INTUICIÓN FEMENINA - Isaac Asimov

Las tres leyendas de la robótica:
  1. Un robot no puede jamás dañar a un ser humano ni, debido a la inacción, permitir que un ser humano sufra daño alguno.
  2. Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto cuando tales órdenes contradicen la primera ley.
  3. Un robot debe proteger su propia existencia mientras tal autoprotección no contraiga la primera ni la segunda ley.
Por primera vez en la historia de la United States Robots and Mechanical Men, Inc., un robot quedó destruido por accidente en la misma Tierra.
Nadie tuvo la culpa. El vehículo aéreo se destruyó en pleno vuelo, y un incrédulo comité investigador estuvo a punto de anunciar que había encontrado pruebas de que había chocado con un meteorito. Ninguna otra cosa hubiese podido ser lo bastante rápida para impedir el alejamiento automático de la nave de la trayectoria de peligro; ninguna otra cosa hubiera provocado los daños de una explosión nuclear, y esto no tenía vuelta de hoja.
Unamos esto a un informe referente a un relámpago en el firmamento nocturno poco antes de estallar el vehículo (señalado por el observatorio Flagstaff y no por ningún aficionado), y la localización de un fragmento aerolítico auténtico y de gran tamaño, de carácter férrico, caído recientemente a dos kilómetros del lugar de referencia, y ¿a qué otra conclusión podía llegarse?
Sin embargo, jamás había sucedido nada semejante, y los cálculos de probabilidades en contra alcanzaban cifras monstruosas. A pesar de todo, a veces ocurren estas improbabilidades tan colosales.
En las oficinas de la United States Robots, los cómo y por qué eran algo secundario. Lo cierto era que un robot había sido destruido.
Lo cual, en sí, era perturbador.
El hecho de que el JN-5 fuese un modelo, el primero después de cuatro ensayos anteriores colocado en el campo de acción, aún resultaba más perturbador.
El hecho de que el JN-5 fuese un robot de tipo nuevo y completamente distinto a todos los construidos antes, era ya tremendamente perturbador.
El hecho de que, al parecer, el JN-5 hubiese realizado antes de su destrucción algo que poseía una importancia incalculable, y que dicha realización pudiera perderse ahora para siempre, colocaba dicha perturbación más allá de cualquier posible calificativo.
Y apenas vale la pena mencionar que junto con el robot, también había muerto el jefe robopsicólogo de United States Robots.
Clinton Madarian habla ingresado en la empresa diez años antes. Durante cinco de esos años había trabajado sin queja alguna bajo la gruñona supervisión de Susan Calvin.
La inteligencia de Madarian resultó obvia, y Susan Calvin le ascendió calladamente por encima de empleados más antiguos. De todos modos, tampoco se hubiera dignado dar las razones de tal ascenso al director de investigaciones, Peter Bogert, aunque en realidad no fue necesario. Las razones eran muy claras.
Madarian era, en varios aspectos, el reverso total de la célebre doctora Calvin. No era tan pesado ni grueso como su doble papada daba a entender, pero a pesar de ello, su presencia resultaba ostensible, en tanto que Susan pasaba casi inadvertida. El rostro macizo de Madarian, su mata de cabellos rojizo-castaños, muy brillantes, su tez rubicunda y su vozarrón, su risa estruendosa y, por encima de todo, su irreprimible confianza en sí mismo, hacían que todo el mundo que se hallaba en la misma estancia que él pensase que allí faltaba espacio.
Cuando por fin Susan Calvin se retiró (rechazando por anticipado cualquier cosa parecida a una cena de homenaje que hubiesen podido proyectar en su honor con palabras tan firmes que ni siquiera se anunció su retiro a los nuevos servicios), Madarian ocupó su lugar.
Llevaba exactamente un día en su nuevo puesto cuando inició el proyecto JN.
Significó la mayor asignación de fondos para un proyecto que la United States Robots tuvo que aprobar, pero esta circunstancia fue algo que Madarian descartó con un movimiento genial de su mano.
—Vale hasta el último centavo de su coste, Peter —manifestó—, y espero que usted convenza de esta verdad a la Junta Directiva.
