EL ARBOL DE LA BUENA MUERTE - Héctor G. Oesterheld

María Santos cierra los ojos, afloja el cuerpo, acomoda la espalda contra el blando tronco del árbol.
Se está bien allí, a la sombra de las hojas transparentes que filtraban la luz rojiza del sol.
Carlos, el yerno, no pudo hacerle un regalo mejor para su cumpleaños.
María Santos sonrió agradecida; a la vista el tronco parece rugoso y áspero, pero en realidad es muelle, cede a la menor presión, como si estuviera relleno de plumas; es un placer recostarse contra él, pobre Carlos, ¿cuánto le habrá costado?, no cualquiera regala un árbol así.
Hasta María Santos llega ahora el zumbido apagado del tractor. Por entre los párpados apenas abiertos, la anciana mira a Marisa, la hija, sentada en la máquina, junto a Carlos. Hl brazo de Marisa descansa en la cintura del hombre, las dos cabezas se juntan: hacen planes, seguro, para la nueva casa que Carlos quiere construir. Buen marido, Carlos, suerte que Marisa no se casó con Larco, el ingeniero aquel; Carlos no es más que un agricultor, pero es bueno y sabe trabajar, y no les hace faltar nada. ¿No les hace faltar nada?
Se borra la sonrisa de María Santos.
Se nubla el rostro arrugado, viejo de tantos soles y tanto trabajo.
Carlos es bueno y gana bien y puede hacer felices a Marisa y a Roberto, el hijo, tan adelantado, sólo catorce años y ya estudia medicina por televisión.
Pero nunca, nunca podrá hacerla feliz a ella, a María Santos, la abuela…
María Santos no se adaptará nunca, hace mucho que renunció a hacerlo, a la vida en aquella colonia de Marte.
Se gana bien, no les falta nada, se vive mejor que en la Tierra, la vida es ahora tan dura allá, la familia toda tiene ahora un porvenir. Lástima que Marte sea tan, tan diferente…
Si ahora soplara un poco de viento, como en la Tierra. Un poco de viento con algún «panadero» volando alto…
—¿Duermes, abuela? —es Roberto, el nieto; le sonríe, tiene un libro bajo el brazo.
—No, Roberto. Un poco cansada, nada más.
—¿No necesitas nada?
—No, nada.
—¿Seguro?
—Seguro.
Curiosa la insistencia de Roberto. No suele ser tan atento; a veces se pasa días enteros sin acordarse de que la abuela existe.
Pero eso es de esperar, para eso es joven, la juventud tiene demasiado quehacer con eso, ser joven.
Aunque en verdad María Santos no tiene por qué quejarse; ahora que lo piensa, Roberto, el nieto, está desde hace un tiempo muy bueno con ella, se pasa las horas a su lado, la hace hablar de cuando vivía en la Tierra.
Claro, Roberto no conoce la Tierra, nació en Marte, y para él todo lo de la Tierra le resulta tan raro. No se cansa de preguntarle de cuando ella era chica, de cuando cazaba lagartijas entre las tunas, allá en el pueblito de Catamarca. Y de cuando llegó a Buenos Aires, de los tantos años que vivió en la casita de Saavedra, a siete cuadras de la estación. María Santos tenía que describir la casa ladrillo por ladrillo, nombrar las flores del jardincito de adelante, hablar de los charcos en la calle de tierra, antes de que la pavimentaran; del fútbol de los chicos, de los barriletes que siempre terminaban enredados en los hilos del teléfono, de los delantales blancos que todos usaban para ir al colegio, tres cuadras más allá.
Todo le interesaba a Roberto: el almacén del barrio, la librería, la lechería… Hasta una vez tuvo que explicarle cómo eran las moscas. Roberto quiso saber cuántas patas tenían, y María Santos se quedó muda, nunca se le había ocurrido de contarlas…
Pero hoy Roberto no tiene ganas de oírla recordar, claro, debe de ser la hora de la lección, por eso él se aparta casi de pronto, como apurado.
Pero ahí vuelve, le roza la mejilla con los labios, qué raro, hace tanto que no la besa, se va casi corriendo.
Otra vez el zumbido del tractor. Carlos y Marisa terminaron el surco, ya vuelven, da gusto verlos; ya no son jóvenes, pero están contentos. Es un contento profundo, sin sonrisas, pero con una gran placidez, como si ya tuvieran la nueva casa, o el helicóptero que Carlos dice que necesitan tanto.
El tractor llega hasta cerca del nuevo árbol, Marisa saluda con la mano, María Santos sólo sonríe, quisiera contestarle, pero no, hoy está muy cansada.
Hay rocas erizando el horizonte. María Santos no vio nunca rocas así en su Catamarca de hace tanto, por todas partes se estira el pasto amarillo, ese raro pasto de Marte que cruje al pisarlo. María Santos no se acostumbró nunca a él. Es como una alfombra rota que todo lo cubre. Por los lugares rotos afloran las rocas, siempre angulosas, siempre oscuras.
Algo pasa delante de María Santos.
Un golpe de viento quiere despeinarla.
María Santos parpadea, trata de ver lo que pasa delante.
Allí viene otro.
Delicadas, ligeras estrellitas de largos rayos blancos…
¡«Panaderos»!
¡Sí, «panaderos», semillas de cardo, iguales que en la Tierra!
¿Hace cuánto que María Santos no los ve? El gastado corazón se encabrita en el viejo pecho… ¡«Panaderos»!
No más pastos amarillos, no más rocas negras y erizadas; ahora hay una calle de tierra, huellones profundos, pasto verde en los bordes, zanjas, veredas de ladrillos torcidos, callecita de barrio cualquiera, callecita de recuerdo, chicos de guardapolvo jugando a la bolita, el esqueleto de un barrilete no terminando de morirse nunca, enredado en un hilo del teléfono.
María Santos está sentada en la puerta de su casa, en su silla de paja. A los lados se alza la hilera de casitas bajas, las más viejas con jardín al frente, las más modernas son muy blancas, con balcón cromado, el colmo de la elegancia.
«Panaderos» en el viento, viento alegre que parece bajar del cielo mismo, desde las nubes tan redondas, tan blancas en el azul.
«Panaderos», los mismos que perseguía en el patio de tierra del rancho, gallinas y ropa tendida, allá en la provincia.
¡«Panaderos»!
El pecho de María Santos es un gran tumulto gozoso, liebre feliz que quiere saltar y correr.
«Panaderos» en el aire, se van arriba, cada vez más arriba.
«Panaderos»…
Carlos y Marisa han detenido el tractor.
Roberto, el hijo, se les junta, y los tres se acercan a María Santos.
Se quedan mirándola.
—Ha muerto feliz… Mirá, parece reírse.
—Sí… ¡Pobre doña María!
—Fue una suerte que pudiéramos proporcionarle una muerte así.
—Sí… Tenía razón el que me vendió el árbol, no exageró en nada: la sombra mata en poco tiempo y sin dolor alguno, al contrario. Por algo el nombre, «el árbol de la Buena Muerte»…
Algo aparte, Roberto, el nieto, no dice nada. Sus padres están satisfechos, mejor así.
Que no piensen en todo lo que se les niega, en todo lo perdido. En tiempos de la Abuelita la gente se moría sabiendo, y había últimas palabras, dolor, agonía; la muerte era la muerte, la gente se moría de verdad.
Ni eso nos dejan ahora.
«El árbol de la Buena Muerte»… ¡bah!