LA FUGA DE LOGAN - William F. Nolan & George C. Johnson



Los hechos que causaron la Guerra Menor tuvieron su inicio cierto inquieto verano a mediados de la década de 1960 en que hubo sentadas y manifestaciones de estudiantes, y la juventud tanteó sus fuerzas.

A principios de 1970 más del 75 por ciento de la población mundial tenía menos de veintiún años.
Los moradores de la tierra continuaron aumentando... y con ellos el elemento juvenil.
En 1980 se elevaba al 79, 7 por ciento.
En la década de 1990 pasó al 82,4 por ciento.
Y en el año 2000 se llegó al momento crítico.


10


La muchacha tenía el pelo revuelto. Su cara estaba tumefacta y llena de arañazos, y una rodilla le sangraba por habérsela herido al tropezar con un saliente de acero.
Un agudo dolor le atenazaba el costado.
Pero aún así seguía corriendo.
En el cielo brillaba una luna romántica y la noche estaba poblada de sombras confusas.
¿Cuándo había vadeado el río? ¿Aquella misma noche o la anterior? ¿En qué lugar se hallaba? Imposible saberlo.
A su derecha, y más allá de una franja de asfalto vacía, pudo ver una valla de tela metálica cuyo final se perdía en la distancia. En un espacio más próximo se aglomeraban caballitos y tiovivos. Era la guardería infantil de una zona industrial. Tal vez Stoneham o Sunrise.
Posiblemente su hijo se encontraba allí.
Torció hacia la izquierda, apartándose de la valla para entrar en la negra profundidad abierta entre los edificios. De pronto vio bloqueado su camino por una empalizada. Retrocedió. Quizá fuera posible encontrar una salida por la parte del río.
¡Si pudiera descansar unos momentos!
Un sobresalto la paralizó. Alguien se movía en las sombras, frente a ella. Ahogó un grito de terror.
¡El Vigilante!
Su corazón latió acelerado, golpeándole el pecho con fuerza. Volvió a la empalizada y se agarró a las nudosas tablas, rompiéndose las uñas al clavarlas en ellas. Pero la barrera era demasiado alta.
Por unos momentos... ¿o acaso fueran siglos? se esforzó, tensando sus músculos para intentar izarse por las tablas; pero en vano. Estaba al cabo de sus fuerzas. De pronto, algo pareció romperse en su interior y cayó exánime al pie de la barrera.
Replegada sobre sí misma, miró la flor negra marcada en el centro de su mano derecha. Solamente unos días antes su color era rojo como la sangre, tan vivo como el azul eléctrico de siete años atrás, o el amarillo solar de los otros siete que le precedieron. Un color para cada siete años de su vida. Ahora, al cumplir los veintiuno, la flor era de un negro siniestro. Un negro de noche. Un negro de muerte.
La figura humana avanzaba hacia ella con pasos lentos, sobre el asfalto iluminado por la luna. La muchacha no levantó la mirada sino que siguió contemplando su mano, donde estaban escritos su pasado y su futuro, sus días y sus noches, sus temores y sus esperanzas.
¿Por qué había creído en la existencia del Santuario? ¿Por qué abrigó un propósito tan descabellado e inalcanzable? ¿Por qué no había imitado a los demás, resignándose al Sueño?
La oscura forma vestida de negro se encontraba ante ella; pero no quiso mirarla. Ni tampoco le imploró compasión porque hubiera sido de todo punto innecesario.
Prefirió imaginarse en una situación distinta, en un mundo asimismo distinto.
No se encontraba allí, ni era un ser perseguido y fuera de la ley, un ser presa de la vergüenza y el terror, sino que se encontraba en el Santuario... en una amplísima pradera sobre la que soplaba una tenue brisa, junto a un fresco arroyo de aguas plateadas... un mundo en donde el tiempo no existía.
Pero ¿por qué su mano trataba de asir, bajo las desgarradas ropas, el puñal vibrador que ocultaba entre ellas? ¿Por qué aquel frenético deseo de hundir su hoja estremecida entre los huesos del pecho hasta alcanzar el corazón? ¿Por qué?
Vio el movimiento ascendente del Arma.
El instante final había llegado.
Vio los destellos que la luz de la luna arrancaba al cañón azulado.
Vio el rostro pálido y tenso del Vigilante, y sus pupilas por encima del arma, y el blancor de sus dedos sobre el disparador.
Se oyó una sorda, explosión.
Tal fue el último ruido que percibieron sus oídos.
Su última sensación fue la de un dolor atroz, conforme el proyectil la alcanzaba, desgarrando, quemando, deshaciendo su cuerpo.


Logan sentíase fatigado, pero el hombrecillo continuaba hablando sin parar.

—Ya sabes lo que ocurre, ciudadano —decía—. Nadie cree haberlo disfrutado todo: los viajes, las chicas... la vida, en fin. Y yo no soy diferente a los demás. Me gustaría vivir hasta los veinticinco, o los treinta... Pero no ocurrirá. Ahora bien, acepto mi destino. No me quejo ni hago reproches. Mi existencia ha sido de lo más agradable. Disfruté lo que debía y nadie podrá decir que Sawyer es un llorón.

Hablaba con calor. Porque así no tenía necesidad de pensar. Logan había conocido a otros muchos que se portaban de idéntico modo en el Ultimo Día, tratando de pasar lo mejor posible las horas finales.

—¿Sabes lo que voy a hacer? —preguntó mientras la flor roja impresa en su mano parpadeaba volviéndose negra y luego roja otra vez.

Pero no esperó la respuesta sino que continuó hablando con rapidez, contando a Logan sus proyectos.

En la Sede del Cuartel General de los Vigilantes Logan se había puesto un traje gris. Se preguntó si el hombrecillo le hablaría de aquel modo si le viera vestido de negro. Probablemente sí. Porque Sawyer era, sin duda, una de esas personas que vivían su existencia sin preocuparse del Sueño o de la amenaza del Arma. Lo que le parecía muy bien. Muy propio de un buen ciudadano, de los que contribuían a que el mundo siguiera un curso estable.

—... y me iré a la «Casa de Cristal» de Castlemont y haré que me traigan a las tres chicas más guapas que tengan. Una rabia... ya sabes, de ojos azules y pelo azul muy claro. Otra tendrá el pelo negro y corto, y la tercera, la piel dorada y suave. Tres bellezas. Tengo entendido que están dispuestas a cualquier cosa cuando llegas al Día Final.

El hombre se miró la palma de la mano. La flor continuaba cambiando de color, alternando entre el negro y el rojo.

—¿Te has preguntado alguna vez si el Pensador puede cometer errores, como uno de nosotros? Porque, la verdad, no me parece haber cumplido veintiún años. Creo que llegué a los catorce hace cinco o cosa así. Lo que significa que sólo tengo diecinueve. —Dijo estas últimas palabras sin convicción alguna—. Recuerdo bien el día en que cumplí los catorce y mi flor cambió de color. Estaba en el Japón, y era la primera vez que veía el Fujiyama. ¡Maravillosa montaña! Y muy sugerente. ¿La has visto tú?

Logan hizo una señal de asentimiento.

—Recuerdo muy bien aquel día. No debe hacer más de cinco años.... o tal vez seis. ¿Crees a la Máquina capaz de equivocarse?

Logan no quería pensar en los años transcurridos, desde que cumplió catorce. Últimamente rehusaba semejante reflexión. Su flor seguía siendo de un rojo brillante; pero...

—No —repuso Sawyer contestando su propia pregunta—. La Máquina no puede equivocarse—. Permaneció en silencio largo rato y luego prosiguió—: Creo que tengo algo de miedo.

La flor de su mano seguía cambiando del rojo al negro y de éste al rojo.

—Son muchos los que lo tienen —comentó Logan.

—Pero no tanto como yo —dijo el hombre tragando saliva y levantando la mano—. Ahora bien; no te confundas, ciudadano. No soy cobarde ni pienso echar a correr. Tengo mi orgullo. La norma es perfecta; estoy seguro. La tierra no podría sustentar a tanta gente. Hay que obrar así para que la población no aumente en demasía... Siempre fui leal y no voy a cambiar en el último instante.

Los dos permanecieron sentados, en silencio, mientras la pista deslizante los llevaba a través del complejo de tres millas.

El hombrecillo habló de nuevo:

—¿Crees que ese proyectil es tan... tan terrible como dicen?

—Sí —repuso Logan—. Creo que sí.

—Lo que más me intriga es el modo en que le acierta a la víctima apenas disparado. Cómo se dirige al calor del cuerpo y abrasa en poco tiempo el sistema nervioso. Dicen que no deja un solo nervio sano.

Logan no contestó.

La cara del hombrecillo estaba gris. Un músculo le tembló en la mejilla. Tragó saliva y dijo:

—Bueno.

Respiró hondo y su cara recobró un poco de color.

—Desde luego, es necesario —continuó—. Porque si no existieran los Vigilantes ni los proyectiles, habría demasiada gente. Y ello resultaría un problema. El perseguido merece su suerte. La verdad es que no tendríamos que huir. Las Casas para el Sueño no son tan malas, después de todo. Cuando tenía doce años yo y un amigo visitamos una en París. Era un lugar limpio y bonito. No estaba mal.

Logan pensó en las Casas para el Sueño y en sus interiores bellamente decorados; en los ayudantes con sus bonitos trajes de color claro; en los coros angélicos controlados electrónicamente; en los pulverizadores de líquido narcótico, que eliminaban la expresión de sufrimiento reemplazándola por una alegre sonrisa. Evocó el tranquilo y silencioso recinto de las tumbas con su luz difusa, y sus estanterías de aluminio sobre las que se alineaban las cajas de lámina de acero, cada una con el nombre y el número del cuerpo que contenía.

—No —admitió Logan—. No están tan mal.

Sawyer continuó expresando sus reflexiones en voz alta.

—Muchas veces pienso en esos Vigilantes. Yo nunca podría hacer lo que ellos hacen. Y no es que defienda a los fugitivos. Porque, son una plaga. Una auténtica plaga. Sin embargo, ¿cómo es posible disparar un proyectil que...

—Yo me quedo aquí —le interrumpió Logan.

Y salió de la pista deslizante.

Estaba irritado consigo mismo porque, en realidad, no vivía allí, sino que su unidad domiciliaria se encontraba una milla más lejos. Pero la constante charla de aquel hombre había acabado con su paciencia. Desde luego, conocía bien el sector, puesto que un año antes había perseguido por allí a un hombre; un fugitivo llamado Nathan. Pero prefería no pensar en ello.

Empezó a caminar lentamente por la arteria.

Frente a él se elevaba la Casa de las Joyas. Se detuvo para observar el enorme mural que daba nombre a la estructura: un fantástico mosaico de enorme elevación, compuesto por fragmentos de cristal flamígero que representaban el Incendio de Washington. Llamas rojas, purpúreas y naranja se entremezclaban en la fachada, mostrando cuerpos ardiendo y edificios derrumbándose, envueltos en humo. Pero la terrorífica obra maestra estaba inacabada. En algunos lugares aparecían huecos oscuros que rompían la unidad del conjunto. El famoso muralista Roebler 7, único capaz de manejar el cristal corrosivo, se había llevado su secreto a la tumba el día en que aceptó el Sueño. Por tal causa, la obra nunca quedaría finalizada. Debajo mismo del mural había un hombre con un letrero al cuello. Logan se estremeció. El hombre tendría unos quince años. Sus facciones eran redondeadas y feminoides y sus ojos enormes expresaban profunda tristeza. Una leve y plateada barba le cubría el mentón y el pelo le llegaba hasta los hombros. El letrero contenía esta sola palabra: ¡huye!. Permanecía sentado, inmóvil en mitad del paso, rodeado por unos cuantos iracundos ciudadanos. Uno de ellos le escupió.

—¡Puerco!

—¡Asqueroso!

—¡Cobarde!

El hombre sonreía con paciencia, haciendo frente a sus hostigadores y entregándoles unas hojitas del montón que tenía en el regazo.

—¡Es indignante! —exclamó una mujer gorda, agitando la hojita—. ¡Va contra la ley!

Cuando Logan se acercó al grupo, el hombre le ofreció también una de las hojitas. La tomó, y pudo leer:

¡NO ACEPTÉIS EL SUEÑO! ¡HUID!

CUANTOS MÁS FUGITIVOS HAYA,

MENOR SERÁ EL NÚMERO DE LOS PERSEGUIDORES.

MENOR SERÁ EL NÚMERO DE LOS VIGILANTES.

ESTÁ ESCRITO QUE LA VIDA DE UN HOMBRE ES DE

TRES VECES VEINTE AÑOS, MÁS DIEZ

¡SETENTA AÑOS!

NO OS CONFORMÉIS CON VEINTIUNO.

¡HUID! ¡NO ACEPTÉIS EL SUEÑO!

Un vehículo de la policía descendió sin ruido hasta el borde de la calzada. Logan vio cómo dos agentes vestidos con uniforme color limón se apeaban y acercábanse al hombre. Éste no intentó escapar y ambos se lo llevaron sin más dificultades.

El vehículo reemprendió su marcha, perdiéndose en las tinieblas del cielo.

Una mujer próxima a Logan hizo chasquear la lengua.

—Es el tercer maníaco que detienen en lo que va de mes. Parecen formar parte de una organización. ¡Es terrible!

Una muchacha que lucía finísimas medias verdes dejó la puerta en que se apoyaba y se puso a andar junto a Logan. Pero éste no le hizo el menor caso. La oscuridad se había acentuado y en el cielo brillaban algunas estrellas. Se oyó el zumbido de un enfriador del aire.

Logan se detuvo para mirar una pantalla con imagen en tres dimensiones. Estaban dando las noticias.

La pantalla ocupaba la fachada del edificio «Noticiario T. D.». Una figura bien conocida, de cien metros de altura, adoptó forma corpórea al tiempo que sonreía cordialmente a la muchedumbre. El locutor vestía un traje de cuero tan ajustado que semejaba una segunda piel. Tenía unos ojos gigantescos, claros y de expresión ingenua.

—Buenas noches, ciudadanos —dijo—. Aquí Madison 24 con las últimas noticias. Ha habido algún disturbio. Dos pandillas se han peleado en la plataforma de un tren cerca de Stafford Hights, resultando dos muertos y catorce heridos, entre ellos tres gitanos. La policía ha iniciado sus pesquisas y se efectuarán algunas detenciones. —La inmensa figura guardó silencio unos segundos como para dar más realce a sus palabras y en seguida continuó: —Harry 7, asesino de tres personas fue detenido a primeras horas de hoy en el complejo «Trankas». Se invitó a sus amigos para que lo vieran partir en el «Coche del Infierno». Pero no se presentó ninguno. ¡Ninguno! —La gigantesca faz adoptó un aire ceñudo—. ¿Qué os parece, ciudadanos? Por mi parte creo poder asegurar que somos un pueblo amante de la ley y el orden, y que nos avergonzamos de quienes pretenden huir y de los que asesinan al prójimo, aparte de...

Logan dejó de escucharle. Se había dado cuenta de que la muchacha estaba a su lado.

—No es usted feliz —dijo ella—. Nunca me equivoco. Tengo un sexto sentido que me advierte cuando alguien no se siente a gusto. —Los ojos le brillaron con intensidad—. Los hombres como usted me dan lástima.

Colocó su delicada mano en la cintura de Logan haciendo una leve presión. Pero él se apartó y empezó a caminar con pasos cada vez más rápidos.

—¡Puedo hacerle feliz! —le llamó la muchacha. Y su voz adoptó un tono más y más familiar al repetir: —¡Hacerle feliz!

¡Feliz! Logan dio vueltas en su cerebro a la palabra. La inquietud lo corroía. «No es posible comprar la felicidad», se dijo. ¿O estaba equivocado?

El centro narcotizador de Roeburt era uno de los mayores de la ciudad. Las drogas administradas por profesionales sumamente diestros en su oficio, no causaban adicción. Logan había probado varias, decidiendo que el E. L. era la que le producía un mayor sosiego. Tratábase de Espuma Lisérgica, derivación de la vieja fórmula del L. S. D., perfeccionada más de siglo y medio antes. Tan sólo necesitaba sesenta segundos para invadir el sistema sanguíneo. Y en seguida aumentaba la consciencia en alto grado, produciendo el más profundo deleite artificial.

—Déme E. L. —dijo al hombre vestido de blanco.

—¿Dosis?

—La corriente.

—Haga el favor de seguirme.

Lo condujo al Salón Azul, pequeño, forrado de tela en el que sobre el suelo pintado de azul había una mesa y una silla. Nada más.

Una mujer salía en aquel momento. Tenía la cara exangüe y los ojos vidriosos.

Logan tomó el frasco que le entregaba el empleado y se bebió su contenido.

—Que pase un rato agradable —le dijo el empleado en el momento de cerrar la puerta.

Logan se sentó en la silla, manteniendo cerrados los ojos durante un minuto, mientras el E. L. penetraba en su sangre. Luego se relajó y abrió los párpados.

Una claridad deslumbradora inundó el recinto. Logan comprendió que la experiencia no iba a resultar fácil.

«La ventana», pensó. «Tengo que acercarme a la ventana.» Estaba abierta y se tiró por ella yendo a caer al exterior del complejo.

Un hombrecillo rechoncho lo recogió del suelo.

—¿Escapaba usted? Me parece muy bien —dijo.

—No me escapaba, sino que me he caído. Hay mucha diferencia —explicó haciendo esfuerzos para que el otro le comprendiera—. Me he caído por la ventana. ¡Me he caído! ¿Está claro?

Se libró del importuno y echó a correr.

Circuló por entre galerías llenas de ruidos sibilantes. El mundo olía a polvo de estrellas, y un millón de voces entonaban la coda final de «Flor Negra».

El hombre pequeño y rechoncho lo tumbó de un puñetazo.

—Ya te tengo otra vez —dijo.

Pero Logan conservaba su Arma. No tenía por qué seguir soportando aquel castigo.

Apretó el disparador.

El mundo pareció estallar en torno suyo.

Cuando salía del edificio, el empleado le sonrió.

—Le ha hecho mucho efecto —dijo—. ¿Quiere otra dosis?

—No, gracias —respondió Logan, trasponiendo la puerta.

No había ganado nada con aquello.

Cuando llegaba al nivel superior de la vía aminoró el paso. Un grupo de muchachos se acercaba a él. Las palmas de sus manos brillaban como luciérnagas en la suave oscuridad. Al pasar a su lado oyó retazos de una airada discusión.

—Los Flores Rojas no se acuerdan de que nosotros tenemos también nuestros derechos.

—Valdría más que empezaran a...

Eran ecos de la Guerra Menor.

Logan continuó andando. Se acercaba a las luces multicolores que llenaban la fachada de una Casa de Cristal.

La enorme cúpula era de un blanco escarchado y las figuras que se movían en su interior percibíanse cual sombras confusas. Cuerpos desnudos se contorsionaban en el decorado del gran arco de entrada, y la escalera que llevaba al interior estaba iluminada por debajo.

Placer, se leía en un peldaño.

Satisfacción, decía otro.

Delicias especiales, proclamaba un tercero.

Logan entró.

—Su felicidad es la nuestra —le susurró con acento mecánico una chica de pelo rubio como el lino, que estaba sentada a una mesa flotante y llevaba un vestido de tela roja transparente.

Logan puso la palma de su mano derecha sobre la mesa. Se oyó un leve chasquido. Más tarde pagaría lo que le correspondiera por la visita.

Entró en el recinto para hombres.

Todo exhalaba sexualidad. Había muchachas de las playas de Méjico y de California, doncellas japonesas de tímida mirada, jóvenes italianas de pupilas con brillo lunar, vivarachas irlandesas, delgadas mujeres de Calcuta, frías inglesas y exuberantes francesas. Se habían reunido allí porque se sentían solas, o porque estaban aburridas, y anhelaban una experiencia sexual; porque buscaban algo nuevo o querían escapar de lo ya conocido; o acaso por ningún motivo concreto, excepto que la Casa de Cristal estaba en aquel sitio para ser utilizada, y creían que el momento era oportuno para mezclarse con otras personas y buscar el amor entre las sombras. La gente con la que uno sueña nunca se hace realidad...

Una joven que llevaba una hoja de palmera se acercó a Logan con paso ondulante. Era euroasiática y contaría trece años, es decir, sólo uno desde que comenzara a ser mujer.

—Soy de las mejores —le dijo—. Ya verás qué habilidades tengo.

Pero Logan no le hizo caso. Se había fijado en otra, algo mayor, cuyo pelo rojo le caía hasta la mitad de la espalda. Su piel tenía una blancura de cisne y sus ojos de coral estaban sombreados por pestañas larguísimas.

—¡Eh, tú! —le dijo.

La chica se deslizó sobre el suelo. Un vestido fino como una nube le ondulaba a la espalda.

—No quiero —repuso riendo mientras cogía del brazo a una compañera de pelo rubio azulado.

Logan se irritó. Normalmente, aquello le hubiera excitado, pero ahora se sentía triste.

Hizo señas a otra mujer, una muchacha de miembros finos, facciones eslavas y amplias caderas. Ella sonrió cogiéndolo por la mano.

Tomaron un elevador, pasando planos sucesivos, hasta llegar a un salón de cristal y seguir por pasillos oscuros que los llevaron a una habitación asimismo de cristal.

La muchacha le dijo que se llamaba Karenya 3.

—Yo también soy un tres —explicó Logan.

—No hables —le rogó ella con acento febril.— ¿Por qué a los hombres os gusta tanto hablar?

Logan se sentó en la cama y empezó a desabrocharse la camisa. La chica estaba desnuda, luego de despojarse de un finísimo atavío de gasa.

«¿Cuántas veces habré venido a un lugar como éste?», se preguntó Logan. «¿A una casa tan vacía y tan transparente... ?»

El cristal lo dominaba todo: las paredes, el techo y el suelo; la cama era de fibra de vidrio y lo mismo las mesas y las sillas. El edificio entero no era más que una inmensa burbuja diáfana en la que de vez en cuando brillaban, perforándolo, luces de diversos colores.

Cada habitación estaba equipada con un dispositivo que la iluminaba a intervalos discontinuos, siendo imposible saber en qué momento ocurriría. En el instante mismo del amor, la pareja podía verse envuelta en una catarata plateada o dorada; roja, amarilla, o verde. Las otras parejas situadas arriba, abajo y a los lados los observaban a través de las paredes, los techos o los suelos opalinos. Luego la luz se apagaba... para encenderse en otra habitación.

—Ven a acostarte —dijo la chica.

Logan se acomodó sobre el colchón de espuma de cristal. Ella le guió la mano y él se entregó por completo a sus encantos, acariciándola en la oscuridad.

—¡Mira! —exclamó ella de pronto.

En el plano situado más arriba, un hombre y una mujer se agitaban frenéticos, bañados en una claridad dorada. Luego todo se oscureció de nuevo.

La noche se había vuelto tenebrosa.

Logan y Karenya quedaron inundados por una luz de plata mientras sus brazos y sus piernas se entrelazaban. Sabían que eran observados con insistente curiosidad desde todos los ángulos.

Otra vez se hizo la oscuridad.

Las luces se encendían, se apagaban, resplandecían y se esfumaban en las eróticas profundidades de la cúpula.

Hasta que con la llegada del amanecer, la silueta de la Casa de Cristal se fue perfilando bajo el cielo.

El juego del amor se había acabado.

—Gracias por su visita. Le esperamos de nuevo —dijo la joven de pelo de lino y atavío transparente.

Logan salió sin responderle.

Tenía que reintegrarse a sus deberes. No había tiempo para dormir. Se dirigió a su unidad domiciliaría, y se tomó un «Detoxic» procurando que la dosis le inundara materialmente el sistema nervioso; pero no sintió el menor alivio. Tenía los párpados pesados, como si estuviesen llenos de arena, y le dolían los músculos. Desistió del preparado, y se fue al puesto de mando.

Al entrar vio que Francis ya se encontraba allí.

Su corpulento compañero sonrió.

—¡Vaya aspecto que tienes! —le dijo—. ¿Has pasado mala noche?

Él nunca se fatigaba de aquel modo. No se servía de estimulantes ni visitaba las Casas de Cristal. Y mucho menos cuando era preciso realizar algún trabajo. Francis tenía un temperamento frío y una mente muy clara. ¿Por qué no procuraba imitarle?

En realidad eran pocos los Vigilantes que poseyeran la habilidad y el entusiasmo de aquel hombre sin amigos y sin amantes, con un enorme y sobrio cuerpo de mantis y unos ojos negros como los de un gato. Preciso, implacable, inquietante. Tan sólo el Pensador sabía la cantidad de fugitivos a los que había matado Francis con su Arma letal.

«¿Qué pensará de mí?», se preguntó Logan. «Siempre esa sonrisa indiferente, esas observaciones sin importancia, ese hablar sin decir nada. Pero juzgándome hasta en mis más minúsculas reacciones.»

El vestíbulo era amplio, frío y gris. Pero aún así, Logan sintió el calor de la transpiración bajo su traje, y las manos mojadas conforme caminaba.

Se dijo que volvería a sentirse bien en cuanto empuñara su Arma. Siempre ocurría igual. Dentro de unos momentos estaría otra vez enfrascado en la caza de alguien, en algún lugar de la ciudad, inmerso en un trabajo en el que ya llevaba tantos años.

Volvería a ser el de siempre.

Estaba llegando al final del vestíbulo. Los dos hombres se encontraban ante una lisa pared de metal.

—Identifíquese —ordenó una fría voz asimismo metálica.

Ambos apretaron la palma de su mano derecha contra la pared.

El panel se deslizó, dejando al descubierto un pequeño recinto revestido de terciopelo negro. Resplandeciendo contra el fondo oscuro de la tela destacaban los largos cañones de las Armas.

Tan sólo un Vigilante podía servirse de ellas. Cada una estaba registrada utilizando un código que se correspondía con el de la mano de su usuario, estallando si alguien distinto pretendía tocarla.

Logan alargó la diestra, oprimiendo una de las culatas de nácar antes de sacarla de su suave estuche. Comprobó la recámara; estaba cargada con seis proyectiles: intimidador, desgarrador, punzador, nitro, vapor y dirigido.

Al tomar el arma sintió la conocida sensación de poderío. La sostuvo unos momentos en el aire, viendo cómo la luz se deslizaba por su fino cañón plateado. Otras como ella, en tiempos pasados, habían mantenido la paz en ciudades como Abeline, Dodge o Fargo. Por aquel entonces se las llamó «revólveres» y tenían una recámara para seis balas de plomo. Ahora, siglos después, sus proyectiles eran mucho más destructores.

—Identifíquense —volvió a pedir la voz.

Hicieron caso omiso de aquella repetición errónea.

—Identifíquense, por favor.

De la Sección de Informes surgía un rumor confuso.

Todo chasqueaba, se estremecía y zumbaba mientras los aparatos codificaban, descifraban, ordenaban, sopesaban, procesaban, rellenaban o seguían pistas proporcionando impersonales datos a los Vigilantes que se movían ante un muro poblado de luces temblorosas como insectos.

Un operador levantó la mirada y los vio. Tenía un rostro frío y duro, de expresión reconcentrada. Tomó uno de los informes y se acercó a ellos.

—Tenemos problemas —dijo irritado—. Stanhope no puede hallar a Webster 16. Hay un fugitivo en Pavilion dirigiéndose al este.

Voces diversas se entremezclaban.

—Atención, Kelly 4. Vigilante en Morningside siete, doce.

—Atención Stanhope. Su hombre penetró en el laberinto.

—Evans 9. Confirme. Dirección seguida por el fugitivo es siete, cero, cuatro, Phoenix. Vehículo espera en Palisades. Confirme.

Logan echó una ojeada al tablero de alarma. Una luz se encendió en el tercer nivel, sector oriental.

—¿Quién se encarga de ése? —quiso saber.

—Tú —le respondieron—. Francis te cubre.

—De acuerdo —dijo Logan—. Denme datos.

—Nombre: Doyle 10-14302. Su flor se volvió negra a las cinco treinta y nueve. Es decir... —consultó un «Cron» de pared— hace dieciocho minutos. Se dirige hacia el este, atravesando el complejo. Hasta ahora evita la red viaria. Me parece que sabe que lo han visto desde la plataforma. Va hacia Arcade. Debe estar al corriente del trazado de las galerías. Los demás datos constan en el panel. Buena caza.

Logan empezó a trazar el circuito de alarma conforme empezaba a ser indicado en el cuadro. Una luz se encendió en el nivel cuarto, zona este. Alarma transmitida por un ciudadano. Tomó nota. Los ciudadanos cooperativos eran sus mejores aliados en casos como aquél. Otra luz en el nivel cinco. Logan esperó a que se encendiera una tercera luz, antes de abandonar la sección de emergencias.

En el Archivo Central oprimió el registro correspondiente a Doyle 10 - 14302. Por la ranura apareció la ficha del fugitivo: una foto en tres dimensiones, sus estadísticas vitales, esquemas complementarios, nombres de amigos y conocidos.

Comprobó los datos relativos a la flor de Doyle:

Amarilla, infancia. Desde nacimiento a los siete años: educación mecánica en Missouri. Ningún dato especial.

Azul, adolescencia. Siete a catorce. Normal. Vivió en doce estados distintos. Recorrió Europa. Ninguna detención.

Roja, madurez. Catorce a veintiuno. Rebelde. Detenido a los dieciséis por obstaculizar a un Vigilante cuando perseguía a fugitivo.

Emparejado con tres mujeres, una de ellas sospechosa de ayudar a fugitivos. Tiene hermana gemela, Jessica 6, cuyos informes son normales.

Logan estudió la foto de Doyle.

El perseguido era un hombre corpulento, de su misma estatura poco más o menos; pelo oscuro, cara enérgica, con mandíbula prominente y nariz recta. Tenía una ligera cicatriz sobre el ojo derecho. Lo reconocería en cuanto le echara la vista encima.

Se quitó del cinto el pequeño aparato detector y lo sincronizó con la flor de Doyle. Luego volvió a la sala de emergencias.

Una nueva luz en el tablero. Procedía de la parte superior del complejo.

Francis se había acercado a Logan.

—No es un fugitivo ordinario —le dijo—. Lo he estado siguiendo en el indicador. Sabe a dónde va y no comete errores. Llámame sí me necesitas. Para eso cubro tu operación.

Logan hizo una señal de asentimiento. Se puso el Arma al cinto, comprobó el aparato detector y salió de la sección.

La caza había empezado.

Logan dejó la pista rodante en la arteria principal. Su presa había emergido de un elevador público. Por su parte, Doyle vio también el uniforme negro y se apresuró a desaparecer entre la muchedumbre. Pero Logan le seguía de cerca y se encontró próximo a él cuando la concurrencia se hizo menos densa. Seguía yendo hacia el este... hacia la Arcade.

Si lograba meterse en aquel complicado centro del placer le sería difícil localizarlo. Logan trató de interponerse en su camino, pero el otro cambió de dirección y abordó un deslizador. Bien. Bajaba a plena marcha, pero no había cuidado. Podía correr cuanto quisiera.

Logan observó el desplazamiento de su presa mediante el Detector en el que una tenue línea de lucecitas iba indicando sus posiciones.

Había llegado el momento de acercarse a él de nuevo.

En las alturas de Morningside y Pavilion volvió a alcanzarlo. Aquel hombre debía estar bien enterado del trazado de la red. Logan se dijo que el funcionario acertó al advertírselo. Doyle había tenido varias oportunidades para introducirse en los subterráneos; pero iba de nuevo hacia el este, encaminándose a Arcade..

Logan se metió entre los transeúntes. No había nada como la visión de un uniforme negro para provocar el pánico en un fugitivo. Y aquel pánico era precisamente lo que acababa con él. El pánico y un proyectil bien dirigido. Logan ascendió a un nivel superior a fin de colocarse entre el perseguido y Arcade.

Pero Doyle conservó la serenidad.

Sí. Era muy listo. No se parecía en nada a los psicópatas que perdían los estribos al ver que su flor se volvía negra. Se escabullía y cambiaba de rumbo como el jugador de ajedrez que calcula fríamente sus jugadas. Se metía entre la gente procurando no quedarse sólo en ninguno de los niveles, sino permaneciendo junto a los elevadores que garantizaban su movilidad.

Logan sintió, a pesar suyo, una gran admiración por aquel hombre. Doyle hubiera sido un buen Vigilante. Tenía el instinto y la gracia de un cazador nato. Parecía darse cuenta de las limitaciones de su perseguidor y sabía explotar sus conocimientos de la ruta.

«Bueno. Ya basta», se dijo Logan. «Hay que dar fin a la tarea.» Quiso sentir frialdad y odio; convertirse en un chacal persiguiendo a un cobarde que huía de la justicia; a un ser egoísta y estúpido que pretendía vivir más allá de su tiempo.

Había que capturarlo y liquidarlo.

Logan miró su detector en el que una lucecita se aproximaba al lugar en que se hallaba su presa. Doyle saldría del elevador de un momento a otro.

En efecto. Así fue.

Logan levantó su Arma. Vio por la mira un rostro blanco y contraído. El disparo sería fácil. Dándose cuenta del peligro que corría, Doyle intentó volver al elevador.

Pero no lograría nada. Ya era suyo. Antes de que Doyle pudiera protegerse, el elemento sensible al calor que dirigía los proyectiles lo buscaría y lo destruiría. El dedo de Logan se curvó en el gatillo. Vaciló un segundo.

Aquella breve duda le costó un fallo. Doyle se había metido de nuevo en la plataforma y deslizábase hacia abajo velozmente.

Logan profirió una interjección. ¿Por qué había vacilado? ¿Por qué no disparó cuando hacía falta?

Vio en el detector que el punto luminoso descendía dos niveles y se encaminaba hacia el sur. Una vez más, trató de interponerse. Descendió tres niveles, describió un círculo para situarse al pie de la rampa y esperó. Esta vez no fallaría.

Pero Doyle no iba solo. Llevaba como escudo protector a un ser humano: una niña de diez u once años que se contorsionaba entre sus brazos, mirando con terror al Vigilante.

Logan cambió el proyectil, poniendo un «intimidador», y disparándolo sin pérdida de tiempo. Pero Doyle adelantó el cuerpo de la chiquilla y un estallido de hilos plateados la envolvió, ocultando la parte superior de su cuerpo en una nube compacta. Doyle había escapado de nuevo.

Un vehículo de seguridad patrullaba la zona y Logan le hizo señales. Los agentes disponían del delicado equipo necesario para suavizar y disolver los hilos sin hacer daño a la niña. Logan trató de no pensar más en ella.