—Deme a conocer sus motivos —pidió Bogert, preguntándose si Madarian accedería a dárselos a conocer, ya que Susan Calvin jamás lo hizo.
Pero Madarian asintió.
—Seguro —dijo, instalándose cómodamente en el amplio sofá del despacho de dirección.
Bogert contempló a su interlocutor casi temeroso. Su antiguo pelo negro era ya casi blanco, y diez años más tarde seguiría a Susan en el retiro. Lo cual significaría el final del equipo que había convertido la empresa United States Robots en una firma famosa en todo el globo y rival de los gobiernos nacionales por su complejidad e importancia. En realidad, ni él ni quienes habían desaparecido antes se habían nunca dado cuenta de la enorme expansión de la empresa.
Pero ésta era una nueva generación. Y los nuevos hombres se sentían a gusto con el coloso. Carecían del toque de lo maravilloso que les hubiese mantenido andando de puntillas con incredulidad. Ahora avanzaban al frente, lo que era algo estupendo.
—Me propongo empezar la construcción de robots sin limitaciones —explicó Madarian.
—¿Sin las tres leyes? Seguramente…
—No, Peter. ¿Sólo puede pensar en esas limitaciones? Diantre, usted contribuyó al planteamiento de los primitivos cerebros positrónicos. ¿Tendré que recordarle que, aparte de las tres leyes, no existe una sola circunvolución en esos cerebros que no haya sido cuidadosamente trazada y fijada? Nosotros tenemos robots proyectados para tareas especificas, implantadas con capacidades más especificas todavía…
—Y usted propone…
—Que a todos los niveles situados debajo de las tres leyes, las circunvoluciones tengan los extremos abiertos. No es difícil.
—De acuerdo, no es difícil —repitió Bogert, con sequedad—. Las cosas inútiles nunca lo son. Lo difícil es fijar las circunvoluciones y hacer que el robot sea útil.
—Nosotros lo hacemos innecesariamente difícil. Fijar las circunvoluciones requiere mucho esfuerzo debido a que el principio de incertidumbre es importante en partículas de la masa de positrones, y usualmente pensamos que el efecto de inseguridad debe ser reducido al mínimo. Y sin embargo, ¿por qué ha de ser así? Si conseguimos que el principio sea importante en la medida necesaria para que pueda cruzar las circunvoluciones imprevisibles…
—Tendremos un robot imprevisible.
—Tendremos un robot creador —replicó Madarian, con una nota de impaciencia en su voz—. Peter, si un cerebro humano tiene algo de que carecen los cerebros robóticos es esa huella de imprevisibilidad que procede de los efectos de incertidumbre existentes a nivel subatómico. Admito que este efecto no ha quedado jamás demostrado experimentalmente dentro del sistema nervioso, pero sin esto el cerebro humano no es, en principio, superior al robótico.
—Y usted cree que si introduce este efecto en el cerebro robótico, el cerebro humano, en principio, no será superior a aquél.
—Esto —afirmó Madarian— es exactamente lo que creo.
La discusión prosiguió durante largo rato.
La Junta Directiva no tenía intenciones de dejarse convencer.
Scott Robertson, el mayor accionista de la empresa, dijo:
—Ya resulta bastante difícil dirigir la industria robótica tal cual es actualmente, con la hostilidad pública hacia los robots siempre a punto de declararse de un modo abierto. Si ahora la gente se entera de que los robots serán incontrolables… ¡Oh, no me vengan con el cuento de las tres leyes! El hombre de la calle no creerá que dichas leyes puedan protegerle cuando escuche el calificativo «incontrolable».
—Entonces, no lo empleen —objetó Madarian—. Llámenlo robot… digamos, robot «intuitivo».
—Un robot intuitivo… —comentó alguien—. ¿Un robot femenino?
La sonrisa dio la vuelta a la mesa.
Madarian se asió a esta tabla de salvación.
—Exacto, un robot femenino. Nuestros robots, claro está, son asexuados, como lo será éste, pero nosotros siempre los consideramos masculinos. Les damos nombres y apelativos masculinos, y los llamamos «él». Bien, éste, si consideramos la estructura matemática del cerebro que les propongo, entrará de lleno en el sistema coordinado JN. El primer robot podría ser el JN-1, y supongo que deberíamos llamarlo John-1. ¡Oh!, temo que éste sea el promedio de originalidad del robotista normal. Pero, ¿por qué no llamarlo Jane-1, maldita sea? Si el público ha de enterarse de nuestros planes, que sepa que estamos fabricando un robot femenino con intuición.
