EL INFORME DE LA MINORIA - Philip K. Dick


I

«Me estoy quedando calvo —pensó Anderton al ver a ese joven—. Calvo y gordo y viejo.»
Sin embargo no lo dijo en voz alta; echó la silla hacia atrás, se puso en pie y rodeó el escritorio extendiendo con rigidez la mano derecha. Sonrió con forzada amabilidad y estrechó la mano del joven.
—¿Witwer? —preguntó, ingeniándoselas para que el tono resultara cortés.
—Así es —dijo el joven—. Pero puede llamarme Ed, si comparte mi rechazo por las formalidades innecesarias.
La expresión de su rostro franco y confiado indicaba que el problema estaba resuelto. Serían Ed y John: colaborarían cordialmente desde el principio.
—¿Te costó mucho encontrar el edificio? —preguntó Anderton con recelo, haciendo caso omiso de esa actitud prematuramente amistosa. Cielos, tenía que aferrarse a algo. Sintió miedo y empezó a sudar. Witwer se paseaba por la oficina como si ya fuera el dueño, como si estuviera verificando sus dimensiones. ¿No podía aguardar un par de días, un intervalo decente?
—Ningún problema —respondió Witwer de buen humor, con las manos en los bolsillos. Examinó ávidamente los voluminosos archivos alineados en la pared—. No he venido a su agencia a ciegas. Tengo mi propia opinión acerca del modo en que se dirige Precrimen.
Anderton encendió la pipa con un leve temblor en sus manos.
—¿Y cómo se dirige? Me gustaría saberlo.
—Nada mal —dijo Witwer—. A decir verdad, muy bien.
Anderton lo miró fijamente.
—¿Es tu opinión personal? ¿O sólo hablas por hablar?
Witwer sostuvo su mirada con franqueza.
—Personal y pública. El Senado está complacido con su trabajo. Más aún, está entusiasmado. —Y añadió—: Tan entusiasmado como pueden estarlo esos ancianos.
Anderton sintió una punzada de inquietud, aunque logró permanecer impasible a costa de un gran esfuerzo. Se preguntaba qué pensaba realmente Witwer. ¿Qué pasaba dentro de ese cráneo rapado? Los ojos del joven eran azules, brillantes y turbadoramente astutos. Witwer no era tonto; y, obviamente, era muy ambicioso.
—Según tengo entendido —dijo Anderton con cautela—, serás mi asistente hasta que me retire.
—Así lo entiendo yo también —respondió el otro sin vacilar un instante.
—Lo cual puede suceder este año, o el próximo…, o dentro de diez años. —La pipa tembló en la mano de Anderton—. No tengo prisa por jubilarme. Fundé Precrimen y puedo quedarme aquí todo el tiempo que quiera. Yo decido.
Witwer asintió con expresión candorosa.
—Por supuesto.
Anderton hizo un esfuerzo para calmarse.
—Sólo quería dejar las cosas claras.
—Mejor desde el principio —convino Witwer—. Usted manda. Vale lo que usted diga. —Rebosando sinceridad, preguntó—: ¿Le molestaría mostrarme la organización? Me gustaría familiarizarme cuanto antes con la rutina general.
Mientras recorrían las atareadas oficinas de luz amarillenta, Anderton dijo:
—Conoces la teoría del precrimen, ¿no es así? Supongo que podemos darlo por sentado.
—Tengo la información que está públicamente disponible —respondió Witwer—. Con la ayuda de los mutantes precog, han logrado abolir el sistema punitivo posdelictivo de cárceles y multas. Como todos sabemos, el castigo nunca fue muy disuasorio, y no brindaba consuelo a una víctima que ya estaba muerta.
Habían llegado al ascensor. Mientras descendían con rapidez, Anderton dijo:
—Quizá hayas reparado en la objeción legalista a la metodología precrimen. Arrestamos a individuos que no han infringido ninguna ley.
—Pero que sin duda lo harán —afirmó Witwer con convicción.
—Afortunadamente no…, porque los pillamos primero, antes de que puedan cometer un acto violento. Así que la comisión del delito mismo es pura metafísica. Sostenemos que son culpables. Ellos, por su parte, siempre alegan que son inocentes. Y en cierto sentido lo son.
Salieron del ascensor y atravesaron un corredor amarillo.
—En nuestra sociedad no tenemos grandes delitos —continuó Anderton—, pero tenemos un campo de detención repleto de delincuentes en potencia.
Se abrieron y cerraron varias puertas hasta que llegaron al ala de análisis. Equipos imponentes se alzaban delante de ellos: los receptores de datos y los mecanismos informáticos que estudiaban y reestructuraban el material entrante. Y más allá de las máquinas estaban sentados los tres precogs, casi ocultos a la vista en ese laberinto de cables.
—Helos ahí —dijo Anderton en tono desabrido—. ¿Qué piensas de ellos?
Los tres idiotas balbuceaban en la penumbra. Cada expresión incoherente, cada sílaba pronunciada al azar, era analizada, comparada y transformada en símbolos visuales, copiada en fichas perforadas convencionales e introducida en diversas ranuras codificadas. Los idiotas balbuceaban todo el día, prisioneros en sus sillas de respaldo alto, rígidamente sujetos con bandas de metal, manojos de cables y grapas. Sus necesidades físicas eran atendidas de forma automática. No tenían necesidades espirituales. Como vegetales, mascullaban, dormitaban y existían. Sus obtusas y opacas mentes estaban perdidas en las sombras. Pero no en las sombras del presente. Esas tres criaturas balbuceantes, con su cabeza hipertrófica y su cuerpo consumido, miraban el futuro. La maquinaria de análisis registraba profecías, y mientras los tres idiotas precog hablaban, las máquinas escuchaban atentamente.
Witwer perdió su airosa confianza. Una expresión de consternación y náusea le ensombreció los ojos, una mezcla de vergüenza y escándalo moral.
—No es agradable —murmuró—. No sabía que eran tan… —gesticuló, buscando en su mente la palabra apropiada—, tan… deformes.
—Deformes y retardados —convino Anderton—. Especialmente la chica. Donna tiene cuarenta y cinco años pero aparenta diez. Su talento se impone sobre todo lo demás; su lóbulo extrasensorial atrofia el equilibrio de la zona frontal. ¿Pero qué importa? Obtenemos sus profecías. Nos revelan lo que necesitamos. Ellos no entienden ni una palabra de lo que dicen, pero nosotros sí.
Más tranquilo, Witwer cruzó la habitación y se acercó a las máquinas. Tomó unas cuantas tarjetas que estaban en una ranura.
—¿Aquí aparecen los nombres? —preguntó.
—En efecto. —Anderton tomó las tarjetas de manos de Witwer—. Aún no he tenido tiempo de examinarlas —explicó, para justificar su brusquedad.
Witwer observaba, fascinado, mientras las máquinas deslizaban una nueva tarjeta en la ranura, ahora vacía, que fue seguida por una segunda y una tercera. Una tarjeta tras otra llegaba desde los discos registradores.
—Los precogs deben de ver muy lejos en el futuro —exclamó Witwer.
—Ven un horizonte muy limitado —le informó Anderton—. Una o dos semanas a lo sumo. Gran parte de los datos que nos proporcionan son inútiles para nosotros, pues no son relevantes para nuestra tarea. Los entregamos a los organismos pertinentes, los cuales también nos suministran datos a nosotros. Cada oficina importante tiene su sótano de monos valiosos.
—¿Monos? —Witwer lo miró con inquietud—. Ah, ya entiendo. Como los monos de la estatuilla. No dicen nada malo, no ven nada malo, etcétera. Muy divertido.
—Muy apropiado. —De forma automática, Anderton juntó las nuevas tarjetas que había entregado la máquina giratoria—. Algunos de estos nombres serán totalmente descartados. Y la mayoría de los restantes registra delitos menores: robo, evasión de impuestos, ataque, extorsión. Como sabrás, Precrimen ha reducido los delitos graves en un noventa y nueve coma ocho por ciento. Rara vez nos topamos con homicidio o traición. En definitiva, el culpable sabe que lo encerraremos en un campo de detención una semana antes de que tenga la oportunidad de cometer el crimen.
—¿Cuándo fue la última vez que se cometió un homicidio? —preguntó Witwer.
—Hace cinco años —dijo Anderton con orgullo.
—¿Cómo sucedió?
—El criminal se nos escabulló. Teníamos su nombre…, más aún, teníamos todos los detalles del crimen, incluido el nombre de la víctima. Sabíamos el momento preciso y el lugar donde se realizaría el acto de violencia. Pero a pesar de ello consiguió llevarlo a cabo. —Anderton se encogió de hombros—. A fin de cuentas, no podemos aprehenderlos a todos. Pero sí a la mayoría —aseguró mientras hojeaba las tarjetas.
—Un homicidio en cinco años. —Witwer estaba recobrando la confianza—. Un historial notable…, digno de orgullo.
—Yo estoy orgulloso —murmuró Anderton—. Hace treinta años que elaboré la teoría…; eran tiempos en que los oportunistas sólo pensaban en rápidas incursiones en el mercado bursátil. Yo vislumbré algo importante, algo de gran valor social.
Le arrojó el fajo de tarjetas a Wally Page, su subalterno a cargo del edificio de los monos.
—Fíjate cuáles nos sirven —le dijo—. Usa tu propio criterio.
Mientras Wally Page desaparecía con las tarjetas, Witwer dijo reflexivamente:
—Es una gran responsabilidad.
—En efecto —convino Anderton—. Si dejamos que escape un solo criminal, como ocurrió hace cinco años, tendremos una muerte sobre nuestra conciencia. Somos los únicos responsables. Si nos equivocamos, alguien muere. —Con gesto adusto extrajo tres nuevas tarjetas del paquete—. Es una responsabilidad pública.
—¿Alguna vez siente la tentación de…? —Witwer titubeó—. Quiero decir, algunos de los hombres que usted escoge deben de hacerle ofertas generosas.
—No serviría de nada. Se remite un duplicado de las tarjetas al comando en jefe del Ejército. Hay mecanismos de control. Ellos pueden vigilarnos continuamente, a su antojo. —Anderton echó una mirada a la tarjeta de arriba—. En consecuencia, aunque quisiéramos aceptar un… —se interrumpió, apretando los labios.
—¿Qué sucede? —preguntó Witwer.
Anderton plegó cuidadosamente la tarjeta de arriba y se la guardó en el bolsillo.
—Nada —murmuró—. Nada en absoluto.
Su brusquedad hizo que Witwer se ruborizara.
—Usted no me tiene simpatía —observó.
—Es cierto —admitió Anderton—. Ninguna. Pero…
No podía creer que ese joven le desagradara hasta tal punto. No parecía posible…, ¡era del todo imposible!
Según las perforaciones en código, John A. Anderton, inspector general de Precrimen, mataría a un hombre la semana siguiente.
Con absoluta, abrumadora convicción, se negaba a creerlo.