El objetivo continuaba eludiéndole.

La calle principal estaba atestada de gente. Y entre ésta, alejándose cada vez más, Doyle seguía corriendo. De nada hubiera servido disparar un proyectil dirigido entre aquella masa de seres humanos. Demasiado peligroso. Cabía la posibilidad de que cualquiera se interpusiese, desviándolo de su curso. Para la bala era igual un cuerpo que otro. Logan tendría que asegurarse el disparo. La única manera de dar en el blanco entre una muchedumbre como aquella era acercarse al fugitivo, ponerle la pistola en el estómago y apretar el gatillo. Pero Doyle obraba con demasiada rapidez para permitirle semejante táctica.

La caza continuó.

Doyle se desplazaba otra vez hacia el este, tratando de llegar a la Arcade. Logan quiso interceptarlo de nuevo utilizando una plataforma deslizante «exprés» que llevaba al extremo oriental del lugar. Doyle aparecería, pues, delante de su Arma.

Pero no fue así. Algo no funcionaba bien. Su presa se había escabullido. El punto luminoso descendía y torcía hacia el oeste, en dirección a Catedral.

Malo. En Catedral podía perderle definitivamente la pista. Y no estaba dispuesto a ello.

Logan hizo una llamada a la central.

—Ha logrado engañarme —dijo a Francis—. Tienes que cortarle el paso en el puente de piedra que lleva a Catedral. Nos reuniremos allí.

Francis no perdió el tiempo en contestarle.

Con un chasquido, cortó la comunicación.

El sector de Catedral era una zona peligrosa y difícil dentro del Gran Los Ángeles. Una extensión de ruinas y de polvo; de edificios quemados, de sombra y polución; de escondrijos y muertes violentas. El territorio estaba dominado por unos maleantes llamados «cachorros», y si Doyle aparecía por allá, lo matarían; lo que sin duda perjudicaría la hoja de servicios de Logan.

El Vigilante conocía bien la historia de aquel sector, con sus fugitivos refugiados en él y su ambiente de violencia y de crimen. Los agentes evitaban meterse en aquel avispero. Y con buenos motivos. El verano anterior habían enviado a una patrulla para acabar con tan difícil situación. Logan conocía a algunos de sus componentes: Sansón, Bradley y Wilson 9, todos excelentes policías. Pero una vez metidos en las fauces de la fiera éstas se cerraron sobre ellos. No había habido ni un superviviente.

En Catedral era preciso andar con suma precaución.

La plataforma «exprés» terminaba en River Level y Logan se vio obligado a caminar hasta Sutton, utilizando la rampa exterior. De un tiempo a esta parte, se sufrían con cierta frecuencia interrupciones similares. Y como el Pensador estaba sometido a autorreparación —o al menos así se suponía—nadie podía poner remedio a dicho estado de cosas.

Cuando llegó al extremo del largo puente de piedra, que conducía a Catedral, Logan encontró a Francis agachado junto al contrafuerte.

—Me ha atacado por detrás —dijo frotándose la cabeza—. Tu fugitivo es un tipo muy duro.

Logan observó la zona. Su detector le indicaba que Doyle no andaba muy lejos. Una sombra se proyectó sobre el puente. Levantó el Arma, pero no pudo distinguir a nadie.

Doyle se mantenía agazapado tras el parapeto, arrastrándose lateralmente de modo que la pared de piedra le sirviera de protección.

—Está ahí —dijo Francis.

El fugitivo había logrado llegar al otro extremo del puente e introducirse entre las ruinas de un almacén. Pero a los pocos segundos, lo vieron retroceder ante unas formas grotescas, cubiertas de vivos colores que se movían aceleradamente ante él.

—¡Los cachorros! —exclamó Logan.

Observó a aquellos seres, cuyos movimientos tenían algo de raro y de mecánico conforme convergían sobre Doyle. Comprendió entonces lo que ocurría. Al propio tiempo, Francis dejó escapar una interjección en voz baja.

—Han tomado «músculo» —dijo.

Las pequeñas figuras se agitaban sin parar, atacando y retrocediendo como libélulas enloquecidas.

¿De dónde habrían sacado la droga?, se preguntó Logan. El «músculo» estaba prohibido desde la Guerra Menor. En un principio se le había planeado para los combatientes, cuyas reacciones debía activar, puesto que incrementaba la fuerza física hasta diez veces, dando mucha ventaja sobre el enemigo. Pero su influencia era difícil de controlar y por otra parte el corazón trabajaba en unos minutos lo equivalente a toda una jornada. La vida se aceleraba así hasta un punto extremado y sólo los muy jóvenes podían servirse del producto.

Logan sintió cómo se le tensaba la piel del cráneo al ver con qué increíble celeridad aquellas formas infantiles atacaban al fugitivo. Bajo los efectos del «músculo» un puñetazo se convertía en un golpe de ariete. Los cachorros estaban haciendo pedazos a Doyle, que tirado en el suelo, se defendía sin esperanza. El enjambre lo rodeaba, ensañándose con él, quebrándole los huesos a cada golpe, acercándolo más y más a la muerte.

Logan y Francis seguían acurrucados junto a un muro en ruinas, observando lo que ocurría a pocos metros de distancia.

—Probemos el gas —propuso Francis.

Se pusieron las máscaras y Francis preparó su Arma para el disparo V; la emplazó sobre el borde del muro e hizo fuego.

La carga de gas obró efecto inmediato, obligando a los cachorros a retroceder como una ola que se deshace.

Doyle estaba replegado sobre sí mismo, inmóvil en el centro del claro.

—Vamos si aún vive —dijo Logan.

—Yo iré. Tú vigila.

Pero antes de que Francis se pudiera agachar sobre el caído, los cachorros volvieron a la carga atacándolo y obligándole a retroceder contra un hueco en la piedra, hacia un lado del terreno descubierto. Otro grupo se dirigió hacia Logan.

Éste disparó una bala de nitro contra sus agresores, tres de los cuales quedaron hechos pedazos por la explosión. Aquello los detuvo momentáneamente, dando tiempo a Logan a acercarse a Doyle.

La cara del caído era una masa de sangre y huesos rotos. Movía la boca convulsivamente, como si repitiese una palabra.

Logan se inclinó un poco más para tratar de oírla. El herido decía: «El Santuario...»

De pronto, su cabeza se desplomó hacia atrás y sus dedos quedaron lacios. Un pequeño objeto brillante le cayó de la mano izquierda. Era una llave. Logan la recogió.

Se oyó el seco chasquido de un proyectil descuartizador. Francis estaba dando cuenta de sus atacantes. De pronto apareció en el claro y se acercó a Logan.

—¿Vive aún? —quiso saber.

—Ha muerto —respondió Logan.

Francis miró con rabia la forma inerte, decepcionado ante lo que acababa de suceder, resentido por verse desprovisto de su presa. Lentamente levantó el Arma y disparó una bala destructora contra el cuerpo.

El cadáver empezó a arder y á los pocos minutos quedaba convertido en ceniza.

—Vámonos —dijo Francis.

En el trayecto de regreso al cuartel general, cabalgando junto a Francis en un transportador, Logan mantuvo fuertemente apretado su puño derecho. No quería ver la flor estampada en su mano.

Su color rojo empezaba a oscurecerse.



9


Anda cauteloso por los corredores.
Se detiene frente a la pared donde se guardan las Armas. La pistola de Logan no está allí.
Escucha un tenue rumor no expresado para que él lo capte: «El viejo Francis trama algo».
«Dicen que los cachorros le arrebataron una presa.»
«No se trata de eso. Trama algo.»
Se mueve como una sombra por los espacios grises.
Como una imagen de reprimida violencia.
Vuelve al soporte de las Armas; la mira; se aleja de nuevo.
Comprueba la hora: las 7:30.
Un hecho concreto: Logan no ha vuelto con su Arma.
Otro: Logan está en su Ultimo Día.
Da instrucciones a los técnicos para que conecten un detector con el Arma que usa Logan. Cuando éste la dispare, su localización quedará indicada en el panel.
Se sienta. Su rostro queda iluminado por la luz fantasmal de los circuitos irradiantes.
Espera

EL ATARDECER...

Cuando Logan entró en su unidad domiciliaria, la imagen del joven Abe Lincoln seguía allí, partiendo troncos en el centro de la pieza. Logan dio un golpe al interruptor y el presidente se esfumó con un leve siseo, volviendo a su lugar dentro del dispositivo para imágenes en tres dimensiones.

Se desnudó, se bañó y se puso un traje gris. Luego pidió por el disco selector una comida y un scotch. Mientras se tomaba la bebida helada, se contempló la palma de la mano, en la que su flor había empezado a cambiar de matiz.

Era su Ultimo Día. Le quedaban veinticuatro horas de vida. Luego su flor desaparecería definitivamente y tendría que disponerse para el Sueño.

Veinticuatro horas.

Logan tomó la llave de plata que tenía sobre la cama.

Los fugitivos imploraban: «No, por favor». Y:«¡Tened piedad!» O gritaban: «¡Socorro!». O repetían: «¡No! ¡No!».

Pero Doyle había dicho: «El Santuario».

Y Logan tenía la llave que podía llevarle a él. A un lugar que nadie había probado que existiera. Que tal vez nunca hubiera existido en su mundo. Y menos para un fugitivo en el año 2116.

Pero ¿y si aquel Santuario era una realidad? ¿Y si una vez allí los fugitivos estaban a salvo? ¿No podía suceder que él, Logan 3, lo descubriese y lo destruyera en las últimas veinticuatro horas de su vida? Su existencia habría tenido una finalidad. Sería un héroe. La gloria le sonreiría en los últimos momentos.

Era un riesgo digno de correrse. Y la llave del triunfo se encontraba en su mano.

¡Hazlo!

Logan se acercó al intercomunicador:. La llave penetró fácilmente en la abertura. Las ranuras impresas en el borde metálico establecieron una serie de contactos. Y la pantalla se iluminó de improviso.

Una muchacha extrañamente vestida miró a Logan. Tendría dieciséis años y sus ojos parecían desprovistos de vida. Su cuerpo era muy plano y anguloso.

—Llama después. Voy a salir.

—No. Quiero hablarte ahora.

—¿Es que no tienes nombre?

—Sí, tengo nombre —respondió él secamente.

En los ojos sin vida brilló un chispazo de interés.

—Por lo visto no se lo dices a nadie.

—El dar información sin precauciones significa perder la seguridad, quedarse desarmado y sin refugio —dijo Logan haciendo un ligero hincapié en la palabra «refugio».

Ella lo miró sin pestañear.

No conseguiría nada. No iba por el buen camino. El fugitivo tal vez se refirió a otra cosa. Probablemente seguía una pista falsa.

—¿Quién te ha dado mi llave? —preguntó la muchacha.

—Un amigo.

—Voy a salir.

—Ya lo dijiste antes.

—Me están esperando en una fiesta.

—Podríamos ir juntos. O encontrarnos allí —propuso Logan.

La estudió con atención.

—Complejo Halstead. Ala occidental. Cuarto nivel. Unidad domiciliaria 2582. ¿Enterado?

Logan asintió.

—En realidad, no debería invitar a un desconocido —dijo ella—. Si no estás a tono con la fiesta, me lo echarán en cara.

—Estaré a tono con la fiesta. Y con lo que sea —respondió Logan con mirada impasible.

—Ya lo veremos.

Antes de desaparecer ante su vista, dijo todavía otra cosa:

—Me llamo Lilith 4. Creo que podré serte... útil.

La imagen se esfumó.

Logan respiró hondo, como si murmurase algo. Como si pronunciase la palabra «Santuario».

Cuando Logan llegó a la fiesta en la unidad domiciliaria 2582, la animación estaba en todo su apogeo. Le abrió la puerta un hombre con cara de ratón que vestía un traje color naranja y estaba completamente ebrio.

—El árbol de la crueldad florece a veces en la fértil tierra del amor —dijo.

—Estoy seguro de ello —respondió Logan mirando a la gente en busca de Lilith.

—El muchacho busca, el hombre encuentra. Es de un poema mío. Escribo algunos, ¿sabes?

—Pues no. No lo sabía —repuso Logan.

La chica no se encontraba allí. Tal vez se hubiera retrasado o a lo mejor cambió de idea respecto al encuentro.

—Uno de mis poemas fue leído en T. D. Se titulaba «Madera de las Entrañas». ¿Te gustaría escucharlo?

Logan no respondió.

En el bosque del alma

Ella se introdujo.

Entre un revuelo de heridas,

Cayó.

Su corazón quedó partido

Como una ciruela en la curva

De sus senos.

Logan se sentó en un sillón flotante, puesto en un hueco de la pared. El poeta continuaba hablando, decidido a conseguir su beneplácito.

—Este poema fue objeto de grandes alabanzas. Soy muy famoso, ¿sabes?

—Me alegro —dijo Logan.

Un hombre que semejaba un sapo surgió de improviso ante él llevando en la mano una jarra llena de espumosa bebida.

—Pruébala —dijo.

Logan percibió el olor acre de la fermentación.

—Es un Volney de fabricación casera. He comprado un barril. No se parece en nada a la cerveza industrial. Volney es todo un artista. Pone pasas de uva moscatel.

—Prefiero el scotch.

—Tú te lo pierdes, ciudadano.

Logan accionó el selector, pidiendo un scotch. Pero cuando se lo habían servido apareció una chica pelirroja, con un vestido de terciopelo a franjas que se lo arrebató, bebiéndolo con avidez.

—¡Estupendo! —exclamó. Sus ojos verdes estaban lacrimosos por el alcohol.

Ofreció un cigarrillo a Logan.

— No. Gracias.

—No tengas miedo —le dijo la muchacha—. No hay peligro. En esta zona tenemos sobornada a la policía. Podemos fumar. Vamos, tómalo.

—No, gracias.

La muchacha se enfadó.

—¿Tienes miedo? ¡Menudos cobardes! Todos los hombres sois unos cobardes. Estuve emparejada con un mercader hasta hace una semana. Luego nos separamos. ¿Y sabes por qué?

—¿Por qué? —preguntó Logan.

—Pues porque no me daba lo que yo quería. ¡Estaba tan satisfecho de sí mismo! Satisfecho de estar satisfecho. Pensaba en sus negocios y no en mí. Con eso le bastaba. Pero yo quiero a un hombre que aspire a algo más. ¿No te parece lógico ciudadano?

—Tal vez no necesites a un hombre sino a un muchacho.

—Probé con un muchacho de once años. Me pareció bien al principio, pero luego me cansé de su cara. Yo tengo quince. Y una mujer necesita un hombre. ¿Qué edad tienes tú?

— La suficiente —contestó Logan manteniendo la mano cerrada.

La flor parecía latir contra el calor de su piel. Notaba aquel latido hasta en las puntas de sus dedos.

—¿Y si nos juntáramos?

—No. No. Gracias.

—¿Es todo cuanto tienes que decir? «No. Gracias.»

La muchacha se puso en pie y alejóse de él.

Logan suspiró. ¿Dónde estaría Lilith?

La puerta deslizante se abrió y un hombre panzudo penetró en la estancia llevando un cargamento de vestidos y accesorios diversos. Gritaba con voz de falsete:

—¡Salud hermanos denostantes, detonantes, expectantes! ¡Salud compañeros de fatigas! Aquí tenéis el material. —Una sonrisa estereotipada de payaso se fijó en su rostro mientras recorría la estancia a grandes zancadas. —¡A disfrazarse! ¡Todo el mundo a disfrazarse!

—¿Llevas mucho tiempo esperando? —preguntó Lilith 4, mientras sonreía a Logan.

Un cigarrillo rojo pendía humeante de la comisura de sus labios pintados de un color intenso. Llevaba un vestido de tela de serpiente que dejaba al descubierto sus caderas.

—Hablemos —dijo Logan—. Ya sabes por qué he venido.

El panzudo se acercó a ellos con aire desenvuelto, ofreciéndoles un conjunto negro, y unos zapatos de crepé.

—Vestíos —les animó batiendo sus manos carnosas—. ¡Venga! ¡Hay que animarse!

—Seremos pareja —dijo Lilith—. Dijiste que estabas de acuerdo.

Logan tomó los vestidos y dirigióse a un cuartito anexo en el que cambiarse. Se despojó del traje gris pensando dónde escondería el Arma. Era muy difícil llevaría con aquella vestimenta tan ajustada". Había dejado la munición de reserva en su unidad domiciliaria pensando que las seis balas bastarían. Y ahora se felicitaba por ello. Cuanto menos engorros, mejor. Dejó el Arma en un hueco de la pared, confiando en que nadie fuera a meter las narices por allí.

—Tienes hombros de griego —le dijo el poeta con cara de ratón, acercándose a él.

Logan gruñó algo y volvió junto a Lilith que, ya dispuesta, le ofreció un scotch.

—Gracias. Es mi preferido —dijo, llevándose el vaso a los labios.

Una docena de hombres y mujeres vestidos de oscuro esperaban en la sala central. Se unieron a ellos y la chica entregó a Logan unas gafas ahumadas.

—Póntelas cuando estemos arriba.

Seis cámaras de luz negra estaban dispuestas encima de una mesa. Una para cada pareja.

—Muy bien. Muy bien —decía el panzudo tratando de atraer la atención general—. Ya sabéis lo que hay que hacer.

—Deja de portarte como una mujer, Sharps —dijo una voz fatigada—. Y adelante con lo que sea.

Sharps miró con aire petulante al que había hablado.

—Yo soy el director. Las cámaras son mías.

—Sí, y también el alcohol. Y el tabaco. Y la unidad domiciliaria. Todo es tuyo. Y te lo agradecemos. Así es que... adelante.

Sharps hizo un ademán obsceno al tiempo que invitaba a la primera pareja. Los participantes en el juego fueron saliendo de la habitación por una ventana situada a la altura del techo.

Logan se encontró arrodillado junto a Lilith en un estrecho saliente del edificio. Bajo ellos, la ciudad se agitaba en serpientes de luz. Vio las hileras de resplandecientes casas de cristal junto a la plaza Hurly, y más allá el brillo de Arcade. Los túneles y galerías lanzaban al cielo su luz sonrosada manchando el azul de la noche.

Se hallaban a gran altura.

Enfocó su cámara mientras se agarraba con la otra mano al reborde de aluminio de la casa El viento soplaba entre los intersticios del armazón amenazando con lanzarlo al espacio.

Lilith andaba a gatas por entre la líquida oscuridad, delante de Logan. La siguió fijando la mirada en el suave oscilar de su oscuro trasero.

Cuando ella se detuvo, le dijo:

—Habla. Ahora estamos solos.

No podía ver su cara, semioculta por las gafas oscuras.

—Primero hay que mirar. Luego hablaremos.

—¿Y por qué no hablamos antes?

—Si volvemos a la fiesta sin haber filmado nada, sospecharán de nosotros. Sharps no es tan tonto como parece. Hará preguntas que preferiría no contestar.

Muy por encima de ellos, lo menos a media milla de altura, un vehículo de la policía enfilaba su foco hacia los bordes de las viviendas.

—Quédate en la sombra —le dijo Lilith—. Están patrullando y debemos tomar precauciones.

Logan sabía que aquel juego era ilegal, y no deseaba que la policía los descubriera. Si los agentes lo interpelaban le iba a ser difícil demostrar su identidad, puesto que no llevaba el Arma. Pero en cambio, si la hubiera llevado, la muchacha le hubiese negado su ayuda. No le revelaría el acceso al Santuario. Había que evitar a toda costa tan inoportuno encuentro.

Precaución.

Con agilidad de felino, la muchacha avanzó a gatas por un estrecho paso que llevaba al edificio próximo. Logan se colgó la cámara de un hombro y la siguió.

La mayoría de las ventanas estaban a oscuras. Algunas casas carecían de ocupantes. Lilith señaló hacia abajo.

—Creo que algo pasa ahí —dijo.

La ventana que acababa de indicar estaba cerrada pero no a oscuras.

Tomó un cable muy fino, con un auricular en un extremo y un micrófono adherido en el otro. Apretó el micrófono contra la pared y se puso el auricular en un oído. Sonrió y dijo:

—Escucha.

Pasó el auricular a Logan. A través del minúsculo artefacto pudo escuchar cálidas frases. Un hombre y una mujer se hacían el amor. Se oyeron suspiros, y el restregar de un cuerpo contra otro.

—Dame la cámara —susurró Lilith—. Y cógeme por los tobillos. Voy a tomar algunas vistas.

Dispuesto a ayudarla, la aferró por las piernas conforme ella se deslizaba cabeza abajo, quedando colgada enfrente mismo de la ventana. Debajo se abría una milla de espacio vacío cruzado por vigas de acero y cubos de cristal.

Logan se echó hacia atrás afianzando los pies sobre la dura piedra, sintiendo cómo sus músculos protestaban por aquella dolorosa tensión. La cámara zumbó.

—¡Arriba! —dijo la chica.

Tiró de ella hasta que estuvo otra vez en el saliente.

—¿Cómo sabías que podría sostenerte? —le preguntó.

—Forma paree del juego —contestó ella.

¿Conocía realmente algo acerca del Santuario? ¿O era sólo una mujer amante del peligro y de las emociones fuertes? No hubiera podido responder. Al menos por entonces.

La luz de un foco recorrió el edificio. ¡La policía!

Se esfumaron en las sombras. El vehículo pasó como un fantasma sobre ellos, continuando su camino.

—Lo estás haciendo muy bien —declaró la muchacha.

—¿Podemos hablar de lo nuestro?

Ella se echó a reír y prosiguió su camino, seguida por Logan.

Continuaron subiendo por salientes metálicos, ayudados por sus zapatos adhesivos. Una vez en el tejado, Lilith le dijo:

—¡Salta!

Y se lanzó al espacio, salvando un hueco entre dos edificios, para ir a caer en un patio. Él la imitó, perdiendo casi el equilibrio.

El patio estaba desierto.

Pero en el nivel contiguo, la muchacha encontró otro objetivo.

—Ahora te toca a ti —dijo a Logan.

Éste enfocó la cámara apretando el disparador.

—Muy bien —dijo la chica—. Ha sido un espionaje de primera. Ahora...

—Vamos a hablar... o te tiro al vacío. Ya está bien de tonterías.

—Eres capaz —dijo ella excitada.

—Sí. Soy capaz.

—Muy bien. ¿Qué sabes acerca del Santuario?

—Lo único que sé es que quiero ir allí.

—¿Quién te ha dado mi llave? —preguntó Lilith mirándole con atención.

Él aflojó el rictus de su boca y empezó a hablar volublemente.

—La tomé del lugar... del que toman las suyas todos los fugitivos.

Se echó a reír. ¿Qué le pasaba? El borde de aluminio se desprendió y cayó al vacío. Estaba flotando en el espacio, y el viento susurraba a su alrededor.

—¡Contesta mi pregunta! —le exigió la muchacha con una voz velada que sonó intensamente en sus oídos.

Pero Logan se puso a cantar:

—«Angerman estaba muy enfadado... Era a la vez juez y jurado...».

Balbuceaba palabras incoherentes, sintiéndose feliz. Flotaba en el espacio, mirándose a sí mismo allí en el borde del saliente. Vio cómo Lilith le pegaba un puñetazo en plena boca. La vio también agarrarlo por el pelo y echarle la cabeza hacia atrás.

—¡La llave! ¿Quién te ha dado la llave? —inquirió.

—Un hombre llamado 10... llamado 10... llamado Doyle 10...

El cuello le dolía por la brusca tensión.

—«Angerman siguió su caza» —cantaba—. «Ang... Angerman... el malvado señor...»

Se irguió con dificultades mientras la chica seguía pegada a él. La oscuridad se había poblado de una luz anaranjada y cegadora de la que brotaba una música cuyo sonido le hacía doler los oídos y los ojos.

—¿Mataste a Doyle?

La música naranja lo aturdía.

—Los cachorros... los cachorros lo mataron.

Logan estaba casi fuera del saliente. Instintivamente extendió los brazos y sus dedos encontraron algo a lo que asirse. Mientras agitaba las piernas en el aire, su cabeza pareció aclararse. Su pie derecho se posó en una proyección metálica desde la que lentamente pudo volver a su base anterior.

Permaneció tendido boca abajo, tratando de recobrar el aliento. Sin duda, la muchacha había puesto alguna «droga de la verdad» en su scotch. ¿Habría hablado demasiado?

—¿Qué más quieres? —preguntó.

—Has de encontrar a Doc —repuso ella—. Es tu siguiente contacto.

—¿Doc? ¿Quién es?

—Está en Arcade. En el local «Un nuevo Tú». Búscalo allí.

Logan hizo una señal de asentimiento.

—Y ahora volvamos junto a Sharps y proyectemos lo que hemos filmado. Necesitas algún estimulante, ¿verdad?

—Sí. Lo necesito.

Dejó la pista deslizante en el paso elevado de Beverly y empezó a andar hacia Arcade.

El inmenso centro de placer era como un enjambre que no tuviera fin. Llevaba quince años sin cerrar sus puertas para quienes ansiaban divertirse. Se acumulaba allí un enorme muestrario de servicios: narcóticos, salones reactivadores de experiencias, galerías y otras cosas diversas.

Letreros luminosos lanzaban sus llamadas y sus gritos, envueltos en colores rutilantes: ¡Vuelve a vivir el primer beso! (Un vistoso anuncio en tres dimensiones mostraba sobre una plataforma las figuras de dos jóvenes desnudos fundidos en un tórrido abrazo.)

¡GOZA DE NUEVO AQUELLOS INOLVIDABLES INSTANTES! (Un muchacho con los ojos muy abiertos cabalgaba un caballo envuelto en llamas por entre un cielo figurado.) ¡Vuelve a vivir! ¡Vuelve a vivir!

¡Vuelve a vivir!

El ruido aturdía, miles de olores se entremezclaban, los mercaderes pregonaban sus géneros. Allí el día era noche y la noche día.

—¿Deseas divertirte, ciudadano? —preguntó un hombre manco, de voz gangosa, invitándole a trasponer una puerta oscilante.

Logan pasó de largo.

De pronto vio el letrero que andaba buscando. Hendía la ventana como una lluvia de sulfuro y se apagaba; aparecía y se apagaba, fundiéndose con el cristal. El nuevo Tú... El nuevo Tú... El nuevo Tú...

Logan entró en el local.

Había un vestíbulo color ceniza, con algunas piezas de mobiliario gastadas y sucias. Incluso el aire parecía como descolorido. En un rincón vio un antiguo escritorio cromado, al que se sentaba una joven vestida de blanco, con la cara pálida e inquisitiva.

—¿Quieres ver a Doc? —preguntó mirando a Logan con aire suspicaz.

—Lo que quiero es llegar al Santuario.

La muchacha se humedeció los labios con su pequeña y roja lengua.

—Tendrás que ver a Doc.

Se levantó con aire indiferente y se acercó a Logan.

—La mano —dijo.

Él alargó su diestra con la palma hacia arriba. La flor cambiaba del rojo al negro y viceversa parpadeando con suma rapidez.

—Vamos —dijo ella—. Sígueme hasta «El nuevo Tú».

Lo condujo por un sucio vestíbulo y llegaron a un salón que olía a metal. Se sintió como helado al identificar lo que había en el centro, sobre el suelo de aluminio. Era la Mesa. Un aparato pendía sobre la lisa superficie de metal en la que se veían muescas y ranuras utilizadas para amarrar los cuerpos.

—No existe otra como esta, exceptuando la de un hospital entre nuestra ciudad y Nueva Alaska —dijo una voz ronca, de expresión confiada.

Logan dio media vuelta para enfrentarse a un hombre corpulento que aparentaba dieciséis años. Sus facciones huesudas quedaban partidas por una sonrisa que descubría unos dientes torcidos. Llevaba una larga bata gris, cuyo borde le tocaba los pies. Era Doc. El doctor.

—¿Estás nervioso? Es natural. Los fugitivos siempre tienen miedo. A menos de poseer el suficiente sentido común como para escapar antes de que la flor se vuelva negra. Luego se hace muy difícil con los Vigilantes tras de uno. ¿Qué va a ser? ¿La cara sola o todo el cuerpo? Podría alargar esas piernas en algunos centímetros.

—Sólo la cara —dijo Logan.

—No tienes mucho tiempo, ¿eh? Los fugitivos nunca tenéis tiempo. —Había en su voz una nota de lástima—. No voy a preguntarte cómo te llamas. No me interesa. Posees la llave y eso me basta. Ballard sabe a quién debe entregársela.

¡Ballard! La mente de Logan funcionó velozmente. Ballard era el hombre más viejo del mundo. El mencionarlo se usaba para asustar a los niños. Un ser legendario, tema de canciones populares. ¿Y era aquel hombre la fuerza que actuaba como guardián del Santuario?

—Holly te preparará. Si te asusta la Mesa procura serenarte. Me llaman doctor pero en realidad no soy más que un mecánico bien preparado. Un mecánico muy bueno. Dame una caja de transistores y una libra de esponja de platino y hago lo que quieras. Estás en buenas manos. Me puedes creer.

Mientras hablaba, la chica se adelantó hacia Logan para desabrocharle la camisa. La pistola seguía en su cinto, y se preguntó si le quitarían más. ropa. Era imposible seguir ocultando el Arma.

—Si me preguntas qué hago en un cuchitril como éste te diré que tengo mis razones. Me lo paso bien. Un poco de «músculo» para los cachorros; un poco de experiencia sexual de vez en cuando; algún trabajo para Ballard.., tal vez un cambio de cuerpo para un ciudadano cansado de sí mismo. Todo vale y me siento feliz.

La muchacha frotaba suavemente las puntas de sus dedos contra el brazo de Logan. Sus pupilas, de un azul profundo, brillaban intensamente.

—Me llamo Holly —susurró—. Holly 13. En otros tiempos se decía que mi número traía mala suerte. ¿Crees en la suerte?

Doc dirigió a Logan otra de sus torcidas sonrisas.

—Holly no trabajaba por dinero —indicó—. Le gusta ver lo que pasa en la Mesa... y otras cosas. —Su sonrisa se transformó en una carcajada reprimida—. Volveré en un minuto.

—¿Me tengo que desnudar? —preguntó Logan a la chica.

—Tratándose de la cara, no es necesario —repuso—. Pero si lo deseas...

—¿Qué más?

—Vacíate los bolsillos.

Lo condujo hacia la Mesa.

El aparato era una de aquellas instalaciones monstruosas pertenecientes al tipo «Mark J.». Suspendido sobre su lisa superficie pudo ver un deslumbrante amasijo de sondas y de pinzas; de escalpelos, muelles, grapas y agujas. Tubos y alambres se conectaban entre sí entrecruzándose por encima del circuito «solid state» que formaba el cerebro y la memoria de la máquina. A un extremo de la misma figuraba la consola con los mandos, los botones, los interruptores, las luces y los cuadrantes.

Una Mesa como aquélla podía alargar los huesos y cambiar la forma de una dentadura; ensanchar los hombros, poner o quitar peso, y alterar el plasma o el grupo sanguíneo. Con su sistema de lásers ajustables era capaz de separar la carne que envolvía un nervio y suprimirlo sin dañar su funda. Funcionaba de manera tan precisa como un tallador de diamantes y con la misma carencia de emociones que un expendedor automático.

A Logan no le gustaba someterse a un aparato capaz de variar su forma física y convertirlo en un hombre distinto. Pero lo hizo. Holly 13 le amarró muñecas y tobillos y le colocó los sensores. La Mesa se acomodó a su peso, se adaptó a su forma y lo situó en la posición adecuada.

—Me gusta el pelo oscuro —dijo Holly inclinándose sobré él. Una luz azulada se movía en el fondo de sus ojos—. Dile que te vuelva el pelo oscuro.

Doc regresó junto al paciente.

—¿Has pensado algo especial? —le preguntó—. Con una estructura como la tuya, cualquier cosa es posible.

—Usted decide —le contestó Logan—. Empiece de una vez.

—Escucha, fugitivo —le advirtió Doc con dureza—. No pierdas los nervios. Yo te diré a dónde hay que ir, cómo conseguirlo y en qué momento. Siempre me venís con prisas. Siempre me estáis empujando. Pero no irás a ningún sitio sin Doc. Todo esto es cosa mía. No podrás utilizar la segunda llave hasta las nueve cuarenta; de modo que hay tiempo para convertirte en otro hombre.

Doc manipuló el tablero de mandos al tiempo que estudiaba la cara de Logan.

—Para empezar, podríamos ensanchar un poco tus pómulos.

La máquina empezó a zumbar mientras un par de finas cánulas de plata se separaban de su soporte y se cernían sobre Logan, y una aguja apuntaba hacia su cara. Al propio tiempo una sierra vibrante empezó a buscar su presa.

Pero de pronto cesaron todos los movimientos, y la aguja quedó inmóvil. Un timbre de alarma había sonado.

Doc entornó las pupilas.

—Algo no funciona —dijo—. La Mesa ha detectado metal. ¿Te vaciaste los bolsillos?

Logan asintió.

Doc lo miraba con aire receloso.

—Pues algo no funciona.

Se alejó del tablero y fijó la mirada en Logan. El bulto que formaba la pistola destacaba perfectamente en su cintura. Doc le separó la ropa, descubriendo el Arma.

—Cierra la puerta Holly.

—¿Qué pasa? —preguntó la muchacha acercándose. Pero Doc la rechazó de un empujón.

—¡Lleva el Arma! —exclamó—. Es un Vigilante. —¿Qué hacemos?

—Déjame pensarlo —dijo Doc mirando con ira a Logan, indefenso en la Mesa.

—Ya ha visto mi mano —dijo Logan—. Es mi Ultimo Día. ¿Cree que sigo trabajando como Vigilante?

—Llevas un Arma. Y sólo los Vigilantes están autorizados para ello.

—No soy el primero que intenta huir.

—¿Por qué tengo que arriesgarme? —preguntó Doc regresando a su puesto junto al tablero—. Voy a conectar todos los mandos a la vez. Tendrás algo más que un rostro nuevo, muchacho.

Logan trató de libertarse de sus ligaduras; pero estaban muy bien aseguradas.

—¿Qué hará la máquina con él? —preguntó Holly, mientras el brillo azul de sus pupilas adquiría una nueva intensidad.

—¡Cualquiera lo sabe! La máquina obrará por cuenta propia.

La Mesa empezó a zumbar otra vez con renovado vigor.

—Quiero verlo —dijo Holly con la cara encendida.

