SILENTES - Gervasio Noailles

No me acuerdo de cómo era antes, cuando todavía éramos una familia feliz, pero a falta de memoria conservo unas fotos amarillentas en las que estamos juntos, yo siempre sonriendo y él con gesto serio. En el reverso de las fotos, la letra prolija de mamá fechaba y describía las situaciones. 1950, los hermanos sean unidos, dice en la primera foto en la que estamos juntos, Tomás es un recién nacido y yo todavía soy un bebé. En otra foto estamos en la arena, junto al mar, Tomás está desnudo y yo con una mallita que me queda enorme. Mamá escribió: Enero, 1951, los chicos en Mar del Plata.
La última foto que nos tomaron juntos fue cuando Tomás cumplió dos años. Se nos ve de espaldas, sentados en un banco del jardín de la casa, mi bracito sobre los hombros de Tomás: 1952, un atardecer hermoso con los chicos en el jardín.
A partir del segundo cumpleaños de Tomás no hubo más momentos felices para recordar. Tampoco hubo más fotos. Yo apenas tengo recuerdos de esos años, pero imagino que al principio fueron cruces de miradas entre alguna tía y alguna vecina. Luego fue algún comentario dicho como al pasar. La abuela siempre fue la que puso en palabras las cosas que nadie se animaba a nombrar, por eso imagino que debe haber sido ella la primera en decirle a mamá que algo raro pasaba con Tomás. Imagino a mamá ofendida, exigiendo que la dejen cuidar a sus hijos en paz.
Tomás cumplió tres años y continuaba sin emitir palabras. Fue entonces cuando mamá decidió hacer la primera consulta. En pocos meses pasó por todos los servicios y especialidades posibles. Ninguno de los profesionales pudo explicar qué le pasaba a Tomás. Todo el periplo por los consultorios y las clínicas especializadas en trastornos del lenguaje no sirvieron para que Tomás pudiera hablar; sí para que mamá se tranquilice al conocer a otros padres cuyos hijos tampoco emitían palabras. 
–Lo de Tomás no es raro. Le pasa a muchos otros chicos –decía mamá. 
–Ese nene tiene algo. No sólo no habla. Mirale los ojos. ¿No ves que tiene algo raro en la mirada? –decía la abuela.
Cuando Tomás cumplió cuatro años seguía sin decir ni una palabra. Fue entonces cuando mis padres decidieron hacer una nueva consulta. Mamá pasó horas en el teléfono, pidiendo y hasta suplicando que le dieran un turno. Todas las clínicas u hospitales donde había un profesional que directa o indirectamente pudiera dar una respuesta para entender el problema de Tomás estaban desbordados y ofrecían turnos con ocho, nueve y hasta doce meses de demora.
Tomás no hablaba. Tenía una mirada dura y facciones siempre imperturbables. Jamás había sonreído y tampoco lloraba. Mamá poco a poco se fue apagando. Ya no hubo más panqueques con dulce de leche los domingos, ni canciones infantiles al desayuno, ni tortas enormes de chocolate para los cumpleaños. Creo que papá también estaba triste, porque no sabía qué debía hacer con eso que debía amar como a un hijo; pero con él nunca se sabía. En cambio en mamá la tristeza fue arrasadora. 
Decidí que tenía que hacer algo. No podía enseñarle a hablar a Tomás, pero tuve una idea que me pareció genial. Podía enseñarle a reír. Imaginé la alegría de mamá cuando lo viera sonreír. Imaginé las reuniones familiares en las que todos reiríamos y Tomás también. Imaginé a mamá pasando largas horas haciendo morisquetas para que Tomás se ría y nos imaginé felices a todos. Imaginé a papá tomando fotos en las que todos reiríamos y a mamá anotando fechas y describiendo situaciones en el reverso de las fotos.
Lo primero que hice fue sentarme frente a él y reírme mucho. Le mostraba una barra de chocolate y me reía a carcajadas y agarrándome la panza. Le hacía cosquillas mientras yo me reía, pero él seguía serio. Le agarraba la cara con mis dos manos y presionaba con los pulgares en la comisura de los labios. Después de muchos intentos me cansé de ver cómo Tomás me miraba con sus ojos vacíos y me di por vencido. 
