EL DIOSERO - Héctor G. Oesterheld

En el planeta sin dioses, los neblines sueñan con tener cada uno su dios.
Hasta que llega un diosero con su gran muestrario de dioses.
Una enorme multitud de neblines, pálidas vejigas concéntricas, se apiña en torno al diosero. Todos se entenan, impacientes, bien desplegados los eleos.
Tres días más tarde, cuando ya no vienen más neblines, el diosero se esfera y comienza a vibrar:
–Todos mis dioses son de invisibilidad e incomprensión garantidas, son ajustables a todas las necesidades individuales. Mis dioses, neblines, son dioses a la medida.
Tiembla la multitud. En el fondo de los eleos hay lucecitas blancas, esperanza.
El diosero, esferado en todo su diámetro, elea con elocuencia de viejo difusor de dioses:
–Este dios, por ejemplo, te hermosea el mundo si le rezas con toda la melancolía que necesita, diáfano, sutil dios estético, ideal para seres con tendencias vegetales o impulsos al cristal. Este otro dios, también por ejemplo, es un dios de aire, aire más o menos físico o espiritual, según la calidad del creyente, es un dios bueno y necesario, de aroma femenino, frío y fuego, cambiante e inesperado como todo aire.
Silencio y niebla sobre la multitud, y nostalgia de dios, anhelo que duele. Los eleos casi se cierran.
–Este otro dios es lágrima y consuelo, por el dolor te lleva al amor y a la dicha, es ideal para sociedades nuevas, ricas en dolor. En los mundos viejos y bien organizados el dolor es escaso, y escaso es por lo tanto el amor. En esos mundos ya nadie se comunica ni se odia siquiera.
Luces de colores irisan los eleos de la multitud. Es como si quisiera nacer una felicidad, pero hay un neblín que se adelante con los eleos opacados:
–¡Charlatán! –asperiza el neblín–. ¿Por qué ofreces, diosero, lo que bien sabes que no sirve?
–Mis dioses...
–¡Contesta, diosero! –el neblín no le deja responder–. ¿Cuál es la forma última, la flor final de la materia-energía?
–¿La flor final de la materia-energía? Pues... la vida.
–Bien. ¿Y cuál es la flor final de la vida?
–El espíritu.
–¿Y la flor final del espíritu?
–Dios.
–Perfecto. Y ahora, diosero, ¿cuál es la forma última, la flor final del dios?
–Este... No hay... Ningún dios florece en flor final...
–¿Por qué mientes, diosero? –relámpagos sombríos en los eleos del neblín–. ¡Tú sabes cuál es la flor final del dios! Tráenos esa flor final y entonces sí cerraremos trato. ¿Para qué queremos todas estas mediocres caras del mismo dios con que intentas embaucarnos? ¡Llévate ya tu muestrario, diosero, que nadie aquí desea tus dioses! ¿No es así, neblines?
Pero ninguno le ha escuchado. La multitud ondula ya en medio del muestrario, se llena de dios los eleos, es el éxtasis, tan de atrás les viene el ansia.
Los neblines se dispersan, se van. Cada uno tiene su dios, ya ninguno estará solo, jamás hubo tanto gozo en planeta alguno.
El diosero ya sin dioses y el neblín de los eleos opacados tiritan de vacío. Todo es páramo alrededor.
–¡Es un fraude, diosero! Tú sabes que todos esos dioses...
–Silencio, amigo... ¿Quién sabe nada de nada? Te lo repito, no hay flor final del dios. Y no me atormentes más. Toma, quédate con este dios. No lo puse en el muestrario, suelo reservarlo para mí.
El diosero llena entonces los eleos del neblín con un dios cifra y cristal, los eleos se diáfanan, encienden luces vagas, frías pero dulcemente resignadas.
–Cuídalo, neblín... Con este dios alcanzarás la calma a través del número y la ecuación.
Innecesaria la advertencia. El neblín se aleja, sumido ya en un alto y errado cálculo que le consumirá la vida entera y le hará feliz.
El diosero queda solo. Como nunca nadie quedó solo en el Universo todo.
Mintió al neblín cuando negó la flor final del dios. ¿Para qué quebrarlo con el peso de tanta angustia?
Justamente él, el diosero, está en eso, en la flor final del dios.
Si todo dios es incomprensible, ¿cómo no lo será la flor final del dios? Soledad última, diosero: te usan pero no son para ti, pobre abeja en la flor, ni el aroma ni el color ni la liturgia vital en el secreto del ovario.