Doc ahogó una carcajada.

Logan miró hacia arriba. Estaba sudoroso. Una serie de instrumentos afilados y punzantes se cernía sobre él. Una aguja hipodérmica le pinchó el lado izquierdo de la cara dejándolo insensible. Un par de grapas metálicas se aferró a su pierna derecha por debajo de la rodilla. Un escalpelo le rasgó la camisa desde el hombro a la cintura, dejando un rastro de sangre, que fue en seguida secado por una esponja.

Logan trató desesperadamente de comprimir el vientre apretándose contra la Mesa.

A su lado, Holly respiraba con fuerza.

Una amplia hoja con dientes de sierra descendió lentamente desviándose hacía la derecha y quedando suspendida sobre Logan. Unas tijeras para nervios chasquearon en el aire, descendieron de pronto y cortaron la cinta que inmovilizaba su brazo derecho.

Doc se hizo atrás, mientras Logan empuñaba la pistola.

Una lluvia de cuchillos de plata se abatió sobre él, pero los detuvo golpeándolos con la culata. Los cuchillos se rompieron cual pedazos de hielo.

Logan trató de apuntar a Doc con su Arma.

—¡Pare esa máquina! —le ordenó.

Pero Doc se había escabullido hacia la puerta con la celeridad de un lagarto, seguido por Holly.

La Mesa roció a Logan con el alcohol refrescante de un pulverizador, al tiempo que el prisionero libertaba su otra mano. Un sistema de contactos finamente lubricados empezó a funcionar en el interior del aparato.

Logan apartó el cuerpo, se libró de las ataduras de las piernas y saltó al suelo rodando sobre sí mismo, en el momento en que la máquina se atacaba a sí misma en sus partes vitales.

Sus movimientos cesaron entre chirridos y chispazos.

Logan reflexionó sobre lo que debía hacer. Si no lograba la segunda llave que había mencionado el doctor, su fuga terminaría allí. Por su parte, Doc no tardaría en divulgar la noticia de que tenía un Vigilante en la sala de operaciones, con lo que su camino acabaría antes de ser empezado.

Abrió la puerta de un puntapié y se encontró en un paraje oscuro en el que se cruzaban diversos pasadizos. El rumor sordo de las galerías de comunicación llegó a sus oídos, mezclado al olor nauseabundo del polvo procedente de los centros narcotizantes.

De la penumbra gris surgió un objeto frío que le arrebató el Arma al tiempo que le dejaba insensibilizado el brazo desde la mano al codo.

Logan se revolvió, agachándose un poco para enfrentarse a la figura blanca que se acercaba a él esgrimiendo una matraca congeladora. Doc estaba decido a todo.

Un solo golpe en el pecho y los cristales de hielo le paralizarían el corazón y le inmovilizarían la función respiratoria. Su Arma yacía en el suelo como un pedazo de metal helado.

Mantenía fija la mirada en el bastón de color gris que esgrimía el doctor. El aparato silbó en el aire, pero Logan logró esquivar el golpe y se agachó apoyándose en una rodilla en la postura clásica de ataque llamada «omnita». Al propio tiempo, su codo izquierdo se clavó en la ingle de Doc, quien profiriendo un grito ahogado, dio contra la pared y desplomóse sobre la rodilla de Logan, que le propinó un golpe mortífero en la espina dorsal.

Profiriendo un juramento, Logan registró los bolsillos del muerto. «No debí haberle matado», se dijo. «Ahora tengo que buscar la segunda llave? ¿La tendrá la muchacha? Pero ¿dónde se encuentra ésta? Probablemente oculta en algún lugar del laberinto de Arcade.»

Recuperó su Arma, todavía húmeda, al tiempo que se erguía, porque acababa dé percibir un ruido en la estancia contigua. Se acercó cautelosamente a la puerta y la abrió.

Holly estaba apoyada en la pared del fondo sujetando en su mano un cuchillo quirúrgico a la vez que fijaba en el Arma de Logan una mirada temerosa. Al ver que Logan avanzaba hacia ella, se hundió la hoja del cuchillo en el pecho.

Su vida terminó así bruscamente.

Logan dejó su Arma. Una voz confusa preguntaba:

—Doyle... Doyle... ¿eres tú?

Logan traspuso una cortina de aluminio. La habitación hedía a anestésico. Una muchacha de pelo oscuro, desnuda hasta la cintura, se levantó como borracha de un colchón neumático.

Parpadeó soñolienta al ver a Logan.

—Soy yo... Jessica—dijo, mientras se palpaba los planos de su cara.

«Una fugitiva», pensó Logan. «La flor de su mano parpadea. Pero ¿por qué creerá que soy Doyle? Acaso tenga...»

—¿Tienes la llave? —le preguntó.

—Doyle... ya no pareces mi hermano. Ni siquiera hablas como él. Nos han cambiado a los dos.

Aquella muchacha era la hermana de Doyle y éste debió decirle que se encontrarían allí.

—Escucha —dijo Logan—. ¿Tienes la otra llave?

La chica se había despertado por completo y procedía a ponerse una blusa. La vio sacar de un bolsillo un objeto de plata. Logan lo tomó. Era una llave.

—¿Te dio instrucciones Doc?

—Sí. Me dijo... nos dijo que saliéramos por un túnel secundario que está bajo Arcade. Yo lo conozco.

—De acuerdo. ¡Vámonos!

La siguió por una rampa deslizante que los sumió en una oscuridad poblada de reflejos.

Cuando dejaron la rampa, la tomó de la mano, y ambos corrieron a lo largo de una plataforma.

La red viaria estaba formada por un millón de millas de túneles, constituyendo un sistema venoso de autovías que enlazaban todos los puntos de los diversos Continentes, uniendo Chicago con New York, Detroit con New Alaska, y Londres con la Australia meridional. Por ellos circulaban un enjambre de escarabajos de metal oscuro que surcaban las profundidades subterráneas a velocidades pavorosas.

Logan introdujo la llave en un aparato de llamada situado al extremo de la plataforma.

Se oyó en la distancia un sonido metálico, una especie de rumor de huracán que viniera de las profundidades del planeta. El vehículo apareció de pronto y se quedó inmóvil en su lugar de atraque.

Subieron a él. La puerta deslizante se cerró, y los asientos se ajustaron.

—¿Punto de destino? —preguntó el vehículo.

—El Santuario —dijo Jessica.

El vehículo inició su marcha, deslizándose con un fluido movimiento en suspensión.

Conforme avanzaba vertiginosamente Logan se dijo que todo aquello estaba resultando demasiado fácil. Se metía uno en un vehículo, decía una palabra y la máquina lo llevaba obediente... ¿a dónde?

Y en cuanto a la muchacha, ¿cómo debía comportarse con ella?

El vehículo aminoró la marcha, se detuvo, emitiendo un leve chirrido y la puerta se abrió.

Jessica continuó impasible.

—Se puede cambiar el color de los ojos de un hombre —dijo—, pero no su interior. Tú no eres mi hermano.

—Tu hermano ha muerto —le explicó Logan.

La muchacha hizo una mueca.

—Tú lo mataste.

—No. Pero lo vi morir. Me entregó la llave. Quería... que yo la tuviese.

La cara de la muchacha permaneció impasible unos momentos. Luego empezó a sollozar calladamente.

¿Cómo decirle que lo lamentaba? Un Vigilante no podía sentir piedad. Hacía su obligación y nada más.

—Escucha. Tu hermano ha muerto, pero nosotros estamos vivos. Y si queremos seguir viviendo hemos de actuar. Eso es todo.

—Apéense, por favor —dijo la voz del vehículo.

Saltaron al exterior y la máquina continuó su rauda marcha.

La plataforma estaba vacía. Una confusa claridad amarillenta bajaba de una claraboya en el techo del túnel. Algunas tejas de metal aparecían amontonadas aquí y allá, en los lugares donde se habían desprendido del techo. El suelo quedaba al descubierto en algunos lugares por estar roto su cubrimiento anodizado.

Sobre un oxidado sector de la pared había un cartel despegado por las puntas. Veíase en el mismo una silueta en trance de correr sobre la que alguien había escrito la palabra: vergüenza. Más abajo pusieron con tiza: LOS QUE HUYEN SON UNOS COBARDES.

Sobre la plataforma, una señal torcida indicaba: CATEDRAL.

«¿Qué hacemos ahora?», se preguntó Logan. «¿Será esto el Santuario? ¿Un sector peligroso de la ciudad poblado por cachorros renegados?».

—¡Atención! —le advirtió Jessica.

Se oía un canto lejano, cuya melodía ganaba intensidad o disminuía, despertando ecos desde un nivel más alto.

Logan empujó a Jess hacia un lugar en sombra. Esperaron.

A sus oídos llegaban las palabras del canto:

Vigilante,

Vigilante,

Apártate de mí.

No vuelvas a mi lado

Nunca más.

La voz sonaba con acento tembloroso e infantil, cada vez más cercana.

—¡Es un cachorro! —dijo Logan tratando de ver en la oscuridad.

Ya muy cerca, se oyeron las palabras:

Me arrodillo

A rezar.

Vigilante, Vigilante,

Aléjate de mí...

Un ser de pequeña estatura, vestido con un raído atavío azul, penetró en el círculo de luz solar que daba sobre la plataforma. Era una niña de cinco años, que arrastraba algo tras de sí. Tenía la cara sucia y el pelo revuelto. Sus piernas eran flacas e iba descalza.

Dejó de cantar y dijo:

—No tengáis miedo. Me llamo Mary-Mary 2.

Logan salió de la sombra.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó.

—Me han dicho que viniera a vuestro encuentro.

—¿Quién?

La niña abrió mucho los ojos.

—¿Quién va a ser? ¡El viejo!

Jessica la aferró por los hombros.

—¿Qué viejo?

—Uno que tiene el pelo blanco —les contó—. Y la cara hundida. Y es muy sabio. El hombre más viejo del mundo.

—¡Ballard!

La niña se sacó una llave de plata del bolsillo. —Me dijo que os diera esto.

—¿Hemos de usarla ahora mismo? —preguntó Logan tomándola.

—A esta hora —contestó la muchacha con expresión solemne, levantando ambas manos con los dedos extendidos. En el centro de la diestra, una flor amarilla brillaba tenuemente.

—A las diez —dijo Jessica.

Logan miró un reloj de pared situado por encima de ellos.

—Faltan doce minutos.

Jessica clavó su mirada en la niña.

—¿Dónde vives, Mary-Mary? —preguntó.

—Aquí —repuso ella, sonriendo.

—¿Por qué no estás en un jardín de infancia?

—Porque soy muy lista.

—¿No tienes hambre?

—Siempre se encuentra algo que comer.

Abrió la bolsa que había quedado a sus pies y con aire triunfal sacó de la misma una vieja ratonera. Jessica palideció.

—Yo nunca subo la escalera —dijo Mary-Mary—. Arriba están los malos que nos maltratan. Y ahora, adiós. Eres muy buena.

Miró desdeñosamente a Logan y desapareció otra vez entre los túneles.

—Me parece que no le soy simpático —comentó Logan.

—No debería andar sola por estos lugares —dijo Jess—. Tendría que estar en un jardín de infancia junto a los demás niños.

—Parece bastarse a sí misma.

—En la escuela estaría protegida.

—¿Lo estabas tú?

—¡Naturalmente! Ninguna persona menor de siete años puede arreglárselas por sí sola. Yo fui feliz en la escuela —explicó Jess sentándose junto a Logan en el borde de la plataforma—. O mejor dicho, no lo fui —rectificó con voz temblorosa—. Lo aceptaba todo sin preguntar... pero nunca me sentí realmente dichosa.

Logan la dejó que hablara. Quería saber más de ella. Llegar a comprenderla.

—¿Por qué separan a los niños de sus padres apenas nacen? ¿Por qué hermanos y hermanas han de vivir en lugares distintos hasta los siete años? —preguntó estudiando la cara de Logan—¿Cuándo empezaste a tener dudas... a no aceptar la idea del Sueño? Me gustaría saberlo.

—No puedo acordarme con exactitud. Pero había oído hablar mucho de ello.

—¿Sabías que existe Ballard?

—Sí. Y también otras cosas.

—Como lo del Santuario, ¿verdad? ¡Cómo me gustaba escuchar esos relatos siendo niña! —abrió los ojos de par en par—. ¿Te has preguntado alguna vez cómo sería tu madre; lo que sentía? ¿Crees que se avergonzaría de ti al verte ahora?

—A lo mejor también huiría igual que yo —dijo Logan evasivamente—. Nunca sabré qué fue de ella.

Jess frunció el ceño, irritada.

—Pues deberías saberlo —dijo—. Los niños tendrían que vivir junto a sus madres y ser amados por ellas. La pequeña Mary-Mary debería tener una madre que le cuidara. Una máquina no puede sentir cariño... Sólo una persona puede amar a otra persona.

—¿Dónde trabajabas antes de huir?

—Era experta de modas en la fábrica de cueros «Lifeleather». Tres horas al día, tres días a la semana. Le tenía un odio feroz.

—¿Por qué aceptaste ese trabajo?

—Porque era una situación estable. ¿Hay algún trabajo que le guste a uno? ¿Pintar, escribir poesías, aparejarse? ¿Bailar en una Casa de Cristal o actuar en Arcade? —respondió con voz adusta—. También se pueden cultivar rosas o coleccionar piedras o componer para las pantallas en tres dimensiones. Pero todo esto carece de sentido. Por lo que a mí respecta... De pronto se oyó un grito en el fondo del túnel.

—¡Es Mary-Mary! —exclamó Jess tratando de ir a su encuentro. Pero Logan la contuvo.

—Espera —dijo—. Ahí viene. La niña salió corriendo de la oscuridad para refugiarse en los brazos de Jess.

—¡Son los malos! —gritaba—. ¡Los malos! ¡Los malos!

Una vociferante turba de cachorros emergió de la boca del túnel, rodeándolos. Encabezaba el grupo un ser de trece años fanfarrón y violento. Llevaba una blusa de Vigilante rota y manchada de sangre y unos ajustados pantalones sucios de sudor. Se llamaba Billy el Guapo.

—¡Mirad que regalo! —exclamó sonriendo estúpidamente—. La niña de la ratonera y dos asquerosos desertores.

Mary-Mary golpeó el suelo con sus pies.

—¡Fuera de aquí! —les increpó—. Este lugar me pertenece. Volved arriba.

Pero Billy el Guapo ignoró sus palabras.

—¡Cómo nos vamos a divertir! —exclamó.

Logan estudió al grupo. Era preciso llamar nuevamente al vehículo. Pero necesitaba cinco minutos. ¿Y qué hacer durante dicho tiempo? Tendría que habérselas con el cachorro que tenía a su derecha y luego ir por Billy el Guapo, si no pensaba algo mejor. Indicó a Jess y a la niña que se pusieran tras de él. Luego dijo a Billy:

—Lo siento por ti.

Hubo unos momentos de confusión mientras la jauría miraba a su jefe.

—¿Por mí? Será por ti, desertor.

No, por ti, Billy. ¿Qué edad tienes?

Billy entornó los ojos sin responder.

—¿Doce? ¿Trece? En cuanto a mí, he llegado a la máxima edad —dijo abriendo poco a poco la mano, para mostrarle la parpadeante flor—. Pero tu tiempo también se acabará. ¿Cuánto crees que vas a durar?

Había pasado un minuto.

—¿Dos años? ¿Uno? ¿Seis meses? —señaló la flor azul en la mano de Billy—. ¿Qué pasará cuando se vuelva roja?

—Una vez atrapé a otro Vigilante. Decían que era imposible, pero lo conseguí. Lo hice pedazos. Soy yo quien manda. Los cachorros me obedecen. Hacen lo que yo digo. Siempre lo harán. Soy el amo de Catedral y nunca me echarán de allí.

—A los catorce ya no se puede ser cachorro. ¿Sabes de algún cachorro con una flor roja? Tendrás que abandonar Catedral porque nunca se permitirá a un adulto vivir en ese sector. Los jóvenes te harán pedazos si te quedas. No tendrás más remedio que pasar el río. Y antes de que te des cuenta, habrás llegado a los veintiuno, y tu flor empezará a cambiar de tono. Y morirás como un cordero.

Dos minutos.

—¡Imposible! ¡Yo soy distinto! —gritó Billy. —¿Echarás a correr? —preguntó Logan—. ¿Es eso lo que crees? ¡Correr como yo corro ahora! ¡Y como ella!

—¡Cállate! ¡Cierra la boca! ¡Nunca seré un maldito desertor!

—No te diferencias en nada de nosotros, Billy. Eres como los demás. Ayúdanos en vez de buscar líos.

El cachorro que tenía a su derecha intervino.

—Dale un poco de «músculo». Así se callará. Lo veremos morir a nuestros pies.

La cara de Billy se relajó, dejando de expresar ira y temor. Ahora sonreía, confiado en sí mismo.

Logan se dispuso a la acción. Ya no quedaba tiempo para palabras.

Tres minutos.

Los cachorros sacaron los tampones empapados de droga y los comprimieron inhalando sus emanaciones. En seguida empezaron a moverse aceleradamente en un caleidoscópico ir y venir, por entre un torbellino de colores, cual si estuvieran en todas partes a la vez.

Logan se hizo atrás, agachándose en actitud de combate. Pero antes de que pudiera descargar un solo golpe, fue atrapado, arrastrado y arrojado contra la pared.

Mary-Mary se soltó de las manos de Jessica y echó a correr, gritando, por uno de los túneles.

Se oía un torrente de palabras confusas.

—¡Dadle un poco de «músculo»! —gritaban los cachorros.

—¡Matadle!

—¡Que muera!

Un tampón de droga se agitaba en el aire frente a la nariz de Logan.

Cuatro minutos.

Logan retuvo la respiración. Los vapores lo envolvían. Si respiraba... De pronto notó la presión del Arma en su muslo. ¡El Arma!

Tendría que utilizarla, aunque ello significara revelar su personalidad a Jessica.

Logró liberar sus brazos, se dejó caer al suelo y rodó un trecho hasta desprenderse de las formas confusas de sus agresores. Sacó la pistola e hizo un disparo.

La carga de nitro fue a explorar en medio del grupo. Fragmentos humanos se dispersaron por la plataforma.

¿Cinco minutos!

Logan operó el aparato de llamada.

Jess lo miraba con repugnancia.

—¡Eres un Vigilante! ¡Un Vigilante!

Un vehículo salió de la profundidad del túnel.

—¡Entra!

Jessica vaciló. Logan tuvo que empujarla, y luego saltó tras ella. Pero antes de que la portezuela se cerrara, una palpitante sombra negra se interpuso en el espacio libre.

La sombra se materializó en la figura de Billy el Guapo.

Un cuerpo sin cabeza.

La portezuela se cerró.

Y el vehículo partió, sumiéndose en la noche.


8

Brilla una luz.

El hombre sonríe. Logan ha hecho un disparo.

Toma nota de las coordenadas. Señalan un punto bajo la zona muerta de Catedral.

Se dirige hacia allá.

Examina los cuerpos destrozados sobre la plataforma.

Recoge un tampón de droga usado y lo tira otra vez.

Examina el dispositivo de llamadas, tantea los terminales. Logan ha tomado un vehículo.

Frunce el ceño hoscamente.

Oye una voz infantil que canta suavemente: «Vigilante, Vigilante, aléjate de mí...».

La voz ya no se oye.

Sigue su rastro a lo largo del túnel.

LA NOCHE...

Al finalizar el Siglo Veinte y antes de que empezara la Guerra Menor, cuando los hombres proliferaban como microbios en un caldo de cultivo, el problema clave era la alimentación. Los cuatro jinetes recorrían el mundo bajo un solo signo: el del Hambre.

Los hombres alcanzaron otros planetas, no hallando en ellos más que gases y rocas heladas. Llegaron hasta las estrellas, pero fueron rechazados por la fórmula E = mc2. Y abandonaron el intento.

Quedaba el mar. Las seis séptimas partes del mundo. Una ola se levanta temblorosa y avanza en movimiento acelerado, recorriendo millares de millas hasta estrellarse en el borde de algún continente. Pero esto sólo pasa en la superficie. Bajo ella, se encuentran las Profundidades. La luz se va filtrando lentamente hasta alcanzar un estado difuso, y desaparece al llegar más allá de unos cientos de metros. En aquellos parajes sólo reina la oscuridad. Las presiones, las rápidas corrientes y un fermento de vida se mezclan en pavorosa confusión.

Más abajo todavía, en lugares donde el acero reforzado actúa como elemento de retención y los seres vivientes llevan sus propias luces, se encuentra Molly, la que fuera ciudad soberana dentro de un mar fecundo.

Se tardó mucho tiempo en construirla. Su extensión abarcaba muchas millas marinas. Ofrecía vivienda y trabajo a veinte mil técnicos y a sus familias y procuraba alimento a un cuarto de la población mundial. Era una enorme centro procesador de materias nutritivas, hundido bajo una cúpula de plasta-acero por cuyas aberturas entraban submarinos y transportes, máquinas sembradoras y cosechadoras.

Las proteínas son proteínas tanto si proceden de una res como de un calamar. Mediante su adecuada combinación con hidratos de carbono, vitaminas y minerales, la molécula de proteína puede ser transformada en cualquier alimento. Y en el medio marino, dichas moléculas de proteína viven adoptando millones de formas.

Molly fue una precursora; mostró el camino a seguir. Después se construyeron la Zuther-Notion, la Proteus y la Manta City. Pero Molly siguió siendo la reina.

Lo fue hasta las 6.03 de la tarde, horario unificado, del 6 de marzo de 2033, hora en que las terribles presiones de la Challenger Deep, que llevaban actuando muchos siglos, ocasionaron un desplazamiento de una décima de pulgada en dos planos defectuosos que atravesaban la Trinchera de las Marianas... y una grieta, fina como un cabello, apareció en la cúpula de plastiacero de Molly. Una sólida masa de agua atravesó siete niveles, destruyendo un centenar de compartimentos en un instante crucial. La ciudad dejó escapar un alarido. El acero se partía como papel. Catorce mil hombres, mujeres y niños mezclaron sus átomos a los del mar en un primer y caótico embate.

Pero Molly encajó el golpe. Las presiones se nivelaron; los mamparos se tensaron, aceptaron la carga y chirriaron conforme el océano los curvaba hacia dentro. Se cerraron válvulas automáticas y se encajaron escotillas. En doce segundos sólo quedó en la parte afectada un conglomerado de cadáveres, compartimentos y pasillos inundados, y maquinaria grotescamente, amontonada y destruida. Pero el resto de Molly resistió.

Sus compartimentos estancos retuvieron el aire, y contra ellos empezó el mar una paciente labor corrosiva que no cesaría hasta que Molly hubiera muerto por completo.

La ciudad había empezado su largo combate contra un enemigo implacable.

El vehículo se paró al llegar a Molly, y los asientos se soltaron.

—Apéense, por favor.

Jessica no opuso resistencia cuando Logan la guió por la abertura.

La plataforma, hundida en un inmenso espacio submarino, gemía y oscilaba bajo sus pies. La inmensa piel vibrante del Pacífico presionaba con fuerza la cúpula. En el aire flotaba un olor mezcla de hierro, de tiempo y de heridas recientes. A lo lejos se oía un velado rumor. Unos ecos. Silencio.

«¿Por qué aquí, bajo el mar?», se preguntó Logan. «¿Cuál iba a ser el siguiente contacto?»

La muchacha tenía un aspecto inanimado y distante. El odio la consumía, pero no le quedaba ya voluntad para resistir.

—Bien —dijo Logan—. Tengo una pistola de Vigilante. Y en mi unidad domiciliaria guardo un uniforme que hace juego con ella. Pero ahora soy un fugitivo igual que tú.

—Los Vigilantes nunca huyen —dijo Jess secamente.

Ni comen. Ni respiran. Ni se cansan. Pues bien. Yo estoy cansado. Y hambriento. Y harto de que me empujen y me peguen y me odien.

Lo miró con frialdad.

—Eres un monstruo. Perseguiste y mataste a gente como mi hermano por el único delito de haber querido vivir un día más.

—Yo no maté a tu hermano.

—Tal vez no; pero lo hubieras hecho en caso necesario. Le habrías disparado un proyectil, sintiéndote orgulloso de tu acto.

No supo qué contestarle.

Jess respiró con fuerza.

—¡Maldito! —le dijo—. Los Vigilantes sólo vivís del dolor que ocasionáis a los demás; de herir y de matar. Destruís en nombre de la supervivencia de la masa, sin pensar en la maldad que cometéis ni en los horrores que ello comporta... Gozáis con vuestra Arma, quemando y destruyendo. ¡Malditos vosotros y vuestro sistema! No sois más que unos asquerosos, despreciables...

Logan le dio una bofetada, cortando aquellas expresiones que le herían como pedradas.

Ella se llevó una mano temblorosa a la gota de sangre que brillaba en la comisura de sus labios.

Su flor había cobrado un color muy oscuro.

—¡Mira! —dijo Logan—. ¡Está negra!

Y dirigió automáticamente su mano hacia la culata de nácar del Arma.

La muchacha lo miró horrorizada.

Logan vaciló.

Luego de adquirir la forma y la actitud mental de un perseguido, le era imposible saber dónde se hallaba exactamente la línea divisoria.

Jessica aprovechó aquel momento de indecisión para echar a correr a lo largo de la plataforma.

—¡Jess!

Pero la muchacha continuó corriendo.

Huía presa de pánico, como un ciervo asustado, ciegamente, sin saber a dónde iba, acuciada por el deseo de poner la mayor distancia posible entre ella y su perseguidor. Una escalera metálica en espiral la condujo hacia arriba. Sus pies producían un ruido resonante que facilitaba la persecución de Logan.

Prosiguió por un estrecho pasadizo dedicado a la cultura oceanográfica, y a cuyos lados se exhibían muestras de la vida en el mar. Calamares y tortugas, anguilas, tiburones, barracudas y galápagos se sucedían a su paso. El pasadizo terminaba en una puerta de «durasteel» gobernada por una barra de hierro. Jess se aferró a ella, empujando con todas sus fuerzas.

La barra se movió ligeramente.

Se oyó un siseo como de hierba seca, percibióse una oleada de calor... y a una pulgada de la cabeza de Jess un arpón blindado se clavó en el acero de la puerta.

—¡Espera, muchacha! Si abres esa puerta el mar nos arrollará a los dos.

En pie, con las piernas abiertas, sujetando un lanza-arpones con sus manos enormes veíase a un hombre de aspecto increíble. Las hormonas habían operado en él efectos monstruosos, y algún tiroides desbocado le debió conferir aquella talla de gigante. Su cabeza cubierta de pelos enhiestos rozaba el techo del pasillo. Un traje brillante, color media noche, se ajustaba a su enorme figura. Tenía una cara ancha como la luna.

Su nombre era Whale.

—¡Cuidado! —dijo Jess señalando hacia Logan que acababa de aparecer al otro extremo del pasillo.

Whale se volvió. Y al ver el Arma en la diestra de Logan sus ojos se estrecharon hasta casi desaparecer. El lanza-arpones fijó su ojo metálico en el estómago de Logan.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Whale—. Me han dicho que esperase a dos fugitivos y me encuentro con que una persona persigue a otra.

—Es un Vigilante —le advirtió Jess.

Whale reflexionó tranquilamente. En lo profundo de la ciudad se oyó una sorda explosión. Otro mamparo acababa de derrumbarse en algún sitio. Whale se contrajo, arrugando su gigantesca forma.

—Yo soy el otro fugitivo —indicó Logan—. He intentado explicárselo pero no me cree.

—¿Y he de creerte yo? —preguntó Whale con calma, al tiempo que levantaba una de sus enormes manos y abría sus dedos gruesos como salchichas. Entre los pliegues de la carne se entreveía una flor negra. El lanza-arpones seguía apuntando a Logan.

La cólera y la inquietud nublaban la mente de Logan. Cualquier cosa que dijera podía costarle la vida.

—Deja ese Arma y ponía en el suelo, muchacho —ordenó Whale.

Con la frialdad de movimientos de un bailarín, Logan obedeció sin que su vista se apartara del cañón del lanza-arpones.

Volvió a erguirse.

—Y ahora —dijo Whale—. Vamos los tres a dar un paseito por Molly.

Los obligó a retroceder por el pasillo.

—Vosotros, los de tierra firme, no sabéis nada de Molly. Pero esta ciudad libra un duro combate. No quiere morir. Igual que yo.

Subieron la pared en pendiente de un compartimento estrecho; siguieron por una retorcida pasarela suspendida sobre la oscuridad; atravesaron una selva de estropeadas cintas transportadoras que exhalaban un acre hedor a aceite derramado y a salmuera. Animales parecidos a cangrejos huían ante su paso. Peces fosforescentes se movían en un agua putrefacta, conforme los tres proseguían su marcha zigzagueante por la moribunda ciudad en forma de burbuja.

Chapoteaban en el agua y ésta les llegó pronto hasta los muslos. Whale se acercó a una escotilla claveteada, la abrió y empujó a Logan ante sí. En el recinto repercutían sordos rumores. Dentro de aquel espacio en forma de ataúd, el océano cobraba una presencia viva. Las embestidas de la fría marea submarina hacían retemblar las paredes, y el agua se insinuaba por todo el recinto en forma de finísima lluvia.

Desprovisto de su Arma y sometido a la mirada vigilante de Whale y de su lanza-arpones, Logan sentíase indefenso.

—Esta es la parte más débil de Molly —dijo Whale—. Pero ella, no se deja abatir—. Cambiándose el arma de mano acarició con la diestra la gastada pared de metal—. ¡Aguanta, chica! —susurró—. Demuestra lo que vales. Sé que estás malherida. Que soportas ataques terribles. Pero sigue resistiendo. Te traigo ayuda.;

Miró a Logan fijamente.

—Si quieres seguir vivo tendrás que ayudar a Molly. Apóyate con fuerza en la pared.

El corpulento individuo salió no sin dificultades por la estrecha abertura.

—Si la pared cede, no tienes salvación.

—¡Espera! —exclamó Jess tratando de detenerle—. ¿No irás a dejarlo ahí?

—¿Cómo que no? —gruñó Ballena—. Molly lo necesita.

—Pero entonces, tú eres igual que él. Otro asesino.

—Hay que matar para salvarse —replicó el gigante, y apartándola a un lado, cerró con un portazo y aseguró la escotilla por fuera.

Entregó una llave a Jess y añadió:

—Úsala a las diez cuarenta cuando llegue el próximo coche. Es mejor que me hagas caso. Ya sabes dónde hay que apearse.

Jess lo miró con el rostro muy pálido.

Una sorda reverberación conmovió las planchas que formaban el suelo.

—Molly me llama. Tengo mucho que hacer. Di a Ballard que continuamos resistiendo.

Y con agilidad pasmosa, se deslizó por entre una maraña de mástiles y puntales, desapareciendo en las entrañas de la ciudad.

Sumido en aquellas sofocantes tinieblas Logan sintió que lo invadía la desesperación. No cabía la menor esperanza. Nunca podría salvarse. «Estoy perdido», pensó agarrotado por el miedo.

Tanteó las dimensiones de su insegura cárcel. No había ninguna abertura. Ni ninguna herramienta con la que forzar la escotilla. ¿Por qué no se había arriesgado a recibir un impacto del lanza-arpones ? Habría quedado desecho pero su muerte hubiera sido rápida. En cambio, un encierro como aquél quebrantaba los ánimos; destrozaba los nervios; hacía perder la condición humana.

«Tengo lo que merezco», pensó. «Tal vez sea mi castigo por lo que he hecho. Vale más que este maldito océano me ahogue.»

Sintió el incontenible impulso de golpear las paredes.

El Pacífico descargaba todo su peso contra la maltratada estructura; el agua chorreaba por todas partes; la inundación crecía. Logan estaba sumergido hasta el pecho. Momentos después, el agua le llegaba a la barbilla. Tuvo que cerrar la boca. El recinto crujía sometido a presiones enormes.

De pronto la escotilla se desplazó y el agua volvió a descender. Jess había abierto.

—¡Rápido! —exclamó—. Tenemos poco tiempo.

En el subsector 8, sección T, nivel cero, ya completamente sumergido, un crustáceo minúsculo se introdujo por una tubería. Obraba así por atavismo. Pero al instante ardió con una leve llamarada azul.

En el dispositivo de llamada 192978-E un terminal de micrófono se elevó siete grados y medio originando un cortocircuito. Se fundieron algunos alambres y una nueva conexión quedó formada.

Habían dicho al vehículo que los llevara al Santuario.

Pero la orden no fue cumplida.

Porque en vez de al Santuario los condujo al Infierno.


7

Examina los datos.
Informe: Doyle 10 tiene una hermana, Jessica 6.
Informe: El interrogatorio de la pequeña Mary-Mary revela que Logan está con Jessica.
Fija su mirada en la fría pantalla: Ninguna luz brilla en su superficie. Ninguna aguja indicadora oscila.
Los detectores de la red viaria guardan silencio.
El detector del Arma está también inmóvil.
El Rastreador continúa mudo.
Aunque parezca increíble, su presa se ha esfumado.

MEDIANOCHE...

La palabra Infierno puede definir el antiguo concepto religioso de un castigo eterno. O aplicarse a mil millas de hielo cegador entre la bahía de Baffin y el mar de Bering. Un hiriente amasijo de témpanos y de icebergs, de hendiduras, abismos y de vientos glaciales. Un mundo cruel, asesino y remoto poblado solamente por una blanca inmensidad.

Infierno: catorce madrigueras en semicírculo a sotavento de una colina erosionada por los huracanes. Cada celda de hielo había sido excavada en la dura superficie por sombras de hombres y mujeres, a temperaturas bajo cero. Junto a la entrada de una de ellas, se observaba una reluciente mancha roja, allí donde un convicto ha sufrido una hemorragia pulmonar bajo el frío sol de media noche.

Los vientos helados habían formado una especie de tosco pedestal, sobre el que reposaba otro bloque de hielo tallado a mano, dentro de cuya masa transparente una forma oscura nadaba en glacial silencio.

No había guardianes porque no eran necesarios.

Nadie había logrado escapar de aquel Infierno.

Cuando Logan y Jessica llegaron se oyó sonar una sirena. Los mecanismos de la plataforma se encargaron de todo. Una inyección los dejó insensibles; luego fueron embalados y transportados por una amplia extensión laberíntica para ser finalmente arrojados al hielo.

La plataforma había desaparecido. Imposible volver al punto de partida.