II

En la recepción, la atractiva y joven esposa de Anderton, Lisa, estaba hablando con Page. Habían entablado una animada discusión sobre cuestiones profesionales, y apenas desvió los ojos cuando entraron Witwer y su esposo.
—Hola, querida —dijo Anderton.
Witwer guardó silencio. Pero sus ojos claros pestañearon levemente mientras se posaban en la mujer de cabello castaño y su pulcro uniforme policíaco. Lisa era funcionaria ejecutiva de Precrimen, pero Witwer sabía que, hacía un tiempo, había sido secretaria de Anderton.
Percibiendo el interés de Witwer, Anderton se detuvo a reflexionar. Para introducir la tarjeta en las máquinas se requería un cómplice interno, alguien que estuviera estrechamente relacionado con Precrimen y tuviera acceso al equipo de análisis. Lisa era un elemento improbable. Pero la posibilidad existía.
Desde luego, podía tratarse de una compleja conspiración a gran escala que implicara algo más que la inserción de una tarjeta modificada. Quizá hubieran manipulado los datos originales. A decir verdad, era imposible saber hasta dónde llegaba la alteración. Le invadió un miedo helado mientras evaluaba las posibilidades. Su impulso inicial, abrir las máquinas y extraer todos los datos, era primario e inútil. Con seguridad las cintas coincidirían con la tarjeta. Sólo serviría para incriminarlo más.
Tenía aproximadamente veinticuatro horas. Luego la gente del Ejército examinaría sus tarjetas y descubriría la discrepancia. Encontrarían en sus archivos un duplicado de la tarjeta que él había sustraído. Sólo tenía una de las dos, lo cual significaba que una copia de la tarjeta plegada que llevaba en el bolsillo bien podía estar en el escritorio de Page, a la vista de todo el mundo.
Desde fuera del edificio llegó el zumbido de coches patrulla que iniciaban su ronda de rutina. ¿Cuántas horas faltaban para que uno de ellos se detuviera frente a su casa?
—¿Qué sucede, querido? —preguntó Lisa con inquietud—. Ni que hubieras visto un fantasma. ¿Te encuentras bien?
—Estoy bien —aseguró Anderton.
De pronto, Lisa pareció reparar en la mirada de admiración de Ed Witwer.
—¿Este caballero es tu nuevo colaborador, querido? —preguntó.
De mala gana, Anderton presentó a su nuevo asistente. Lisa sonrió cordialmente. ¿Existía un entendimiento tácito entre ambos? No podía asegurarlo. Cielos, empezaba a sospechar de todo el mundo, no sólo de su esposa y Witwer, sino de varios miembros de su personal.
—¿Eres de Nueva York? —preguntó Lisa.
—No —respondió Witwer—. He vivido casi toda mi vida en Chicago. Me alojo en un hotel…, uno de los grandes hoteles del centro. Espera…, tengo el nombre anotado en una tarjeta.
Mientras él hurgaba tímidamente en sus bolsillos, Lisa sugirió:
—Quizá quieras cenar con nosotros. Vamos a trabajar en estrecha colaboración, y creo que deberíamos conocernos mejor.
Anderton se sobresaltó. ¿Cuántas probabilidades había de que la cordialidad de su esposa fuera inocente y accidental? Esa noche Witwer tendría una excusa para fisgonear en la residencia particular de Anderton. Profundamente perturbado, dio media vuelta y caminó hacia la puerta.
—¿Adónde vas? —preguntó Lisa, asombrada.
—Vuelvo al edificio de los monos. Quiero verificar ciertas desconcertantes cintas de datos antes de que las vea el Ejército.
Llegó al corredor antes de que ella pudiera hallar una excusa plausible para retenerlo. Se dirigió a toda prisa hacia la rampa. Estaba bajando la escalera exterior a zancadas, en dirección a la acera, cuando Lisa apareció sin aliento a sus espaldas.
—¿Qué demonios te sucede? —Sujetándole el brazo, se plantó ante él—. Sabía que pensabas marcharte —exclamó, cerrándole el paso—. ¿Qué pasa contigo? Todos creen que estás… —Se contuvo—. No sé, tu conducta es desconcertante.
Pasaba gente por su lado, las personas habituales por la tarde. Ignorándolas, Anderton obligó a su esposa a soltarle el brazo.
—Salgo —le dijo—. Mientras todavía estoy a tiempo.
—¿Pero por qué?
—Me han tendido una trampa…, deliberada y maliciosa. Ese sujeto quiere apoderarse de mi puesto, y el Senado me ataca a través de él.
Lisa lo miró desconcertada.
—Pero parece un joven encantador.
—Encantador como una serpiente.
La consternación de Lisa se convirtió en incredulidad.
—No lo creo. Querido, toda esta tensión que has sufrido… —Sonriendo con incertidumbre, tartamudeó—: No es creíble que Ed Witwer intente tenderte una trampa. ¿Cómo podría hacerlo, aunque quisiera? Sin duda Ed no…
—Conque ahora es Ed.
—Así se llama, ¿verdad?
Los ojos castaños de Lisa relampaguearon, incrédulos, en una enérgica protesta.
—Santo cielo, sospechas de todo el mundo. Realmente crees que estoy implicada, ¿verdad?
Anderton reflexionó.
—No estoy seguro.
Ella se le acercó con una mirada acusatoria.
—Eso no es cierto. Lo crees de veras. Quizá deberías marcharte unas semanas. Necesitas desesperadamente un descanso. Tantas tensiones y traumas, el ingreso de un hombre joven… Actúas como un paranoico. ¿No lo entiendes? Gente conspirando contra ti… Dime, ¿tienes alguna prueba concreta?
Anderton sacó la billetera y extrajo la tarjeta plegada.
—Examínala con atención —dijo, entregándosela.
Ella palideció y soltó un jadeo áspero y seco.
—La trampa es bastante obvia —dijo Anderton, con la mayor serenidad posible—. Esto le dará a Witwer un pretexto legal para relevarme de inmediato. No tendrá que esperar a que yo renuncie. —Y añadió con amargura—: Saben que aún puedo continuar varios años.
—Pero…
—Terminará con el sistema de control de doble dirección. Precrimen dejará de ser una agencia independiente. El Senado controlará la policía, y después… —Apretó los labios—. También absorberán el Ejército. Bien, visto desde fuera parece bastante lógico. Por supuesto que siento hostilidad y resentimiento hacia Witwer…, claro que tengo un motivo. A nadie le gusta ser reemplazado por una persona más joven, sentirse prescindible. Todo es muy plausible…, salvo que no tengo la más remota intención de matar a Witwer. Pero no puedo probarlo. ¿Qué puedo hacer entonces?
Lisa, con el rostro muy pálido, sacudió la cabeza.
—No sé, querido. Si tan sólo…
—Iré a casa a hacer el equipaje —dijo abruptamente Anderton—. De momento no puedo hacer otros planes.
—¿De veras piensas tratar de esconderte?
—Sí. Llegaré hasta los planetas de la colonia de Centauro, si es necesario. Hubo quienes lo lograron, y yo tengo una ventaja de veinticuatro horas. —Se volvió con resolución—. Regresa dentro. No tiene sentido que vengas conmigo.
—¿Pensabas que te acompañaría? —preguntó Lisa con vehemencia.
Anderton la miró alarmado.
—¿No vendrías? —Luego murmuró con asombro—: No, ya veo que no me crees. Todavía piensas que he imaginado todo esto —dijo, agitando la tarjeta—, ni siquiera esta prueba te convence.
—No —convino Lisa—, no me convence. No la miraste con suficiente atención, querido. El nombre de Witwer no figura en ella.
Anderton, incrédulo, le arrebató la tarjeta.
—Nadie afirma que matarás a Ed Witwer —continuó Lisa con voz frágil—. Esta tarjeta debe de ser auténtica, ¿entiendes? Y no tiene nada que ver con Ed. Él no está conspirando contra ti, ni Ed ni nadie más.
Demasiado confundido para responder, Anderton estudió la tarjeta. Ella tenía razón, Ed Witwer no figuraba como víctima. En la línea cinco, la máquina había escrito claramente otro nombre:
LEOPOLD KAPLAN
Aturdido, guardó la tarjeta. Jamás había oído hablar de ese hombre.