Fue entonces cuando se empezó a hablar de la epidemia. Todos los chicos nacidos en los últimos años en todo el mundo eran como Tomás. Millones de chicos que no decían mamá o papá, que no decían nada. Nadie podía enseñarles a hablar, ni hacerlos sonreir, ni descubrir nada detrás de esas miradas vacías. 
En castellano se los comenzó a nombrar como los silentes, en inglés the quiets, en francés les silencieux, eufemismos débiles para nombrar un fenómeno que excedía en mucho el silencio de quienes recibían el atributo. No se trataba de que fueran hombres y mujeres silenciosos, había algo más oscuro o quizás más triste en la posibilidad de que no fueran seres humanos.
Una etóloga que enseñaba a los chimpancés a comunicarse con señas, intentó hasta el cansancio enseñarle ese lenguaje a los silentes. Unos pocos aprendieron unas señas básicas que les servían para pedir más comida, pero rápidamente las olvidaban. Los religiosos encontraron en los silentes la prueba de un castigo divino; si la Biblia decía que al principio fue la palabra, ahora, sin palabras, estábamos ante el fin de los tiempos. Un filósofo francés desarrolló una teoría acerca de los efectos de la era de la comunicación en la ausencia de funciones paternas que humanizaran a los chicos. En Alemania la escuela post-estructuralista de antropología encontró argumentos lógico-matemáticos impecables para demostrar que los silentes eran un efecto de la ausencia de lugares vacíos en las nuevas disposiciones familiares. Se habló de accidentes nucleares y los efectos en el ADN de las nuevas generaciones. Se escribió mucho sobre la polución y el calentamiento global y su incidencia en la corteza del hemisferio izquierdo del cerebro. Se dijo mucho, pero no se pudo hacer nada para humanizar a los silentes.
Como todos los chicos de mi edad, crecí acostumbrado a los silentes. Casi todos los chicos del barrio tenían uno. A veces era un hermano menor, o un primo, o simplemente un silente del barrio con el que podíamos jugar. Tener un silente era divertido, a veces los tratábamos casi como mascotas. Los hacíamos competir entre ellos y hacíamos apuestas. En carnaval les poníamos caretas o los maquillábamos y los vestíamos con ropas viejas, después salíamos a pasear por el barrio a mostrar el disfraz. Los silentes se dejaban hacer.
Una tarde de verano, jugábamos a la pelota en la calle con los chicos del barrio mientras los silentes nos observaban a un costado de la canchita improvisada. Luego de un rebote, la pelota cayó a los pies de mi hermano. Tomás se quedó mirando la pelota fijamente, hasta que uno de los chicos con los que estábamos jugando le gritó:
–Dale, tarado, pateala para acá–. Tomás era mi hermano y ese insulto me dolía a mí. 
–No lo insultés –le grité al chico–, es un silente. El tarado sos vos que no entendés la diferencia. 
El chico corrió hasta mí, me empujó golpeándome en el pecho, me gritó y amagó con pegarme en la cara. Yo estaba paralizado por el miedo. Tomás corrió hacia nosotros y golpeó al chico. A pesar de ser mucho menor en edad y en tamaño, Tomás lo tiró al piso y comenzó a pegarle, a arañarlo, a arrancarle mechones de pelo. Se detuvo un momento, me buscó con la mirada y cuando me encontró esbozó una horrible mueca de felicidad. ¡Tomás, por primera vez, se reía! La expresión de Tomás era realmente monstruosa, pero había algo de dulzura en ese gesto de defensa fraterna.
Esa tarde los padres del chico fueron a quejarse a casa. Exigían que Tomás nunca más saliera sólo por el barrio. Como prueba del peligro exhibían la cara de su hijo con las huellas de la furia de Tomás. Lloré de indignación cuando intenté explicar que Tomás solamente me había defendido. 
Mi padre vio que Tomás y yo no teníamos ni un rasguño, vio la cara del otro chico surcada de arañazos y golpes y a modo de castigo nos mandó al jardín. 