Un celador se acercó. Caminaba agachado resistiéndose al viento e iba cubierto de pieles como un espantapájaros. Llevaba los pies envueltos en trapos y su cara parecía de cuero viejo manchado de yodo. Los ojos le brillaban bajo un gorro acartonado por la mugre.

Se inclinó sobre las dos figuras contraídas como ovillos y con sus manos tapadas por mitones deshizo las ataduras. Enrolló con cuidado las preciosas tiras y las guardó en un bolsillo de su parka.

El impacto del frío los aturdió.

Logan se puso trabajosamente en pie, ayudando a Jessica a levantarse. Bajo la glacial temperatura, los efectos de la droga empezaron a disiparse con rapidez.

—¿Dónde... dónde está la llave? —preguntó al celador, pensando que aquel hombre debía ser su contacto.

—Cuando se manda a alguien a este Infierno se tiran todas las llaves.

Logan sintió en la boca el acre sabor del miedo. Se hallaban en la ciudad-prisión a prueba de fugas emplazada en el Polo Norte.

—Venid. Os voy a leer el reglamento —indicó el celador volviéndose y echando a andar sobre la cegadora superficie.

Lo siguieron, dando traspiés. Él viento amainó hasta convertirse en un aullido sordo, cuando llegaron a la parte parcialmente protegida por el gran iceberg que se alzaba sobre las chabolas.

—Vuestros vecinos —dijo el celador.

Unas cuantas figuras envueltas en pieles los rodearon, emergiendo por parejas o por tríos de los oscuros agujeros excavados en el hielo. Logan contempló aquellas caras cadavéricas que clavaban en ellos sus miradas de lobo.

—Regla primera —dijo el celador—: Todo nuevo convicto puede elegir a un antagonista. Dos: éste podrá usar el arma que quiera para defenderse y defender sus pertenencias. Tres: el recién llegado combatirá sin arma alguna. Éstas son las reglas. No hay ninguna más... excepto que el vencedor tiene derecho a la mejor porción.

—¿Y si me niego a luchar? —preguntó Logan.

—Morirás sobre el hielo —respondió el celador—. Eso no cuenta para la chica —añadió con una mueca—. Más vale que empieces ahora mismo. Unos minutos más con esa ropa y no tendrás necesidad de combatir.

Bajo los embates del viento glacial, el traje de Logan parecía una fina gasa. Examinó las nudosas figuras, tratando de discernir cuál sería la más débil, pero le fue imposible. Todos eran supervivientes y estaban muy curtidos.

Señaló al azar.

—Ése —dijo.

El círculo se estrechó para ocupar el vacío dejado por el aludido, que avanzó hacía Logan. Era alto, de brazos muy largos y hombros huesudos. De entre el espeso vello de su pecho sacó un agudo estilete de hielo pulido a mano. Ocho pulgadas de hoja letal aguzada con cuidado de artista.

Sin pensarlo un segundo, atacó. El puñal lanzó un destello. Pero había avanzado su arma, demasiado de prisa y Logan aprovechó aquella ventaja para arrebatársela y estrellarla contra el suelo donde se hizo pedazos. Resbaló sobre uno de ellos y cayó. El otro se lanzó sobre él aferrándolo por el cuello.

Logan sintió el contacto de sus dedos nervudos acercándose a su tráquea.

Pero pudo librarse de aquella tenaza y dirigiendo a su enemigo un golpe terrible, lo alcanzó en la nuca, dejándolo sin vida.

El celador pareció decepcionado y sorprendido. El círculo de ojos se había posado con expresión hambrienta, en el cadáver que ya empezaba a helarse. Desnudaron el cuerpo y lo arrastraron.

—Se llamaba Harry 7 —explicó el celador—. Toma sus ropas y recoge sus pertenencias. —Se acercó a la boca de una chabola—. Este refugio es tuyo. Harry no tenía mujer. Así es que puedes compartirlo con la chica.

Logan siguió a Jess a aquel fétido antro, abierto en la costra de hielo. Una vez dentro se pusieron con toda rapidez las malolientes pieles que habían envuelto a Harry 7. La temperatura era veinte grados superior a la de fuera, pero aún así resultaba terriblemente fría.

Se sentaron el uno junto al otro sobre una tenue capa de cintas de envolver, extendida sobre el hielo. Cuando él se aproximó todavía más, Jess se apartó con cara de disgusto.

«Bueno. Ya estamos peleados otra vez», pensó Logan colérico. Ella estaba segura de que las posibilidades de ambos eran mínimas. Seguían con vida gracias a los harapos de un hombre que había muerto; pero le era imposible aceptar como bueno el que su compañero hubiera tenido que matarlo para hacerse con ellos.

—Oí lo que decías mientras nos situábamos sobre la plataforma —dijo Logan—. Escondí el Arma para que nuestro contacto no me relacionara con los Vigilantes. Si la hubiera guardado tendríamos alguna posibilidad de defendernos. En realidad, tú me necesitas más que yo a ti.

Notó cómo ella se apretaba contra su costado.

—¿Qué será de nosotros? —le preguntó.

—No podemos hacer nada hasta que no conozcamos mejor este lugar —repuso Logan.

Se oyó un ligero restregar de pies y apareció el celador.

—Venid. Voy a mostraros a Tom el Negro.

Lo siguieron, y el celador los condujo por un breve trecho bajo el viento helado.

—Aquí lo tenéis —indicó con ademán teatral.

Miraron la forma encerrada en el bloque de hielo transparente. Pero no se trataba de un hombre completo, sino tan sólo de parte de un hombre.

La forma no tenía piernas, y uno de sus brazos no era sino una especie de muñón aplanado como un remo. El otro se arqueaba hacia adelante terminando en unos dedos provistos de garras. El cuerpo carecía de todo vestigio de grasa y los huesos destacaban en todo su relieve. El brazo arqueado parecía haber querido aferrarse a la vida: La cabeza se apretaba contra el hombro. En la cara retorcida destacaban unas pupilas blancas como la leche. La exposición a los elementos había momificado su estructura.

Era negro.

—Pera antes fue blanco —explicó el celador.

Jessica apartó la mirada.

—Está ahí por un motivo —continuó el guardián—. Y no precisamente. para hacer bonito. Aprended la lección. Sobrepasó los dos años de estancia en él Infierno. Al final del primer año quedó ciego por la refracción. Al cabo de un mes, se le helaron las piernas, pero ni aun esto lo detuvo. Excavó dos chabolas y curtió las pieles que lleváis. Dicen que se arrancó el brazo de un mordisco al quedarle atrapado en un deslizamiento. El caso es que volvió sin él. Vivió más porque aprendió más deprisa. —Escupió sobre el hielo—. Yo paso ya de un año. Ningún otro puede decir lo mismo. Haced lo que se os mande y tal vez viváis una semana.

—¡Salvajes! —exclamó Jess—. ¿Por qué vivís dé esta manera?

El celador esquivó contestar de manera directa.

—Vale más vivir que morir.

—Podríais colaborar unos con otros —prosiguió Jess—. Trabajar, en común en vez de destruiros mutuamente.

—¿Trabajar en qué?

—En producir alimentos; en hacer vestidos y herramientas...

—Aquí hay muy poca materia alimenticia, escasas ropas y ninguna herramienta. Para construir algo hacen falta madera, piedra y metales. Pero el único metal existente es el de Box.

Un hombre se acercó, depositando a sus pies un bulto húmedo.

—Ahí tienes tu parte —dijo a Logan.

Éste deshizo la envoltura. Contenía el corazón y el hígado de Harry 7. Jess dio un paso atrás, horrorizada. Logan dejó caer el bulto, que produjo una mancha en la nieve.

—Nunca desperdicies la comida —le dijo el celador con brusquedad—. Esto no es un complejo en Nebraska. Toma tu parte. Cuando tengas hambre te la comerás.

—Debe haber otra cosa —dijo Logan.

—Quizá la haya por ahí —respondió el celador señalando con un amplio ademán la inmensidad del horizonte—. A una milla o quizás a cien encontrarás, si tienes suerte, algún cachorro de foca. Pero no es muy probable. Cierta vez, Tom el Negro cazó un oso blanco, con un arpón de hielo. El mes pasado murieron tres hombres cuando acosaban a una foca... y Redding perdió todos sus dedos. El hielo es demasiado grueso para poder pescar... si es que hay algún pez. Y si no lo consigues durante la primera hora, no verás la segunda. Shackleford se hizo una honda con tiras de piel; pero quedó helado antes de poder usarla. Claro que hay comida. Osos polares y perdices blancas, cercetas y nutrias. Pero saben esconderse, correr y saltar mejor que sus perseguidores. Escucha. Si no te gusta el menú, puedes largarte a donde está Box.

—¿Box? ¿Quién es?

—No se trata de un «quien», sino de un «qué».

Logan miró curiosamente al celador.

—Quizá tenga algún otro nombre, pero yo no lo sé —dijo aquél—. Quedó atrapado en una cinta transportadora después de haberse peleado con un joven de diez años. El mecanismo lo destruyó en parte, dejándolo medio muerto. Pero volvieron a montarlo y fabricaron las piezas que faltaban. Luego lo metieron en un vehículo que lo trajo hasta aquí. Ahora bien, no estuvo mucho tiempo por estos andurriales y ahora es muy difícil de localizar.

»Debo advertirte una cosa. Seguro que ha encontrado alimento y sabe cómo lograrlo. Si das con él, a lo mejor te enseña a ti también. Prueba dos millas al norte, junto al despeñadero —sonrió con malicia—. Pero no creo que esté esperándote.

—Nos arriesgaremos —dijo Logan.

—Muy bien. Marchaos —repuso el celador—. Pero no volveréis.

Cuando salieron de su refugio el viento los impelió con fuerza hacia adelante.

Box vivía en un mundo blanco. Se movía por entre tempestades de hielo pulverizado, en medio de la más completa soledad. Jamás se fatigaba, no sentía frío y una parte de él no dormía nunca. Habitaba un espacio poblado de porcelana y mármol; de alabastro y marfil. Convertía en castillos a los icebergs, y en palacios las escarpaduras glaciales. Flotaba como una nube por las heladas inmensidades.

Pero estaba contento.

Box vio acercarse a las dos vacilantes figuras agachadas contra la ventisca. E inmediatamente desapareció.

Logan se esforzaba en vencer la terrible fatiga. Los remolinos lo fustigaban tratando de cortarle el aliento; herían su rostro y sus manos, y penetraban como cuchillos por entre las pieles en que se envolvía. Los grandes taludes sobre la glacial llanura parecían alejarse de ellos. Nunca lograrían alcanzarlos. Se hallaban a diez mil millas de distancia. Eran tan sólo espejismos que los arrastraba hacia adelante, andando con pies pesados como el plomo, un paso, y otro, y otro, y otro...

Jessica tropezó y cayó.

Trató de incorporarla tirándole de un brazo. No le era posible avanzar. Ni retroceder. Las escarpaduras se inmaterializaban como un sueño. Acaso no hubieran existido nunca. Logan se agachó junto a Jess. La muchacha tenía los ojos cerrados. «Tiene que abrirlos», pensó soñoliento. «De lo contrario, morirá. Si no abre los ojos, morirá, y eso sería fatal.»

«En cambio yo, aunque los cierre, puedo abrirlos de nuevo. No tengo problemas. Los abro. Los cierro. Le diré que los abra. Pero dentro de un rato. Ya verá lo fácil que es.»

Logan cerró los párpados.

Era preciso abrirlos en seguida... al cabo de un segundo. Luego diría a Jess que también los abriera. ¡Era tan agradable tenerlos cerrados por algunos momentos! El viento había cesado de soplar; reinaba una extraña calma; no sentía frío. Abriría los ojos dentro de unos momentos, y no habría más problemas. Seguro que no habría más problemas.

Logan se quedó dormido.

Al despertar se vio rodeado por un friso de bestias de cristal que oscilaban dentro de un fuego azul. Parpadeó. El friso se solidificó. Hasta donde alcanzaba la vista todo estaba cubierto de nutrias y más nutrias que parecían haber surgido, como por arte de magia, de una extensión de hielo diamantino. Pero aún había más.

Logan se sentó, contemplando el increíble espectáculo.

Un pez cuyas escamas resplandecían con los colores del arco iris, estaba atrapado en una masa de circón.

Una morsa de largos colmillos y ojos que refulgían como un espejo mostraba un cuerpo veteado de negros y de púrpuras.

Una bandada de aves de cristal volaba por un cielo también de cristal.

Se entremezclaban planos y proyecciones. Una intrincada labor de cristales calados se elevaba en una sucesión de planos prismáticos, moteados de fulgores y destellos en tonos amarillos de flor, líquidos rojos, y azules cerúleos reflejándose los unos en los otros, el todo iluminado por una lámpara oval hecha de hueso tallado, que parpadeaba y siseaba. Y sosteniendo aquel débil encaje, una inmensa columna se elevaba hasta la bóveda de la gruta de hielo.

Logan se sintió como aprisionado dentro de las lágrimas de cristal de un candelabro.

La estancia olía a aceite de foca quemado.

Jess se hallaba en el suelo, junto a él. Sus párpados temblaron, despertó y ahogó un grito.

—Sorprendente, ¿verdad? —preguntó una voz bien modulada.

Frente a ellos vieron a un ser con las piernas de metal cromado. Desde el centro del pecho a las caderas se extendía una complicada madeja de resortes y cables. Tenía una mano en forma de herramienta cortante. Su cabeza era mitad de carne y mitad de metal.

—¡Es una máquina! —exclamó Jess.

—No. Ni máquina ni hombre, sino una síntesis perfecta de ambas cosas y más lograda que cualquiera de ellas. Tenéis ante vosotros al consumado artista cuya creatividad fluye de una combinación de hombre y de metal. El primero concibe con apasionamiento y con ardor; el segundo ejecuta con micrométrica exactitud. Ningún escultor podrá igualar jamás las grandezas que aquí veis.

¿De modo que aquel ser era Box? Una mezcla increíble de criatura mortal y de robot, habitante en un mundo fantástico creado por él mismo. Logan se preguntó cuánto de humano conservaría aún.

—Nos han dicho que puedes ayudarnos a encontrar alimentos.

—¡Mastuerzos! —profirió Box—. ¡Bestias! ¿Es que no pensáis más que en comer? ¡Estómagos andantes!

—Somos humanos y tenemos hambre —replicó Logan—. ¿Tú no comes?

—Es mi alma la que se alimenta. No mi cuerpo. ¡El arte antes que nada!

Jessica recorría con la mirada la resplandeciente sala.

—¡Qué bonito es todo! —exclamó en voz baja. La mitad de la cara de Box sonrió.

—Pues espera y verás cuando haya viento —explicó con un susurro—. Mis aves cantan. Mis grandes morsas respiran. Suenan las campanas del palacio. Y en el fondo de las grutas, se pronuncia mi nombre: Box... Box... —su voz se fue esfumando hasta sonar como un sollozo ahogado.

—Aves, peces, animales diversos —dijo Jessica con expresión absorta—. Posees de todo.

—Sí. Hay aquí toda clase de criaturas... excepto hombres —gruñó Box—. Los hombres me persiguen; anhelan mi metal. ¡Cómo les gustaría hacerme pedazos y fabricarse una estufa con mi cuerpo! De mis piernas saldrían finos cuchillos, anzuelos y flechas. Son como topos que se agitan y tropiezan en la oscuridad. He visto sus cuerpos yertos sobre el hielo, horriblemente feos e inútiles, batidos por la ventisca. Pero ahora os tengo a vosotros. Seres nuevos y jóvenes. Y muy bellos. Espléndidos modelos para mi obra maestra. ¡Posaréis para mí!

—Si aceptamos ¿nos darás de comer? —preguntó Logan.

—No tengo comida.

—Entonces, ¿por qué hemos de aceptar?

—¿Por qué? ¿Sabes cuánto durará este templo?

No veintiún años, ni veintiún mil... sino veintiún mil veces mil. Y vosotros lo mismo. Seréis la joya más preciada de mi colección. Pasarán siglos, milenios, y seguiréis aquí, eternamente plasmados en un abrazo de amor.

Pero Logan no le hacía caso.

Box pareció irritarse.

—¿Qué me pedís a cambio de ello?

—No pedimos nada. Necesitamos comida y saber dónde está la salida. Pero ni tienes comida ni es posible marcharse de aquí.

—Sí que es posible —dijo Box insinuante.

—Entonces ¿por qué no te has ido?

—¿Dejar mi maravilla blanca... dejar los vientos que cantan y el silencio, la pureza, los claros firmamentos... ¿Para qué? ¿Para cambiarlo por vuestras inquietudes; por el humo, los embotellamientos y las prisas? Podría hacerlo pero no quiero, Nunca me marcharé de aquí.

—¿Cómo saldrías?

—¡Ah! ¿Quieres saberlo? —dijo con voz untuosa—. Primero posad y luego os lo diré.

—Primero nos lo dices y luego posamos.

Box vaciló. En su interior se oyeron unos ligeros tintineos. Movió su mano metálica en actitud de aceptación.

—Creo que es mejor confiar en vosotros.

Logan se preguntó si cumpliría su promesa. ¿Estaba verdaderamente en condiciones de ayudarles?

Box se llevó la mano a la parte metálica de su cabeza y cerró su ojo humano. Luego empezó a hablar como si contemplara visiones.

—Mi cabeza zumba en la oscuridad —dijo—. Estoy muy lejos de aquí. Hay diez billones de neuronas en mi potente cerebro. Un cerebro de acero... Soy la fuerza que gobierna el complejo.

¡El Pensador! Logan empezó a atar cabos. En su condición de hombre y robot Box formaba parte del gran intelecto mecánico.

—Por encima de mí, un gran guerrero cabalga sobre el mundo, sobre una cadena de negras montañas. Aves enormes se posan en mis hombros de granito. Hay debajo un desierto infinito. Soy parte de Tashuncauitco.

—¡Caballo Loco!

—Soy hermano del Pensador —continuó Box—. Conozco sus circuitos y conexiones. Comparto su inmensa sabiduría. Puedo circular por el dédalo de su campo energético. Puedo marcharme de este Infierno...

Y les reveló el camino.

Luego abrió su ojo y avanzó hacia ellos.

—Y ahora, cumplid lo prometido.

—¿Cómo hemos de posar? —preguntó Logan.

—Posaréis desnudos —respondió Poliedro.

—Quítate tus ropas —dijo Logan a Jess, mientras él empezaba a hacerlo.

La muchacha lo miró.

—No tengas miedo —la animó él.

Jess echó hacia atrás la capucha de su parka y empezó a soltar los nudos de las cintas de cuero. Las hediondas pieles cayeron a sus pies. Desviando la mirada de Logan tocó el cierre magnético de su blusa, que se abrió. Una vez despojada de esta prenda se liberó también de los finos sostenes plásticos que retenían sus espléndidos senos. La falda cayó asimismo al suelo. Bajó la cremallera de sus zapatos y despojóse de ellos.

—Encantadora —dijo Box.

Les indicó un estrado cubierto por gruesas pieles polares.

—Subid.

—¿Nos quedamos de pie? —preguntó Jess—. ¿O habrá que... ?

—Tómala en tus brazos —dijo Box a Logan.

Logan miró a Jessica. La luz de las lámparas iluminaba los suaves valles y curvaturas de su cuerpo, y bajo aquella temblorosa claridad, su piel brillaba con resplandores marfileños.

—No me hagáis perder tiempo —dijo Box situándose muy erguido junto a un alto monolito de chispeante hielo.

Logan abrazó torpemente a la chica.

—¡No! ¡No! ¡No! —protestó Box—. Hay que poner emoción. Sentimiento. Ella es tu amor. Tu vida. —Y volviéndose a Jess añadió—: Cíñete a su cuerpo. Mírale a los ojos.

Jess lo hizo así.

Logan sintió el cálido contacto de sus senos apretados contra él, de sus piernas; de los brazos enlazados a su cuello. Lo invadió una oleada de pasión; mejor aún, de éxtasis mezclado a cierto dulce sentimiento de ternura y a una melancolía que nunca había experimentado hasta entonces.

—¡Soberbio! —exclamó Box.

Su mano metálica empezó a zumbar y a estremecerse. La alargó hacia el bloque de hielo y empezó a tallarlo en azulados trazos. Trabajaba con furia, a una velocidad pasmosa. Entre una lluvia de claros chispazos, las dos figuras empezaron a emerger del bloque, tomando forma; cobrando vida mágicamente.

Logan sostenía a Jess. El recinto en que se hallaban era también una Casa de Cristal. Pero ¡qué diferente a las que conoció en su frenética persecución de una dicha evasiva! Aquí había realidad., Sentido. Se olvidaba el presente y el pasado. La figura torcida del hombre-máquina tallando el hielo; la arracimada horda de los convictos; Francis, Ballard, la red de comunicaciones subterráneas y el Santuario quedaron atrás. Hubiera deseado que aquellos momentos no acabaran nunca. Jess... Jess....

—¡Ya está! —exclamó Box—. ¡Mirad! —añadió haciéndose atrás.

Logan se deshizo sin prisas del abrazo de Jess.

Tenían ante sí no una copia, sino sus propias imágenes reproducidas en el hielo.

De manera asombrosa, el artista no sólo había plasmado a dos seres pletóricos de vida, sino también sus formas, su estado de ánimo e incluso su emoción. Un momento supremo se eternizaba allí. El amor, la pasión, la belleza se hacían tangible realidad.

Logan procuró distraer su atención de aquella maravilla. Era preciso actuar. Vestirse. Escapar. No había tiempo para el amor. Ni para la belleza. Ni para la pasión.

Se volvió para tomar sus ropas.

No podía prever que un golpe demoledor iba a dejarlo sin sentido.

Cuando tuvo otra vez conciencia del lugar en que se hallaba, una voz decía:

—También la tortura es un arte refinado. Y yo soy maestro en él. Tu muerte, muchacha, va a ser exquisita.

Logan se esforzó en liberarse de la niebla que aún nublaba sus sentidos.

Estaba en una jaula formada por barrotes de hielo. Y ante él podía verse a Jess, inmovilizada, desnuda, con los brazos y las piernas extendidos, sobre una placa inclinada, temblando de miedo. Frente a ella había una rampa, y en la parte superior de la misma, colocado en precario equilibrio, un bloque de hielo de diez toneladas, parecía ir a desprenderse de un momento a otro para rodar sobre su víctima. Una llama de aceite lamía su base, deshaciéndola con suma lentitud, formando un hilo de agua que chorreaba sobre las blancas pieles.

A cada segundo que transcurría, la base se iba reduciendo un poco más, amenazando con desequilibrar la mole, que crujía y se desplazaba de manera insensible, empujaba por la fuerza de la gravedad. Cuando una buena parte de la base se hubiera derretido, el bloque de hielo resbalaría sobre la rampa, iniciando su rápido descenso de trineo monstruoso hasta alcanzar a Jess y destrozarla con sus cortantes aristas.

Box se sentó bajo el dosel helado, cruzando sus piernas de metal.

—Pídeme que sea bueno —le dijo—. Todavía puedo salvarte.

Pero Jess permaneció en silencio, con las pupilas dilatadas y vidriosas.

Logan se lanzó contra los barrotes tratando de romperlos. Imposible. Resistían bien. Incrustada en uno de ellos pudo ver la figura curvada y oscura de un pez aprisionado en su interior.

Recorrió la jaula con la mirada. Su camisa estaba tirada en un rincón. La recogió rápidamente y se envolvió la mano derecha.

Box seguía pidiendo a la muchacha que implorase compasión.

El bloque de hielo se desequilibraba cada vez más.

Logan se puso ante el barrote defectuoso, engarfió los dedos, hinchó los músculos de las muñecas y adoptó la postura «omnita».

Había llegado el momento.

Hizo un acopio de tensión general, notando cómo la misma le agarrotaba todos los músculos, incluso los de sus piernas. Su columna vertebral se arqueó. La sangre le afluyó a los miembros. Concentróse en la mano, hasta el punto de que todo su cuerpo pareció ser sólo eso: una mano. Aspiró el aire profundamente y fijó su atención en un punto situado unos cuantos centímetros más allá del barrote, como si fuera a descargar su golpe en dicho lugar.

Unos breves segundos y de pronto percutió con toda su energía tratando de alcanzar el punto en cuestión. Pareció cual si no hubiera resistencia, cual si el barrote nunca hubiese existido. Logan se quedó tenso por la violencia del impacto.

Se oyó un terrible chasquido y el barrote saltó en mil pedazos. Sin pérdida de tiempo, Logan traspuso la abertura.

Recogió uno de los zapatos de Jess, e ignorando la avalancha que se le vendría encima de un momento a otro, golpeó con furia las ataduras de hielo que sujetaban las muñecas y tobillos de la joven, haciéndolas añicos en unos segundos.

Jess lanzó un grito. Con horrísono fragor, la masa de hielo se precipitaba por la rampa. Logan desplazó a la muchacha hacia un lado con el tiempo justo para que no la alcanzara el demoledor torbellino. Una nube de hielo pulverizado flotó en el aire.

Se escuchó un áspero chirriar y Logan, al volverse, pudo ver cómo Box se dirigía hacia él.

—¡Coge tus ropas y huye! —gritó a Jess.

Ella obedeció.

Con el rostro contorsionado por la contrariedad y por la furia Box se abalanzó hacia Logan. Éste evitó el golpe de su cortante mano que fue a estrellarse contra la columna central de la sala. Antes de que pudiera retirarla, el vibrante estilete había abierto una profunda grieta en ella.

Logan se hizo atrás, calculando rápidamente sus posibilidades. ¡La estatua! Las figuras de él y de Jess unidas para siempre en dulce abrazo. «Tendré que destruirla», pensó. Destruirse a sí mismo y a la muchacha. Empujó con fuerza su propio muslo de hielo. La estatua se tambaleó, vaciló y finalmente fue a descargar todo su peso contra la ya maltrecha columna.

Una hendidura se abrió en la bóveda del enorme recinto.

Logan echó a correr.

Del cielo de cristal empezaron a desprenderse bandadas de pájaros de hielo. Las nutrias aullaron y se partieron en mil pedazos. La morsa se volcó.

Box murió profiriendo un grito horripilante de metal.

En medio de aquel cataclismo sobrecogedor las criaturas de hielo se desplomaban, se hacían añicos, volaban por los aires en fragmentos, chocaban entre sí entre una confusión de planos, de soportes y de encajes de cristal, y se desintegraban en oleadas rutilantes conforme el gran palacio se venía abajo engullido por una catarata azul.

Logan cumplió con precisión las instrucciones que le había dado Box. Seguido por Jess, avanzaba por el sinuoso camino que habría de conducirlos fuera del laberinto. Una vez llegaron a la llanura abierta, el viento los fustigó con sus cortantes ráfagas.

A Logan aquel paraje le pareció idéntico al que ya conocieran, batido por torbellinos y ventiscas que los hacían tambalear y dar traspiés. No cabía esperanza alguna. Box los había engañado.

Avanzaban en intrincados ángulos, dos pasos al frente y uno hacia atrás. Torcieron a la derecha, y luego a la izquierda. Unos pasos más. Y de pronto...

¡Oh, prodigio! Se encontraban fuera del recinto helado. Sus pies pisaban otra vez la plataforma.

El Infierno quedaba atrás.

Se quitaron las malolientes pieles.

—¿Podremos lograr un coche? —preguntó Jess.

—Primero quiero recobrar mi Arma —dijo Logan.

La encontró en un hueco junto a la plataforma. Comprobó su estado. Le quedaban cinco proyectiles: intimidador, vapor, desgarrador, punzador y dirigido.

Logan abrió la parte posterior del dispositivo de llamada y empezó a cambiar los terminales.

Un coche se acercó zumbando.

A las Montañas Negras de Dakota —dijo—. Ballard controla la red viaria y dirige los coches. Si queremos hallarlo, vayamos al origen. Vayamos a donde está el Pensador.


6

Lleno de violencia contenida, el operador permanece en su asiento ante el tablero.
No ha comido.
No ha dormido.
Los técnicos lo evitan. Ninguno le dirige la palabra.
Su mirada se posa fulgurante en el cuadro. Algo ha brillado en él. Los registros acusan la presencia de un fugitivo.
Está en Dakota del Sur, en las Montañas Negras.
Se siente electrizado.
La caza se reanuda.

PRIMERAS HORAS DE LA MAÑANA....

Una vez se hubo decidido emprender los trabajos del proyecto Crazy Horse, la enorme montaña de granito se transformó en la base de un colosal monumento, en cuya realización se emplearía medio siglo. Un jinete indio, de doscientos metros de altura y otros tantos de longitud, cabalgaría por aquellos lugares, excavado en seis millones de toneladas de roca de Dakota. Toda una montaña se transformaría en figura legendaria elevándose en proporciones gigantescas por encima del tenebroso bosque, hasta el punto de dejar empequeñecidas las cabezas de la roca de Rushmore.

El autor de la escultura era Korczak Ziolkowski, y bajo su dirección, 150.000 toneladas de roca eran arrancadas cada año para dar forma a su sueño de artista. Transcurrida una década, más de un millón de toneladas de granito yacían pulverizadas a los pies del monte. La pluma que adornaba la testa del gran jefe sioux empezó a destacar orgullosa. Obsesionado por su proyecto, Ziolkowski recorrió diversos continentes extrayendo dinero a los ricos, los orgullosos, los titulados, etc., y los gastó en pólvora, dinamita, cordita, herramientas, grúas y cables.

Los trabajos continuaron. Gradualmente la montaña fue labrada. Varias naciones contribuyeron con importantes sumas, entusiasmadas ante la idea de ver inmortalizada en piedra la figura de aquel gran luchador que se llamó Caballo Loco, montado en su fogoso corcel. Millares de trabajadores y de artistas se afanaron en pulir los ijares del ciclópeo caballo. Taladros con punta de diamante y martillos percutores penetraron hasta las entrañas de la roca.

Con infinita lentitud la figura fue adquiriendo forma y destacando contra el cielo de Dakota. Thashuncauitco, Crazy Horse, Caballo Loco, el implacable jefe indio que aniquiló al Séptimo de Caballería mandado por Custer en el Little Big Horn, quedó así inmortalizado en aquel inhóspito paraje.

El mundo entero contemplaba la obra, maravillado.

Cierta tarde de abril, tres años antes de que el monumento se completara, un obrero llamado Balder «Big Ed» Thag estaba desbrozando el terreno en el lado este de la estatua, cuando observó que por una hendidura en las rocas surgía cierto extraño y ululante sonido, producido por una corriente de aire que brotaba del interior de la montaña.

Thag se acercó a la abertura y miró. El viento soplaba con tal fuerza que tuvo que afianzarse contra el suelo para no ser derribado.

Por desgracia para Thag —eran exactamente las 4:27—el lúgubre viento cesó de improviso y se produjo un momento de silencio absoluto. En seguida la corriente volvió a soplar, pero esta vez a la inversa, absorbiéndolo todo con fuerza incontenible. Thag no tuvo tiempo para adoptar las debidas precauciones, perdió el equilibrio, y fue lanzado al interior cayendo vertiginosamente en el vacío.

La montaña continuó respirando, pero Thag dejó de hacerlo a los pocos segundos.

Se tardaron varios años en descubrir las cavernas de Crazy Horse.

Excavadas por corrientes de agua desde tiempo inmemorial en la base calcárea del monte, resultaron formar la más extensa red de cuevas del mundo. A su lado las de Carlsbad no eran más que el escondrijo de un gusano.

Una vez llegados a Custer, en Dakota del Sur, la voz procedente del coche dijo a Logan:

«Están entrando en territorio prohibido. No se permite continuar la ruta.»

Al amanecer se alejaron de la red viaria y empezaron su marcha por terreno descubierto.

En un profundo barranco cercano al monte Crazy Horse vieron una placa de metal blanco con el siguiente aviso:

Terminantemente prohibido trasponer este punto.
¡Peligro de muerte!
Gobierno de los Estados Unidos.

Oculto entre la maleza, había un pedestal deforme y oscuro. Y otro un poco más lejos. Y otro, y otro, en una progresión unida por un rayo de luz invisible.

Un cervatillo de piel moteada salió de su escondrijo y avanzó por el barranco con paso delicado. Husmeó el aire tratando de detectar algún peligro. Pero nada había de alarmante por los alrededores.

Se acercó al rayo invisible.

En la alta cima de granito del monumento, unas plumas de bronce se estremecieron y algunos circuitos entraron en acción.

El cervatillo bajó su cabeza para lamer el agua cristalina que le ofrecía un charco formado en la roca. No había visto las sombras que gravitaban sobre la tierra cubierta de flores. No vio tampoco las dos formas doradas que surgieron de la claridad solar.

Sus ojos eran como diamantes que perforasen el aire. Sus patas tenían cortantes espolones. Sus picos de acero adoptaban un rictus asesino.

Las águilas metálicas atacaron.

El cuerpo destrozado del cervato con la piel cubierta de sangre, quedó en el suelo.

Logan miró el letrero.

—Ya casi hemos llegado —dijo.

—«Peligro de Muerte» —advirtió Jessica vacilando.

—Vamos. Hay que continuar —le animó Logan, oprimiendo la culata de su Arma.

Con velocidad constante las águilas se deslizaban bajo la curva del cielo, desplegando en el aire tranquilo sus alas de ocho metros. Las corrientes atmosféricas sostenían aquellos cuerpos de metal en sus deslizamientos y en sus círculos. Las pupilas fotoeléctricas se fijaron en las dos lentas figuras, pequeñas como hormigas, que caminaban muchos metros más abajo.

Unos mandos de cobre instalados en los cerebros de metal ordenaron: « ¡Matad! ».

Las águilas iniciaron su vuelo en picado.

Fue entonces cuando Logan las vio. Dando un empujón a Jess la arrojó al suelo y se tendió sobre ella. Recibió el impacto en plena espalda, sintiendo un dolor terrible. Bajo sus ropas rasgadas, tres profundos cortes iban desde sus hombros a su cintura cubriéndolo de sangre. Con la vista nublada alargó la mano hacia el lugar herboso en que había caído el Arma.

El sol arrancó destellos a los cuerpos dorados en su vuelo ascendente. De improviso, las águilas viraron, lanzándose otra vez al ataque. « ¡Matad! ».

Los dedos engarfiados de Logan intentaron asir el Arma por entre las espesas hierbas, pero no lo logró en el primer intento. Parpadeando fuertemente a causa del dolor, oprimió la culata de nácar con las dos manos y se volvió hacia sus enemigos. Ahora se sentía más seguro. Dobló una pierna, afirmó el talón y apuntó. Un fuerte dolor le agarrotaba los miembros.

