y ponerlas a freír! ¡Ahorcaré a esa inmundicia flotadora en la primera oportunidad que tenga!
–No lo hará. Por favor, llévensela. Corran un programa de ajuste, he dejado las especificaciones listas.
“Tal vez luego vaya a visitarla” pensó.
–¿Qué le harán?
–Nada, van a explicarle que ama a su criatura y debe cuidarla. Van a explicárselo químicamente. Podemos hacer lo mismo con usted si gusta.
Dos nuevos guardias habían reemplazado a los anteriores con el mismo recato y sigilo. Estaban a centímetros del hombre.
–Ustedes nunca pierden, ¿verdad?
–Tampoco ganamos, simplemente Polarisamos. Hablemos de la otra criatura. Su nombre es Az. En seis años vuelve a nosotros, hasta entonces es responsabilidad suya.
–¿Qué debo que hacer?
–Cuidarla, alimentarla, ver que no muera.
–¿Alimentarla con qué?
–Con tu sangre, tipo listo. Tenías razón cuando lo llamaste vampiro. Polaris te desea buena paternidad.
La Zona Letal tiene infinitos puntos de fácil acceso. Todos garantizan una muerte desagradable. Nogales desolladores, pantanos violadores replicantes o uvas mil-dientes son sólo algunos de los ejemplos de bienvenida que ofrece al idiota promedio, quien, armado hasta los dientes, ignora conceptos tan básicos como “Si tu reflejo te saluda desde el fondo de un estanque, no es mala educación darse vuelta y empezar a correr” o “Si esa babosa gigante se vuelve más gigante cada vez que le disparas, deja de dispararle”.
El hombre conocía las entradas correctas y tenía trabajo que hacer. Sobre el asiento de su rodador anfibio descansaba una cuna. Az ya caminaba y no lo hacía nada mal, también se escondía bajo la tierra y cazaba roedores. Era un escurridizo demonio escarlata, con una minúscula decoloración celeste en la nuca.
Dos pequeñas marcas supuraban bajo el pezón izquierdo del hombre. Aún no se acostumbraba.
Az aulló de hambre. Un par de ardillas–batata huyeron de regreso a la oscuridad de la Zona.
El hombre apretó al niño contra su pecho. Sintió los incisivos penetrando la blanda cicatriz. Succionaba con fiereza. Por el mentón sonriente de Az bajaban gotas de sangre.
“Nuestra sangre” pensó el hombre, y puso el rodador en marcha.

Fuente: Axxon

Ilustración Pedro Bel