III

La casa estaba fría y vacía, y de inmediato Anderton se puso a hacer los preparativos para el viaje. Mientras hacía las maletas, pensamientos frenéticos pasaban por su mente.
Quizá se había equivocado acerca de Witwer, ¿pero cómo podía estar seguro? En todo caso, la conspiración contra él era mucho más compleja de lo que había pensado. Witwer podía ser apenas un títere insignificante manipulado por otra persona, por alguien distante y borroso, una figura apenas visible en el trasfondo.
Había sido un error mostrarle la tarjeta a Lisa. Sin duda ella se la describiría con todo detalle a Witwer. Nunca saldría de la Tierra, nunca tendría la oportunidad de averiguar cómo era la vida en un planeta de la frontera.
Mientras pensaba en todo esto, el piso crujió a sus espaldas. Se apartó de la cama, aferrando una gastada cazadora, para quedar frente al cañón de una pistola gris azulada.
—No has tardado mucho —dijo, mirando con rencor al hombre corpulento con un abrigo marrón que empuñaba la pistola con su mano enguantada—. ¿Ella ni siquiera dudó?
El intruso no se inmutó.
—No sé de qué habla —dijo—. Acompáñeme.
Anderton dejó la cazadora.
—¿No eres de mi agencia? ¿No eres agente de policía? —exclamó sorprendido.
A pesar de sus protestas, lo llevaron a empellones hasta una limusina que esperaba fuera. Al instante, tres hombres fuertemente armados se acercaron por detrás. Cerraron bruscamente la portezuela y el coche se internó a toda velocidad en la autopista, alejándose de la ciudad. Los rostros impasibles e inescrutables que lo rodeaban saltaban con las sacudidas del rápido vehículo mientras dejaban atrás campos extensos y sombríos.
Anderton aún intentaba en vano comprender las implicaciones de lo que había ocurrido cuando el coche llegó a una carretera lateral llena de surcos, viró y descendió por un lúgubre garaje subterráneo. Alguien vociferó una orden. El grueso cerrojo de metal se cerró con un chasquido. Se encendieron luces en el techo y el conductor apagó el motor.
—Tendréis motivos para lamentar esto —advirtió Anderton con voz ronca, mientras lo sacaban a rastras del coche—. ¿Sabéis quién soy?
—Lo sabemos —dijo el hombre del abrigo marrón.
A punta de pistola, Anderton fue conducido arriba, desde el silencio húmedo del garaje hasta un corredor enmoquetado. Al parecer estaba en una lujosa residencia privada en la zona rural devastada por la guerra. En el extremo del corredor distinguió una habitación, un estudio lleno de libros y amueblado con sencillez y buen gusto. A la luz de una lámpara, con el rostro parcialmente oculto por las sombras, aguardaba un hombre que él no conocía.
Al aproximarse Anderton, el hombre se puso con gesto nervioso un par de gafas sin montura, cerró el estuche, y se humedeció los labios secos. Era mayor, quizá septuagenario o más, y bajo el brazo llevaba un delgado bastón de plata. Su cuerpo era enjuto y nervudo, y su actitud curiosamente envarada. Tenía el cabello ralo de un color castaño polvoriento, una lisa pátina de color neutro sobre un cráneo huesudo. Sólo sus ojos parecían alerta.
—¿Este es Anderton? —preguntó de mal talante, volviéndose al hombre del abrigo marrón—. ¿Dónde lo encontrasteis?
—En su casa —respondió el otro—. Haciendo el equipaje…, como esperábamos.
El hombre del escritorio se estremeció visiblemente.
—Haciendo el equipaje. —Se quitó las gafas y las guardó con manos trémulas en el estuche. Miró a Anderton con irritación—. ¿Qué pasa con usted? ¿Está loco de atar? ¿Por qué querría matar a un hombre al que no conoce?
Anderton comprendió que el viejo era Leopold Kaplan.
—Primero le haré una pregunta —replicó Anderton—. ¿Comprende lo que ha hecho? Soy inspector general de policía. Puedo hacer que lo encierren durante veinte años.
Iba a decir algo más, pero una súbita cuestión lo interrumpió.
—¿Cómo lo supo? —preguntó. De forma involuntaria llevó la mano al bolsillo donde ocultaba la tarjeta plegada—. Faltan…
—No fui notificado a través de su agencia —interrumpió Kaplan con airada impaciencia—. No me sorprende que usted nunca haya oído hablar de mí. Soy Leopold Kaplan, general del Ejército de la Alianza Federada del Bloque Occidental. —Añadió a regañadientes—: Retirado desde el final de la guerra anglo-china y el desmantelamiento de ese ejército.
Tenía sentido. Anderton había sospechado que el Ejército procesaba sus tarjetas duplicadas de inmediato, para su propia protección. Distendiéndose un poco, preguntó:
—¿Y bien? Ya me tiene aquí. ¿Qué pasa ahora?
—Es evidente —dijo Kaplan—, que yo no ordenaré su destrucción, pues de lo contrario habría aparecido en una de esas estúpidas tarjetas. Siento curiosidad por usted. Me parecía increíble que un hombre de su relevancia pensara en asesinar a un desconocido a sangre fría. Aquí debe de haber algo más. Francamente, estoy desconcertado. Si se tratara de alguna estrategia policíaca… —se encogió de hombros—, sin duda usted no habría permitido que el duplicado de la tarjeta llegara hasta nosotros.
—A menos —sugirió Anderton— que la hayan puesto a propósito.
Kaplan alzó sus brillantes ojillos de pájaro y escrutó a Anderton.
—¿Qué dice usted?
—La han puesto adrede —dijo Anderton, pensando que le convenía declarar con franqueza lo que consideraba la simple verdad—. La predicción de la tarjeta fue inventada a propósito por una camarilla de la policía. Es una tarjeta preparada y yo soy víctima de una trampa. Seré relevado de mi cargo de forma automática. Mi asistente me reemplazará, y alegará que impidió el homicidio mediante el eficiente método habitual de Precrimen. Huelga decir que no hay homicidio ni intención de homicidio.
—Coincido con usted en que no habrá homicidio —rezongó Kaplan—. Usted estará bajo arresto policial. Me aseguraré de ello.
—¿Me llevará de vuelta allá? —protestó Anderton, horrorizado—. Si me arrestan, nunca podré probar…
—No me importa lo que pruebe o deje de probar —interrumpió Kaplan—. Sólo me interesa librarme de usted. —Y añadió en tono glacial—: Por mi propia seguridad.
—Se estaba preparando para irse —señaló uno de los hombres.
—Es verdad —dijo Anderton, sudando—. En cuanto me capturen, me encerrarán en el campo de detención. Witwer se quedará con todo —Su rostro se ensombreció—. Incluida mi esposa. Al parecer son cómplices.
Por un instante Kaplan pareció dudar.
—Es posible —concedió, mirando fijamente a Anderton. Sacudió la cabeza—. Pero no puedo correr ese riesgo. Si le han tendido una trampa, lo lamento. Pero no es cosa mía. —Esbozó una leve sonrisa—. A pesar de todo, le deseo suerte. —Y ordenó a sus hombres—: Llevadlo al edificio de la policía y entregadlo a la autoridad más alta.
Mencionó el nombre del inspector provisional y esperó la reacción de Anderton.
—¡Witwer! —repitió Anderton, sin acabar de creerlo.
Sin dejar de sonreír, Kaplan encendió la radio del estudio.
—Witwer ya ha asumido su puesto y obviamente está dando una gran resonancia a este asunto.
Hubo un breve chasquido de estática y, de pronto, la radio atronó en la habitación, con una sonora voz profesional leyendo un comunicado preparado con anterioridad.
«Se advierte a todos los ciudadanos que no brinden refugio ni ayuda a este peligroso individuo marginal. La extraordinaria circunstancia de un criminal fugitivo en libertad y en posición de cometer un acto de violencia es excepcional en los tiempos modernos. Por la presente se notifica a todos los ciudadanos que los estatutos legales aún vigentes condenan a las personas que no colaboren plenamente con la policía en la tarea de aprehender a John Allison Anderton. La agencia Precrimen del Gobierno Federal del Bloque Occidental se dedica a la tarea de localizar y neutralizar a su ex inspector general, John Allison Anderton, quien, mediante la metodología del sistema precriminal, es declarado un homicida potencial y en consecuencia pierde su derecho a la libertad y todos sus privilegios.»
—No ha tardado mucho —murmuró Anderton, pasmado.
Kaplan apagó la radio y la voz se desvaneció.
—Lisa debe de haber ido directamente a él —especuló Anderton con amargura.
—¿Por qué iba él a esperar? —preguntó Kaplan—. Usted puso de manifiesto sus intenciones. —Hizo una seña a sus hombres—. Llevadlo de vuelta a la ciudad. Me inquieta tenerle tan cerca. En ese sentido coincido con el inspector Witwer. Quiero que lo neutralicen cuanto antes.

IV

Una llovizna fría repiqueteaba contra la acera mientras el coche atravesaba las oscuras calles de Nueva York, dirigiéndose al edificio de la policía.
—Usted lo entenderá —le dijo a Anderton uno de los hombres—. Si estuviera en su lugar, actuaría con la misma determinación.
El hosco y resentido Anderton miraba hacia delante.
—De todos modos —continuó el hombre—, usted es sólo uno entre muchos. Miles de personas han ido al campo de detención. No se sentirá solo. Más aún, quizá no quiera marcharse de allí.
Anderton, impotente, observaba a los peatones que corrían por las aceras barridas por la lluvia. No sentía nada, salvo una abrumadora fatiga. Miraba, embotado, los números de la calle: se estaban acercando a la jefatura.
—Este Witwer sabe aprovechar una oportunidad —comentó en tono cordial uno de los hombres—. ¿Lo conoce?
—Desde hace poco —respondió Anderton.
—Él quería su puesto, así que le tendió una trampa. ¿Está seguro de eso?
Anderton hizo una mueca.
—¿Tiene eso importancia?
—¡Sólo sentía curiosidad! —El hombre lo miró con languidez—. ¿Así que usted es el ex inspector de policía? La gente del campamento se alegrará de verle. Seguro que se acordarán de usted.
—Sin duda —convino Anderton.
—Ese Witwer no perdió el tiempo. Kaplan tuvo suerte con un funcionario así. —El hombre miró a Anderton con ojos casi implorantes—. Está realmente convencido de que es una conspiración, ¿eh?
—Claro que sí.
—¿No tocaría un pelo de la cabeza de Kaplan? ¿Por primera vez en la historia Precrimen se equivoca? ¿Un hombre inocente es víctima de una de esas tarjetas? Quizá hubo antes otros inocentes, ¿verdad?
—Es posible —admitió con indiferencia Anderton.
—Quizá todo el sistema pueda irse al traste. Claro, usted no cometerá un homicidio…, y quizá pasaba lo mismo con todos los demás. ¿Por eso le dijo a Kaplan que quería marcharse? ¿Esperaba demostrar que el sistema está equivocado? No tengo prejuicios, si lo desea puede hablar de ello.
Otro de los hombres se inclinó para preguntarle:
—Entre nosotros, ¿hay algo de cierto en esta teoría de la conspiración? ¿De veras le han tendido una trampa?
Anderton suspiró. A esas alturas ni siquiera él estaba seguro. Quizá estaba atrapado en un círculo cerrado, sin sentido ni motivo ni principio. Más aún, estaba dispuesto a conceder que era víctima de una fantasía neurótica generada por su creciente inseguridad. Estaba dispuesto a entregarse sin oponer resistencia. El peso del agotamiento lo abrumaba. Luchaba contra lo imposible y todos los naipes estaban en su contra.
El chirrido de las llantas lo despabiló. Frenéticamente, el conductor intentaba controlar el coche, girando el volante y pisando los frenos, mientras un enorme camión que transportaba pan surgía de la niebla y cruzaba el camino. Si hubiera acelerado, podría haberse salvado, pero comprendió su error demasiado tarde. El coche patinó, se bamboleó, vaciló un instante y al fin se estrelló de frente contra el camión.
El asiento de Anderton salió despedido y lo arrojó de cara contra la puerta. Un dolor súbito e insoportable estalló en su cerebro mientras yacía jadeando y tratando débilmente de ponerse de rodillas. En alguna parte resonó el crepitar del fuego, y un resplandor susurrante parpadeó entre los jirones de niebla que entraban en el retorcido chasis.
Alguien extendió las manos desde el exterior del coche. Poco a poco comprendió que lo arrastraban a través del boquete que antes era la puerta. Un pesado asiento fue apartado de un tirón, y de pronto se encontró de pie, apoyándose en una forma oscura que lo guiaba hacia las sombras de un callejón cercano.
Las sirenas de la policía ululaban a lo lejos.
—Sobrevivirá —jadeó una voz en tono bajo y perentorio. Era una voz que nunca antes había oído, tan desconocida y áspera como la lluvia que le azotaba la cara—. ¿Oye lo que digo?
—Sí —dijo Anderton. Se tanteó la manga rasgada de la camisa. Un gran corte palpitaba en su mejilla. Confundido, trató de orientarse—. Usted no es…
—Cállese y escuche. —El hombre era corpulento, casi gordo. Sus manazas sostenían a Anderton apoyado contra la húmeda pared de ladrillos del edificio, a resguardo de la lluvia y la trémula luz del coche en llamas—. Tuvimos que hacerlo así. Era la única posibilidad. No teníamos mucho tiempo. Pensamos que Kaplan lo retendría un buen rato en su residencia.
—¿Quién es usted? —logró articular Anderton.
El rostro mojado por la lluvia se contrajo en una sonrisa desprovista de humor.
—Me llamo Fleming. Volveremos a vernos. Tenemos cinco segundos hasta que llegue la policía. Entonces estaremos otra vez donde empezamos. —Puso un grueso paquete en las manos de Anderton—. Ahí tiene dinero suficiente para continuar la huida. Dentro hay también un juego completo de documentos de identificación. Estaremos en contacto. —La sonrisa se acentuó y se convirtió en risa nerviosa—. Hasta que haya probado que tiene razón.
Anderton parpadeó.
—¿Entonces es una trampa?
—Desde luego. —El hombre soltó un juramento—. No me diga que también lo convencieron a usted.
—Pensé… —Anderton tenía dificultades para hablar. Parecía que iba a perder uno de sus incisivos—. Hostilidad hacia Witwer…, por mi posible relevo, mi esposa y un hombre más joven, resentimiento natural…
—No se deje engañar —dijo el otro—. Usted no es tan necio. Todo el asunto fue cuidadosamente planeado. Controlaban cada detalle de la operación. La tarjeta estaba programada para aparecer el día en que ingresó Witwer. Ya han completado la primera fase. Witwer es inspector, y usted es un criminal fugitivo.
—¿Quién está detrás de todo esto?
—Su esposa.
La cabeza le daba vueltas.
—¿Está seguro?
El hombre rió.
—No lo dude. —Miró a su alrededor—. Ahí viene la policía. Vaya por este callejón, tome un autobús hasta los barrios bajos y allí alquile una habitación y compre algunas revistas para entretenerse. Cómprese ropa nueva. Usted es listo y sabrá cuidarse. No intente salir de la Tierra. Vigilan todos los transportes intersistema. Si puede mantenerse oculto durante siete días, lo habrá logrado.
—¿Quién es usted? —preguntó Anderton.
Fleming lo soltó. Con precaución, se acercó a la entrada del callejón y echó un vistazo. El primer coche patrulla se había detenido en el pavimento húmedo; con un ronroneo metálico se acercó a la ruina humeante que había sido el coche de Kaplan. En el interior de esa ruina, el grupo de hombres se movía con dificultad, tratando de liberarse de la maraña de acero y plástico retorcido para salir a la lluvia.
—Considérenos una sociedad protectora —murmuró Fleming. Su rostro rechoncho e inexpresivo brillaba, mojado por la lluvia—. Una especie de fuerza policíaca que vigila a la policía, para cerciorarse de que todo siga el curso correcto.
Extendió la manaza y empujó a Anderton, que casi cayó sobre los desechos húmedos que cubrían el oscuro callejón.
—Andando —ordenó Fleming—. Y no pierda ese paquete. —Mientras Anderton se dirigía a tientas hacia la salida del callejón, oyó las últimas palabras del hombre—. Estúdielo atentamente y quizá logre sobrevivir.