Las dos sombras se abatieron velozmente sobre él, ennegreciendo el cielo, mientras lanzando un grito, sus dedos oprimían el gatillo. El disparo penetró como un fuego humeante por entre los cuerpos negros, y los dos pájaros explotaron y cayeron al suelo en una lluvia de fragmentos de cobre.

Las aguas del arroyo brillaban como plata al pasar suavemente sobre las rocas pulidas y frías. En la orilla umbrosa, cubierta de musgo, Jess mojó un trozo de tela y limpió cuidadosamente la maltrecha espalda de Logan, que se había quedado dormido. Jess dejó el trapo y se sentó mirando a su compañero. Alargó una mano para tocarle el pelo. Él movió los labios murmurando: «Jess...». Intentó sentarse pero ella lo tranquilizó acariciándole con sus suaves dedos.

—Sigue echado —le dijo.

Jess examinó las heridas que destacaban sobre la piel color cera de Logan y observó la fiebre que alteraba sus pupilas. Él la miró a su vez, sin reconocerla.

—Descansa —repitió la muchacha—. Necesitas dormir.

Escuchando el sonido de su voz, Logan sintió cómo su tensión disminuía. Por encima de ambos, las ramas de los árboles se movían cual enormes abanicos de ondulante y verde sombra. Aquella calma acabó por librarle de los últimos restos de tensión. Empezó a respirar suavemente y el pulso de su nuca se hizo más regular.

—Hay que continuar la marcha —dijo—. Ballard. Es preciso...

—Calla. Tranquilízate —repitió ella.

Empezaron a andar de nuevo, mientras la figura ingente de Crazy Horse se elevaba hasta una altura increíble. La pluma del guerrero se perdía en las nubes.

Había dado con la antigua senda, que el paso de los años había cubierto de hierba, y que llevaba a la base de la montaña. A su final se encontraba la entrada de la cueva. Logan y Jess se introdujeron bajo la bóveda envuelta en sombras, y hubieron de esperar unos instantes hasta que sus pupilas se fueron ajustando poco a poco a la oscuridad.

El suelo estaba recubierto por una espesa capa de fragmentos de roca, nunca hollados por seres humanos. El ruido de sus pasos despertaba ecos en la profundidad de la caverna.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Jess.

—Creo que podré seguir.

El túnel se ampliaba. Rodearon un abrupto saliente y de pronto quedaron inmóviles.

Él Pensador apareció ante ellos.

Una constelación de puntos semejantes a luciérnagas parpadeaba hasta perderse en la distancia. Un inmenso silencio electrónico reinaba en el lugar. La interminable y luminosa opacidad incidía en las más distintas zonas, llegaba a todos los lugares: Tánger, Londres, Macao, Capri y Beirut, El Quederef, Chateau-Chinon y Wounded Knee. De aquella caverna partía la fuerza capaz de mover los aparatos de un dispensario en Chemnitz, o las instalaciones de. una Casa de Cristal en Shropshire, o un dispositivo de llamada en Billings, Montana... El inmenso cerebro dentro de la montaña, difundía sus señales por todo el sistema nervioso del globo terráqueo, alcanzando los más remotos parajes, ciudades, villas, pueblos... poniendo orden donde no lo había, y llevando la calma a lugares sumidos en la confusión.

Nada escapaba a su vigilancia.

Era la obra más completa que hubiera podido producir la era de los computadores. Una prolongación directa de los cerebros electrónicos instalados en Columbia y Gal Tech en la década de 1960. Una incidencia masiva en el campo de la tecnología basada en el sistema «solid state», donde un computador quedaba unido a otro dentro de una red cuyo alcance se hacía cada vez más amplio y complicado.

El presidente Curtain fue el primero en sugerir que el Pensador fuera trasladado desde Niágara a las cavernas de Crazy Horse, y al desaparecer en 1988 el Partido Republicano, la ley quedó aprobada sin oposición alguna. El coste de las instalaciones se estimaba en veinticinco billones de dólares.

Los viejos lo habían construido para que fuera utilizado por los jóvenes.

—Es casi... pavoroso —dijo Jess.

Descendieron por la espiral del tubo. Al fondo había un lugar pletórico de comunicaciones, lleno de claridad, en donde, a intervalos regulares, aparecían túneles oscuros. Logan se quedó perplejo. ¿Qué representarían aquellas zonas desprovistas de luz? Pero no tardaría en descubrirlo.

Pisaron el pulimentado suelo y antes de llegar a la primera zona oscura vieron una placa de metal que aparecía sujeta a la lisa superficie de un computador. Decía:

CATEDRAL - JCV 6° 49883
Complejo Occidental. Los Ángeles, California
América Occidental

El aullido de una sirena rasgó el silencio. De las profundidades de los pasadizos algo se acercaba a gran velocidad envuelto en vapores sulfúricos.

Logan agarró a Jessica de la mano y echó a correr.

El sonido se intensificaba.

La «cosa» se iba acercando con alarmante rapidez, entre aullidos y chasquidos estridentes.

Los alcanzaba.

Se sumergieron en la oscuridad del túnel. La sirena dejó de sonar.

Logan se volvió dispuesto a la defensa. En su mano, el Arma era como un dedo que amenazara de muerte. Jess se había agachado tras de él. En la boca del túnel la presencia pavorosa del robot se había quedado inmóvil.

El Guardián esperaba sumergido en una claridad lunar, quieto, excepto por un ligero parpadeo luminoso tras de la placa de cristal que formaba su rostro. Media tonelada de elementos destructivos latía en su armazón plagado de elementos letales.

«Estamos perdidos», pensó Logan. Porque incluso un Arma como la suya resultaría inútil contra semejante enemigo. Pero ¿qué lo mantenía detenido allí? ¿Por qué no se lanzaba contra ellos? Logan tragó saliva. Miró hacia arriba y vio otra placa.

UNIDAD MULTIOPERATIVA INFERIOR - VJK 8° 1704
Océano Pacífico
Hemisferio Occidental

—¡Mo... Molly! —jadeó Logan.

En efecto. Tal era la causa por la que el robot desistía de su ataque. Por la que se había quedado inmóvil. Estaban en una de las zonas marginales, que no existían para él. Logan sacó velozmente algunas conclusiones. Catedral. Molly. Dos sectores muertos; dos etapas abandonadas en la línea que llevaba al Santuario.

Lo que significaba que la siguiente zona oscura sería la etapa número tres. Pero, ¿cómo llegar hasta ella?

Logan y Jess avanzaron por el corredor. El Guardián continuaba inmóvil. Al otro extremo había luz. La máquina no podría seguirlos por el estrecho paraje. En todo caso, tendría que dar la vuelta. Pero ¿dispondrían de tiempo suficiente para rebasarlo?

—¡Vamos! —apremió Logan.

Echaron a correr.

El Guardián vibró dispuesto a la acción.

Corrieron como zorras perseguidas por sabuesos, hacia la nueva superficie oscura. El Guardián se lanzó hacia adelante.

¡Estaban otra vez en la oscuridad!

Él Guardián se detuvo.

Etapa tercera:

WASHINGTON - LLI °7 5644
Distrito de Columbia
América Oriental

—Aquí es donde debió llevarnos el vehículo cuando salimos de Molly —dijo Logan—. Ballard está en este sitio, en Washington.

—Pero, ¿cómo vamos a poder... ? Esa cosa no nos dejará —repuso Jess.

Logan examinó el sector.

—Creo que existe otro camino —indicó.

Virando y zigzagueando por entre la inmensidad espacial sumergida en una claridad electrónica, se veían unos peldaños excavados en la dura roca. Mas para llegar a ellos, deberían recorrer un cuarto de milla de espacio iluminado.

Logan se metió el Arma en el cinto y se deshizo de los zapatos. El Guardián no hacía movimiento alguno. El silencio era total.

Aspirando una gran bocanada de aire, Logan echó el brazo hacia atrás y lanzó uno de los zapatos cuan lejos pudo.

Cuando dio en el suelo, el Guardián se volvió, y lanzóse hacia allí.

—¡Vamos! —ordenó Logan.

Pero la muchacha estaba agarrotada por el miedo. —No lo conseguiremos... No será posible...

—¡Corre! ¡Corre!

Se lanzaron hacia la escalera.

El robot había llegado a donde estaba el zapato. Zumbó unos instantes. Un dispositivo actuó en su pecho, y un rayo destructor redujo a cenizas el zapato. La máquina dio marcha atrás, volviéndose hacia Logan y Jess.

La muchacha resbaló y cayó de rodillas sobre el pulido suelo. Pero Logan la levantó y los dos continuaron corriendo.

La sirena del Guardián estremecía el aire con sus aullidos.

Pasaron por brillantes y deslumbradoras galerías.

Logan arrojó el otro zapato, lo que les proporcionó unos segundos más.

Continuaron su huida perseguidos por el robot.

Habían llegado a la escalera.

Logan y Jesse se lanzaron hacia los peldaños de granito y empezaron a subir. El Guardián se detuvo.

—¿Nos seguirá?

—No puede —respondió Logan—. La escalera no está metalizada.

—¿A dónde vamos?

—Adonde nos lleve este camino.

Continuaron subiendo.

Peldaños y más peldaños.

La espalda herida de Logan le producía un intenso dolor. También la mandíbula le molestaba mucho. El cansancio empezaba a hacer presa en él. El breve descanso junto al arroyo había contribuido muy poco a aliviarle.

Conforme subían, la oscuridad se incrementó. La irradiación procedente del espacio inferior se fue alejando. Entraron en una zona de penumbra y luego de oscuridad total. A Logan le agradó perder de vista el precipicio que se abría tras ellos. El amplio espacio donde se hallaba el Pensador le producía una sensación de vértigo. Se dijo que era mejor mirar sólo hacia arriba.

De pronto quedó inmóvil, sosteniendo a Jess tras de él.

Alguien bajaba la escalera.

¿Sería Ballard?

Logan se apretó contra la pared rocosa con la mirada fija en el rayo de luz que se iba acercando paulatinamente a ellos. Logan pudo distinguir que llevaba el uniforme de un Vigilante. Su cara no era la de Ballard.

¡Frenéis!

Levantó el Arma y con la mirada fija en su antagonista murmuró:

—Jess. Dime lo que piensas. Sé que no te gusta que se mate a nadie. Pero se trata de un Vigilante armado con una pistola de proyectil dirigido. O me adelanto, o él nos alcanza primero. ¿Qué prefieres?

Se produjo un silencio.

—Jess... Jess... —apremió Logan.

Pero al volverse, vio que los peldaños estaban vacíos. Jess había desaparecido.

Se sintió anonadado. ¿A dónde habría ido la muchacha? No era posible que hubiese vuelto abajo.

Una voz suave pronunció su nombre.

—Logan... Logan...

Deslizó la mano por la superficie rocosa, y tocó una abertura.

Francis se había acercado veinte peldaños. La luz de su linterna zigzagueaba por la pared.

Logan se guardó el Arma y tendió sus manos hacia Jess.

—Estoy aquí...

Le tocó un tobillo.

—Sigue —le dijo—. Yo iré detrás.

El estrecho pasadizo se hizo aún más angosto. Logan y Jess parecían dos corchos en el gollete de una botella. Se escuchó un sollozo ahogado. La muchacha no podía continuar. Notaban la presión de Crazy Horse alrededor de sus cuerpos. Logan sintió una intensa sensación de claustrofobia. Pero hizo lo posible por eludirla.

—Creo que el agujero se ensancha un poco —dijo Jess.

—Procura pasar —le respondió él con voz ahogada—. No podemos retroceder.

Las caderas de la muchacha rozaban la hiriente y sinuosa cavidad, conforme iba avanzando centímetro a centímetro.

Consiguieron ponerse a gatas. El techo se elevaba. Finalmente se irguieron dentro del corazón de la montaña.

El áspero suelo de piedra hería los pies descalzos de Logan. La oscuridad continuaba siendo impenetrable.

—¿Por dónde seguimos? —preguntó Jess.

Logan la tomó de la mano y ambos continuaron su camino con muchas precauciones. El pie de Logan se posó en el vacío, y hubo de retroceder rápidamente, luego de haber perdido el equilibrio unos instantes.

Probaron en otro sentido. El suelo estaba lleno de grandes agujeros. Una sola distracción y se desplomarían en el vacío. Hasta ellos llegaba el rumor de una corriente subterránea.

Logan siguió tanteando con el pie para evitar las simas. Dentro de aquella densa oscuridad, su oído detectaba una amplia sensación de distancias y de profundidades ubicadas en lugares distintos.

Tropezó con una pulimentada roca, y la siguió lentamente tratando de encontrar una salida. La roca se curvaba cual si fuera a cerrarse por completo. De pronto, sus manos se agitaron en el vacío. Había encontrado un pasadizo. Oyeron un lento gotear. ¿A dónde conduciría aquel corredor?

Habían perdido todo sentido de la orientación.

—Continuemos —dijo Logan.

Ascendieron por salientes rocosas, y se deslizaron por entre estalactitas, estalagmitas y húmedas columnas de piedra caliza. Se encontraban en un oscuro núcleo montañoso compuesto de dolomita, calcita y aljezón. El aire estaba impregnado de efluvios minerales.

De pronto, Jess se desplomó al suelo. Logan se arrodilló apretándola contra sí.

—Descansa un poco —le dijo.

Al cesar su movimiento, pudieron escuchar una especie de chapoteo acompañado de un rozar de diminutas y ásperas garras sobre la piedra. Un insecto corrió sobre la pierna de Jessica. La muchacha lanzó un grito, y se puso en pie temblorosa. Otros insectos parecidos, con las patas en forma de garras, empezaban a correrle también por la piel. Empezó a dar manotazos para librarse de ellos.

—¡Espera! —le dijo Logan—. Voy a hacer un poco de luz.

Desplazó hacia un lado una de las cachas de nácar que cubrían la empuñadura de su pistola y el resplandor del núcleo energético iluminó débilmente el espacio que les rodeaba.

Bullía en la caverna un enjambre de animales de las profundidades. En los charcos se agitaban cangrejos y salamandras con los ganglios ópticos atrofiados. Pero aquellos seres ciegos habían desarrollado papilas táctiles que les surgían de la cabeza en hileras. En las paredes de lava se veían arañas que tejían enormes telas grises, como esferas de reloj. Animales adelópodos se arrastraban por el suelo atrapando gorgojos y miriápodos entre la tierra vegetal poblada de hongos. Vivían allí y se habían adaptado a aquellas condiciones desde los tiempos del Pérmico y del Cretáceo. Había también cucarachas e insectos sin alas, pululando a millares.

Logan y Jess abandonaron el paraje a toda prisa, y prosiguieron su marcha velozmente por entre cortaduras profundas y estrechas grietas abiertas en los sustratos. Jess se detuvo a la orilla de un gran estanque de agua negra. Respiraba entrecortadamente y su cuerpo se estremecía por el cansancio.

—No.. puedo... seguir —dijo.

—Sí nos quedamos aquí, moriremos.

—De todos modos, no podremos salvarnos. Estamos irremisiblemente perdidos. Debes reconocerlo.

—De acuerdo. Estamos perdidos.

Estas cavernas se repiten indefinidamente. Moriremos aquí. Nos caeremos a una sima, o seremos aplastados, o pereceremos de hambre.

Logan estudió el agua bajo la claridad del núcleo energético, y al notar un ligero cabrilleo, declaró ceñudo:

—No moriremos de hambre.

El agua lo empapaba hasta los sobacos, cuando emergió llevando un fino y plateado pez, que se debatía entre sus dedos. Volvió adonde estaba la muchacha. La pistola se encontraba en el suelo, a su lado.

—No moriremos de hambre —repitió mirando fijamente al animal.

—¿Qué es eso? —preguntó Jess.

Logan le enseñó el pez con expresión triunfante.

—Un pez. Pero éste tiene ojos.

Tomó rápidamente su pistola.

—Vamos —dijo—. Hay que meterse en el agua.

Remontaron el rápido arroyo que alimentaba el estanque, agachándose de vez en cuando para evitar los salientes rocosos del techo. Torcieron dos pronunciadas curvas, y nadaron en sentido ascendente.

—¡Mira!

Frente a ellos brillaba la claridad solar.

Se apresuraron, conforme el resplandor ganaba intensidad.

Salieron al exterior, junto a una clara y fría cascada que producía sonidos musicales al desplomarse en una sima.

Respiraban de nuevo un aire fresco y limpio.


5

Se desliza por la oscuridad, guiado por la luz que despide el Pensador.
Su presa queda lejos. No sería prudente intentar la captura en las cavernas.
Retrocede, y abandonando los túneles, empieza a subir la interminable escalera que lleva a la cabeza de Crazy Horse.
Mira por el ojo derecho del gran guerrero, y ve a Logan y a la chica. Están muy lejos, moviéndose por entre la maleza en dirección a la zona donde crece hierba alta.
Sonríe.
Ya son suyos.
No les queda otro sitio adonde ir.

PRIMERA HORA DE LA TARDE...

—¡Cantemos! —exclamó la Muchacha Gris.

Pájaro ligero,

Llévame hasta el cielo,

Tú me querrás siempre,

Como yo te quiero.

Se escuchaba una música fina, como de gaitas y chirimías.

Pájaro ligero

Arrebátame

Yo quiero jugar

Contigo también.

Los gitanos estaban muy alegres, y sus risas bulliciosas repercutían en las Montañas Negras, mientras montados en sus vehículos a propulsión en forma de largos tubos, seguían despreocupadamente su camino.

Pájaro ligero,

Pájaro ligero,

AAAAAAaaaaaaaaaaaa...

Logan oyó el penetrante sonido cuando él y Jess salían de la alta hierba.

—¡Agáchate! —le ordenó, indicándole que retrocediera y se ocultara.

Los gitanos se arremolinaron a su alrededor cabalgando en sus tubos reactores.

—¡Un intruso!

Logan sintió un estallido de calor a su espalda. Uno de aquellos palos metálicos le había dado en la mano, arrebatándole la pistola. Otro le golpeó el pecho.

Había caído al suelo, rodeado por el círculo de fuego que formaban los reactores.

—¡Si se mueve, abrasadlo!

Logan permaneció paralizado. Conocía la existencia de aquellos gitanos. Su primer jefe había sido un apache pura sangre llamado Jimmy el-que-anda-como-un lobo, que se volvió medio loco al acabar la Guerra Menor. Reuniendo a un grupo de otros psicópatas como él concibió un pacto de la muerte dentro de un ritual en el que los gitanos se juraban la propia destrucción. Ninguno de ellos vivía lo suficiente como para que la flor de su mano se volviera negra. Todos se comprometían a morir cuando aún estaba roja; en un gesto de desafío al sistema. No temían ni al Sueño ni a los Vigilantes. Actuaban de acuerdo con sus propias leyes.

Un hombre delgado como una hoja de espada, desmontó de su vehículo, que se cernía a escasa distancia del suelo, y acercóse a Logan.

—¡Ponte en pie! —le ordenó.

Logan así lo hizo. Estaba frente a Rutago, rey de aquella turba. Tenía dieciséis años y lucía barba. Iba vestido de seda blanca, sus músculos eran suaves y su pelo rubio y rizado. Una auténtica belleza. Alargó la mano y volvió la diestra de Logan.

—Su flor está parpadeando —dijo sonriendo a los demás.

La Muchacha Gris se acercó a su hombre y miró a Logan con pupilas de lince.

—Démosle su Ultimo Día, tal como se merece.

Los gitanos sumaban catorce. Siete hombres y siete mujeres. El más joven tenía quince años, el mayor diecisiete.

Las mujeres vestían sedas y brocados y se adornaran con aretes y collares de oro. Todo en ellas brillaba, y sus peinados eran extraordinariamente llamativos. Sus uñas opalescentes despedían fulgores de lapislázuli. Iban enjabonadas y perfumadas con aroma de melocotón. La Muchacha Gris era un caso aparte, puesto que carecía de maquillaje. Sólo sus ojos estaban perfilados en negro dotándola de una belleza deslumbradora.

Los varones llevaban trajes de seda ajustados al cuerpo, y adornados con cuero fino, y botas con vueltas de terciopelo. Todo en ellos eran filigranas, bordados de plata y realces de platino. Bien cepillados, ungidos e inmaculados.

Dos de las mujeres se adelantaron, sujetando a Jessica entre ellas.

—Hay algo más que ese hombre —dijo una—. También tenemos una fugitiva.

Logan dio un paso hacia Jess, pero el fuego de los propulsores lo contuvo. Miró consternado el círculo de los tubos reactores dispuestos a abrasarlo con sólo que hiciera un movimiento imprudente.

Aquellos no eran los palos que en sus juegos infantiles había usado a modo de caballos, sino vehículos rápidos y terribles cuyos propulsores cromados eran capaces de calcinar a un hombre en cuestión de segundos. «Si pudiese salir de este círculo quizá lograra convencerlos», pensó, aunque sin sentirse demasiado seguro.

Rutago pareció complacido con aquella situación. Hizo un gracioso ademán con su enjoyada diestra, y dijo:

—Vamos a llevarlos de viaje.

Tres gitanos entraron en el círculo y ataron las muñecas de Logan con cintas metálicas.

Luego lo acercaron al vehículo de Rutago. El reactor resplandecía desde el asiento de cuero trabajado a mano y cubierto de diamantes, esmeraldas, zafiros y rubíes, hasta su extremo incrustado de perlas.

Colocaron a Logan tras de la adornada silla, y sus tobillos quedaron amarrados igualmente. A Jess la situaron de modo similar en el vehículo que montaba la Muchacha Gris.

—¡Adelante!

Los gitano partieron velozmente.

El Arma de Logan había quedado abandonada sobre la hierba.

El rutilante disco del sol llegó a su cénit mientras se desplazaba lentamente por el cielo de Dakota, provocando oleadas de trémulo calor en el aire tranquilo. Deadwood no era más que una ciudad fantasma, llena de polvo y de silencio. Los bajos edificios corroídos por el viento que formaban su calle principal, no tenían ya ni restos de pintura, y los tablones que formaban sus paredes se combaban sobre la roja tierra.

Un hombre descansaba a la sombra del porche del «Big Dog Saloon», con los pies apoyados perezosamente en la barandilla roída por el contacto de tantas espuelas. Sus ojos de lagarto adoptaron una expresión alerta al percibir un grito en la distancia. Se puso en pie y miró hacia el extremo de la polvorienta calle.

Los gitanos pasaron frente al puente de vigilancia situado al extremo de Deadwood y se acercaron al «Big Dog» en animado y llamativo grupo.

Desmontaron y condujeron a sus prisioneros al interior de la casa.

El «saloon» estaba amueblado con lujo. Había sofás de terciopelo, sillas de marfil, mesas forradas de verde, ornamentadas lámparas de madreperla, tapices y cortinas de cuentas de cristal. El largo bar de caoba había sido pulimentado hasta arrancarle un brillo deslumbrador. A su trasera pendía un cuadro llamativo, representando a una chica desnuda y sonriente.

Logan y Jess fueron introducidos en el local llevando las manos atadas.

Rutago hizo su aparición llevando una pesada alforja sobre su hombro cubierto de sedas. Dejó la alforja en el suelo con sumo cuidado. De su interior brotaron los tesoros logrados en la reciente incursión: pendientes, aljófar y ristras de granates, topacios, y amatistas. Había también cabujones, ónices y ágatas. Con precauciones de experto, Rutago tomó un pequeño rubí color sangre de paloma, le echó el aliento, y lo frotó sobre la seda de su muslo hasta que la electricidad estática produjo chispazos en la tallada superficie de la piedra.

—Me gusta este rubí. Se lo he quitado a un mercader.

Se adelantó hasta quedar frente a Logan, y lentamente desenroscó la gema que adornaba un anillo estilo Borgia, y se la puso ante la nariz. Logan husmeó con cuidado sintiendo que se ahogaba.

El amargo olor del «hemodromo», el veneno ritual de los gitanos, se pegaba a su olfato. Una pequeña cantidad bastaba para provocar la muerte. A menos, de tomar un antídoto, la víctima moría lentamente conforme la hemoglobina de su sangre absorbía el veneno. No era un proceso rápido. La agonía duraba varias horas, entre grandes dolores. Logan apretó los dientes de manera instintiva.

Rutago sonrió, parpadeó soñoliento y apartándose de Logan, se acercó a Jess, a quien dos muchachas sujetaban por los brazos. Con suma destreza la obligó a abrir la boca y le vertió el hemodromo en la garganta. La joven se atragantó y tosió violentamente.

Logan se arrojó contra Rutargo, pero fue derribado por un golpe terrible.

—O te portas bien o la muchacha muere —dijo Rutago—. Hay que ganarse el antídoto.

Una de las mujeres se acercó a Logan llevando un botiquín.

—Vuélvete —le ordenó.

Logan así lo hizo. La mujer le cortó las ataduras de las manos y lo despojó con cuidado de la rota camisa, dejando al descubierto las heridas de su espalda. Ajustó el botiquín, lo puso en la parte superior de uno de los profundos cortes y lo fue desplazando lentamente hacia abajo. Un rastro de roja piel sintética se fue formando conforme la herida cicatrizaba. Curó del mismo modo las demás heridas y contusiones mientras otra de las mujeres se ocupaba de Jess.

Entregaron a Logan una camisa limpia y botas con las que calzar sus maltrechos pies.

Logan sabía que no era posible librar a Jess del veneno sin disponer del antídoto. Pero aunque quedaran libres, no podría llevar a la muchacha a una zona poblada donde fuera posible encontrarlo, debido a la flor negra de su mano. Era una fugitiva y estaba condenada a morir. Ahora bien, ¿disponían realmente del antídoto aquellos gitanos? Tal vez su jefe mintiera. Sin embargo, no le quedaba otra solución que confiar en él. No disponía de más alternativas.

—¿Qué he de hacer para que nos des el antídoto? —preguntó a Rutago.

El gitano sonrió e hizo una señal de asentimiento en dirección a las muchachas, las cuales se acercaron a Logan. Sus ojos eran azules, castaños, avellana, verdes, dorados y grises. Y todos irradiaban un cálido fulgor.

—¿Qué le pasará a Jess?

Rutago volvió a meter las alhajas en la alforja. Con ademán ceremonioso ofreció su brazo a Jess y la condujo hacia la escalera.

Uno de los hombres dijo con expresión afable:

—Rutago es. un loco pero también un buen amante. Después de él, todos nosotros. La fugitiva tiene suerte.

Las siete mujeres condujeron a Logan fuera de la sala principal, siguieron a lo largo de un vestíbulo, y llegaron a una especie de gabinete, dominado por una enorme cama sobre la que había un cobertor de color pálido hecho con seda importada.

Dirigidas por la Muchacha Gris, las mujeres despojaron a Logan de sus ropas, y lo llevaron a una sala de aseo, donde ajustaron la temperatura á la de su cuerpo y lo empujaron hacia los dispositivos de espuma. Luego fue secado con cálidas corrientes de aire, le pusieron perfume y polvos, y le administraron una inyección de Amor Eterno.

Las mujeres pasaron al gabinete. Cuando él entró estaban desnudas, mostrando sus dorados cuerpos, reclinadas a los pies de la cama sobre el que se había tendido la Muchacha Gris, cuyo aspecto sugería aislamiento, opacidad y hermosura. Tomó de la mano a Logan, lo miró a los ojos y le sonrió con expresión felina.

—Hazme el amor como un salvaje —le susurró con voz ahogada pasándole la mano por un muslo—. Cólmame de placer.

Las demás sonrieron también. La de ojos verdes exclamó:

—Sí, hazle el amor como un salvaje. Y luego házmelo a mí.

El primer orgasmo fue agradable.

El segundo estuvo bien.

El tercero resultó indiferente.

El cuarto le causó dolor.

El quinto fue una agonía.

El sexto una verdadera desesperación.

¿Dónde estaría Jess y qué harían con ella? ¿Dónde encontrarían el antídoto?

Rutargo esperaba en la habitación de arriba. Había esparcido las joyas por el suelo donde brillaban como charcos de fuego. La puerta de la sala de aseo se abrió. Rutago hizo una señal de asentimiento.

—Acércate a mí, fugitiva —dijo.

Jessica avanzó por el suelo cubierto de gemas. Su rostro no expresaba ninguna emoción. Llevaba un vestido muy fino de tela de plata.

El gitano la despojó de él y la atrajo hacia sí.

Pero ella estaba rígida como una estatua de madera.

La acarició.

Ella no varió de actitud.

La besó apasionadamente y la acarició de nuevo con manos ávidas.

Pero Jess continuó impasible.

Jessica estaba junto al largo bar mientras Rutago paseaba por la estancia, con el rostro contraído por la cólera.

—Cumple tu promesa —le dijo Logan—:. Adminístrale el...

—¿El antídoto? ¡No!

Logan apretó los puños.

—Los dos hicimos lo que pedías.

Rutago sonrió salvajemente mirando a Jess.

He sido engañado por una fugitiva. No ha hecho el menor esfuerzo. Utilizaré otro sistema.

—Arráncale un diente —sugirió uno de los gitanos con expresión cruel—. O una uña.

—Se me ha ocurrido otra cosa —dijo Rutago haciendo caso omiso de la idea.

Miró a Logan con aire suspicaz.

—Pero lo harás tú —dijo.

Logan pudo notar cómo el veneno empezaba a obrar sus efectos. Jess tenía la cara cenicienta y respiraba con dificultad, conforme el hemodromo penetraba en su sangre. Pero nada podía hacer para evitarlo.

Cuatro de las mujeres levantaron a Jess y la tendieron sobre el pulido mostrador del bar, reteniéndola por las muñecas y los tobillos mientras las otras esperaban con expectación lo que diría Rutago.

El jefe gitano saboreaba su situación de superioridad. Avanzó unos pasos y colocó sus manos en los hombros de Logan como si éste fuera su mejor amigo.

—La fugitiva va a sentirse muy mal dentro de poco. ¿Quieres el antídoto?

Logan hizo una tensa señal de asentimiento.

—Pues entonces... —Rutago entregó a Logan un cuchillo corto, con el mango de hueso—, córtale una onza de carne... de donde quieras.

Logan palideció. Imposible acceder. Era un acto inhumano. Aunque ¿los proyectiles dirigidos eran acaso humanos? Le pedían que torturase a la mujer que le había salvado la vida.

Pero si no aceptaba el reto, Jess moriría.

—¿De cualquier sitio? —preguntó.

Rutago hizo una señal de asentimiento, mientras sonreía con expresión beatífica.

La Muchacha Gris puso sobre el mostrador unas finas balanzas. En uno de los platillos había una onza de oro.

Logan se inclinó sobre Jess. Ésta había cerrado los ojos, lo que era una circunstancia afortunada. Rasgó la tela de su vestido junto a una cadera, dejando al descubierto la blanca piel. Colocó una mano sobre la parte superior del muslo, y ocultándolo con el cuerpo, tanteó con el pulgar hasta dar con el nervio plexus en la parte interior. Ejerció fuerte presión. Jess dio un respingo.

Había usado el cuchillo con rapidez y eficacia.

El trozo de carne recién cortada fue puesto en el platillo y la balanza se equilibró. Logan arrojó el cuchillo lejos de sí.

Rutago lo miró fijamente, mientras movía la cabeza.

—Me has engañado —expresó con enojo—. No te daré jamás el antídoto.

«¡Basta!», exclamó Logan para sus adentros.

Ciñó a la Muchacha Gris con un brazo, dobló una rodilla y se puso a la chica sobre la pierna.

—¡Dale el antídoto o le parto la espina dorsal a esta bruja!

La Muchacha Gris tenía el rostro congestionado por el dolor; los ojos parecían ir a salirle de las órbitas y su boca estaba contraída.

Rutago quedó inmóvil, sin saber qué partido tomar.

—¡Responde! —le apremió Logan, incrementando su presión.

—Tercer dedo, mano izquierda —farfulló la Muchacha Gris.

Disgustado, Rutago extendió la mano en la que llevaba el anillo. Logan lo olió y quedó satisfecho.

Rutago vertió el contenido en un vaso de agua que entregó a Jess. Temblorosa y con la piel mojada por el sudor, la joven bebió el líquido.

Logan hizo seña a Jess para que lo siguiera al exterior.

—Toma uno de los reactores y vete a buscar la pistola —le dijo—. Ya me reuniré contigo.

Jess caminó cojeando hasta la puerta y la traspuso. Se oyó un ruido metálico y desapareció.

Logan esperó a que Jess se hubiera alejado lo suficiente en el vehículo. Luego retrocedió lentamente sosteniendo a la Muchacha Gris ante él. Levantándola de pronto la arrojó con todas sus fuerzas contra el grupo de gitanos, que se dispersó.

Volvió a salir y montó sin pérdida de tiempo en el reactor más próximo, accionando el pedal de puesta en marcha. El vehículo partió a gran velocidad entre grandes llamaradas.

Sabía que los gitanos emprenderían inmediatamente su acoso. Las ramas de los árboles le golpearon cuando se abría camino por entre ellas. Procuraba mantenerse a poca altura, rumbo a la comarca herbosa, intentando eludir a sus enemigos antes de ir a donde estaba Jess.

De niño le había gustado mucho cabalgar en artefactos similares, pero aquél no era de fácil manejo. Tenía una fuerza de reacción poderosísima y en extremo caprichosa y era necesaria mucha habilidad para gobernarlo. Sus repentinos encabritamientos amenazaban con tirarlo de la silla. Sin embargo, fue adquiriendo confianza conforme se acostumbraba a las extravagancias de la máquina y acabó por sentirse tranquilo cuando avanzaba raudo, sintiendo la gozosa sensación de que sus heridas estaban curadas y que tenía libres las manos.

Los gitanos podían perseguirle cuanto quisieran.

Logan vio a sus adversarios en el momento en que trasponía una alta roca. Eran seis y lo seguían muy de cerca. Se sumergió en el hueco que formaba el lecho de un arrollo, casi rozando el suelo, con las llamas del escape calcinando la tierra.

Había tomado el reactor que usaba la Muchacha Gris, y que estaba dotado de una velocidad muy superior a la de los otros. Vio cómo gradualmente sus perseguidores quedaban atrás hasta perderse de vista.

Se encaminó hacia donde debía encontrarse Jess.

De pronto observó que uno de sus adversarios se había destacado del grupo y se acercaba a él volando en ráfagas vertiginosas sobre los pliegues y ondulaciones del terreno. Los rayos del sol poniente arrancaban brillantes destellos a las piedras preciosas que adornaban su máquina.