Robertson sacudió la cabeza.
—¿Cuál sería la diferencia? Usted dice que desea eliminar la última barrera que, en principio, mantiene al cerebro robótico en un nivel inferior al humano. ¿Cuál supone que sería la reacción del público ante esta novedad?
—¿Acaso planea dar a conocer esta idea al público? —opuso Madarian. Meditó unos instantes y añadió—: Oigan: el público, en general, cree que las mujeres no son tan inteligentes como los hombres.
Las expresiones aprensivas se dibujaron en el rostro de más de uno de los que estaban sentados a la mesa, y también se produjeron algunas miradas de soslayo, como si Susan Calvin todavía ocupase su sitio de costumbre.
—Si anunciamos un robot femenino —continuó Madarian—, lo que sea en realidad no tendrá importancia. El público supondrá automáticamente que es un robot mentalmente torpe. Anunciaremos al robot como Jane-1, y no diremos nada más. Así estaremos a salvo de criticas y temores.
—En realidad —adujo Peter Bogert—, hay algo más, caballeros. Madarian y yo hemos estudiado concienzudamente la parte matemática, y las series JN, fuesen de John o de Jane, serían muy seguras. Efectivamente, resultarían menos complejas y menos capaces intelectualmente, en un sentido ortodoxo, que muchas otras series que hemos diseñado y construido. Sólo tendrían de más el factor de… bueno, podemos acostumbrarnos a llamarlo el factor «intuitivo».
—¡Quién sabe lo que haría! —murmuró Robertson.
—Madarian sugirió una de las cosas que podría hacer. Como todos saben, el salto espacial está desarrollado en principio. A los hombres les resulta posible alcanzar lo que es en realidad la hipervelocidad superior a la de la luz y visitar otros sistemas estelares, regresando en un mínimo de tiempo…, a lo sumo unas semanas.
—Lo cual no es ninguna novedad —le interrumpió Robertson—. Pero no podría llevarse a cabo sin robots.
—Exactamente, lo cual no nos sirve de nada, toda vez que no podemos utilizar la hipervelocidad salvo como demostración, según ya hicimos en cierta ocasión para acreditar a nuestros robots…, si bien no consiguieron demasiado crédito, pese a ello. El salto espacial es arriesgado; es un despilfarro de energía y, por tanto, tremendamente caro. Si pese a todo lo llevásemos a cabo, sería algo excelente poder anunciar la existencia de un planeta habitable. Llamémoslo necesidad psicológica. Si gastamos veinte mil millones de dólares en el salto espacial y no proporcionamos al público más que datos científicos, la gente querrá saber por qué hemos tirado el dinero. En cambio, demos la noticia de la existencia de un planeta habitable y seremos un Colón interestelar, y nadie se preocupará por el dinero.
—¿Y bien…?
—Pues bien, ¿dónde encontraremos un planeta habitable? Dicho de otro modo: ¿qué estrella dentro de nuestro teórico alcance en el salto espacial, cuál de las trescientas mil estrellas y sistemas estelares dentro de un radio de trescientos años-luz tiene la mayor probabilidad de poseer un planeta habitable? Poseemos una enorme cantidad de datos y detalles respecto a cada una de las estrellas en un radio de trescientos años luz de nuestra zona de radio y la noción de que casi cada una posee un sistema planetario. Pero ¿cuál tiene un planeta habitable? ¿Cuál debemos visitar? Lo ignoramos.
—¿Cómo nos ayudaría ese robot Jane? —quiso saber uno de los directivos.
Madarian iba ya a contestar, pero prefirió hacer una seña a Bogert, y el otro comprendió. El director aportaría más peso a la cuestión. A Bogert no le entusiasmaba particularmente la idea de Madarian; si las series JN resultaban un fracaso, estaba defendiéndolas excesivamente como para que las críticas no le alcanzaran de lleno. Por otra parte, su retiro ya no estaba lejos, y si el proyecto tenía éxito, él logran a el aplauso general. Tal vez fuese sólo por el aura de confianza que irradiaba Madarian, pero Bogert creía honradamente que el proyecto triunfaría.