V

Las tarjetas de identificación lo describían como Ernest Temple, un electricista desempleado que recibía una subvención semanal del estado de Nueva York, con una esposa y cuatro hijos en Buffalo, y un patrimonio inferior a los cien dólares. Una tarjeta laboral manchada de sudor lo autorizaba para viajar sin tener un domicilio fijo. Un hombre en busca de trabajo necesitaba viajar. Tendría que recorrer un largo camino.
Mientras atravesaba la ciudad en el autobús casi vacío, Anderton estudió la descripción de Ernest Temple. Obviamente, habían preparado las tarjetas teniendo en cuenta sus propias características, pues todas las medidas coincidían. Al cabo de un rato se preguntó si las huellas dactilares y el patrón de ondas cerebrales también coincidirían. Era imposible que estos últimos resistieran una comparación. Esa documentación sólo le permitiría superar los exámenes más superficiales. Pero ya era algo. Junto con las tarjetas de identificación había diez mil dólares en billetes. Guardó el dinero y las tarjetas en el bolsillo, luego examinó el mensaje, pulcramente mecanografiado, donde venían envueltas.
Al principio no lo entendió. Luego lo estudió durante largo rato, perplejo.
LA EXISTENCIA DE UNA MAYORÍA IMPLICA LÓGICAMENTE UNA CORRESPONDIENTE MINORÍA.
El autobús había entrado en la vasta área de los barrios bajos; los kilómetros de ruinosos hoteluchos y edificios de habitaciones de alquiler destartalados que habían surgido después de la masiva destrucción causada por la guerra. Aminoró la marcha, y Anderton se puso de pie. Algunos pasajeros observaban su mejilla herida y sus ropas harapientas. Sin hacerles caso, bajó a la acera barrida por la lluvia.
El conserje del hotel no le prestó atención, salvo para pedirle el dinero por anticipado. Anderton subió hasta el segundo piso y entró en la estrecha y maloliente habitación que ahora le pertenecía. Con alivio, cerró la puerta y bajó las persianas. La habitación era pequeña pero limpia. Cama, cómoda, calendario con paisaje, silla, lámpara y una radio que funcionaba con monedas. Insertó una moneda y se desplomó en la cama. Las principales emisoras transmitían el boletín policíaco. Era algo nuevo y excitante, desconocido para la generación actual. ¡Un criminal en fuga! El público estaba ávidamente interesado.
«Este hombre ha aprovechado su elevada posición para llevar a cabo su fuga —decía el locutor, con indignación profesional—. Dado su alto cargo, tenía acceso a los datos preliminares, y la confianza depositada en él le permitió evadir el proceso normal de detección y traslado. Durante su gestión, ejerció su autoridad para enviar a gran cantidad de individuos potencialmente culpables a su encarcelamiento, salvando así la vida de víctimas inocentes. Este hombre, John Allison Anderton, contribuyó a la fundación del sistema Precrimen, la predetección profiláctica de delincuentes a través del ingenioso uso de mutantes precog, capaces de prever los hechos futuros y transferir oralmente esos datos a máquinas de análisis. Estos tres precogs, en su función vital…»
La voz se diluyó mientras él entraba en el diminuto cuarto de baño. Allí se quitó la chaqueta y la camisa y abrió el grifo del agua caliente. Se desinfectó el corte de la mejilla. En la farmacia de la esquina había comprado yodo y tiritas, una navaja, peine, cepillo dental y otros artículos que necesitaría. A la mañana siguiente se proponía encontrar una tienda de ropa de segunda mano y comprar una vestimenta más apropiada. A fin de cuentas, ahora era un electricista desempleado, no un inspector de policía víctima de un accidente.
En la habitación, la radio seguía informando. Sin prestarle demasiada atención, Anderton se detuvo frente al espejo rajado para examinarse el diente roto.
«El sistema de tres precogs tiene su génesis en los ordenadores de mediados de este siglo. ¿Cómo se verifican los resultados de un ordenador electrónico? Transfiriendo los datos a un segundo ordenador de idéntico diseño. Pero dos ordenadores no bastan. Si cada ordenador llega a una conclusión diferente, es imposible saber, a priori, cuál de los dos está en lo cierto. La solución, basada en un cuidadoso estudio del método estadístico, consiste en utilizar un tercer ordenador para chequear los resultados de los dos primeros. Así se obtiene lo que llaman un “informe de la mayoría”. Se puede asumir con seguridad que el acuerdo de dos ordenadores sobre tres indica cuál de los resultados alternativos es el acertado. Sería improbable que dos ordenadores llegaran a soluciones idénticamente incorrectas…»
Anderton soltó la toalla que tenía en la mano y corrió a la habitación. Temblando, se agachó para escuchar las palabras que vociferaba el locutor.
«La unanimidad de los tres precogs es algo que puede ocurrir, pero sólo esporádicamente, explica el inspector general provisional Witwer. Es mucho más normal obtener un informe de la mayoría, realizado por dos precogs, y un informe de la minoría con una leve variación, habitualmente con referencia a tiempo y lugar, realizado por el tercer mutante. Esto se explica por la teoría de los futuros múltiples. Si sólo existiera una senda temporal, la información precognitiva no tendría importancia, pues no habría posibilidad, poseyendo esta información, de alterar el futuro. En la labor de la Agencia Precrimen debemos asumir ante todo que…»
Anderton se paseó frenéticamente por la diminuta habitación. El informe de la mayoría… Sólo dos precogs habían coincidido en cuanto al material relacionado con la tarjeta. Ese era el sentido del mensaje que había recibido con el paquete. El informe del tercer precog, el informe de la minoría, era, de algún modo, importante. ¿Por qué?
Su reloj le indicó que era más de medianoche. Page ya habría acabado su jornada. No regresaría al edificio de los monos hasta la tarde siguiente. Era una probabilidad remota, pero valía la pena correr el riesgo. Quizá Page lo protegiera, quizá no. Tendría que arriesgarse. Tenía que ver el informe de la minoría.