Era Rutago.

Logan apretó a fondo el acelerador, pero el otro continuaba reduciendo la distancia, milla a milla.

Logan distinguió a Jess cuando entraba en Lame Johnny. Estaba a cosa de una milla de distancia y seguía una ruta irregular. La muchacha se sentía débil por la pérdida de sangre y no podía controlar debidamente su vehículo. Si había llegado hasta allá era por simple fuerza de voluntad, pero los nervios podían fallarle de un momento a otro.

Logan aceleró cuanto pudo, con el fin de alcanzarla.

Rutago hizo lo propio, sonriendo pictórico de gozo.

Lame Johnny se encontraba bajo ellos, y Logan se tambaleó en su silla, conforme las rápidas corrientes atmosféricas daban contra el reactor. Viró hacia la derecha cortando el lecho del río y reanudó su velocidad meteórica. Rutago estaba ya casi encima de él.

El rey lo había alcanzado; el hombre que consiguiera cabalgar sobre el Cable. Logan había oído hablar de aquella gesta legendaria, que muchos intentaron aunque sin lograr coronarla. Tratábase de asirse al cable de «durasteel» que cruzaba el Atlántico de costa a costa sobre las olas y las tempestades. Sólo uno logró recorrerlo de un extremo a otro, desafiando los vientos y las tempestades, el frío y las nieblas, y éste era Rutago. Rutago, el rey.

Logan se dispuso a defenderse. Pero ante su profunda sorpresa, el reactor de Rutago pasó junto a él como una exhalación acercándose a Jess.

El gitano maniobró de manera que la fuerza de su propulsor alcanzara el vehículo que ocupaba la joven, la cual vaciló en su asiento. Una nube de humo surgió del reactor, y éste empezó a caer mientras la muchacha se esforzaba para dominarlo. Entretanto, Rutago describía tranquilas vueltas en el aire, guiando diestramente su máquina, jugando con su víctima.

Jess consiguió recuperar la estabilidad, pero el otro volvió al ataque acorralándola contra los rojos muros de granito del acantilado. El rostro de la joven estaba contraído por el terror. En cualquier momento podía perder el equilibrio y caer de la silla.

Logan disparó su vehículo hacia arriba con ánimo de atraer a su antagonista. Pasó a su lado como una flecha y logró desplazarlo en una maniobra arriesgadísima. Luego continuó sobre el lecho del río rozando las paredes del barranco, mientras el agua hervía y se agitaba bajo él.

Rutago no pudo resistir la tentación y haciendo uso de su magnífica destreza, se dispuso a perseguir a Logan, lanzándose hacia adelante con la velocidad de una centella. Logan creyó volver a los lejanos tiempos de su infancia cuando torpemente intentaba cabalgar en su primer reactor. En cambio, su enemigo maniobraba fríamente con un total dominio de su arte. Pero ¿qué pasaría en cuanto se cansara de aquel juego?

Volvería al ataque contra Jesse... a no ser que él consiguiera abatirlo antes. Pero ¿cómo?

Logan describió un círculo y lanzó su reactor contra Rutago. Éste viró a la izquierda, y Logan, hizo lo propio, poniendo suma atención en la maniobra y acelerando al máximo. Rutago quedó boquiabierto unos momentos, al ver cómo Logan saltaba de su silla, y empezaba a caer hacia el Lame Johnny, cuyas aguas espumeaban abajo. La larga zambullida en el vacío lo llevaba directamente hacia los rápidos.

La punta del tubo reactor había alcanzado a Rutago por debajo de las costillas, arrancándole el estómago conforme proseguía su ruta hasta estrellarse en la pared del barranco.

Logan cortó las aguas como un cuchillo y los rápidos lo envolvieron, lo arrastraron, absorbiéndolo en sus torbellinos. Volvió a emerger casi ahogado, esforzándose por mantenerse a flote. Un poco más allá, grandes rocas surgían de las aguas.

Lo último que vio Logan antes de hundirse otra vez fue el rastro de humo de la averiada máquina de Jess, trazando una línea en el cielo.


4

Sabe que la flor de la chica se ha vuelto negra. Que es una fugitiva.
Pero su presa ha vuelto a desaparecer detrás de Crazy Horse.
Comprueba el cuadrante en Rapid City. Pero no consigue nada. El Rastreador permanece a oscuras.
Está seguro de que Logan y la chica saldrán pronto de su cobijo.
Cuando esto ocurra, se encontrará dispuesto.
Estará en el lugar adecuado para interceptar su paso.

LA TARDE.....

Jess yacía inconsciente en el suelo iluminado por un pálido sol, junto a su estropeado reactor. Tenía una mejilla herida, allí donde había rozado contra el negro asfalto, y la sangre brotaba aún palpitante de su muslo.

No oyó los suaves pasos ni las voces qué sonaban a su alrededor. Catorce brillantes pupilas permanecían fijas en ella.

—¡Ohhhhhhhhhhh! —se oía exclamar.

—¡Muy guapa! ¡Muy guapa!

Siete minúsculos muñecos vestidos con delantales rosa se hicieron atrás, alarmados, cuando Jess se movió, gimió e intentó volver en sí. Los niños se agacharon para ver mejor a la inmóvil figura. Con expresión perpleja le tocaron el pelo, los suaves labios, las largas pestañas de sus cerrados párpados.

—¿Qué será?

—Es... gente. ¡Oh! ¡Qué grande!

—Es una «gente» cansada.

Se echaron a reír y decidieron que debían ponerla en una cuna. Dispuestos a ello, empezaron a arrastrarla hacia el Cuarto de los Niños.

Catorce ojos seguían fijos en ella mientras Jess permanecía tendida de costado en una cuna tan pequeña que la obligaba a hacerse un ovillo. La cuna estaba dotada de dispositivos que, detectando su dolor, le administraron «synthaskin» para cerrarle las heridas. La joven dormía profundamente, sin que los niños dejaran de observarla un solo instante.

Estados de Dakota
Jardín de infancia industrial
Unidad K

Bajo el letrero, Logan examinó la valla de tela metálica gris. Era dos veces más alta que un hombre y estaba coronada por una triple franja de microalambre, cuyos hilos finísimos podían cortar los dedos de quien pretendiera salvar aquel obstáculo.

Más allá de la valla, sobre la lisa superficie del terreno de juegos de aquel Jardín de Infancia, vio los restos del reactor de Jessica. Ésta debía encontrarse, pues, dentro del edificio. Quizás estuviera en manos de la Autoinstitutriz. Otros fugitivos habían tratado de esconderse en aquel vasto recinto, pero las Autoinstitutrices estaban programadas para hacer funcionar una alarma. Y caso de salir bien parados de los robots, tenían que habérselas con los niños mayores, condicionados y magnetizados contra cualquier intruso.

Sea como sea he de encontrarla.

Tuvo que recorrer una milla a lo largo de la valla antes de ver el árbol. Sus ramas se curvaban hacia el interior y una de ellas casi tocaba los alambres. Logan trepó al árbol, avanzando por la rama hasta el máximo. Medio metro más allá y un poco más abajo brillaban los mortales hilos del microalambre.

Empezó a balancearse cada vez con más fuerza. Si tocaba los alambres, éstos lo partirían como si fuera un pedazo de queso. Cuando le pareció tener bastante impulso se soltó, torciendo el cuerpo. Cayó en el patio sin mayor daño, rodó sobre sí mismo y se quedó en cuclillas. El silencio era total. No había sonado ninguna alarma.

Cruzó el ancho espacio asfaltado, dirigiéndose al enorme edificio del Jardín de Infancia. Una vez ante los muros de aquella fortaleza se detuvo para orientarse. Él también se había criado en un lugar semejante. Las clases de hipnotismo debían hallarse en el ala occidental; los dormitorios hacia su izquierda. Estaba en la parte exterior del lugar destinado a los recién nacidos. Si entraba por allí correría menos peligro de ser descubierto. Muy arriba, una hilera de ventanas se abría en la pared de ladrillo.

Logan empezó a subir aferrándose a las irregularidades del muro. Un pie le resbaló; pero pudo recuperar el equilibrio y continuó subiendo.

La primera ventana estaba cerrada.

Se desplazó a lo largo de un estrecho saliente notando la tensión que sufrían sus brazos. La ventana siguiente estaba sin el pestillo asegurado; pero cerrada también. Intentó abrirla apretando la vidriera y ésta cedió poco a poco. Logan se deslizó hacia el interior, se dejó caer al suelo y escuchó. Se encontraba en una especie de almacén.

¿Dónde estaría Jess? Podía hallarse en cualquier lugar del laberíntico recinto. Tal vez herida o moribunda en algún corredor, o caída bajo una cinta transportadora, u oculta en algún rincón. O acaso no hubiera entrado allí, después de todo. El silencio lo animó a proseguir. Si Jess estaba dentro del edificio, era evidente que no la habían descubierto todavía.

Cruzó la habitación y abrió la puerta. En la distancia podía oír el rumor procedente de un aula. Examinó el vestíbulo. Estaba desierto. Avanzó hacia la puerta siguiente. El símbolo de forma circular pintado en ella, le indicó que se trataba de una Sala de Juegos inactiva en aquellos momentos.

Los balones vibradores estaban inmóviles en sus soportes, sin rebotar en las paredes según los esquemas previstos. Las muñecas habladoras permanecían mudas en sus estuches. Ni rastro de Jess. Cerró la puerta.

La siguiente estancia estaba asimismo vacía y en silencio. Era una Sala de Partos.

Logan comprobó los transportadores y miró fascinado el reloj y los cristales fosforescentes de la esfera que otorgaba a cada recién nacido su derecho a vivir, su «flor del tiempo» radiactiva. Se miró la mano en la que su flor parpadeaba pasando velozmente del rojo al negro y viceversa. Había recibido su flor de cristal en una dependencia como aquélla, siéndole incrustada en la mano derecha, donde permaneció hasta que su color se volvió oscuro al llegar el momento previsto, igual que un átomo de cesio muere en un reloj de radio, cambiando inexorablemente del amarillo al azul y al rojo... y finalmente al negro.

Logan salió a un largo corredor. ¿Habría pasado Jess por allí? Le pareció infructuoso continuar la búsqueda; pero no podía desistir en modo alguno, a menos que alguna grave circunstancia se lo impidiera.

Oyó un zumbido que conocía muy bien por haberlo escuchado con tanta frecuencia en su niñez. La Autoinstitutriz se aproximaba.

Abrió una puerta a su derecha y la traspuso velozmente. La puerta se cerró tras de él. Dentro reinaba profunda oscuridad y el ambiente era cálido.

—¡Oh! Mi niño bonito —exclamó una voz.

Lo invadió una sensación de levedad y de dulzura.

—Mi pequeñito. Mi amor —siguió diciendo la voz del Cuarto del Amor Materno, en un susurro tenue y musical—. Ven. Ven.

Logan intentó resistirse, pero los dispositivos lo retenían tierna pero firmemente; lo acariciaban, lo apretaban contra un cálido regazo; lo mecían con suave ritmo.

—Mi amor, mi pichoncito...

—No es posible... —dijo Logan desesperado.

Pero «la madre» siguió abrazándolo con ternura.

—No puedo quedarme. Me tengo que ir.

—Duerme —dijo «la madre».

Un fuerte anhelo emocional invadió a Logan como una cálida oleada.

—Mamá te quiere... te quiere... te quiere... —seguía diciendo «la madre».

—¡No! —exclamó Logan—. Tengo que irme.

—Duerme —repitió la voz.

—Tengo que...

—Duerme. Duerme —seguía diciendo insistente la voz que emanaba del recinto.

—Tengo que... dormir —suspiró Logan.

Y dicho esto, se quedó dormido.

Cuando en el curso de su inspección horaria, la Autoinstitutriz penetró en el Departamento L-16, pudo ver en él a una mujer dormida.

Con toda calma se desplazó hasta el corredor y activó el" Sistema de Alarma contra Intrusos. Se oyeron campanadas y sirenas.

Jess se despertó sobresaltada, saltó de la cuna y echó a correr.

El Jardín de Infancia defendía a sus pupilos. Se cerraron puertas y verjas, y los vehículos de comunicación interior quedaron detenidos. Las cubiertas de las cunas se abatieron. De los suelos brotaron barreras que cerraron las distintas secciones.

¡Intrusos!

¡Dispositivo de defensa!

¡Protección!

¡Sistema de desalojo!

La puerta de la Sala del Amor Materno se abrió de par en par. La joven pudo ver a Logan.

—¡Por aquí, Jess! —dijo él.

Entre el fragor de los sonidos de alarma, corrieron a lo largo de un pasillo atestado de niños que miraban con curiosidad. Una Autoinstitutriz se desplazó hacia ellos exhalando una especie de cloqueo. Logan desbarató su mecanismo mediante un terrible golpe de talón. Se lanzaron por una rampa descendente, traspusieron una puerta en el momento de cerrarse, evitaron una máquina cuidadora, y corrieron hacia el primer piso mientras la puerta de salida se deslizaba por sus bien lubricadas guías metálicas.

—¡De prisa! —gritó Logan.

Lograron trasponer el macizo portalón con sólo unos segundos de margen. Su borde golpeó el hombro de Logan, haciéndole perder el equilibrio. Pero habían logrado salir.

Corrieron por el inmenso patio en dirección a la puerta exterior.

Estaba cerrada.

Logan se metió en la cabina de cristal que gobernaba su mecanismo, dio un golpe al panel que se hizo añicos, y tiró del dispositivo de apertura.

La puerta giró sobre sí misma dejando el paso libre.

El robot que guardaba aquel sector trató de detenerlos, pero Logan logró liberarse, y agarrando a Jessica por un brazo, los dos salieron al campo libre. En seguida desaparecieron en un barranco cubierto de vegetación que conducía hacia los bosques.

Cuando llegaron a la plataforma junto a la red viaria de Rapid City, sus habitantes atestaban el lugar. Logan había recuperado la pistola que estaba escondida en su cinto. Jess mantenía apretado el puño derecho para ocultar la flor. Pero Logan estaba seguro de que algún aparato detector acabaría por descubrirlos, en caso de querer utilizar los vehículos.

—Quédate aquí, junto a la pared —advirtió a Jess.

Se introdujo por entre la muchedumbre. Tropezó con un hombre de cara rojiza, que llevaba las manos llenas de recuerdos de los Estados occidentales. Un banderín triangular le pendía del cuello, proclamando: «Souvenir de los tiempos de la frontera cheyenne». Sobre el montón de envoltorios veíase una casita tallada en madera de secoya. A causa del encontronazo, la casita cayó al suelo. Logan la recogió, volviendo a ponerla sobre el montón de paquetes. —Gracias, ciudadano. ¡Yu... huuu!

—¡Yu... huu! repitió Logan forzando una sonrisa. Llegó adonde estaba la caja del detector, la abrió con naturalidad, como si fuera el encargado de repararla, y manipuló en su interior.

Una vez de nuevo junto a Jess la empujó hacia uno de los pasadizos de acceso. La muchacha se tambaleó y alargó una mano para conservar el equilibrio. En aquel breve instante su palma quedó expuesta mostrando la flor negra. Una mujer gritó:

—¡Fugitivos!

Se produjo una inmediata confusión y se oyeron exclamaciones y gritos.

Un hombre estaba a punto de subir a uno de los vehículos. Logan lo apartó de un empujón y ambos abordaron el transporte.

La airada multitud quedó rápidamente atrás, perdiéndose en la distancia conforme el vehículo se deslizaba por su tubo. La tierra se desplazaba como una exhalación por encima, por debajo y a ambos lados de su ruta.

Logan sabía bien los peligros a los que se exponía. A menos de que los Vigilantes fallaran —y no fallaban nunca— habría ya algunos en la plataforma de Rapid City comprobando su partida. A los pocos segundos sabrían cuál era el coche que ocupaban y por qué túnel discurría, y lanzarían mensajes para alertar a las unidades instaladas a lo largo de la ruta.

De pronto, el coche aminoró su marcha hasta que finalmente se detuvo en un apartadero.

—Nos han parado —dijo Logan—. ¡Salta!

—¿Dónde estamos? —preguntó Jess.

—No hagas preguntas... ¡Corre!

Una vez se hubo abierto la escotilla y salieron del vehículo, Logan percibió un tenue fulgor en la pantalla del parabrisas.

El letrero decía lo de siempre: Precaución. No correr.

La artillería de la Unión estaba destruyendo Fredericksburg cuando Logan y Jess emergieron a la superficie.

Algunos tiradores emboscados dispararon contra las tropas federales que se disponían a atravesar el río Rappahannock, y el general Burnside había ordenado que las piezas arrasaran la ciudad. Pensaba ocupar Fredericksburg y avanzar luego por las colinas, para ocupar aquel reducto de los confederados. El plan era insensato por tratarse de un ataque frontal contra una posición inexpugnable, y así lo habían advertido a Burnside, pero éste rehusó alterar sus propósitos. El plan de batalla se llevaría a cabo no obstante las dificultades que ofreciera. Había que destruir a los rebeldes en su propio terreno y dar una gran victoria a las tropas del norte.

Se estaban preparando los pontones para pasar el río. Oficiales a caballo, vistiendo uniforme azul, dirigían la operación. Grandes carromatos y piezas de artillería pesada se embarcaban en los botes de madera.

Burnside examinó la orilla sur mediante sus gemelos de campaña. La torre de una iglesia se vino abajo al recibir el impacto de un cañonazo. Una alta estructura de ladrillo quedó literalmente pulverizada. Burnside dejó los prismáticos y se acarició las largas patillas. Representaba tener unos veinte años.

—Vamos a dar una paliza a esos rebeldes—, declaró—. Se acordarán de este día.

El ayudante del general parecía preocupado.

—Creo que Lee está en aquella vaguada con Longstreet —dijo—. Stonewall Jackson manda su ala derecha. Va a ser muy difícil, señor.

Pero Burnside no le hizo caso.

—La guerra nunca es fácil, comandante. Cada uno hace lo que la patria espera de él.

El ayudante saludó y volvió junto a sus hombres.

Ambrose E. Burnside no era más que un robot, un autómata construido según la forma exacta del famoso general de la Guerra Civil. Y sus soldados, asimismo autómatas vestidos de azul, combatirían contra sus oponentes grises durante un día y una noche en aquella reproducción exacta de la sangrienta batalla de Fredericksburg que tuvo lugar en 1862 y en el que más de doce mil hombres murieron en las laderas de Virginia. Las piezas de campaña disparaban desde emplazamientos ocultos. Los edificios se derrumbaban según un plan previsto. Las balas de cañón caían entre las masas de soldados, a los que arrancaban brazos, piernas y cabezas con un realismo escalofriante. La tierra cubierta de nieve estaba manchada por la sangre de los caídos, realizada en fluido rojo.

Logan y Jess se abrieron camino por entre la aglomeración de excitados turistas y de ciudadanos de Virginia, que llenaban el lugar.

—¡El deber! —proclamó un altavoz por encima del clamor de los espectadores—. Eso es lo que hoy se exalta aquí, ciudadanos. Y también la lealtad y el valor. El deseo de morir por la patria con el fin de salvarla de la destrucción. En la Guerra Civil lucharon muchachos de dieciséis y diecisiete años. Nunca pusieron en duda su misión ni se arredraron ante el peligro. Se sacrificaron gustosamente y para ellos fue la gloria. Ved cómo cargan contra el enemigo, ciudadanos, en la heroica batalla que aquí se reproduce tal y como se libró hace doscientos cincuenta y cuatro años. ¡Y recordad que en Fredericksburg no hubo fugitivos!

Jess miró la escena. Una niebla creada artificialmente cubría el terreno. Los disparos de las baterías resonaban sobre el tableteo de los fusiles. La tierra se levantaba en surtidores al ser herida por la metralla.

Logan condujo a Jess en dirección al río. Una profunda trinchera de drenaje llevaba hasta las tiendas del campamento de Burnside. La siguieron agachados para que nadie los viera.

La trinchera formaba un ángulo hacia la retaguardia del campamento. Logan sabía que los androides nunca darían la alarma porque sólo estaban programados para desempeñar su parte en la batalla.

Subieron la pendiente de la trinchera y se introdujeron bajo la lona de la tienda unionista. Dos autómatas perfectamente realizados, permanecían inmóviles, dispuestos a salir cuando sus circuitos lo ordenasen. Sus caras de mozalbetes estaban inmóviles y yertas.

Logan los arrojó al suelo y empezó a quitarles las ropas.

—Póntelo —dijo a Jess arrojándole un uniforme de oficial.

Por su parte se puso una guerrera azul, ocultando el Arma bajo ella. Se echó al hombro una cantimplora y tomó un largo fusil. Cubierto con aquel uniforme y con la gorra bien echada sobre los ojos, podía pasar por un¡ soldado, con tal de mantenerse lejos de las zonas ocupadas por los espectadores.

—No te alejes de mí —dijo a Jess—. Y haz lo mismo que yo.

Sonó un cornetín ordenando el ataque.

Una vez incorporados al gran ejército del Potomac, Logan y Jess abordaron una de las embarcaciones, compartiéndola con una docena de «guerreras azules» para efectuar el cruce del río.

Ascendieron la pendiente cubierta de barro que llevaba a Fredericksburg y avanzaron cautelosamente por la ciudad en ruinas. Las casas estaban deshechas y de ellas brotaban columnas de humo. El crepitar de la fusilería llenaba el aire. Zumbaban las balas de metal. Los cañones vomitaban metralla. Conforme proseguían su marcha, el barro pisoteado de las calles se pegaba a sus botas.

Volvieron a sonar las cornetas. Se oyó batir de tambores. Burnside preparaba el asalto. En el ala derecha, las filas azules vacilaban bajo los cañonazos de Stonewall Jackson.

Habían llegado frente a las alturas de Marye, elevándose abruptas sobre una amplia llanura cubierta por nieve artificial. Las alturas estaban guarnecidas por la famosa artillería de Nueva Orleans, orgullo del sur. Robert E. Lee se encontraba allí con sus «grises», comunicándoles su valor y entereza. Los confederados disponían de 250 piezas de campaña con las que barrer el terreno que se extendía bajo ellos.

Hacia la izquierda los turistas domingueros llenaban el amplio recinto. Las gentes vestían atavíos multicolores, agitaban banderines, hablaban y gritaban, felices. De pronto Logan distinguió entre el gentío un uniforme negro. ¡Un Vigilante! Sin duda se trataba de Francis. ¿Los habría visto? ¿Estaría enterado de sus propósitos? ¿Levantaría la pistola para lanzarles un proyectil dirigido? Logan se volvió hacia el terreno elevado, mientras se encasquetaba aún más la gorra.

Jess tenía la cara cenicienta cuando miró a Logan con expresión desesperada. Él señaló a la derecha.

—Hay que cruzar el campo de batalla y pasar al otro lado —le indicó.

—Nos verán.

—No si avanzamos por la cuesta junto a los hombres de Burnside. En cuanto hayamos pasado la pared de Marye Heights estaremos a salvo. Existe allí un túnel en el que yo jugaba de pequeño. No han vuelto a usarlo desde que reconstruyeron Fredericksburg y adecuaron la zona.

—¡Adelante, muchachos! —gritó cerca de Logan un androide que actuaba como oficial—. ¡Demos su merecido a esos rebeldes!

En avalancha incontenible, al son de pífanos, tambores y cornetas, mientras las banderas regimentales ondeaban al aire, los soldados vestidos de azul avanzaron en columnas de a cuatro, con los fusiles al frente y las bayonetas brillando bajo el sol.

—¡Baja la cabeza! —dijo Logan a Jess—. Y procura no situarte en ninguna hendidura del terreno porque es ahí a donde los cañones tienen dirigidos sus disparos.

Habían recorrido un tercio de la pendiente en filas ordenadas y los cañones rebeldes aún no habían empezado a disparar. Sin duda los confederados esperaban a tenerlos más cerca. Cuando ametrallasen a aquel rebaño iba a producirse una auténtica carnicería. «El fallo de Burnside» se llamaría en los dos siglos siguientes a aquella acción. El pomposo y loco payaso con sus patillas lanudas, mandaba a sus tropas a una muerte segura, en una vana tentativa para lograr un triunfo y una gloria personales. No era sorprendente que Lincoln lo reemplazara por otro general después de Fredericksburg.

Se produjo un palpitante silencio.

De pronto los cañones soltaron sus cargas mortíferas.

Un verdadero infierno se desencadenó en el campo de batalla.

Jess se apretó contra Logan, avanzando lentamente por la nieve que cubría la pendiente, mientras las granadas explotaban a su alrededor. Los androides gemían, gritaban, soltaban sus fusiles y se desplomaban. Los robots con forma de caballo se encabritaban; vomitaban sangre. Las cornetas cesaron de sonar.

Maryes Hill era un horrísono tumulto de chasquidos metálicos y de aullidos de muerte.

—¡No temáis, muchachos! —gritó un altivo teniente tras de ellos! ¡Adelante por Lincoln y por la Unión! ¡Hurra! ¡Hurra!

Una bala de cañón lo partió en dos.

Frente a ellos, oculto tras un trecho de muro frente a Sunken Road, un contingente de tiradores de Georgia y de Carolina del norte se levantó para lanzar una descarga de fusilería contra los federales que aún seguían avanzando.

Las líneas retrocedieron.

Cuando Logan llegaba a la base del muro en Sunken Road, una bala la derribó. Por un momento quedó sin respiración, pero el proyectil no le había causado daño alguno por haber chocado contra la cantimplora que llevaba ante el pecho.

Las granadas estallaban en el bosque de robles. Una humareda deshilachada, procedente de las baterías de al colina velaba el cielo, mezclándose a la niebla.

¿Dónde estaría Jess? Logan escudriñó los alrededores tratando de encontrarla.

Cerca de él, una figura vestida de gris amenazaba con el puño a la vez que gritaba con aire burlón:

—¡Al diablo barrigas azules! ¡Volved a vuestros agujeros! ¡EEEEeeee!

Algunos confederados habían caído tras de la pared, pero otros robots acudieron a ocupar sus puestos. Nadie hizo caso de Logan cuando se quitó el uniforme y arrojó el fusil lejos de sí.

Se oyó el galope de un caballo. Un hombre de rostro severo montado en un blanco corcel, esgrimía un sable. Llevaba barba y lucía un espléndido uniforme.

—¡Magnífico, muchachos! —gritaba Robert E. Lee—. Cuando acabe la jornada habrá raciones extra para todos.

Su voz sonaba notablemente amplificada para que pudiera oírse hasta en las últimas filas de espectadores. Dicho esto, volvió a galopar a lo largo de la línea.

El ataque había sido rechazado, y los azules se retiraban.

Fue en aquel instante cuando Logan vio a Jess en un lugar de la pendiente. Luchaba denodadamente contra una turba de androides. Atrapada en el tumulto de la huida era arrastrada pendiente abajo en dirección a los tablados de los espectadores.

Adonde estaba Francis.


3

Sabe que los tiene al alcance de la mano. Pero la muchedumbre dificulta su acción. Su confianza aumenta.
Saborea el triunfo igual que un gato a punto de atrapar a su presa. Está muy cerca. Muy cerca.

ULTIMA HORA DE LA TARDE...

Rostros. Miles de rostros. Pero no el de Jessica.

Logan se vio zarandeado y empujado en el tumulto de los turistas reunidos en aquel lugar de diversión. Se oían risas y gritos.

—¡Eh, ciudadano!

Logan miró al que le interpelaba. Era un joven de ocho años, pelirrojo, con la cara cubierta de pecas y unos ojos azules muy serios. El muchacho vendía souvenirs. Le ofreció un cañoncito de latón.

—Dispara de verdad, ciudadano. Puedes sacarle un ojo a cualquiera. Verdadero y auténtico recuerdo de la gala anual de la guerra civil, importado de Montecarlo.

—No... No me interesa.

El muchacho no insistió. Poco después desaparecía entre la muchedumbre.

Logan se detuvo al llegar ante una puerta. La gente desfilaba ante él en ininterrumpida corriente. De pronto se hizo atrás. Había visto un uniforme negro acercándose. ¡Francis!

Logan se apretó contra la entrada, comprobando que daba paso a un «Salón para Revivir el Pasado». Alargó el cuello para ver por encima de las cabezas de los transeúntes. La figura negra seguía avanzando, apareciendo y desapareciendo entre la gente. Más cercana a cada instante.

Un robot lo tocó en el brazo.

—Ciudadano Wentworth 10 —dijo mirando con metálica expresión de simpatía la flor parpadeando en la mano de Logan—. Te estábamos esperando. Acompáñame.

No podía negarse. Francis estaba de espaldas a la puerta escudriñando a los viandantes.

El robot extrajo un cajoncito de metal de la pared.

—Tiéndete aquí —le indicó—. Es nuestro último modelo. Puedes retroceder cuanto quieras en el tiempo.

Logan se acomodó en el sillón de acero revestido de espuma de nylon, agradeciendo aquella oportunidad para alejarse de la puerta. El robot le mojó las sienes con una solución salina, y conectó los terminales forrados de goma a su cuello y a su frente.

—Escucha. En realidad, no necesito —empezó Logan tratando de ganar tiempo. Pero el robot estaba programado para tratar con exquisita delicadeza a los nerviosos ciudadanos que habían llegado a su Día Final.

—Cualquier año... el que prefieras —repitió accionando un interruptor. El cajoncito volvió a quedar colocado en su soporte.

Se hizo la oscuridad.

No puedo seguir aquí. Tengo que encontrar a Jess...

Contaba dieciséis años y el inmenso desierto de Nevada hervía bajo el calor. Logan estaba sentado a la sombra de un cactus saguaro, inmóvil excepto por los ojos. Tenía ante sí cien millas de desierto que cubrir sin alimento, sin bebida y sin armas. Aquella prueba formaba parte de su examen para graduarse en la escuela de Vigilantes. En su segundo día de estancia allí estaba deshidratado y sentía un profundo enervamiento, producto de la fatiga. Al amanecer había exprimido el jugo de un cactus valiéndose de su camisa, consiguiendo un poco de líquido de sabor acre que casi le hizo vomitar.

Logan observaba la rendija en el esquisto amarillo que formaba el suelo del desierto, a sus pies. Una serpiente de cascabel apareció ondulante, mientras su lengua surgía a intervalos en la recalentada atmósfera de aquel paraje.

Logan esperó y cuando la serpiente acabó de salir de su agujero, la mató de un talonazo. Utilizando la hebilla de su cinturón le abrió la piel por la parte posterior de la mandíbula y a través de la amplia cabeza. La dejó suelta tirando con los dientes y continuó desprendiéndola a lo largo del cuerpo. Logan comió la carne sonrosada, masticando con cuidado los huesecillos, antes de engullirlos. Después de la serpiente devoró un ratón, tres mariposas y varios saltamontes.

Se levantó bajo el calor sofocante del desierto y continuó su marcha. En teoría estaba persiguiendo a un fugitivo que tendría que detenerse para dormir, agotado por la larga caminata. Que se desesperaría al contemplar la inmensidad del desierto ante él. Pero Logan estaba inmunizado contra aquello y acabaría por alcanzarlo y matarlo.

Todo su cuerpo reclamaba unas gotas de agua. La escasa humedad aportada por la carne del reptil había recrudecido su deseo de beber, y la piedrecita que llevaba en la boca no le proporcionaba el menor alivio. Recordó las clases en las que se les aleccionaba sobre la vida en un lugar deshabitado. Entonces, nada parecía difícil. El desierto exultaba vida. Había lechuzas y murciélagos, conejos y gatos silvestres; topos, ratones, ardillas, zorras y un millar más de animales arrastrándose, deslizándose y pululando por doquier. Pero la verdad es que resultaban muy difíciles de cazar. Desde luego, había agua; pero ¡cuánta suerte, conocimientos e instinto eran necesarios para dar con ella!

Sus pies levantaban una nube de polvo que permanecería inmóvil en el aire hasta la caída de la noche, cuando la brisa soplara helando y sacudiendo la dura mesquita, vapuleando las hierbas y los zarzales en su recorrido de miles de millas sobre la inmensa desolación. Al llegar la noche los felinos darían muerte a las zorras, y éstas perseguirían a los ratones, que engullirían a los insectos, cumpliendo así la ley inexorable de matar para sobrevivir.

Logan dio un tropezón y volvió a recobrar el equilibrio. Empezaba a cansarse. Pero un cazador no podía sentir fatiga. Era su presa la que tenía que fatigarse, perder las fuerzas y morir. El ansia de supervivencia había de ser más fuerte en el perseguidor que en el perseguido, aunque en éste alcanzara un estado de febril ansiedad.

Se hacía preciso continuar. Le estaba vedado el descanso. Tenía que vivir para que su presa muriera.

Contaba siete años. Su flor cambiaba de color y había llegado el tiempo de despedirse del Jardín de Infancia y empezar su existencia en el mundo. Logan tenía miedo. Le hubiera gustado llevarse a Albert 6, su muñeco favorito; pero no se lo permitieron.

—¿Por qué?... ¿Por qué?... —sollozaba.

—Prohibido —le respondió la Autoinstitutriz, llevándose a Albert.

El muñeco corrió tras de Logan, produciendo un suave rumor con sus piececitos, sobre el suelo del recinto.

—¡Loge! ¡Loge! Nunca te olvidaré. Nunca te olvidaré.

Pero atraparon a Albert y lo guardaron en una caja.

Y aunque Logan gritó y gritó, sus lamentos fueron inútiles.

Tenía nueve años. Una flor roja se incrustó en su cara. Estaba rodeado por cuatro hombres. Su jefe le increpaba.

—¡Lame mis botas! —ordenó.

Pero Logan movió la cabeza negativamente. El hombre lo volvió a golpear.

—¡Venga! ¡Haz lo que te digo!

Trató de escabullirse; pero fue empujado por detrás y casi cayó al suelo.

Iba hacia Yellowstone para encontrarse allí con Iron Jack, que cabalgaba en caballos de verdad. Pero se tropezó con aquel grupo en una plataforma y fue agredido sin razón alguna.

—¡Lame mis botas! —repitió el jefe—. En cuanto lo hayas hecho, te dejaremos libre.

Logan miró a los cuadro hombres. No había duda de que ardían en deseos de hacerle daño.

Se agachó y lamió el polvo de la bota del jefe. Sus adversarios parecieron decepcionados.

—¡Vámonos! —dijo el jefe—. Hay que buscar a otro con más arrestos.