–Van y se quedan sentados en el banco. No se levantan hasta que los vaya a buscar –nos dijo papá.
Llevé a Tomás de la mano hasta el banco del jardín. Allí nos sentamos. Pasé mi brazo sobre sus hombros y contuve las lágrimas por la injusticia sufrida. Cuando caía el sol, miré de reojo a mi hermano. Me dedicó su mueca espantosa. Me sentí feliz y apreté el abrazo. El atardecer era hermoso.
Crecí y, como la mayoría de los hombres y mujeres de mi edad, preferí no tener hijos. La experiencia demostraba que los chicos distaban mucho del ideal de los padres y tener un hijo era condenarse a cuidar a un silente de por vida. Pero si los humanos decidimos no reproducirnos no pasó lo mismo con los silentes, quienes lo hicieron rápidamente. Las silentes hembras eran fácilmente violadas por hombres o se apareaban con silentes machos. Mientras los humanos envejecen y mueren los silentes poco a poco van ganando las ciudades.
Mamá siempre cuidó y defendió a mi hermano con amor de madre. Cuando ella murió, Tomás tenía sólo quince años. Papá y yo creímos que era importante que él se despida de mamá y lo llevamos hasta el cuarto en el que ella parecía dormir tendida en la cama. Recuerdo que era invierno, porque Tomás la miró, le sacudió un hombro y le tocó la cara. Me pregunté qué pensaría al sentirla fría. Cuando vio que mamá no respondía, dio media vuelta y se fue al jardín. Yo lo seguí discretamente, adivinando las ganas de llorar y la necesidad de hacerlo en soledad. Vi cómo Tomás caminó hasta el banco para sentarse al sol. Me quedé parado a unos metros de distancia para respetar su momento. Yo quería que Tomás estuviera triste, pero él sólo tenía frío.
Pronto hubo miles de silentes vagando por las calles. Alguien propuso la esterilización masiva, pero la idea fue rápidamente descartada porque con ella se condenaba a la especie humana a la extinción. Con el tiempo hemos comprendido que la reproducción de los silentes también significa el fin de la civilización.
Durante un tiempo se dispuso el encierro masivo de los silentes en barrios que fueron aislados del resto de la ciudad, pero los guetos fueron desbordados y los encargados de custodiarlos murieron bajo el peso del tiempo.
Con los años, Tomás se convirtió en un silente adulto, esbelto y hermoso. Ya tiene muchos hijos. Nuestro padre también ha muerto y yo sigo viviendo con Tomás y su familia. De alguna manera los quiero y creo que ellos me reconocen como el jefe de su manada. 
En los últimos años el mundo se ha transformando. Los hombres y mujeres de la última generación de humanos hemos llegado a viejos. La ciudad se ha convertido en un caos. Las escuelas hace años que están vacías. Los hospitales, sin médicos, han cerrado. Ya casi no circulan autos. Cada vez hay más manadas de silentes que pasean por la ciudad. Hace años que no tenemos noticias internacionales; imagino las grandes ciudades del mundo inundadas de silentes, devorando los restos de la civilización.
Ayer Tomás cumplió sesenta y dos años. Me siento viejo y enfermo. No hay médicos ni fármacos para curarme o aliviar mi dolor. Pronto moriré. Sé que mi cuerpo yacerá insepulto.
Si la ausencia de testigos de la caída de un árbol en el bosque anula la caída misma, ahora, ante la ausencia del lenguaje para dar testimonio del mundo, lo que se anula es el mundo. Si es así, soy testigo del fin del mundo. 
Hace años que murió la última persona con la que podía hablar. Vuelvo a mirar las fotos descoloridas en las que Tomás y yo todavía somos chicos de la misma especie. Busco la mirada de Tomás y sus ojos vacíos me recuerdan que estoy solo, sin nadie con quien hablar, a quien escribir, ni que me lea. 
Paso los días sentado en el banco del jardín esperando la caída del sol. Cuando Tomás se sienta a mi lado lo abrazo. Le muestro la foto que nos tomó papá en esa misma posición y él me devuelve su mueca espantosa. No sé si él disfruta el atardecer o si solamente me imita.