VI

Entre las doce del mediodía y la una, las calles abarrotadas de basura estaban llenas de gente. Eligió esa hora, la parte más activa del día, para hacer su llamada. Escogió una cabina telefónica en una tienda grande, llena de clientes, marcó el familiar número de la policía y se apoyó el frío auricular en la oreja. Había seleccionado la línea de audio, no la de vídeo: a pesar de su ropa raída y su aspecto desaliñado, podrían reconocerlo.
La recepcionista era nueva. Con ciertos reparos, dio la extensión de Page. Si Witwer estaba despidiendo al antiguo personal para colocar a gente de su cuerda, quizá tuviera que hablar con un desconocido.
—Hola —saludó la voz ronca de Page.
Aliviado, Anderton miró a su alrededor. Nadie le prestaba atención. Los clientes vagaban entre las mercancías, haciendo su rutina diaria.
—¿Puedes hablar? —preguntó—. ¿O te están vigilando?
Hubo un momento de silencio. Se imaginó la cara de Page demudada por la incertidumbre mientras trataba frenéticamente de decidir qué hacer. Al fin oyó su voz vacilante.
—¿Por qué… llamas aquí?
Anderton no contestó la pregunta.
—No reconocí a la recepcionista. ¿Personal nuevo?
—Recién estrenado —convino Page con voz aguda y estrangulada—. Muchos cambios últimamente.
—Eso he oído. —Con voz tensa, Anderton preguntó—: ¿Cómo anda tu empleo? ¿Todavía a salvo?
—Aguarda un minuto. —Anderton oyó cómo dejaba el auricular, un ruido ahogado de pasos y un rápido portazo. Page regresó—. Ahora podemos hablar mejor.
—¿Cuánto mejor?
—No mucho. ¿Dónde estás?
—Paseando por Central Park —dijo Anderton—. Disfrutando del paisaje. —No sabía si Page había ido a cerciorarse de que se grabara la conversación. Era probable que un equipo aerotransportado de la policía ya estuviera en camino. Pero tenía que correr el riesgo—. Tengo una nueva especialidad. Ahora soy electricista.
—¿De veras? —respondió Page, desconcertado.
—Pensé que quizá tuvieras trabajo para mí. Si es posible, me gustaría pasar para examinar tu equipo informático. Sobre todo los bancos de datos y análisis del edificio de los monos.
—Se podría arreglar —dijo Page al cabo de un rato—. Si es realmente importante.
—Lo es. ¿Cuándo sería conveniente?
—No sé… —dijo Page, dudando—. Un equipo de reparación vendrá a echar un vistazo al equipo intercom. El inspector provisional quiere mejorarlo, para poder operar con mayor rapidez. Podrías entrar con ellos.
—Eso haré. ¿A qué hora?
—Digamos a las cuatro. Entrada B, nivel 6. Yo iré a recibirte.
—De acuerdo —convino Anderton, dispuesto a colgar—. Espero que todavía seas tú el responsable para cuando llegue allí.
Colgó y salió rápidamente de la cabina. Poco después se abría paso a través de la apretada concurrencia de la cafetería cercana. Nadie lo encontraría allí.
Tenía por delante tres horas y media de espera, pero le pareció que habían sido muchas más. Le resultó la espera más larga de su vida hasta que al fin se reunió con Page, tal como habían convenido.
—Has perdido la cabeza —fueron las primeras palabras de Page— ¿Por qué demonios has regresado?
—No será por mucho tiempo. —Anderton recorrió con precaución el edificio de los monos, cerrando sistemáticamente una puerta tras otra—. No dejes entrar a nadie, no puedo correr riesgos.
—Debiste haber escapado cuando aún estabas a tiempo. —Page lo seguía, muerto de miedo—. Witwer no pierde el tiempo. Ha logrado que todo el país clame por tu sangre.
Sin hacerle caso, Anderton abrió el principal banco de datos de la maquinaria de análisis.
—¿Cuál de los tres monos presentó el informe de la minoría?
—No me preguntes. Yo me largo.
De camino a la puerta, Page se detuvo un instante, señaló al mono de en medio y desapareció. La puerta se cerró dejando a Anderton a solas.
El de en medio. Anderton lo conocía bien. Ese enano encorvado había permanecido sepultado en sus cables y relés durante quince años. No levantó la vista cuando Anderton se aproximó. Con ojos vidriosos e inexpresivos, observaba un mundo que aún no existía, ciego a la realidad física que lo rodeaba.
Jerry tenía veinticuatro años. Originalmente lo habían clasificado como idiota hidrocefálico, pero cuando cumplió seis años, los psicólogos identificaron aptitudes precognitivas bajo las capas deterioradas de los tejidos. Ese talento latente se cultivó en una escuela de entrenamiento del gobierno. A los nueve años, su capacidad había avanzado hasta llegar a una etapa útil. Jerry, sin embargo, permanecía en el caos amorfo de la idiotez; esa creciente facultad había absorbido toda su personalidad.
Anderton se agachó para desmontar los escudos protectores que cubrían los rollos de cinta almacenados en la maquinaria de análisis. Usando unos esquemas, siguió los cables desde las etapas finales de los ordenadores integrados hasta el punto donde el equipo de Jerry se separaba del resto. Al cabo de un rato extrajo, nerviosamente, dos cintas de media hora: datos recientes y desechados, no integrados a los informes de la mayoría. Consultando su diagrama de códigos, seleccionó el tramo de cinta que se refería a su tarjeta.
Ahí al lado había un lector de cintas. Conteniendo el aliento, insertó la cinta, activó el reproductor y escuchó. Tardó sólo un segundo. Desde la primera frase del informe resultó claro lo que había ocurrido. Tenía lo que quería; podía dejar de buscar.
La visión de Jerry sufría un desfase. Dada la naturaleza errática de la precognición, examinaba una zona temporal un poco diferente de la que examinaban sus compañeros. Para él, el informe de que Anderton cometería un homicidio era un acontecimiento que se debía integrar a todo lo demás. Esa afirmación, junto con la reacción de Anderton, constituían un dato más.
Obviamente, el informe de Jerry invalidaba el informe de la mayoría. Tras recibir la información de que cometería un homicidio, Anderton desistiría de cometerlo. La previsión del homicidio había impedido el propio homicidio; la profilaxis se había producido en el momento en que él fue informado. Ya se había creado una nueva senda temporal. Pero Jerry perdió la votación.
Nervioso, Anderton rebobinó la cinta y activó el cabezal de grabación. A alta velocidad hizo una copia del informe, devolvió el original a su sitio y sacó el duplicado del reproductor. Aquí tenía la prueba de que la tarjeta carecía de validez por ser obsoleta. Sólo tenía que mostrársela a Witwer.
Su propia estupidez lo asombró. Sin duda Witwer había visto el informe y, a pesar de ello, había asumido el puesto de inspector general sin informar a los equipos de la policía. Witwer no tenía ninguna intención de echarse atrás; la inocencia de Anderton no le interesaba.
¿Qué podía hacer? ¿A quién podría interesarle?
—¡Maldito loco! —rugió una voz a sus espaldas, frenética de angustia.
Se dio la vuelta rápidamente. Su esposa estaba en una de las puertas, con su uniforme de policía, los ojos desorbitados de consternación.
—No te preocupes —respondió Anderton mostrando la cinta—. Me voy.
Lisa se le acercó con el rostro demudado.
—Page dijo que estabas aquí, pero no pude creerlo. No debió dejarte entrar. Él no se da cuenta de lo que eres.
—¿Qué soy? —inquirió Anderton, desafiante—. Antes de responder, quizá sea mejor que escuches esta cinta.
—¡No quiero escucharla! ¡Sólo quiero que te largues! Ed Witwer sabe que hay alguien aquí. Page intenta entretenerlo pero… —se interrumpió, ladeando la cabeza—. ¡Ya está aquí! Se abrirá camino a la fuerza.
—¿No tienes ninguna influencia? Sé amable y encantadora con él. Quizá se olvide de mí.
Lisa lo miró con amargo reproche.
—Hay una nave aparcada en la azotea si quieres irte… —Se atragantó y no dijo nada durante un instante—. Despegaré dentro de un minuto. Si quieres venir…
—Iré —dijo Anderton.
No tenía opción. Había obtenido la cinta, su prueba, pero no había pensado en cómo salir de allí. Con satisfacción, corrió detrás de la esbelta figura de su esposa mientras ella salía del edificio por una puerta lateral y un corredor de abastecimiento, taconeando en la desierta oscuridad.
—Es una nave veloz —le dijo ella por encima del hombro—. Tiene combustible de emergencia, y está preparada para partir. Me dirigía a supervisar algunos equipos.