Y se perdieron entre los tubos de la red viaria.

«No voy a echarme a llorar», se dijo Logan parpadeando violentamente y sintiendo las lágrimas corriendo cálidas por sus mejillas.

Era él.

Sentía el calor del aire.

Estaba limpio y pulcro.

Pletórico de vida.

Tenía trece años y cabalgaba en un tubo reactor sobre la Piazza de San Marcos en Venecia. El viento le daba en pleno rostro. Abría la boca para absorberlo, sintiendo la inmensidad telúrica latiendo bajo sus pies. Era libre. La flor impresa en su mano Atenía un color azul idéntico al del cielo italiano. Nunca cambiaría; nunca se haría viejo; siempre conservaría aquel pálido azul veneciano, aquel azul mediterráneo, azul, azul para siempre...

Tengo que despertar. He de encontrar a Jess. Hay que partir.

Logan se estremeció en su oscuro soporte de metal. La pared del salón reverberaba.

Tenía tres años. La cinta grabadora le estaba diciendo que A2+B2=C2 y hablaba de senos y cosenos...

Había cumplido los quince y el instructor se inclinaba ante él.

Logan llevaba los guantes guateados de espuma imprescindibles en una clase «omnita», y la tradicional camisa blanca. Trató de realizar lo que le habían enseñado, rechazar de su mente cualquier imagen excepto la del fornido sujeto que tenía ante sí.

—¡Repite! —le ordenó.

Logan adoptó la postura adecuada y empezó a desplazarse en un círculo. Tenía las manos pegajosas y húmedas, y sentía un intenso deseo de abandonar el ejercicio. Pero no podía hacerlo. Si deseaba convertirse en Vigilante de primera, tenía que aprender cuanto aquel instructor le enseñara.

El hombre fingió atacarlo y Logan contestó con un salvaje puntapié, que el instructor encajó en el vientre cual sin fuera de piedra, sin demostrar dolor alguno. En seguida agarró a Logan por una pierna, lo desequilibró y en el espacio de unos segundos le dio un golpe en la garganta, otro en una sien y un tercero en el plexo solar. Logan quedó tendido sobre la colchoneta. Sentíase enfermo y el instructor le dijo:

—El omnita nunca da un golpe solo, sino una sucesión de ellos. Recuérdalo.

Cada cultura había ideado su peculiar sistema de defensa. En el Japón, el jiujitsu; en China el kempo y el karate; en Francia el savate; en Grecia la lucha y el boxeo. Pero lo mejor de cada una de estas artes quedaba resumido en el omnita.

Se enfrentaron desplazándose en círculo. Logan atacó; pero una vez más fue a dar de bruces contra la colchoneta. Se levantó limpiándose la sangre de la nariz. Estaba dolorido.

—Repite —le ordenó el instructor, sonriendo fríamente.

Y así lo hizo una vez más, y otra, y otra...

Tenía seis años. Estaba jugando y Rob corría por el asfalto ante él.

—¡Soy un Vigilante! —gritaba Logan—. Te atraparé. Quieres esconderte; pero te he visto. Voy a dispararte mi pistola.

Levantó su arma de madera, mientras Rob se ocultaba detrás de un columpio, fingiendo ser un fugitivo.

—¡Bam! —exclamó Logan—. ¡Un proyectil dirigido! AAAAAzzzzz... ¡pum!

Pero Rob no cayó al suelo.

—Has fallado —le dijo.

—No.

—Sí.

—No. Los proyectiles dirigidos nunca fallan. No puedes escapar a un proyectil dirigido.

....un proyectil dirigido.....

.....un proyectil dirigido.....

.....un proyectil.....

¡Arriba! ¡Corre! ¡Hay que escapar!

El dispositivo en el que estaba registrada su vida seguía vibrando.

Logan se tensó bajo su metálico contacto.

Había cumplido los diecinueve años y una voz fantasmal sonaba en tono quejumbroso.

—¡Oh! Negro, negro. ¡Negro!

Se hallaba de permiso en New Alaska, en compañía de una bailarina cuyo cuerpo estaba recubierto de escamas brillantes. Fuera, las palmeras cultivadas artificialmente ondulaban bajo el cielo.

Escuchaban la Cantata para bongo en Do menor, cuyos ochenta y ocho tonos sólo Deutcher 4 podía extraer de un modo limpio y claro del tambor. Tocó luego «Single Sung Tingle» y «Milkbelly» y «Angerman» la saga de los Vigilantes, con sus 103 estrofas.

Angerman estaba enfadado,

Era a la vez juez y jurado,

Disparó contra el que huía,

Aquel a quien perseguía.

En su Arma preparó el proyectil.

Angerman siguió a su presa,

No lo cogió de sorpresa,

Disparó contra el que huía,

Un cobarde al que seguía,

Que de su Arma quería escapar...

Logan se sentía orgulloso de estar allí, entre sus amigos, vistiendo un bonito uniforme negro, mientras la brillante y sinuosa mujer le acariciaba en lugares secretos acelerando los latidos de su corazón.

Tenía catorce años y la flor de su mano se había vuelto repentinamente azul. Sus deberes eran ahora los de un adulto. Hasta entonces había vivido en libertad porque era adolescente. Le alegraba transformarse en un hombre, porque así podría realizar lo que siempre había deseado.

Siempre....

y....

Había cumplido los veinte y seguía la pista a un ser humano. La muchacha había obrado con suma habilidad, cruzando el río para engañarle; pero estaba atrapada, con la espalda contra una alta valla de madera.

Logan avanzó hacia ella.

La muchacha se aferró con las uñas a la valla, rompiéndoselas contra la dura superficie. Luego cayó a los pies del muro. Logan levantó la mano en que empuñaba la pistola, disparó y el proyectil dio en el blanco.

Permaneció de pie sintiendo una profunda sensación de angustia. ¿Por qué aquella muchacha le había obligado a disparar? ¿Por qué no aceptó someterse al Sueño? ¿Por qué pretendió escapar?

.....escapar

........escapar

¡Escapar!

Había llegado a los veintiuno. ¡Veintiuno! La flor de su mano parpadeaba y él se encontraba a gran altura sobre el Cuadrante tres mil, agarrándose con un mano al borde del saliente mientras Lilith se reía. Luego estaba en Arcade, tendido en la Mesa, sobre la que los escalpelos se agitaban tratando de rasgarle el rostro; y luego en un estrecho corredor donde Doc le atacaba con su arma. Y en la plataforma corroída por el tiempo, bajo Catedral, haciendo frente a los cachorros, entre un sordo rumor de enjambre, y el tampón impregnado de droga ante su nariz. Y más tarde, dentro de aquel recinto oscuro, parecido a un submarino, en el corazón de Molly, la ciudad sumergida, mientras las paredes crujían y el lanza-arpones de Whale le apuntaba al estómago y el agua verdosa le ascendía por encima del pecho. Luego el guardián en la prisión de hielo, y el círculo de convictos semejante a una jauría de lobos, y el vendaval siempre soplando. Se hallaba más tarde en la cueva de Box, con Jess atada al pie de un tobogán por el que iba a resbalar una masa de hielo, y Box avanzaba esgrimiendo su mano metálica dispuesta a hacerlo trizas. Logan trataba de encontrar su pistola entre la hierba mientras las águilas de oro descendían en picada desde el cielo y él subía la escalera de granito de Crazy Horse, seguido por el Guardián y Francis avanzaba por el lado contrario, luego de que Jess hubo desaparecido, y se perdía, al parecer sin remisión, en aquellas interminables y oscuras cavernas, para ver en seguida cómo Rutago derramaba el veneno en la boca de Jess y él cabalgaba en un tubo reactor sobre el río Lame Johnny, y el rey le atacaba, y se precipitaba al abismo espumoso que formaban los rápidos y volaba por encima de los microalambres, y el Cuarto del Amor Materno lo acogía, y la puerta corredera por poco lo aplasta con su mole antes de trasponerla para ascender la cuesta de Marye’s Hill entre el tronar de los cañones, y Jess era arrastrada por los androides, y él se acercaba al Salón para Revivir el Pasado y...

Estaba despierto otra vez.

El cajoncito se abrió y Logan se incorporó en su cama.

El robot se encontraba en el extremo más lejano de la sala, atendiendo a otro cliente. No quiso esperarle y él mismo se desconectó los terminales. Una vez en la puerta del edificio, observó los alrededores. Francis no estaba allí. El paso quedaba libre, por el momento.

Un vehículo de la policía estaba parado en una plataforma, un nivel más arriba. Logan se acercó al conductor, un hombre nervudo, de ojos tristones, que llevada uniforme amarillo muy ajustado al cuerpo. Abriendo su mano derecha le preguntó:

—¿Puedes ayudarme?

—Me alegra poder prestar socorro a quien está en su Día Final —respondió el guardia.

—He pasado mi límite. Y no quiero perder más tiempo en las cintas transportadoras. ¿Te importaría llevarme?

—Comprendo lo que te ocurre, ciudadano. Dentro de un par de años yo estaré en la misma situación. ¿A dónde quieres ir?

—No muy lejos —respondió Logan señalando hacia occidente—. A la zona boscosa, más allá del campo de batalla. Tengo que encontrarme con otra persona.

—Sube.

Se elevaron por encima de las nubecillas que formaban las descargas de la artillería mientras los hombres del general Burnside se disponían para otro asalto. La fusilería crepitaba. Batió un tambor. Se oyeron las notas lejanas de un pífano.

El agente vestido de amarillo suspiró.

—Bonito espectáculo, ¿verdad? Yo vengo todos los años, tanto si estoy de servicio como si no. Por nada del mundo me lo perdería. Me gusta ver a estos bravos soldados morir por lo que consideran una causa justa. Confiere un propósito a la vida; un sentido del honor muy confortante.

—En efecto —dijo Logan.

—Eran ideales muy dignos —continuó el policía—. Libertad, justicia. Ahora las cosas son distintas. Todo se nos sirve en bandeja. No hay nada por lo que luchar.

Logan hizo una señal de asentimiento.

Envidio a esos muchachos porque combatían por su futuro. —La mirada del policía se hizo aún más triste—. ¡En cambio, el Sueño...! Para ti, mañana. Para mí el próximo año. Yo era religioso. Solía pensar en que debe existir algo, más allá. Pero la verdad es que ya no lo sé. Fui Zen-bautista por algún tiempo. Luego me cambié a...

—¡Ahí! Déjame ahí —dijo Logan interrumpiéndole y señalando un lugar bajo ellos—. Al extremo de esos árboles.

El vehículo se posó en un paraje despejado, y Logan descendió dando las gracias y agitando una mano.

—Me alegro de haberte podido ayudar —dijo el guardia—. ¿Estás seguro de que llegarás a tiempo?

—Espero que sí.

—Puedo quedarme y llevarte otra vez...

—No, no. Gracias.

El agente se encogió de hombros, observó a Logan con su penetrante mirada de policía y volvió a partir en su vehículo.

La entrada a la red viaria del viejo Fredericksburg necesitaba una mano de pintura. Una bandada de aves salió de su escondrijo cuando Logan se aproximó. Era evidente que Jess no se encontraba allí. Pero ¿habría estado por aquellos parajes?

Examinó la escalera. En el polvo habían quedado impresas las huellas de unas botas de Vigilante.

Logan esgrimió su pistola y descendió con cautela los escalones. La plataforma estaba desierta. Se acercó rápidamente a la caja de control y desmontó el dispositivo de rastreo. El pasillo de entrada a los vehículos cesaría de ser verificado por la máquina y sería posible meter a Jess en un coche. Es decir, si lograba encontrarla.

Logan volvió arriba. ¿Habría entendido Jess dónde estaba la red viaria? Debió haberle dado instrucciones más claras. No le quedaba más remedio que esperar, confiando en que finalmente apareciera. Pero era mejor aquello que confiar en la suerte. Si la joven aún estaba con vida. Y libre...

Se acomodó bajo las ramas bajas de unos árboles desde donde podía observar la entrada. Un pájaro cantó burlón en las proximidades. Una ardilla salió al claro y avanzó moviendo su tembloroso rabo. El animalito se acercó, mirándolo con sus ojillos como cuentas de cristal, alertas e interrogadores. Logan la mató de un golpe en el cuello, la despellejó y la ensartó en un palo. El hambre le contraía el estómago, y su boca se llenaba de saliva al pensar en la carne que pronto estaría dispuesta.

Retiró de su Arma los cuatro proyectiles que aún quedaban: punzador, vapor, desgarrador y dirigido. Apretó el gatillo y el estallido de la unidad energética prendió fuego al montón de hojas y ramitas que había preparado. Luego asó la ardilla sin dejar de alimentar el fuego con nuevas ramitas, y se la comió.

De pronto, oyó pisadas sobre la tierra arenosa.

Apagó el fuego y se ocultó.

Las pisadas seguían sonando cada vez más de prisa, sobre las ramas secas.

Jess emergió de la maleza.

Logan le salió al encuentro.

—¡De prisa! —sollozó la muchacha—. Me persiguen.

—¿Un Vigilante?

—No —Se oyeron pasos—. Dos muchachos. Me han visto la mano.

—Entremos en los túneles —dijo Logan arrastrándola hacia la escalera.

—Durante la batalla... quedé separada de ti... Creí haberte perdido... temí no poder llegar...

—No importa —respondió él—. El caso es que has llegado.

La plataforma seguía desierta.

—Washington, D. C. —dijo Logan al vehículo que había acudido a su llamada.


2


Juega con ellos, los rodea, los vigila.
Sabe a dónde van y está tranquilo.
El Detector los sigue. Conforme se mueven, la luz se mueve también. La flor negra en la mano de la muchacha mantiene la conexión. Estoy aquí, aquí, aquí.
Acabará por atraparlos.
Ya no se siente irritado ni indeciso.
Está tranquilo y muy seguro de sus movimientos.
Los ratones han entrado en la trampa.

ATARDECER.....

«Obstáculo a cincuenta millas de aquí», advirtió el comunicador del coche al tiempo que éste aminoraba su marcha.

«Obstáculo a veinticinco millas», dijo poco después.

«Obstáculo a cinco millas.»

«Obstáculo al frente. Espero instrucciones.»

Logan y Jess ordenaron al coche que retrocediera a lo largo de otro túnel.

—Seguiremos a pie —dijo Logan.

Frente a ellos la red quedaba bloqueada por una roca. Una parte del techo se había derrumbado, llenando la zona de barro y de cascotes. Rebasaron la obstrucción siguiendo un estrecho sendero que los condujo a una plataforma abandonada.

Stanton Square

El aire estaba impregnado de humedad y olía a podrido. Espesos bejucos se enroscaban en los peldaños que conducían hacia la calle. En el rellano casi impracticable por la vegetación, Logan se detuvo unos instantes y respiró con fuerza. Volvía a observar huellas de botas, esta vez en sentido ascendente.

Francis debió de haber llegado antes que ellos.

«Quizás espera arriba», se dijo Logan oprimiendo con fuerza la culata de su Arma.

«Espera arriba para matarnos.»

El primer combate de la Guerra Menor tuvo lugar en la encrucijada de las calles Quince y K, frente al «Sheraton Bar and Grill», en el mismo centro de Washington. Desde hacía más de un mes muchos jóvenes afluían a la ciudad, concentrándose para una gran marcha de protesta contra la Enmienda Treinta y Nueve a la Constitución. Igual que otras prohibiciones establecidas con anterioridad, aquella Ley de Control Obligatorio de la Natalidad era imposible de poner en práctica, y los jóvenes la habían convertido en causa propia, por creer que infringía sus derechos. Las más enconadas críticas se dirigían contra las dos ramas del gobierno encargadas de aplicar la ley: el Consejo Nacional de Eugenesia y la Comisión Federal para el Estudio de la Población. Según los manifestantes, Washington no tenía atribuciones para decir a cada ciudadano cuántos hijos debía tener. Los disturbios se transformaron en rebeldía abierta.

Los debates a que la ley fue sometida ante el Tribunal Supremo no produjeron el menor resultado. Y una oleada de furor sacudió las filas de la juventud. En su discurso acerca del Estado de la Unión, el presidente Curtain había insistido mucho en el problema de la carestía de víveres, conforme la población mundial se acercaba a los seis billones de habitantes. Apelaba a los jóvenes para que ejercieran un eficaz autocontrol que hiciera posible superar la crisis. Pero la visión del obeso y bien alimentado presidente en las pantallas tridimensionales de todo el país, hablando de deberes y de restricciones, produjeron un efecto negativo entre la población. Por otra parte, el hecho de que el presidente tuviera nueve hijos, hacía inevitable un estallido de violencia.

A las 9.30 de la noche, según el Horario Unificado, del martes 3 de marzo del año 2000, un joven de diecisiete años, natural de Charleston, Missouri, llamado Tommy Lee Congdon, se mantenía desafiante frente al bar «Sheraton», animando con febril intensidad a sus colegas para que lo siguieran en una marcha hasta la Casa Blanca.

—Si tantas ganas tenéis de andar, ¿por qué diablos no os volvéis a vuestras casas y os metéis en la cama? —preguntó un protestón panzudo, de edad indeterminada y cuyo nombre nunca se averiguó.

Dijo aquello en el lugar y el momento más inadecuados, y en un tono francamente ofensivo, por lo que no tardaron en originarse discusiones que degeneraron en insultos y golpes.

La Guerra Menor había estallado.

A la mañana siguiente, la mitad de Washington estaba ardiendo. Senadores y miembros del Congreso fueron sacados violentamente de sus casas y ahorcados como criminales en faroles y árboles. Unidades de la policía y de la Guardia Nacional quedaron deshechas en las primeras oleadas de violencia. Se incendiaron edificios y sé utilizaron explosivos. En medio de semejante confusión, un guardián del parque zoológico dejó libres a los animales para que no perecieran entre las llamas. Jamás se les pudo volver a encerrar.

Se movilizó al Ejército, y los carros blindados se desplegaron en las calles que irradiaban desde el Capitolio; pero sólo quedaron unos cuantos hombres para manejarlos porque la mayoría de los soldados tenían menos de veintiún años y simpatizaban con el movimiento rebelde. En todos los servicios se produjeron defecciones en masa, y a lo largo de la Pennsylvania Avenue, se veían regueros de uniformes abandonados.

El movimiento se extendió a los otros Estados. Pero fuera de la lucha en Washington, la revuelta resultó notablemente inofensiva. Grupos de jóvenes tomaron las capitales y ocuparon los ayuntamientos y dependencias en todo el país. Temerosos de perder la vida, gobernadores y alcaldes desertaron de sus puestos, para no recuperarlos nunca.

Transcurridas dos semanas, las riendas del poder estaban en manos de la juventud. La Guerra Menor había acabado.

Durante los disturbios, el brigadier general Matthew Pope autorizó el uso de una pequeña bomba atómica de tipo táctico, que podía llevarse en un bolsillo.

Aquél fue el último acto de su vida, y ninguna otra arma nuclear fue utilizada en la Guerra Menor. Una de ellas explotó en la sede de la Smithsonian Institution, y el cráter resultante fue conocido a partir de entonces como «el barranco de Pope». La bomba producía unas emanaciones en extremo nocivas, y durante dos semanas Washington resultó prácticamente inhabitable, hasta que los contadores Geiger indicaron una cifra de polución lo suficientemente baja como para que los técnicos entraran en la ciudad para comprobar su atmósfera. Entretanto los animales del zoológico habían empezado a reproducirse.

Al año siguiente tuvieron lugar los grandes debates sobre de qué modo podía superarse la crisis de población que sufría el mundo.

Chaney Moon dio la respuesta. Tenía dieciséis años años y estaba dotado de una voz poderosa, una mirada electrizante y un gran sentido de lo que constituye el destino particular de cada ser humano. Muy convincente para la masa, poseía la rara habilidad de hacer interesante cualquier tema y convertir en aceptable el más insensato proyecto. Conforme exponía una propuesta tras de otra, su voz atronaba, dominando el tumulto de un modo arrollador. Sus opiniones encontraron inmediato apoyo, En el Piccadilly Circus de Londres habló ante una muchedumbre de 400.000 jóvenes. En París, y expresándose en un francés impecable, cautivó al doble de oyentes, aglomerados en la orilla oeste del Sena. En Berlín las gentes lo abrazaban. Moon era un nuevo Mesías salvador del mundo.

A los seis meses, los seguidores de Chaney Moon sumaban varios millones. Sus detractores llamaron la atención sobre el hecho de que casi todos tenían menos de quince años; pero su falta de madurez quedaba compensada por un fanatismo indomable.

Cinco años después se aprobaba el Plan Moon. Y Chaney, que había cumplido ya los veintiuno, demostró su fe en el sistema siendo el primero en someterse públicamente al Sueño.

La joven América aceptó de buen grado aquel nuevo y atrevido sistema de autocontrol, y el Pensador fue instaurado para que lo gobernase. Los ciudadanos que sobrepasaban los veintiún años fueron ejecutados, y la primera de las gigantescas instalaciones para producir el «Sueño» quedó inaugurada en Chicago. Los jóvenes estaban bien seguros de una cosa: nunca jamás volverían a dejar su destino en manos de una generación más vieja.

Había empezado la era del gobierno por computadoras. Luego de acordarse el límite máximo de edad, se formaron las primeras unidades de Vigilantes.

Al llegar el año 2072 el mundo estaba habitado exclusivamente por jóvenes.

Logan ascendió por la oscura escalera. No pretendía engañarse a sí mismo. Francis era un rival imbatible. Un enemigo al que temer y respetar. Y se encontraba arriba, a poca distancia de ellos, vistiendo su negro uniforme que se confundía con las tinieblas.

Angerman estaba enfadado... un proyectil aguardaba en su pistola.

Logan sintió lástima por Jess, cuando observó que, no obstante, la máscara de dolor que contraía su rostro, éste continuaba siendo bello. ¡Y parecía tan joven! Había vivido toda una vida y, sin embargo, seguía conservando un aspecto vulnerable y delicado.

Le hizo señas de que volviera a la oscuridad del túnel. Ella intentó protestar, pero Logan la obligó a que se callara. En seguida, en medio de un completo silencio, empezó a ascender la escalera. Una vez en el rellano se apoyó contra la barandilla, tratando de disimularse al máximo. Arriba no se escuchaba ruido alguno. Aunque en realidad tampoco hubiera sido lógico esperarlo. Francis era un cazador y no guardaría a que Logan apareciera ante su vista para disparar contra él. Logan levantó la cabeza con cuidado. Todo seguía tranquilo.

Subió centímetro a centímetro los restantes peldaños, y se protegió contra el saliente de la entrada, observando con cuidado el terreno.

Una bandada de mosquitos se abatió sobre él, pero no le hizo caso. Permaneció inmóvil hasta saber positivamente que su enemigo no se ocultaba detrás de ningún tronco ni de ninguna roca. Luego siguió adelante.

Se lanzó hacia adelante por el claro y fue a caer sobre una maraña de bejucos, rodó unos metros y se puso de pie tras de un tronco medio podrido. Una vez más, examinó los alrededores buscando algún detalle sospechoso; pero la tranquilidad seguía siendo absoluta y no se observaba ningún movimiento que pudiera alarmarle.

Se encontraba en una selva poblada por toda clase de sonidos. Un mono parloteaba en un árbol. Un guacamayo lanzó su grito estridente. En un lugar lejano, un león dejó oír su rugido profundo.

Logan vigiló la zona que rodeaba la entrada a la red de túneles, y que estaba cubierta por una espesa vegetación tropical. Gigantescas higueras de Bengala habían tendido sus raíces por doquier, sirviendo de punto de apoyo a lianas, helechos y especies trepadoras. Plantas y flores exóticas crecían en el limo, próximas a árboles espinosos. Las hierbas laminadas hacían imposible ver el resto de la jungla que se extendía entre una confusión de verdes diversos. Por el suelo corrían arroyos, y en los estanques, grandes nenúfares brotaban por entre el agua espumosa surcada por inquietas libélulas.

Recorrió lentamente la zona. Ranas y serpientes chapoteaban sumergiéndose a su paso. Los mosquitos se cernían por doquier, picándole los brazos y la cara. Se sintió inundado de sudor, y las ropas se le pegaron al pecho y a la espalda cual si estuviera en un invernadero. Tenía los pantalones empapados hasta las rodillas.

Pero ni rastro de Francis.

Logan volvió a la boca del túnel.

—¡Jess! —llamó suavemente.

La muchacha salió a su encuentro y se quedó perpleja contemplando la selva con expresión de maravilla.

El calor de la explosión nuclear, almacenado en capas sucesivas bajo la superficie de la tierra, seguía exudando después de tantos años. Dicho calor de horno, al mezclarse con la alta humedad de la atmósfera, había creado un bosque tropical. Ya no existía él invierno en Washington. Aquel lugar que antes fuera un pantano, había vuelto a su condición de tal.

Por encima de los árboles pudieron ver la cúpula del Capitolio teñida por el sol. A Logan le pareció que era el lugar adecuado para buscar a Ballard. Avanzaron por la plaza, adentrándose en las profundidades de la selva.

Los insectos se abatían sobre ellos: moscones, abejorros, legiones de mosquitos y de ácaros, de arañas y de hormigas. Las espinas les desgarraban las ropas, las púas de algunas hojas de palmera les atravesaban la piel. Plantas venenosas se enredaban en sus miembros. La jungla se expresaba en la voz del mono de la India y del chimpancé, del cerdo silvestre, de los pájaros de largas plumas y de los yubartas.

De pronto, se escuchó un sonido distinto, semejante a un eructo, profundo, infinitamente malvado y cruel: el rugido de un tigre de Bengala. La jungla entera guardó silencio.

—Un felino —dijo Logan—. Y de gran tamaño.

Sintió cómo se le erizaba el pelo de la nuca. Se tocó la profunda cicatriz de su brazo izquierdo, recordando a aquel leopardo negro...

Se encontraba cazando kudís en Bokov, Nairobi. En el más famoso de los restaurantes de Bokov era posible eludir la insípida comida que expendían las instalaciones automáticas, procurándose caza propia, con la que un experto chef preparaba minutas de gourmet valiéndose del animal recién cobrado. Pero esto no era fácil. Bokov se enorgullecía del gran número de piezas presentes en su reserva, y quien quisiera cobrar una debía correr su propio riesgo. Tan sólo los valientes podían aspirar a ello, y era una marca de extremado valor poder decir: «He comido en el Bokov».

Logan había pagado su tarifa, y luego de adquirir unos, cuantos cuchillos de caza, se adentró en la selva. Avanzaba sin grandes precauciones, seguro de sí mismo. El leopardo se abatió sobre él por sorpresa. Recordaba la negra mole surgiendo de improviso como un rayo. Aquella tarde estuvo a punto de morir...

Logan y Jess continuaron inmóviles. Él seguía esgrimiendo su Arma, habiendo puesto en la recámara un proyectil punzante. Un reguero de negras hormigas le corría desde la nuca a un codo, cubriéndole el brazo derecho. El árbol gigantesco del que habían surgido los insectos le rozaba el hombro. Pero permanecía inmóvil, ya que cualquier ruido alertaría sin duda, al tigre de Bengala, que de un momento a otro podía lanzarse sobre ellos.

El rugido se oyó más cercano.

—Creo que nos ha olfateado —dijo Logan—. Si carga, ponte detrás de mí.

Una llamarada formada por rayas negras y amarillas surgió de la espesura. Logan hizo fuego. El proyectil se incrustó en el pecho de la fiera. Volvió a disparar, esta vez con una bala de vapor, y una densa nube envolvió a su enemigo.

El enorme felino se revolvió aturdido, rugiendo ferozmente, y el gas lo obligó a retroceder por entre la alta hierba.

El rugido se fue apagando paulatinamente.

Cuando alcanzaron la escalinata del Capitolio, Jess se tambaleaba por el cansancio. Su blusa estaba rota y manchas de sangre oscurecían la tela. Contusiones moradas le surcaban el rostro. Logan la ayudó a subir los escalones, evitando las raíces que habían hendido la piedra. El zumbar de los mosquitos los siguió hasta el interior del edificio.

El vestíbulo no era mucho mejor que la selva que acababan de dejar atrás. Las plantas trepadoras habían tejido sus intrincadas formas por todos los lugares de la estancia. Las ventanas estaban rotas, y el suelo corroído y húmedo bajo una espesa capa de hojas muertas.

Jess se deslizó junto a una de las paredes. Logan la seguía. No era preciso hablar. Ballard no estaba allí. El Santuario seguía siendo una ilusión inalcanzable.

Cerraron los ojos, intentando descansar bajo el húmedo calor.

Sobre ellos se produjo un deslizamiento suave y aceitoso. Un cuerpo de cobre, moteado de varios colores, se desplazaba lentamente. Eran tres metros de espesos músculos y anillos. La serpiente anaconda, no había quedado satisfecha con su última comida. El joven íbice y las dos grandes ratas no bastaron para saciar su voracidad, y con los párpados levantados fijaba su atención en los dos seres que acaban de entrar en la estancia.

La anaconda se deslizó hacia abajo por entre la hojarasca, dirigiéndose a su indefensa presa, abatiéndose sobre ella con resplandeciente suavidad, afirmando el extremo de la cola como punto de apoyo, resbalando, descendiendo...

Jess exhaló un suspiro y movió la cabeza para apoyarla en el hombro de Logan. A través de la niebla de sus párpados observó el movimiento de las hojas. Una de las ramas le pareció distinta a las demás. Se movía. Se desplazaba...

Jess dejó escapar un grito.

Los dos saltaron en el momento en que el reptil los atacaba y su acometida se fue a perder en el vacío. Los anillos formaron sobre el suelo una convexidad estremecida y palpitante.

—Hubiera solucionado todos nuestros problemas —dijo Logan mientras se dirigían a la escalera—. No habría necesidad de seguir buscando a Ballard.

En los salientes y cornisas del Senado anidaban los buitres. Cuatro de ellos, de cuellos desplumados, miraban hacia abajo con ojos codiciosos. Fuera, en la selva, algo dejó de existir y los buitres batieron sus alas.

Jessica se estremeció.

—¡Qué horribles animales! —dijo—. Aquí no estamos seguros. Por todas partes nos acecha la muerte.

Pero Logan seguía avanzando con paso decidido. Ballard tiene que hallarse en este sitio.

Un fuerte olor a musgo de invernadero, agua pantanosa y vegetación podrida los envolvió, cuando cruzaban un amplio espacio de terreno descubierto. Algunas columnas corintias de blanco mármol de Georgia estaban derrumbadas en el suelo.

Se deslizaron por entre ruinas en las que campeaba

una diversidad de estilos: francés, románico, renacimiento, clásico... Un trío de pilares jónicos permanecía milagrosamente en pie, como dedos suaves que señalaran el cielo. Entablamentos y arquitrabes estaban sumergidos en un mar de plantas trepadoras. Volutas, urnas, guirnaldas, liras y diseños con rayos solares aparecían y desaparecían entre la lujuriante vegetación.

No oyeron las suaves pisadas que les seguían sin un momento de respiro. No vieron a la bestia con la piel moteada de amarillo solar y de negro nocturno que se deslizaba por entre las columnas caídas. Un tigre de Bengala con pecho manchado de rojo, pero aún pletórico de vida.

El cielo se fue oscureciendo sobre Washington, y la lluvia empezó a caer. El ruido acompasado de las gotas se convirtió en rumor de torrente, mientras el agua se abatía furiosa sobre la selva cual si quisiera forzarla a que le dejase empapar su superficie.

Los pies de Jessica tropezaron con un trecho de fango espeso cuando intentaba pasar por encima de una aglomeración de arbustos que le bloqueaban el camino. Logan la cogió por el brazo, echándola hacia atrás, y con sumo cuidado apartó los matorrales húmedos.

—Es un nido de serpientes —dijo.

En la oscura concavidad pudieron ver un amasijo de cuerpos negruzcos, entrelazados entre sí. Las cabezas triangulares se levantaban sobre el fango verde, con las fauces abiertas. Su interior era blanco y suave como el algodón, exceptuando los prominentes colmillos que se arqueaban surgiendo agresivos de la mandíbula superior.

Continuaron su camino bajo el aguacero.

—Ballard no está aquí —, dijo Jess—. Es imposible. Nadie puede vivir en esta selva.

—No lo sé —contestó Logan.

Se encontraban en un llano cubierto de hierba de sabana. Era la zona correspondiente a la plaza de la Estación. La lluvia se abatía sobre ellos como una sólida cortina plateada. Logan vio en la hierba un brillo dorado. Su cuerpo se tensó.

—¡El tigre! —exclamó—. Está ahí otra vez. Nos sigue los pasos.

Sacó la pistola y comprobó su carga. Los proyectiles dirigidos no servían de nada contra un animal. Ello significaba que sólo disponía de un «desgarrador».

Continuaron su marcha, mientras tras de ellos, el tigre iba dejando un rastro oscuro sobre el mar de hierba.

En el llano se levantaba un árbol de la especie Jacaranda. Logan apoyó la espalda en su rugoso tronco y puso a Jess a su lado.

El tigre se acercaba pisando con cautela.

Por encima de la hierba, a la claridad velada que permitía la lluvia, una luz brilló en Capitol Hill. El corazón de Logan latió apresurado.

—¡Está ahí! —exclamó—. ¡Ballard está ahí! Señaló la mole de piedra de Indiana que destacaba contra el cielo.

—Es la Biblioteca del Congreso —añadió—. No me he equivocado. Es natural que se refugie en un lugar tan elevado.

El tigre de Bengala se había detenido a unos diez metros. Sus ojos amarillos centelleaban entre la hierba, fijos en las dos figuras; dispuesto a atacarlas de un momento a otro.

De pronto y con la misma brusquedad con que había empezado, la lluvia cesó.

Logan y Jess se alejaron de la Jacaranda, aunque procurando mantenerla entre ellos y el felino. Las hierbas despedían una broza que provocaba fuerte picor al darles en el rostro. Jessica respiraba entrecortadamente, al borde de sus fuerzas físicas y mentales.

Logan se preguntó si habría muchas mujeres como ella, dispuestas a sufrir pruebas tan duras con el sólo propósito de conservar la vida. La voz femenina entre la muchedumbre volvió a resonar en sus oídos. Trató de recordar cuándo había oído por vez primera el nombre de Ballard. De pronto, le vino a la memoria la canción. Una de aquellas tonadas populares moduladas con acompañamiento de guitarra por intérpretes de piel oscura en algún cuchitril impregnado de olor a tabaco. El olfato de Logan pareció percibir otra vez las emanaciones de la nicotina conforme la letra sonaba en sus oídos...