—Es posible que entre los centenares de datos que poseemos sobre esas estrellas —explicó— haya métodos para calcular las probabilidades de la presencia de planetas habitables del tipo de la Tierra. Lo único que necesitamos es interpretar debidamente dichos datos, estudiarlos de forma creadora y apropiada, y establecer las correlaciones debidas. Cosa que aún no hemos hecho. O, si algún astrónomo lo ha logrado, no ha tenido la suficiente inteligencia para comprender lo conseguido.
Bogert hizo una leve pausa.
—Un robot tipo JN podría establecer dichas correlaciones con más rapidez y precisión que un ser humano. En un día, examinaría y descartaría tantas correlaciones como un hombre en diez años. Además, trabajaría totalmente al azar, en tanto que un hombre tendría ideas preconcebidas relacionadas con sus propias creencias.
Tras estas palabras se produjo un largo silencio.
—Pero sólo se trata de una probabilidad, ¿eh? —masculló finalmente Robertson—. Supongamos que el robot anunciara: «El planeta con mayores posibilidades de habitabilidad dentro de un radio de X años-luz es Squidgee-17», o lo que sea, y que nosotros fuésemos allí y encontrásemos que la probabilidad no era más que una probabilidad, y que no existen planetas habitables. ¿Cómo quedaríamos ante el público?
Madarian intervino en esta ocasión.
—Aún ganaríamos algo. Sabríamos cómo había llegado el robot a sus conclusiones porque… nos lo diría. Y esto nos ayudaría a obtener mayores datos astronómicos y a que el proyecto fuese positivo, aunque no efectuásemos el salto espacial. Además, podríamos calcular los cinco emplazamientos más probables de planetas habitables, y la probabilidad de que uno de los cinco poseyese uno sería superior al noventa y cinco por ciento. Sería casi seguro que…
Esta discusión también se prolongó largo tiempo.
Los fondos concedidos resultaron insuficientes, pero Madarian contaba con la costumbre de pedir más créditos para salvar el dinero ya gastado. Con doscientos millones casi perdidos, cuando otro millón podía salvarlo casi todo, seguramente votarían la concesión del nuevo millón.
Finalmente, Jane-1 quedó construida y a punto para ser exhibida. Peter Bogert la estudió con toda seriedad.
—¿Por qué esa cintura estrecha? —preguntó—. Con toda seguridad, esto significa una debilidad mecánica.
—Oiga —rió Madarian—, si hemos de llamarla Jane, de nada sirve que se parezca a Tarzán.
—No me gusta —sacudió Bogert la cabeza—. Luego, usted querrá darle la prominencia del busto, lo cual es una idea excesivamente inadecuada. Si las mujeres empiezan a ver que los robots se les parecen, puedo asegurarle que sus pensamientos serán perversos respecto a nosotros, y que conseguiremos una verdadera hostilidad por su parte.
—Quizá tenga razón —asintió Madarian—. Ninguna mujer querrá pensar que un robot, sin ninguno de sus defectos, la sustituya. De acuerdo.
Jane-2 no tenía la cintura de avispa. Era un robot sombrío, que casi nunca se movía ni hablaba.
Madarian apenas había molestado a Bogert con noticias respecto a su construcción, lo cual era señal segura de que el proyecto era malo. La efervescencia de Madarian en caso de éxito era arrolladora. No hubiese vacilado en penetrar en el dormitorio de Bogert a las tres de la madrugada con una noticia centelleante, en lugar de aguardar a la mañana siguiente. Bogert estaba seguro de esto.
Ahora que Madarian parecía sumiso, con su habitual fogosidad muy disminuida y sus redondeadas mejillas un poco alicaídas, Bogert murmuró con convicción:
—No habla.
—¡Oh!, sí, habla —Madarian se sentó pesadamente y se mordió el labio inferior—. Bueno, a veces.
Bogert se puso en pie y dio una vuelta alrededor del robot.
—Y cuando habla, supongo que lo que dice no tiene sentido —comentó—. Bien, si no habla, no es un robot femenino, ¿eh?