VII

Al volante de la nave patrulla de alta velocidad, Anderton describió el contenido de la cinta del informe de la minoría. Lisa escuchaba sin hacer comentarios, con el rostro contraído y tenso y las manos entrelazadas sobre el regazo. Bajo la nave, la campiña devastada por la guerra se extendía como un mapa en relieve. Ruinas de granjas y pequeñas plantas industriales jalonaban los páramos, acribillados de cráteres, que separaban una ciudad de otra.
—Me pregunto cuántas veces habrá ocurrido algo así —dijo Lisa cuando Anderton hubo terminado.
—¿Un informe de la minoría? Muchas veces.
—Me refiero al precog desfasado. Usando los informes de los otros como dato…, anulándolos. —Con ojos sombríos y serios, añadió—: Quizá a muchas personas que están en los campos les haya ocurrido lo mismo que a ti.
—No —insistió Anderton. Pero también él empezaba a sentirse incómodo con la idea—. Yo estaba en situación de ver la tarjeta, de echar un vistazo al informe. Eso cambiaba las cosas.
Pero Lisa gesticuló significativamente.
—Quizá todos ellos habrían reaccionado así, si les hubiéramos contado la verdad.
—Habría sido un riesgo demasiado grande —respondió él, tozudo.
Lisa soltó una carcajada.
—¿Riesgo? ¿Azar? ¿Incertidumbre? ¿Trabajando con precogs?
Anderton se concentró en conducir la rápida nave.
—Este es un caso único —insistió—. Y tenemos un problema inmediato. Podemos abordar los aspectos teóricos después. Debo llevar esta cinta a las personas indicadas antes de que tu brillante y joven amigo la destruya.
—¿Se la llevas a Kaplan?
—Por supuesto. —Tanteó el rollo de cinta que estaba en el asiento entre ellos—. Él estará interesado, y le resultará reconfortante saber que su vida no corre peligro.
Lisa sacó la pitillera de su cartera.
—¿Y crees que te ayudará?
—Quizá…, o quizá no. Vale la pena correr el riesgo.
—¿Cómo lograste pasar tan pronto a la clandestinidad? —preguntó Lisa—. Es difícil obtener un disfraz tan persuasivo.
—Sólo se necesita dinero —respondió él evasivamente.
Mientras fumaba, Lisa reflexionó.
—Quizá Kaplan te proteja —dijo—. Es muy poderoso.
—Pensé que era sólo un general retirado.
—Técnicamente es sólo eso, pero Witwer obtuvo su expediente. Kaplan encabeza una insólita y exclusiva organización de veteranos. Es una especie de club, con pocos pero selectos miembros. Sólo altos oficiales…, una clase internacional de ambos bandos de la guerra. Aquí, en Nueva York, tienen una gran mansión, tres publicaciones en papel satinado y coberturas televisivas que cuestan una pequeña fortuna.
—¿Qué quieres decir?
—Sólo esto. Me has convencido de que eres inocente. Es obvio que no quieres cometer un homicidio. Pero ahora debes comprender que el informe original, el informe de la mayoría, no era falso. Nadie lo falsificó, y Ed Witwer no lo creó. No hay conspiración contra ti, y nunca la hubo. Si aceptas el informe de la minoría como genuino, también deberás aceptar el de la mayoría.
Él asintió a regañadientes.
—Supongo que sí.
—Ed Witwer actúa de buena fe —continuó Lisa—. Cree sinceramente que eres un criminal en potencia. ¿Por qué no? Él tiene el informe de la mayoría en su escritorio, pero tú tienes esa tarjeta plegada en el bolsillo.
—La destruí —murmuró Anderton.
Lisa se inclinó hacia él.
—A Ed Witwer no le empuja el deseo de conseguir tu puesto —dijo—. Está motivado por el mismo deseo que siempre te ha dominado a ti. Cree en Precrimen. Quiere que el sistema continúe. He hablado con él y estoy convencida de que dice la verdad.
—¿Quieres que le lleve esta cinta a Witwer? —preguntó Anderton—. Si lo hago, la destruirá.
—Pamplinas —replicó Lisa—. Los originales han estado en sus manos desde el principio. Pudo haberlos destruido si hubiera querido.
—Es cierto —concedió Anderton—. Es posible que no estuviera al corriente.
—Claro que no lo estaba. Míralo de esta manera. Si Kaplan se apodera de esa cinta, la policía quedará desacreditada. ¿No entiendes por qué? Demostraría que el informe de la mayoría era un error. Ed Witwer tiene toda la razón. Es preciso que te arresten…, para que Precrimen sobreviva. Tú estás pensando en tu propia seguridad, pero piensa por un segundo en el sistema. —Inclinándose, apagó el cigarrillo y buscó otro en su cartera—. ¿Qué significa más para ti…, tu seguridad personal o la existencia del sistema?
—Mi seguridad —respondió Anderton sin vacilar.
—¿De veras?
—Si el sistema sólo puede sobrevivir encarcelando a personas inocentes, debe ser destruido. Mi seguridad personal es importante porque soy un ser humano. Además creo…
Lisa extrajo una pequeña pistola de la cartera.
—Y yo creo —dijo con aspereza— que tengo el dedo en el gatillo. Nunca he usado un arma como ésta. Pero estoy dispuesta a hacerlo.
Al cabo de una pausa, Anderton preguntó:
—¿Quieres que dé la vuelta? ¿Eso quieres?
—Sí, volvamos a la jefatura de policía. Lo lamento. Si pudieras poner el bien del sistema por encima de tus egoístas…
—Guárdate el sermón —dijo Anderton—. Llevaré la nave de regreso, pero no escucharé tu apología de un código de conducta que ningún hombre inteligente aceptaría.
Los labios de Lisa se unieron en una línea delgada y pálida. Empuñando la pistola, mantenía los ojos fijos en él mientras Anderton describía un amplio giro con la nave. Algunos objetos sueltos cayeron de la guantera cuando la nave viró inclinándose al límite, elevando majestuosamente un ala hasta quedar casi vertical.
Anderton y su esposa estaban sujetos por los brazos metálicos de los asientos. Pero no así el tercer miembro del pasaje.
Por el rabillo del ojo, Anderton vio un veloz movimiento. También oyó un sonido, la lucha tenaz de un hombre corpulento que perdía el equilibrio y se estrellaba contra la pared reforzada de la nave. Todo sucedió en un santiamén. Fleming se puso de pie al instante y embistió, lanzando el brazo hacia la pistola de la mujer. Anderton estaba demasiado sobresaltado para gritar. Lisa se dio la vuelta, vio al hombre y chilló. Fleming le dio un golpe que le hizo soltar el arma, que cayó al suelo con un sonido metálico.
Con un gruñido, Fleming la apartó y aferró la pistola.
—Lo lamento —jadeó, enderezándose—. Pensé que ella diría algo más. Por eso esperé.
—Usted estaba aquí cuando… —comenzó Anderton, y se interrumpió. Era obvio que Fleming y sus hombres lo habían tenido bajo vigilancia. Habían reparado en la existencia de la nave de Lisa y lo habían tenido en cuenta. Mientras Lisa se preguntaba si sería prudente llevarlo a un lugar seguro, Fleming se había introducido en el compartimiento de carga de la nave.
—Quizá sea mejor que me dé esa cinta —dijo Fleming, extendiendo los dedos torpes y húmedos—. Tiene razón. Witwer la habría destruido.
—¿También Kaplan? —preguntó Anderton aturdido, aún desconcertado por la aparición de ese hombre.
—Kaplan trabaja con Witwer. Por eso su nombre aparecía en la línea cinco de la tarjeta. No sabemos cuál de los dos es el jefe. Quizá ninguno de ellos. —Fleming se deshizo de la diminuta pistola y desenfundó su arma militar—. Cometió un gran error al despegar con esta mujer. Le dije que ella manejaba todo esto.
—No puedo creerlo —protestó Anderton—. Si ella…
—Usted no se da cuenta. Fue Witwer quien ordenó calentar el motor de la nave. Querían alejarlo del edificio para que nosotros no pudiéramos llegar hasta usted. Una vez a solas, separado de nosotros, no tenía la menor oportunidad.
Una extraña expresión cruzó los tensos rasgos de Lisa.
—No es verdad —susurró—. Witwer no vio esta nave. Yo iba a supervisar…
—Casi se sale con la suya —interrumpió Fleming—. Tendremos suerte si no nos persigue una nave de la policía. No hubo tiempo de verificarlo. —Mientras hablaba, se agachó detrás del asiento de la mujer—. Lo primero es quitarla de en medio. Tendremos que sacarlo de esta zona. Page le describió a Witwer su nuevo disfraz, y no sabemos si han difundido la noticia por todas partes.
Aún agachado, Fleming agarró a Lisa. Arrojándole su pesada arma a Anderton, la obligó a alzar la barbilla hasta que tuvo la cabeza apoyada contra el asiento. Lisa se resistió frenéticamente; un gemido de terror se elevó de su garganta. Haciendo caso omiso, Fleming cerró las manazas sobre el cuello y empezó a apretar.
—Sin heridas de bala —explicó, jadeando—. Se caerá…, un accidente natural. Siempre ocurren cosas así. Pero, en este caso, el cuello se habrá roto antes.
Anderton tardó en reaccionar. Los gruesos dedos de Fleming ya estaban cruelmente hundidos en la carne pálida de su mujer cuando él alzó la culata de la pesada pistola y la descargó sobre la nuca de Fleming. Las enormes manos se aflojaron. Fleming se tambaleó, se inclinó hacia atrás y se desplomó contra la pared de la nave. Tratando de recobrarse, comenzó a erguir el cuerpo, pero Anderton le pegó de nuevo, esta vez sobre el ojo izquierdo. Fleming se desmoronó y se quedó quieto.
Procurando respirar, Lisa permaneció un momento encorvada, meciendo el cuerpo. Gradualmente recobró el color.
—¿Puedes tomar los controles? —preguntó Anderton con voz apremiante, sujetándola por los hombros.
—Sí, eso creo. —Ella cogió el volante mecánicamente—. Estaré bien. No te preocupes por mí.
—Esta pistola —dijo Anderton— es un modelo reglamentario del Ejército. Pero no es de la guerra. Es una de las nuevas armas que han desarrollado. Quizá esté equivocado, pero existe la probabilidad…
Se acercó al cuerpo tendido de Fleming. Tratando de no tocarle la cabeza, le abrió el abrigo y hurgó en sus bolsillos. Poco después tenía en las manos su sudada billetera.
Tod Fleming, según la identificación, era un mayor del ejército adscrito al Departamento de Inteligencia Interna de Información Militar. Entre los diversos papeles había un documento firmado por el general Leopold Kaplan, declarando que Fleming estaba bajo la protección especial de su propio grupo, la Liga Internacional de Veteranos.
Fleming y sus hombres operaban a las órdenes de Kaplan. El camión del pan, el accidente, formaba parte de un plan.
Significaba que Kaplan había procurado mantenerlo libre de la policía. El plan se iniciaba con el contacto inicial en su casa, cuando los hombres de Kaplan lo habían capturado mientras él hacía el equipaje. Comprendió, con incredulidad, lo que había ocurrido. Aun entonces, querían cerciorarse de llegar hasta él antes que la policía. Desde el principio había sido una compleja estrategia para asegurarse de que Witwer no lo arrestara.
—Estabas en lo cierto —le dijo a su esposa mientras regresaba al asiento—. ¿Podemos llegar a Witwer?
Ella asintió. Señalando el circuito de comunicaciones del salpicadero, preguntó:
—¿Qué… averiguaste?
—Comunícame con Witwer. Quiero hablar con él cuanto antes. Es muy urgente.
Ella marcó el número temblando, entró en el canal de circuito cerrado y se comunicó con la jefatura de policía de Nueva York. Una sucesión de oficiales menores desfiló por la pantalla hasta que apareció una réplica de los rasgos de Ed Witwer.
—¿Me recuerdas? —le preguntó Anderton.
Witwer palideció.
—Por Dios. ¿Qué ha ocurrido? Lisa, ¿lo traes bajo arresto? —De pronto reparó en el arma que empuñaba Anderton—. Por favor, no le haga nada. Al margen de lo que usted crea, ella no es responsable.
—Eso ya lo sé —respondió Anderton—. ¿Puedes rastrear nuestra posición? Quizá necesitemos protección para regresar.
—¡Regresar! —Witwer lo miró incrédulamente—. ¿Viene hacia aquí? ¿Piensa entregarse?
—Sí, pienso entregarme. —Anderton añadió con urgencia—: Hay algo que debes hacer de inmediato. Cierra el edificio de los monos. Asegúrate de que nadie se acerque allí, ni siquiera Page. Y mucho menos la gente del Ejército.
—Kaplan —dijo la imagen en miniatura.
—¿Qué pasa con él?
—Estuvo aquí. Acaba de irse.
El corazón de Anderton dio un brinco.
—¿Qué estuvo haciendo?
—Recogiendo datos. Transcribiendo duplicados de los informes de nuestros precogs sobre usted. Insistió en que los quería únicamente para su protección.
—Entonces ya lo tiene. Es demasiado tarde.
—¿A qué se refiere? —exclamó Witwer—. ¿Qué está pasando?
—Te lo diré —suspiró Anderton— cuando llegue a mi oficina.