Ha vivido el doble que nosotros,

Y su nombre es Ballard.

Ha vivido el doble que nosotros

¿Por qué no hacer igual?

Ballard está viviendo el doble que nosotros,

No se avergüenza de ello.

Acordaos de Ballard

Acordaos de Ballard

Nunca olvidéis su nombre.

El felino carraspeó.

Estaba ya muy cerca, hacia su izquierda, deslizándose por, entre la hierba, sin perderlos de vista.

Si consiguieran llegar a la biblioteca estarían a salvo. Tal vez Ballard dispusiera de un arma con la que ayudarles a rechazar a la fiera.

El tigre se desplazó en un amplio círculo para cortarles el paso.

—Hay que hacer ruido —dijo Logan empezando a batir palmas. Jess le imitó. El tigre se detuvo unos momentos, sorprendido por el ruido, y a continuación cambió de rumbo.

Llegaron a la escalinata de la biblioteca y empezaron a subirla a toda prisa. De pronto se oyó tras de ellos el roce de unas garras sobre la piedra. El tigre exhaló un rugido en el momento de atacar. Logan levantó su Arma. El enorme y musculoso felino estaba en el aire, con las fauces abiertas, cuando el proyectil partió.

El disparo alcanzó al animal en mitad de su salto, llenando su boca y su garganta de filamentos que se enredaron rápidamente en ovillos de acero, tejiendo un capullo destructor en torno de su cuerpo.

El impacto del animal hizo rodar a Logan por el suelo. Su cabeza dio contra la pared, dejándolo aturdido.

Contraído sobre sí mismo, el tigre daba zarpazos frenéticos mientras rugía, tratando de librarse de la fuerte malla que a cada uno de sus convulsos movimientos se apretaba aún más, introduciéndose en su carne y desgarrándola.

Mientras Jess contemplaba la escena inmovilizada por el terror, el tigre se había ido acercando a Logan, y sus fuertes uñas arañaban la piedra.

Una alta sombra se proyectó sobre la entrada. Una figura musculosa de rostro enjuto y digno, acababa de aparecer y los miraba.

Logan movió la cabeza para librarse de la conmoción. Las fauces del tigre estaban a muy poca distancia de él. Sus ojos fosforescentes se fijaban en los suyos. Con su garra libre lanzó un zarpazo que le hubiera abierto el vientre de no rodar rápidamente hacia un costado. Fragmentos de piedra cayeron sobre él arrancados por el golpe. Se contrajo, tratando de deslizarse a lo largo del muro; pero el tigre le cerró el paso, atrapándolo en un rincón entre la balaustrada y la pared. Logan dio unos puntapiés a la cabeza de la fiera. Se oyó un chasquido de huesos rotos; el tigre dejó escapar un rugido de dolor y su cuerpo se arqueó espasmódicamente. Logan lo golpeó de nuevo con su bota, a la vez que intentaba ponerse de pie.

La bestia agonizaba. Sus cuartos traseros se desplomaron sobre la pierna izquierda de Logan, inmovilizándolo contra el suelo. Las garras aceradas podían rasgar sus miembros en cualquier momento.

La figura inmóvil en la puerta avanzó. Un hombre que contaba cuarenta y dos años acercóse a ellos. Su rostro de facciones muy marcadas, daba fe de haber vivido el doble que otro cualquiera de los seres de aquel mundo. Su pelo estaba surcado de mechones grises.

Una leyenda. Un mito.

Un sueño hecho realidad.

—¡Ballard! —exclamó Jess.

Era alto e iba vestido de azul oscuro. Llevaba en la diestra un arco de caza con una flecha de acero. Su mirada era tranquila, fría e inescrutable.

El tigre se movió, aspiró aire y movió las garras, mientras fijaba la mirada en Logan y dejaba escapar un profundo rugido. Logan trató de levantarse, pero su pierna seguía inmovilizada.

—¡Mátalo! —gritó Jess a Ballard—. ¡Dispara con tu arco!

Pero el aludido movió la cabeza.

El Arma de Logan estaba sobre la hierba húmeda, allí donde había caído. Ballard se acercó, y de un puntapié la arrojó más allá de la escalera.

Con un repentino espasmo convulsivo el tigre murió. Momentos antes era todavía una masa de nervios, garras y músculos compactos. Ahora quedaba convertido en un montón de carne inerte que se enfriaba con suma rapidez.

Logan liberó su pierna y logró incorporarse, aunque con dificultad.

El arco de Ballard había seguido su movimiento, con la flecha apuntándole al pecho.

Jess miró al viejo con expresión airada.

—¡Habrías dejado que lo matara! —exclamó.

—Sí —repuso él con voz profunda y áspera—. Naturalmente que sí.

Logan movió los pies para desentumecerlos y se desplazó un poco hacia la izquierda. Ballard apretó las mandíbulas y tiró de la cuerda hasta que el extremo emplumado de la saeta le rozó el oído derecho.

—Es un fugitivo —explicó Jess—. Me ha salvado la vida.

—Y también es Logan 3, de profesión Vigilante —contestó Ballard.

El arco siguió tensándose. Logan se dijo que había llegado su hora.

Pero Jess se lanzó hacia Ballard, dándole un golpe que le hizo perder el equilibrio, y en seguida alargó las manos hacia su rostro para arañarlo; pero con un brusco movimiento Ballard la apartó de sí arrojándola sobre los escalones.

Entretanto Logan, aprovechando la ventaja que le ofrecía aquel breve forcejeo, se había precipitado al oscuro interior de la biblioteca. La flecha pasó silbando junto a su cabeza en el momento de agacharla. Continuó su marcha tratando de acostumbrarse a la penumbra. Tropezó y cayó bruscamente. Una segunda flecha le pasó rozando, para hundirse en la mesa de libros de una estantería.

Siguió adentrándose en la pesada atmósfera del edificio. Libros de todas clases y tamaños estaban tirados en el suelo o se apilaban sobre las mesas. En las estanterías reinaba una terrible confusión y los tomos aparecían desparramados por doquier. El lugar olía a papel deshecho y a encuadernaciones podridas. Ratas y lagartos se escabullían conforme se abría paso por entre anaqueles derrumbados.

Un rayo de luz perforó las tinieblas desplazándose rápidamente de un lado a otro, y finalmente se posó sobre él. Logan trató de apartarse, se agachó y volvió a ponerse en pie. Pero la luz lo seguía de modo inexorable. Evitó otra flecha de acero que fue a incrustarse en una mesa con sordo golpe.

Se hizo atrás y su mano tropezó con un grueso y pesado volumen. Lo tomó y dio la vuelta a unos cajones llenos de periódicos. El rayo de luz trataba de seguirlo. Le arrojó el volumen con todas sus fuerzas. Las páginas volaron por el aire mientras describían su trayectoria, y el libro dio de lleno en Ballard, haciendo oscilar violentamente la luz.

Pero un libro no era arma adecuada contra un arco y unas flechas.

Logan miró a su alrededor en busca de algo más efectivo. Pero al no encontrar nada se registró maquinalmente los bolsillos. La luz seguía buscándolo insistentemente. Sus dedos tropezaron con un objeto olvidado: el tampón de «músculo» que había guardado cuando se hallaba en la plataforma en Catedral. Se mantuvo indeciso unos momentos. Aquella droga podía destruirlo.

Ballard avanzaba hacia él. No había lugar hacia donde retirarse. Logan comprendió que su suerte estaba echada. Prefería morir bajo los efectos de la droga que de cualquier otro elemento. Se aproximó el tampón a la nariz, lo apretó fuertemente e inhaló sus vapores dos veces.

Pareció como si el cuerpo le explotara. Un fuego repentino le recorrió los miembros, su mirada se nubló, sus tendones se tensaron al máximo, y empezó a estremecerse con violencia conforme la poderosa sustancia hacía su efecto.

La luz se fijó una vez más sobre él. Ballard levantó el arco.

Logan se había convertido en un núcleo de fuerza incontenible. Vio cómo la cuerda del arco se destensaba y cómo la flecha volaba hacia él en movimiento retardado. Disponía de todo el tiempo del mundo para evitar su impacto. Se hizo a un lado para dejarla pasar. Sentía una terrible presión interior. El proyectil fue a clavarse en el dorso de un grueso volumen. Finalmente la presión amainó y tuvo una sensación de fuerza incontenible.

Con ágil movimiento avanzó hacia la alta figura cuya silueta se marcaba en la puerta, cual si permaneciera suspendida allí. En los escasos momentos que tardó en acercarse, Ballard había movido su arco tan sólo unos centímetros. Logan le arrancó el arma sin el menor esfuerzo y siguió avanzando hacia el rectángulo de luz que brillaba en el mundo exterior.

Vio a Jess como una estatua de ojos extrañamente abiertos, tapándose la boca con las manos. Pasó junto a ella y empezó a bajar la escalera dispuesto a recuperar su Arma. Los efectos de la droga disminuían. Sus movimientos se hacían más lentos y pesados.

Se detuvo y apuntó a Ballard con la pistola.

—¡Sal de ahí! Sal para que yo te vea.

—¡Oh... Logan! —exclamó Jess gozosa y aliviada. El corazón le saltaba como una rana en el interior del pecho, conforme los efectos de la droga desaparecían. Ballard emergió a la velada claridad.

—Háblale —dijo Jess—. Trata de convencerle. Dile que eres un fugitivo igual que yo.

—¡No lo soy! —respondió Logan bruscamente—. Ni lo he sido nunca. Ballard tenía razón al querer matarme.

Jess se quedó lívida. Parpadeó cual si acabara de recibir un golpe.

—¡Sentaos! —ordenó Logan—. Los dos.

Jess movía la cabeza lentamente, sin poder creer lo que acababa de oír. Ballard la tomó por el brazo y ambos se sentaron sobre los mojados peldaños.

—Voy a mataros —dijo Logan—. Tengo que hacerlo.

A pocos metros de ellos, el felino yacía como un montón informe salpicado de negro y oro. Moscas, mosquitos y hormigas pululaban disputándose el cuerpo, penetraban por sus fauces abiertas, le corrían por los dientes de marfil, y cubrían su fláccida lengua y sus ojos húmedos inmóviles.

—Quisiera saber algo —dijo Logan fijando la mirada en la mano derecha de Ballard donde brillaba una flor roja—. He visto casos raros, pero ninguno como el tuyo. Artistas del tatuaje, cirujanos, químicos... todos trataron de duplicar la flor; pero está a prueba de falsificaciones. En cambio, tú has vivido dos vidas y tu flor parece real. ¿Cómo lo has conseguido? ¿Cómo pudiste prolongar tu existencia tanto tiempo?

—Viviendo cada día de manera total —respondió Ballard con un atisbo de sonrisa.

Logan bajó el Arma.

—Te diré otra cosa —añadió Ballard—. El saberlo no va a servirte de nada.

Logan no podía mirar cara a cara a Jess.

—Soy un fallo mecánico —continuó el viejo—. Cuando yo nací algo se estropeó en los dispositivos de la Casa Infantil. El Reloj que marcaba mi hora incrustó en mi mano un cristal imperfecto. No lo supe hasta cumplir los veintiún años y observar que la flor no parpadeaba, que seguía siendo roja y que yo vivía mientras los demás iban muriendo a mi alrededor.

—No deseo saber nada más —dijo Logan.

Y acercándose al final de la escalera se hizo bocina con las manos y llamó:

—¡Francis!

El grito repercutió en la selva; pero su eco fue acallado por el calor y por la oscuridad.

—¡Francis! —volvió a llamar—. ¡Por aquí! Esperó. Francis no aparecía.

Ballard se volvió hacia Jess.

—Es un Vigilante. Vive la clase de vida para la que fue adiestrado. —Siguió hablando en voz baja mientras Logan observaba la selva—: Sólo nos queda un consuelo. Jamás encontrará a los otros; a los que se acogieron al Santuario.

Jess lo miró fijamente.

—Entonces... ¿existe realmente ese Santuario? ¿Un lugar donde es posible hacerse viejo, tener familia y criar a sus hijos?

—Sí. Existe.

Logan volvió a llamar, pero no hubo respuesta. Regresó junto a ellos y dijo:

—Sé que no podré obligarte a que me digas dónde se encuentra el Santuario. Pero en cuanto hayas muerto, la conexión quedará interrumpida.

Ballard no contestó.

Logan levantó su pistola en la que había puesto un proyectil dirigido, cuya carga los mataría a los dos de un solo disparo.

—Adiós, Jess —dijo dulcemente—. Me veo obligado a hacerlo.

Apretó el gatillo. Pero su mano se había quedado rígida como si fuese de piedra. El dedo no se curvó. Lo intentó de nuevo pero los músculos no le obedecieron. Su cara estaba gris. Veía el rostro de Jessica, sólo su rostro, en forma de blanco óvalo destacando contra la oscuridad del edificio, expresando dolor y recriminación.

Se apoyó en la pared y se desplomó fláccidamente. De su boca surgían sonidos confusos. La pistola pendía de su mano.

Ballard tenía a Jessica a su lado. La apartó mientras miraba fijamente a Logan, pero el Vigilante se había quedado ciego y sordo a toda palabra o movimientos.

—Estaba segura de que no dispararía —dijo Jess mirando a Logan con lástima—. Ahora no hay nada que temer.

—No estoy de acuerdo —dijo Ballard.

—Pero... ¿por qué? Después de lo que...

—Logan es un ser atormentado. Permanece sumido en un trance. Balbucea palabras incoherentes. Está al cabo de sus fuerzas. Una parte de su ser desearía echar a correr, huir de aquí, continuar viviendo. La otra pretende destruirme y destruirte a ti; eliminar la ruta que conduce al Santuario, y dar así un sentido a su existencia. Por el momento, no podría decir cuál de ellas saldrá vencedora —Ballard hizo una pausa—. Tendrás que recorrer tú sola el resto del camino.

—Pero yo lo amo —protestó la muchacha—. No puedes pedirme que lo abandone ahora.

—¡Tú sola! —repitió Ballard ásperamente—. Escucha. La etapa final se encuentra en Cape Steinbeck y... —comprobó la hora— dispones sólo de veintiocho minutos. Si no llegas a tiempo se marcharán sin ti. No discutas. Encontrarás un coche en la plataforma debajo mismo de Capitol Hill. Y ahora vete. Yo me ocupan da Logan.

Se volvió hacia la figura caída en el suelo.

Un golpe que no supo de dónde venía lo dejó inconsciente.

1


Respira profundamente.
Sus ojos están cerrados.,
Ahora sabe cuál es la ruta que lleva al Santuario.

LA NOCHE....

Logan llegó a la plataforma de la red de transporte con el cuerpo dolorido y la mirada vidriosa. Había pasado un brazo por los hombres de Jessica, y ésta le servía a un tiempo de apoyo y de guía.

La joven llamó a un coche.

Logan caminaba con la cabeza caída, respiraba fatigosamente y su cara estaba blanca como el yeso. Parecía no darse cuenta de dónde se encontraba ni notar que el vehículo se había puesto en movimiento.

—No te preocupes. Todo saldrá bien —le dijo Jess sosteniéndolo contra sí con la misma ternura con que lo había abrazado el dispositivo del Cuarto del Amor Materno, a la vez que le hablaba dulcemente—. Estamos en camino hacia la etapa final. La que lleva al Santuario. Ya nadie podrá detenernos. Unos minutos más y no seremos fugitivos. Nuestros problemas se habrán acabado.

Logan no respondió.

El vehículo avanzaba como una exhalación, por los profundos túneles.

—Ya no tendrás que luchar más contigo mismo. Hube de impedir que Ballard te hiciera daño porque lo que le dije es verdad. Te amo. No es fácil dejar a un lado toda una existencia, como hiciste tú. Pero ahora eres libre.

Él levantó lentamente su mano derecha. La flor parpadeaba vivamente.

Se estremeció.

Se volvió negra.

Sus veinticuatro horas habían finalizado.

Una penetrante sirena de alarma empezó a sonar en el vehículo.

—¡El Arma! —dijo Logan como en un trance.

—Sólo nos quedan quince minutos —sollozó Jess—. Se irán sin nosotros.

Salieron otra vez al exterior. De pronto vieron a un Vigilante.

La mente de Logan trabaja febril. Era un joven recién incorporado. No tendría más de dieciséis años. Los fugitivos huyen. Nunca atacan.

Pero Logan atacó.

En el rostro del joven Vigilante se pintó una expresión de dolorosa sorpresa conforme el golpe lo derrumbaba.

Una vez más en los túneles.

—Es inútil, ¿verdad?

—Pittsburgh —dijo Logan.

—¿Cómo?

—La ciudad de acero. Allí no habita nadie. Quizá podamos refugiarnos en ella.

Molibdeno

Cromo

Vanadio

Hierro

Tantalio

Carbono

Aluminio

Níquel

Acero

Pittsburgh.

Una enorme y ruidosa fundición; una maraña de recipientes, transportadoras, poleas, palancas, martinetes, estampadoras, flexores, matrices, muelles, tornos y herramientas diversas. Mineral y carbón afluían gobernados por impulsos eléctricos. Al exterior salían productos metálicos y piezas que se distribuían por toda la nación.

Pittsburgh: una máquina enorme, pavorosa, controlada por interruptores, contactos térmicos y circuitos programados. Una continua vibración, una actividad sin límites, un fuerte hedor a metal fundido, una nube de humo negro y de cenizas, de hollín y de petróleo, en medio de un ambiente de sobrecogedora contaminación.

Nadie vivía en Pittsburgh desde hacía un siglo. Nadie hubiera podido vivir allí.

La escotilla se abrió.

Una vaharada acre, de humo y de acidez, los cegó. Toda la zona estaba envuelta en una niebla oscura.

—La blusa —dijo Logan.

Jess movió la cabeza, sin comprender. El ruido del metal le hacía imposible oír las palabras de su compañero.

Logan se quitó la camisa, y luego de comprimirla se la puso en la boca. La muchacha hizo lo propio.

Salió del coche y corrió hacia el dispositivo de control. De un puñetazo rompió el cristal. Ahora podían dirigirse a Steinbeck. Una vez rota la caja supervisora nadie podría detectar la dirección de su marcha. Los Vigilantes quedarían desorientados por el momento.

Pidió otro coche; pero Jess le tiró del brazo señalando hacia atrás. Logan se volvió. Un vehículo se había parado en la plataforma, con la escotilla abierta.

Logan agarró a la chica y retrocedió hacia la zona impregnada de humo. Sus pulmones ardían, sus ojos lagrimeaban. Se agacharon tras de un mecanismo rotor.

Un hombre bajó del vehículo. Era un Vigilante. La máscara circular que cubría su rostro lo hacía irreconocible por completo.

¿Y si fuese Francis?

El recién llegado se agachó en posición de ataque y observó la zona, pistola en ristre. Avanzó cauteloso por entre los torbellinos de humo, se detuvo, se agachó otra vez y examinó el suelo. Logan sintió frío. Porque allí, perfectamente impresas sobre el polvo, estaban las huellas de sus pies. El Vigilante se irguió y dirigióse hacia ellos.

Logan retrocedió aún más en aquel laberinto de metal, llevando a Jess consigo. La obligó a agacharse junto a unos soportes, y le hizo señas de que permaneciera allí.

El Vigilante estaba cada vez más cerca. ¿Sería Francis? Logan no hubiera podido asegurarlo. Se le asemejaba en estatura, y actuaba con el aplomo y la seguridad de un veterano. Logan se puso en pie, observó el funcionamiento de la máquina y corrió por entre la espesa niebla, hacia una cinta transportadora. El otro lo siguió, dispuesto a darle caza. Logan se deslizó por un estrecho canal, entre unas ruedas dentadas. Se sujetó a un saliente y se dejó caer de nuevo al suelo.

Hacía un calor sofocante. Las manos de Logan tocaron metal. Sufrió una sacudida y se hizo atrás. Aquel infierno de enloquecedores ruidos le destrozaban los nervios. El aire le quemaba los pulmones. Notaba el gusto del hollín entre los dientes.

Siguió avanzando hacia el interior de la vasta ciudad de metal, con el Vigilante siguiéndole la pista.

Se deslizó por entre un martinete estampador y una cabria, y agarrándose a ésta se dejó elevar por los aires.

Una carga de nitro retembló bajo él. La grúa cesó de funcionar. Logan saltó a una pasarela metálica y corrió a lo largo de ella. Un proyectil desgarrador arrancó un pedazo de la barandilla.

«Está afinando la puntería», se dijo Logan. «Es un buen tirador; no cabe duda.»

Descendió una escalera y al llegar a su fondo, corrió por una grúa de desplazamiento lateral.

Había logrado despistar a su rival. Pero no por mucho tiempo.

Un arma. Necesitaba un arma.

Miró a su alrededor desesperado. A la derecha había un soporte para herramientas. Agarró una llave graduable, la ajustó y destornilló tres tuercas de la parte frontal de un vehículo transportador. Luego extrajo un pedazo dé cable delgado con el que ató las tres tuercas formando una especie de clava.

Se izó hasta una cinta transportadora. El Vigilante había hecho lo propio un poco más allá y venía hacia él, mirando a través del humo, con la pistola en la mano. Las dos cintas se movían en direcciones opuestas, llevando enormes fardos que soltarían a cosa de una milla de distancia. Logan se agachó tras de uno de aquellos bultos y acarició el embalaje de madera, calculando sus posibilidades.

Las cintas corrían a una velocidad de cinco millas por hora. No sabía cuál iba a ser el punto de intersección; pero decidió arriesgarse.

Unos convertidores vertieron sobre él una nube de chispas de metal incandescente mientras el acero fundido caía en un gran molde. La humareda lo ahogaba. ¿Dónde estaría su rival? Se mantuvo agachado tras de la caja. Contó hasta cuatro y se irguió.

El Vigilante se hallaba justo frente a él, acercándose a gran velocidad. Había que obrar sin pérdida de tiempo.

La clava volteó en el aire formando una sombra sutil sobre su cabeza.

La pistola le apuntaba.

Logan soltó el cable.

El arma no llegó a disparar. Cayó de la mano del hombre vestido de negro, cuando éste recibió el fuerte impacto de las tuercas y del cable que se enroscó a su cuerpo. Perdió el equilibrio, y la máscara le cayó del rostro. No era Francis.

Tal vez exhalara un grito. Pero en la cacofonía que cilindros, palancas y pistones formaban moviéndose entre metálicos chasquidos no le fue posible oír nada.

El Vigilante cayó describiendo una espiral, con las piernas abiertas; rebotó contra un paso elevado y continuó cayendo hasta dar sobre un montacargas que lo sostuvo unos momentos para precipitarlo finalmente contra una polea que lo lanzó a las profundidades de la ciudad de acero.

El crepúsculo se cernía sobre los cayos de Florida cuando Logan y Jess emergieron de la red viaria. El firmamento occidental estaba teñido de un color pizarroso que se iba oscureciendo bajo las franjas rojas de las nubes. Pronto sería totalmente de noche.

Vieron los almacenes y cobertizos de Cape Steinbeck sobre una amplia extensión asfaltada. La zona estaba inmersa en un ambiente gris, carente de signos de vida.

—¿Esto es el Santuario? —preguntó Jessica con voz en la que sonaba una profunda decepción.

Logan describió un lento y cauteloso círculo. No se escuchaba ruido alguno. El silencio era total. Pero sabía que muchos ojos los estaban espiando.

Empezaron a andar hacia los edificios.

La voz de un amplificador rompió el silencio, repercutiendo sobre el asfalto.

—¡Alto! ¡ Identifíquense!

Se detuvieron. Logan dejó escapar un suspiro. Con voz apagada contestó:

—Logan 3 - 1639.

Y Jessica añadió:

—Jessica 6 - 2298.

—¿Contraseña?

—Santuario —dijo Logan.

—Estáis entrando en un campo de minas. Deteneos. Un guía os indicará el camino.

Logan estaba al cabo de sus fuerzas. Una fatiga inmensa lo dominaba. Le dolían los músculos y huesos, y el respirar le resultaba un gran tormento. Sus pasos carecían de precisión. Daba traspiés y parecía ir a desplomarse de un momento a otro.

—¡Quietos! —ordenó la voz.

Logan se quedó junto a Jess, mientras una figura se destacaba del edificio envuelto en sombras y avanzaba hacia ellos. Su paso era lento y describía minuciosos zigzags.

Se acercó frunciendo el ceño. Sus facciones expresaban extremada dureza. Y esta misma sensación emanaba igualmente de la línea de sus hombros y de su cabeza asentada sobre un cuello muy grueso.

—Habéis tardado mucho —dijo—. Haced exactamente lo que os diga. Quedan siete minutos escasos y no podemos perder el tiempo hablando. Estamos en el límite de un campo de minas. Un paso en falso y os quedaréis sin piernas. ¿Entendido?

Logan asintió torpemente.

—Seguidme.

A Logan las piernas le pesaban como si fueran de plomo. Se negaban a obedecerle. Perdía el equilibrio a cada paso, y le costaba recuperarlo. Sabía que, caso de caer, volaría en mil pedazos. El avanzar le resultaba dificilísimo. Era uno de los esfuerzos más duros que había tenido que hacer en toda su existencia. Jess estaba en parecidas condiciones.

Finalmente dejaron atrás la zona minada.

Penetraron en un amplio almacén y pasaron ante hileras de bultos enormes.

Logan trató de fijar su atención en aquellos grandes embalajes. Contenían unos objetos plateados de forma cilíndrica, sujetos por tirantes asimismo metálicos. A sus lados se veían números y letras: TITÁN... STARSCRAPER... FALCONER...

Sabía que se trataba de mísiles, embalados, amontonados y olvidados allí.

Salieron otra vez al exterior.

Logan entornó los párpados. Ante ellos se extendía una amplia extensión de fino césped en la que destacaba una alta torre metálica que sostenía una forma maciza y afinada.

Era un cohete de pasajeros.

Logan trató de poner orden en sus confusos pensamientos. Cape Steinbeck no era más que un centro de almacenamiento en el extremo de los cayos. Una especie de territorio muerto, como Catedral, Molly o Washington, hitos en la ruta que conducía al Santuario, donde cohetes y mísiles quedaron olvidados cuando se desistió de los viajes espaciales. Sin embargo, ahora uno de aquellos cohetes se disponía para partir, lo que significaba que el Santuario estaba emplazado en un lugar del espacio extraterrestre. Pero ¿dónde? Los planetas que forman el sistema solar no tienen vida. Las estrellas continúan siendo inaccesibles.

—Vamos. Seguid —apremió el guía.

Avanzaron hacia el cohete, de cuya parte inferior se escapaban nubecillas de humo originadas por los vapores del oxígeno líquido y del hidrógeno al condensarse y evaporarse, mientras esperaban ser activados para convertirse en fuerza propulsora.

Logan se sintió invadido por una sensación de oscuridad. Una oscuridad que parecía originarse dentro mismo de él. Una oscuridad que descendía del firmamento, y que emanaba también de una forma vestida de negro. De un hombre muy alto que se acercaba a ellos. De un cazador con su uniforme color de noche. Angerman, juez y jurado...

Logan pensó que sucedía lo que tenía que suceder. Porque aquel hombre era Francis.

Un sentimiento de desesperación lo anonadó; lo aplastó literalmente produciéndole una sensación de inmenso agobio. Nunca había sentido una angustia así.

Al ver al Vigilante, Jess ahogó un grito.

Logan la empujó hacia el guía.

—Llévatela. Que suba al cohete. Yo trataré de enfrentarme a ese hombre.

El individuo de rostro duro no vaciló un instante.

Tomando a Jessica del brazo la empujó hacia el vehículo espacial. Ella forcejeó por libertarse.

—¡No, Logan! ¡No! —gritaba.

Él trató de ignorar el dolor y la alarma que sonaban en su voz, y dijo mascullando las palabras:

Escucha, Francis. Escucha. Tengo que HABLAR contigo. ¡He de decirte tantas cosas!

Un estremecimiento sacudió su cuerpo. El suelo se había vuelto como una especie de goma esponjosa, en la que se iba hundiendo, y en la que acabaría por desaparecer. Dobló una rodilla e intentó incorporarse. La oscuridad lo anonadaba. Trató de rechazarla parpadeando.

El Vigilante se encontraba muy cerca. Su rostro estaba contraído y sus ojos miraban fríamente.

¡Era tanto lo que hubiera querido decirle! Que el mundo se iba a hacer pedazos; que aquel sistema, que aquella cultura se estaban muriendo; que el Pensador no podía seguir gobernándoles; que un nuevo mundo se formaría en algún lugar. Que valía más morir que seguir viviendo de aquel modo; que el morir jóvenes era un despilfarro de energía, una vergüenza y una perversión. Los jóvenes no construyen nada positivo; tan sólo utilizan lo que ya existe. Todas las maravillas de que se enorgullece la Humanidad han sido conseguidas por hombres maduros, por sabios que habitaron este mundo antes que nosotros. Hubo un Viejo Lincoln después de que existiera el Joven.

El cansancio lo agobiaba. Su respiración se había hecho jadeante.

Francis llenaba todo su campo de visión. Esgrimía la pistola.

«¿Vale la pena hablarle? ¿Me escuchará?»

Pronunció palabras. Produjo sonidos guturales e inarticulados.

—El mundo... se muere... no puede salvarse... he visto los lugares sin vida... el corazón del sistema está podrido... habrá más fugitivos... muchos... No podréis... detenerlos... estábamos... estábamos... equivocados, Francis... la muerte no es ninguna solución... Tenemos que construir... no destruir... estoy cansado... de matar... es malo... es un error... Yo... yo... Se oyó un estruendo ensordecedor que repercutió como un trueno en su cerebro. ¿Iba a partir el cohete sin él? De ser así, que se marchara cuando quisiera. Que alcanzara el Santuario. El intenso rugido adquirió una nueva pulsación y se intensificó. Una oleada negra lo anonadó llenándole los ojos y la boca. Se produjo un sonido también negro. Francis se oscureció todavía más. Y el Arma...

Alguien hablaba. Alguien le ordenaba abrir los ojos.

Francis estaba a su lado, tiraba de él. Llevaba la pistola al cinto. El proyectil no había sido disparado.

De pronto, Francis empezó a transfigurarse. ¿Qué sucedía? ¿Estoy realmente despierto? La piel, los huesos de Francis empezaron a variar de contextura. Su cara se deshizo. Su nariz cambió de forma, y lo mismo la mandíbula y los pómulos. Francis se convertía en... ¡Se convertía en Ballard!

—No os lo quise decir en Washington —manifestó—, porque no os tenía confianza. Ni siquiera cuando evitaste usar el Arma confié en ti. Pero ahora sí confío.

Todo encajó para Logan en un esquema lógico. Ballard necesitaba disfrazarse de joven para poder circular por el mundo. Cada pocos años necesitaba un nuevo rostro, un nuevo aspecto. ¿Y qué mejor disfraz que el de un Vigilante?

—No he podido ayudar a demasiada gente —decía Ballard— porque los únicos Fugitivos a los que pude prestar auxilio fueron aquellos a los que logré acercarme. Mi organización es todavía pequeña.

—Pero Doyle... allí en Catedral...

—Le di una llave y le dije que se fuera a Santuario; pero actuaste con demasiada rapidez y los cachorros se echaron sobre él.

—¿Y cuando te encontramos en el interior de Crazy Horse... ?

Ballard hizo una señal de asentimiento.

—Intentaba deteneros.

—Pero ¿cómo?... ¿cómo?

Logan intentaba formular preguntas pero su lengua no le obedecía.

—Tengo sólo un acceso limitado al Pensador. Controlo algunas partes de la red viaria, las oscuras; pero a cada día que pasa aprendo más. El sistema se muere. El Pensador se muere. Algún día tú y Jess y los otros volveréis a un mundo transformado, A un mundo fuerte y sano. Trabajo en pro de dicho objetivo, cuarteando las bases del sistema. Haciendo lo que puedo. Son pocas las personas en quienes confiar. Casi siempre trabajo solo.

—¿Y... el Santuario?

Ballard le ayudó a acercarse al cohete.

—Argos —dijo—. La estación espacial abandonada junto a Marte. Una pequeña colonia todavía provisional, fría y difícil. Pero es nuestra, Logan. Y ahora vuestra también. Se salta a Argos desde la cara oscura de la Luna.

Llevó a Logan hasta la rampa de abordaje. Jess lo esperaba allí con los ojos arrasados en lágrimas.

¡Jess... Jess... Te quiero!

Unas manos se tendieron hacia él, lo acariciaron, le ayudaron a ceñirse el cinturón de seguridad. Voces expectantes corearon la cuenta atrás. En el segundo final, cuando la escotilla se cerró, Logan aún pudo ver a Ballard dando instrucciones de última hora al guía de rostro austero que les había llevado por el campo de minas.

La escotilla quedó asegurada..

Una gran conmoción sacudió al cohete. Logan se sintió zarandeado tanto por la energía de la máquina como por su propio temblor. Jess le sonreía. Notó como si un peso tirase de él hacia abajo. Cerró los ojos.

Ballard contempló la nube color naranja que envolvía la base del cohete. De pronto, el aguzado cilindro despegó, ganó velocidad y empezó a alejarse de la Tierra, en un movimiento acelerado. Se oyó un estampido semejante al de un trueno conforme iniciaba su larga ruta hasta desaparecer lejos del alcance de los ojos humanos.

Ballard se volvió. No era más que una escueta figura alta y solitaria, mezclándose a las sombras de la noche conforme se alejaba sobre la fría tierra.



William F. Nolan nació en 1928 en Kansas City. Su obra crítica la desarrolla en Los Angeles Times, en tanto que ha recopilado antologías como Man Against Tomorrow (1965), The Pseudo-People (1965), Three to the Highest Power (1965) y A sea of Space (1970).

Fue autor, en colaboración con George Clayton Johnson, de Logan`s Run (1967), novela llevada a la pantalla y estrenada entre nosotros con el título de "La fuga de Logan". Es el relato de una antiutopía donde se elimina a los mayores de veintiún años. El sentido apocalíptico de la novela no fue recogido por el film, un burdo amontonamiento de parafernalia seudocientífica.


George Clayton Johnson, nacido en Cheyenne el 10 de julio de 1929. Escritor y guionista americano, trabajó en series tan conocidas como The Twilight Zone o Star Trek. En lo literario, Johnson escribió sobre todo ciencia ficción, siendo su obra más conocida La fuga de Logan (1967), escrita junto a William F. Nolan.