Madarian esbozó una débil sonrisa ante el chiste, y abandonó todo intento de discusión.
—El cerebro, aislado, no es nada.
—Claro —asintió Bogert secamente.
—Pero una vez está a cargo del aparato físico del robot, queda necesariamente modificado.
—Sí —asintió Bogert con el mismo tono.
—Pero de un modo imprevisible y frustrador. Lo malo es que cuando se trata de cálculos de dimensiones enésimas respecto a la incertidumbre, las cosas resultan un poco…
—¿Inciertas? —sugirió Bogert.
Le sorprendía su propia reacción. Las inversiones efectuadas por la empresa eran enormes y casi habían transcurrido dos años, pero los resultados, para decirlo eufemísticamente, eran desalentadores. Y no obstante, aquí estaba él burlándose de Madarian, y encontrando muy divertida la situación.
Casi furtivamente, Bogert se preguntó si no sería a Susan Calvin a la que estaba zahiriendo. Madarian era mucho más bullicioso y efusivo que Susan…, cuando todo iba bien. Y cuando las cosas iban mal, resultaba mucho más vulnerable. En cambio, Susan jamás se derrumbaba en tales ocasiones. Madarian era un blanco parecido a un ojo de buey, fácil de tocar con un dardo, mientras que Susan nunca había presentado el más mínimo espacio vulnerable.
Madarian no reaccionó ante la última observación de Bogert, tal como habría hecho Susan, pero no fue por desprecio, como ella habría hecho, sino porque no la había escuchado.
—Lo malo es el asunto del reconocimiento —murmuró pesaroso—. Jane-2 correlaciona los datos magníficamente. Puede correlacionar sobre cualquier tema, pero después no sabe distinguir un resultado valioso de uno útil. No, no es fácil escoger el modo de programar a un robot para que consiga una correlación significativa, cuando se ignora qué correlaciones hará.
—Supongo que usted ya ha pensado en rebajar el potencial en la unión diodo W-21 y la chispa a través de…
—No, no, no, no… —la voz de Madarian se fue extinguiendo hasta convertirse en un susurro—. No es posible lograr que lo diga todo. Esto, con esfuerzos inauditos, podríamos hacerlo nosotros mismos. Lo esencial es que el robot reconozca la correlación vital y extraiga sus propias conclusiones. Una vez hecho esto, cualquier robot tipo Jane logrará la respuesta por simple intuición. Algo que el ser humano jamás conseguirá, a no ser por una suerte loca.
—Yo creo —manifestó Bogert con sequedad— que, con un robot como éste, hay que lograr que haga de manera rutinaria lo que entre los seres humanos sólo pueden hacer aquellos dotados de un talento genial.
—Exactamente, Peter —asintió Madarian con vigor—. Lo mismo habría dicho yo si no pensara que esto puede atemorizar a los directivos. Por favor, no lo repita en la asamblea.
—¿De veras necesita usted un robot genial?
—¿De qué sirven las palabras? Intento obtener un robot con capacidad para efectuar correlaciones al azar a velocidades enormes, con un coeficiente muy elevado de reconocimiento y un significado clave. Y trato de colocar estas palabras en el campo de las ecuaciones positrónicas. Bien, creí haberlo conseguido, pero no es así. Aún no.
Miró con descontento a Jane-2.
—¿Cuál es tu mejor significado, Jane? —le preguntó.
Jane-2 volvió la cabeza para mirar a Madarian, pero no dejó escapar ningún sonido, y Madarian murmuró con resignación:
—Está buscando la respuesta en los bancos de correlación.
Al fin, Jane-2 habló sin el menor acento:
—No estoy segura.
Era el primer sonido que dejaba oír.
Madarian elevó los ojos, dejando ver el blanco de los mismos.
—Está efectuando la equivalencia de resolver ecuaciones con soluciones indeterminadas.
—Ya lo veo —asintió Bogert—. Bien, ¿es posible llegar a alguna meta partiendo de esta base, o hemos de aceptar la pérdida de quinientos millones de dólares?
—Oh, lo conseguiré —gruñó Madarian.
Jane-3 no dio resultado. No llegó a activarse y Madarian se sulfuró.