VIII

Witwer salió a su encuentro en la azotea del edificio de la policía. Cuando se posó la pequeña nave, la escuadrilla de naves de escolta se alejó a gran velocidad. Anderton se acercó al joven rubio.
—Tienes lo que querías —le dijo—. Puedes encerrarme y mandarme al campo de detención. Pero no será suficiente.
Los ojos azules de Witwer reflejaban incertidumbre.
—Me temo que no entiendo.
—No es culpa mía. Nunca debí dejar el edificio de policía. ¿Dónde está Wally Page?
—Ya lo hemos atrapado —respondió Witwer—. No nos dará problemas.
Anderton lo miró sombríamente.
—Lo has detenido por el motivo equivocado. Dejarme entrar en el edificio de los monos no fue un delito. Pero pasarle información al Ejército, sí. Has tenido un espía del Ejército trabajando aquí. —Se corrigió de mala gana—. Es decir, yo lo he tenido.
—He anulado su orden de arresto. Ahora los equipos están buscando a Kaplan.
—¿Hubo suerte?
—Se fue de aquí en un camión del Ejército. Lo seguimos, pero el camión entró en unos barracones militares. Ahora tienen un tanque de guerra R-3 bloqueando la calle. Tratar de apartarlo equivaldría a una guerra civil.
Lisa bajó de la nave con pasos vacilantes. Todavía estaba pálida y conmocionada. Una magulladura destacaba en su garganta.
—¿Qué pasó contigo? —le preguntó Witwer. Entonces vio el cuerpo inerte de Fleming tendido dentro de la nave, y dirigiéndose a Anderton, dijo—: Ahora ya no cree que esto sea obra mía, ¿verdad?
—Así es.
—Ya no cree que yo esté… conspirando para quedarme con su puesto —dijo Witwer con una mueca de disgusto.
—Claro que lo creo. Todo el mundo es culpable de esa clase de cosas. Del mismo modo que yo estoy conspirando para conservarlo. Pero esto es otro asunto, y tú no tienes culpa de ello.
—¿Por qué dice que es demasiado tarde para entregarse? —preguntó Witwer—. Por Dios, lo llevaremos al campo de detención, la semana pasará y Kaplan seguirá con vida.
—Seguirá con vida, sí —concedió Anderton—. Pero puede demostrar que estaría igualmente vivo si yo estuviera caminando por la calle. Posee información que demuestra que el informe de la mayoría es obsoleto. Él puede destruir el sistema Precrimen. Cara o cruz, él gana…, y nosotros perdemos. El Ejército nos desacreditará; su estrategia dio resultado.
—Pero ¿por qué arriesgan tanto? ¿Qué quieren?
—Después de la guerra anglo-china, el Ejército perdió prestigio. Ya no es lo que era en los viejos tiempos, cuando llevaban la voz cantante, tanto en lo militar como en política interna, y hacían su propio trabajo de policía.
—Como Fleming —dijo Lisa débilmente.
—Después de la guerra, el Bloque Occidental fue desmilitarizado. Los oficiales como Kaplan fueron retirados y ya no se contaba con ellos. A nadie le gusta eso. —Anderton hizo una mueca—. Puedo comprenderlo. Él no es el único. Pero no podíamos seguir dirigiendo las cosas de ese modo; teníamos que dividir el poder.
—Usted asume que Kaplan ha ganado —dijo Witwer—. ¿No podemos hacer nada?
—No voy a matarlo. Nosotros lo sabemos y él lo sabe. Quizá se avenga a proponernos algún trato. Seguiremos en funciones, pero el Senado abolirá nuestra influencia. Eso no te gustaría, ¿verdad?
—Claro que no —respondió Witwer enfáticamente—. En cualquier momento puedo estar al mando de esta agencia. —Se sonrojó—. No de inmediato, por supuesto.
—Es una pena que hayas dado a conocer el informe de la mayoría —le reprochó Anderton—. Si lo hubieras mantenido en secreto, podríamos guardarlo discretamente. Pero todo el mundo ha oído hablar de él. Ahora no podemos retractarnos.
—Supongo que no —admitió con incomodidad Witwer—. Quizá… no domine este trabajo tanto como creía.
—Lo dominarás. Con el tiempo serás un buen policía. Crees en el statu quo. Pero aprende a tomarlo con calma. —Anderton se alejó de los dos—. Iré a estudiar las cintas de datos del informe de la mayoría. Espero averiguar cómo se suponía que iba a matar a Kaplan. —Y añadió reflexivamente—: Quizá me dé algunas ideas.
Las cintas de datos de los precogs Donna y Mike estaban almacenadas por separado. Anderton fue a la máquina responsable del análisis de Donna, abrió el escudo protector y extrajo el contenido. Al igual que antes, el código le informó de qué cintas eran relevantes y en un instante activó el reproductor de grabación.
Era más o menos lo que él había sospechado. Este era el material utilizado por Jerry, la senda temporal invalidada. En ella los agentes de Inteligencia Militar de Kaplan secuestraban a Anderton mientras regresaba a casa desde el trabajo. Lo llevaban a la villa de Ripian, cuartel general de la Liga Internacional de Veteranos. Anderton recibía el ultimátum de desmantelar voluntariamente el sistema Precrimen o enfrentarse a hostilidades abiertas con el Ejército.
En esta senda temporal descartada, Anderton, como inspector de policía, acudía al Senado en busca de ayuda. No recibía ninguna. Para evitar la guerra civil, el Senado ratificaba el desmembramiento del sistema policíaco, y decretaba un retorno a la ley marcial «para hacer frente a la emergencia». Con la complicidad de un grupo de policías fieles al sistema, Anderton localizaba a Kaplan y lo tiroteaba junto a otros oficiales de la Liga de Veteranos. Sólo Kaplan moría. Los demás se recuperaban. Y el golpe tenía éxito.
Esta era Donna. Rebobinó la cinta y revisó el material proporcionado por Mike. Debería ser idéntico; ambos precogs se habían combinado para presentar una imagen unificada. Mike empezaba como había empezado Donna: Anderton descubría la conspiración de Kaplan contra la policía. Pero algo no encajaba. Desconcertado, rebobinó la cinta hasta el principio. Incomprensiblemente, no concordaban. De nuevo pasó la cinta, escuchando con atención.
El informe de Mike era muy diferente del informe de Donna.
Al cabo de una hora terminó su examen, guardó las cintas y salió del edificio de los monos. En cuanto salió, Witwer le preguntó:
—¿Qué sucede? Veo que algo anda mal.
—No —respondió Anderton con lentitud—. No exactamente mal.
Oyó un bullicio. Se dirigió hacia la ventana y miró afuera.
La calle estaba atestada de gente. Por el centro se desplazaba una fila de tropas uniformadas en cuatro columnas. Rifles, cascos…, soldados que desfilaban en uniforme de combate, enarbolando los apreciados estandartes del Ejército de la Alianza Federada del Bloque Occidental en el frío viento de la tarde.
—Una manifestación del Ejército —explicó angustiado Witwer—. Me equivoqué, no les interesa hacer un trato con nosotros. Kaplan hará una proclama pública.
Anderton no se sorprendió.
—¿Leerá el informe de la minoría?
—Posiblemente. Después exigirá al Senado que nos disuelva y acaparará el poder. Afirmará que hemos arrestado a hombres inocentes…, incursiones policiales nocturnas, esas cosas. El gobierno del terror.
—¿Crees que el Senado cederá?
Witwer titubeó.
—Prefiero no pensarlo.
—Pues yo te lo diré. Sí, el Senado cederá. Ese desfile encaja con lo que he averiguado abajo. Nos tienen arrinconados y sólo podemos ir en una dirección. Nos guste o no, tendremos que tomarla.
Sus ojos tenían un brillo acerado.
—¿Cuál es? —preguntó Witwer con aprensión.
—Una vez que te la diga, te preguntarás por qué no la pensaste tú. Obviamente, tendré que hacer lo que dice el informe que se ha dado a conocer: tendré que matar a Kaplan. Es el único modo de impedir que nos desacrediten.
—Pero el informe de la mayoría fue invalidado —dijo Witwer, sorprendido.
—Puedo hacerlo —le informó Anderton—, pero tendrá un precio. ¿Estás familiarizado con los estatutos que rigen el homicidio en primer grado?
—Cadena perpetua.
—Como mínimo. Quizá puedas mover algunas influencias y lograr que lo conmuten por exilio. Me podrían enviar a una de las colonias planetarias, la vieja frontera.
—¿Prefiere eso?
—Claro que no. Pero sería el menor de dos males. Y es preciso hacerlo.
—No veo cómo puede matar a Kaplan.
Anderton desenfundó el arma militar que le había quitado a Fleming.
—Usaré esto.
—¿No lo detendrán antes?
—¿Por qué iban a hacerlo? Tienen un informe de la minoría que dice que he cambiado de parecer.
—¿Entonces el informe de la minoría es incorrecto?
—No —dijo Anderton—, es totalmente correcto. Pero mataré a Kaplan de todos modos.

IX

Nunca había matado a un hombre. Nunca había visto matar a un hombre. Y había sido inspector de policía durante treinta años. Para esta generación, el homicidio deliberado se había extinguido, simplemente no existía.
Un coche de policía lo acercó a la manifestación del Ejército. En la penumbra del asiento trasero, examinó con detenimiento la pistola de Fleming. Parecía estar intacta. En realidad, no tenía duda alguna acerca del desenlace. Estaba del todo seguro de lo que sucedería en la próxima media hora. Montó de nuevo la pistola, abrió la puerta del coche aparcado y salió cautelosamente.
Nadie le prestaba la menor atención. Crecientes masas de personas avanzaban presurosas, tratando de acercarse a la manifestación. Predominaban los uniformes militares, y en el perímetro de la zona despejada habían desplegado una columna de tanques y armas pesadas, un armamento formidable aún en uso.
El Ejército había levantado un estrado y una escalera. Detrás del estrado colgaba la gran bandera del Ejército de la Alianza Federada del Bloque Occidental, emblema de las potencias combinadas que habían luchado en la guerra. Por una curiosa perversión del tiempo, la Liga de Veteranos del Ejército también incluía a oficiales del bando enemigo. Un general era un general, y las diferencias se habían disipado con los años.
Los altos oficiales del Ejército de la Alianza Federada del Bloque Occidental ocupaban las primeras hileras de asientos. Detrás de ellos estaban los oficiales más jóvenes. Las banderas de los regimientos ondeaban con su variedad de colores y símbolos. El desfile tenía el aspecto de un festival. En el estrado estaban sentados severos dignatarios de la Liga de Veteranos, todos ellos tensos y expectantes. En los extremos, casi inadvertidos, había algunos agentes de la policía. En realidad, eran informadores que estaban observando. En cuanto al orden, el Ejército se encargaría de mantenerlo.
El viento de la tarde transportaba el sordo murmullo de la multitud apretujada. Mientras Anderton atravesaba la densa muchedumbre, fue engullido por esa compacta masa humana. Una tangible sensación de que algo iba a ocurrir mantenía en tensión a todo el mundo. La multitud parecía intuir que algo espectacular estaba en camino. Con dificultad, Anderton se abrió paso entre las filas de asientos hasta llegar al apretado grupo de oficiales del Ejército que había junto al estrado.
Kaplan estaba entre ellos. Pero ahora era el general Kaplan.
El chaleco, el reloj de bolsillo de oro, el bastón, el traje conservador…, todo había desaparecido. Para este acontecimiento, Kaplan había rescatado su viejo uniforme de la naftalina. Erguido e imponente, estaba rodeado por lo que había sido su Estado Mayor General. Usaba sus galones, sus condecoraciones, sus botas, su sable corto de gala y su gorra con visera. Era asombrosa la transformación que el descarnado poder de una gorra de oficial con pico y visera había provocado en ese hombre calvo.
Al ver a Anderton, el general Kaplan se apartó del grupo y se dirigió hacia él. La expresión de su delgado semblante mostraba cuán satisfecho estaba de ver al inspector general.
—Vaya sorpresa —le dijo a Anderton, extendiendo su pequeña mano enguantada de gris—. Tenía la impresión de que el inspector provisional lo había arrestado.
—Todavía estoy libre —respondió Anderton lacónicamente, estrechándole la mano—. En definitiva, Witwer tiene esa misma cinta. —Señaló el paquete que Kaplan aferraba con sus dedos acerados y aguantó con confianza la mirada del hombre.
A pesar de su nerviosismo, el general Kaplan todavía estaba de buen talante.
—Esta es una gran ocasión para el Ejército —manifestó—. Le alegrará saber que ofreceré al público una declaración completa acerca de las acusaciones falsas a las que usted se enfrenta.
—Bien —dijo Anderton con voz neutra.
—Quedará claro que fue usted acusado injustamente. —El general Kaplan trataba de descubrir hasta dónde sabía Anderton—. ¿Tuvo Fleming la oportunidad de asesorarle sobre la situación?
—Hasta cierto punto —respondió Anderton—. ¿Leerá sólo el informe de la minoría? ¿Es todo lo que tiene ahí?
—Lo compararé con el informe de la mayoría. —El general Kaplan hizo una seña y un asistente le entregó un maletín de cuero—. Todo está aquí…, todas las pruebas que necesitamos. A usted no le importa servir de ejemplo, ¿verdad? Su caso es símbolo del arresto arbitrario de un sinfín de personas. —Con gesto rígido, el general Kaplan miró su reloj de pulsera—. Debo comenzar. ¿Me acompañará en el estrado?
—¿Para qué?
Con frialdad, pero con una suerte de reprimida vehemencia, el general Kaplan dijo:
—Para que vean la prueba viviente. Usted y yo juntos…, el asesino y su víctima. De pie, uno junto al otro, exponiendo el siniestro fraude que ha fraguado la policía.
—Será un placer —convino Anderton—. ¿Qué estamos esperando?
Desconcertado, el general Kaplan se desplazó hacia el estrado. Una vez más, miró con inquietud a Anderton, como preguntándose por qué se había presentado y qué sabía en realidad. Su incertidumbre crecía a medida que Anderton subía la escalinata del estrado y se sentaba junto al podio del orador.
—¿Usted comprende plenamente lo que voy a decir? —preguntó el general Kaplan—. La denuncia tendrá considerables repercusiones. Puede instar al Senado a reconsiderar la validez del sistema Precrimen.
—Entiendo —respondió Anderton con los brazos cruzados—. Vamos.
Un tenso silencio había descendido sobre la multitud. Pero se produjo una anhelante agitación cuando el general Kaplan asió el maletín y comenzó a disponer el material frente a él.
—El hombre sentado junto a mí —comenzó, con voz limpia y cortante— es conocido por todos. Os sorprenderá verlo aquí, pues hasta hace poco la policía lo describía como un asesino peligroso.
La multitud fijó los ojos en Anderton. Miró con expectación al único asesino potencial que habían tenido el privilegio de ver a escasa distancia.
—En las últimas horas, no obstante —continuó el general Kaplan—, la orden policial para su arresto fue revocada. ¿Fue porque el ex inspector Anderton se entregó voluntariamente? No, de ningún modo. Él está sentado aquí. No se ha entregado, pero la policía ya no está interesada en él. John Allison Anderton es inocente de todo delito en el pasado, el presente y el futuro. Las acusaciones en su contra eran fraudes patentes, diabólicas distorsiones de un sistema penal contaminado y basado en una premisa falsa, una vasta e impersonal máquina de destrucción que aplastaba a hombres y mujeres hasta destruirlos.
La fascinada multitud miraba a Kaplan y a Anderton. Todos conocían los aspectos básicos de la situación.
—Muchos hombres han sido capturados y encarcelados bajo lo que se conoce como estructura profiláctica Precrimen —continuó el general Kaplan, con mayor sentimiento y energía en la voz—. No acusados de delitos cometidos, sino de delitos que cometerán. Se afirma que estos hombres, si continúan en libertad, cometerán delitos en algún momento en el futuro próximo. Pero no puede haber un conocimiento fiable del futuro. En cuanto se obtiene una información precognitiva, se invalida a sí misma. La afirmación de que este hombre cometerá un crimen en el futuro es paradójica. El solo hecho de poseer estos datos la vuelve falsa. En todo caso, sin excepción, el informe de los tres precogs de la policía ha invalidado sus propios datos. Si no se hubieran realizado arrestos, tampoco se habrían cometido crímenes.
Anderton escuchaba con ánimo sereno, sin prestar mayor atención. La multitud, en cambio, escuchaba con gran interés. El general Kaplan estaba elaborando una teoría a partir del informe de la minoría. Explicó lo que era y cómo había llegado a existir.
Anderton extrajo la pistola del bolsillo de la chaqueta y la apoyó en el regazo. Kaplan ya dejaba a un lado el informe de la minoría, el material precognitivo obtenido de Jerry. Sus dedos huesudos tantearon buscando la síntesis del primero, el de Donna, y después el de Mike.
—Este era el informe original de la mayoría —explicó—. La afirmación, realizada por los dos primeros precogs, de que Anderton cometería un homicidio. Aquí está el material invalidado. Lo leeré.
Limpió con un pañuelo las gafas sin montura, se las puso sobre la nariz y comenzó a leer lentamente.
Una expresión extraña cruzó su rostro. Vaciló, tartamudeó, se interrumpió de forma brusca. Los papeles se le cayeron de las manos. Como un animal acorralado, se dio la vuelta, se agachó y salió huyendo del podio.
Por un instante, su rostro demudado pasó frente a Anderton. Poniéndose de pie, éste levantó el arma, se adelantó con rapidez y disparó.
Enredado en las hileras de pies que sobresalían de las sillas que llenaban el estrado, Kaplan soltó un grito de dolor y miedo. Como un pájaro abatido, rodó, agitando los brazos y las piernas, del estrado al suelo. Anderton se acercó a la baranda, pero todo había terminado.
Kaplan, como afirmaba el informe de la mayoría, estaba muerto. Su pecho delgado era una cavidad oscura y humeante, copos de ceniza que echaban a volar mientras el cuerpo temblaba convulsivamente.
Asqueado, Anderton se alejó y caminó deprisa entre los anonadados oficiales del Ejército. Aún empuñaba la pistola, lo que le permitió avanzar sin objeciones. Saltó de la plataforma y se abrió paso en la caótica masa de gente. Pasmados, horrorizados, luchaban para ver qué había sucedido. El episodio, ocurrido ante sus propios ojos, era incomprensible. La aceptación de lo ocurrido tardaría un rato en reemplazar al terror ciego.
Una vez superada la muchedumbre, Anderton fue rescatado por los policías que lo esperaban.
—Tuvo suerte de escabullirse —le susurró uno de ellos mientras el coche avanzaba con precaución.
—Creo que sí —respondió Anderton con aire distante. Se reclinó y trató de serenarse. Estaba temblando y mareado. De pronto se inclinó hacia delante y vomitó.
—Pobre diablo —murmuró, en tono compasivo, uno de los policías.
En ese torbellino de abatimiento y náusea, Anderton no pudo distinguir si el policía se refería a Kaplan o a él.

X

Cuatro corpulentos policías ayudaron a Lisa y John Anderton a empaquetar y cargar sus pertenencias. En cincuenta años, el ex inspector había acumulado una vasta colección de bienes materiales. Sombrío y pensativo, miraba la procesión de cajas que se dirigían a los camiones.
Irían directamente al puerto en camión, y de allí a Centauro X por transporte intersistema. Un largo viaje para un anciano, pero no tendría que regresar.
—Ahí va la penúltima caja —declaró Lisa, absorta en esa actividad. Vestía suéter y pantalones holgados y recorría las habitaciones desiertas, verificando los últimos detalles. Supongo que no podremos usar todos estos nuevos artefactos atrónicos. En Centauro X todavía usan electricidad.
—Espero que no te moleste —dijo Anderton.
—Nos acostumbraremos —respondió Lisa, y le ofreció una sonrisa fugaz—. ¿Verdad que sí?
—Eso espero. ¿Estás segura de que no te arrepentirás? Si yo pensara…
—No me arrepentiré —le aseguró Lisa—. ¿Qué te parece si me ayudas con esta caja?
Mientras subían al primer camión, Witwer llegó en un coche patrulla. Se apeó y se les acercó, su rostro mostraba unas oscuras ojeras.
—Antes de despegar —le dijo a Anderton—, tendrá que darme un análisis de la situación de los precogs. El Senado está haciendo preguntas. Quieren averiguar si el informe intermedio, la retractación, fue un error. —Y concluyó confusamente—: Todavía no puedo explicarlo. El informe de la minoría era erróneo, ¿verdad?
—¿Cuál de ellos? —preguntó Anderton con aire divertido.
Witwer parpadeó.
—Así que es eso. Debí haberlo supuesto.
Sentado en la cabina del camión, Anderton sacó su pipa y la llenó de tabaco, lo encendió con el encendedor de Lisa y aspiró el humo. Lisa había regresado a la casa, pues quería cerciorarse de no haber olvidado nada importante.
—Había tres informes de la minoría —le dijo a Witwer, disfrutando de la confusión del joven. Algún día Witwer aprendería a no inmiscuirse en situaciones que no comprendía del todo. Anderton sentía una intensa satisfacción. Viejo y desgastado como estaba, había sido el único que había comprendido la auténtica índole del problema.
—Los tres informes fueron consecutivos —explicó—. El primero era de Donna. En esa senda temporal, Kaplan me revelaba el complot y yo lo mataba de inmediato. Jerry, que se había proyectado un poco por delante de Donna, usó ese informe como dato. Incluía mi conocimiento del informe. En esa segunda senda temporal, yo sólo deseaba conservar mi puesto. No quería matar a Kaplan. Sólo me interesaban mi puesto y mi vida.
—¿Y el tercer informe era el de Mike? ¿Ese fue posterior al informe de la minoría? —Witwer se corrigió—. Es decir, llegó en último lugar.
—El de Mike fue el último de los tres, sí. A partir del conocimiento del primer informe, yo había decidido no matar a Kaplan. Eso condujo al informe número dos. Pero al ver ese informe, volví a cambiar de opinión. El informe número dos, la situación número dos, era la situación que Kaplan quería crear. A la policía le convenía recrear la número uno. Y a esas alturas yo estaba pensando en la policía. Había deducido los propósitos de Kaplan. El tercer informe invalidaba al segundo, del mismo modo que el segundo invalidaba al primero. Eso nos llevó de vuelta al punto de partida.
Lisa se acercó, jadeando.
—Vamos…, hemos terminado aquí.
Con grácil agilidad, subió la escalerilla de metal del camión y se acomodó entre su esposo y el conductor. Éste puso en marcha el motor y los demás lo imitaron.
—Cada informe era diferente —concluyó Anderton—. Cada cual era único. Pero dos de ellos coincidían en un aspecto. Si me dejaban libre, yo mataría a Kaplan. Eso creó la ilusión de un informe de la mayoría. En realidad era sólo eso, una ilusión. Donna y Mike previeron el mismo acontecimiento, pero en dos sendas temporales diferentes y en condiciones totalmente diferentes. En cuanto a Donna y Jerry, el presunto informe de la minoría y la mitad del informe de la mayoría, eran incorrectos. De los tres, el de Mike era correcto, pues no le siguió ningún informe que pudiera invalidarlo. Eso lo resume todo.
Afanosamente, Witwer trotaba junto al camión, con el rostro pálido y suave arrugado de preocupación.
—¿Sucederá de nuevo? ¿Deberíamos modificar la configuración?
—Puede suceder en una sola circunstancia —dijo Anderton—. Mi caso era único, pues yo tenía acceso a los datos. Podría suceder de nuevo…, pero sólo al próximo inspector general. Así que ten cuidado.
Sonrió, regodeándose en la tensa expresión de Witwer. Junto a él, Lisa frunció los rojos labios y extendió la mano cubriendo la suya.
—Más vale que mantengas los ojos abiertos —le dijo Anderton al joven Witwer—. Te puede ocurrir en cualquier momento.