Fue un error humano. Culpa suya, a decir verdad. Y no obstante, aunque Madarian se sentía terriblemente humillado, los demás callaron. Le permitieron, a él, que jamás había cometido el menor error en el complicado campo de las matemáticas de los cerebros positrónicos, que rellenase el primer memorándum de la corrección.
Transcurrió casi otro año antes de que Jane-4 estuviese terminada. Madarian volvía a mostrarse efervescente.
—Lo conseguirá —aseguraba—. Posee un elevado coeficiente de reconocimiento.
Tuvo la suficiente confianza como para exhibirla a la Junta y hacer que solucionase problemas. No problemas matemáticos, que cualquier robot podía resolver, sino problemas cuyos términos eran deliberadamente falseados, sin que fuesen completamente erróneos.
—Esto no es muy difícil —comentó después Bogert.
—Naturalmente. Es algo elemental para Jane-4, pero yo tenía que enseñarles algo, ¿no es así?
—¿Sabe cuánto hemos gastado ya?
—Peter, ¿sabe cuánto conseguiremos? Estas cosas no caen en el vacío. Llevo tres años infernales trabajando en este asunto, si quiere saberlo, pero he descubierto nuevas técnicas de cálculo que nos ahorrarán un mínimo de cincuenta mil dólares en cada nuevo tipo de cerebro positrónico que proyectemos a partir de este momento. ¿De acuerdo?
—Pues…
—Nada de «pues». Es cierto. Tengo la sensación de que los cálculos enedimensionales de la incertidumbre pueden tener otras muchas aplicaciones si logramos descubrirlas, y puedo asegurar que mis robots Jane las descubrirán. Una vez obtenga exactamente lo que busco, la nueva serie JN será una excelente inversión a los cinco años, aunque tengamos que gastar el triple de lo ya invertido.
—¿Qué quiere decir con eso de «una vez obtenga exactamente lo que busco»? ¿Qué tiene de malo la Jane-4?
—Nada. O muchos nada. Está ya en el camino correcto, pero puede mejorar, y trataré de que mejore. Creí saber adónde iba cuando la proyecté. Ahora la he probado y sé adónde voy. Bien, intento llegar a esa meta.
La meta fue Jane-5. Madarian tardó más de un año en producirla, y lo hizo sin la menor reserva, con una gran confianza.
Jane-5 era más baja que un robot normal, más delgada. Sin ser la caricatura de una mujer, como Jane-1, poseía cierto aire de feminidad a pesar de la ausencia de cualquier rasgo claramente femenino.
—Es su forma de moverse —comentó Bogert.
Sostenía los brazos con gracia y el torso daba la impresión de curvarse ligeramente cuando se volvía.
—Escúchela —pidió Madarian—. ¿Cómo te sientes, Jane?
—Con una salud excelente, gracias —respondió Jane-5.
Su voz era de mujer, de contralto, suave y casi perturbadora.
—¿Por qué ha hecho esto, Clinton? —inquirió Bogert, sobresaltado y frunciendo el ceño.
—Es algo psicológicamente importante —replicó Madarian—. Quiero que la gente la considere una mujer, que la trate como tal, para explicarme con claridad.
—¿Qué gente?
Madarian se metió las manos en los bolsillos y miró pensativamente a su interlocutor.
—Me gustaría tomar las medidas necesarias para marcharme con Jane a Flagstaff.
Bogert observó que Madarian no decía Jane-5. Que no utilizaba su número de serie. De modo que era sólo Jane…
—¿A Flagstaff? ¿Por qué? —preguntó vacilante.
—Porque es el centro mundial de la planetología general, ¿no es así? Allí estudian las estrellas y tratan de calcular las probabilidades de existencia de los planetas habitables.
—Lo sé, pero está en la Tierra.
—Ya lo sé.
—Los movimientos robóticos en la Tierra se hallan estrictamente controlados. Y no hay necesidad de ir allí. Traiga aquí una biblioteca entera de libros sobre planetología general y que Jane los estudie.
—¡No! Peter, tiene que meterse en la cabeza que Jane no es un robot ordinario, sino intuitivo.
—¿Y qué?
—¿Cómo podemos saber lo que necesita, lo que puede utilizar, lo que la pondrá en el buen camino? Para leer libros podemos utilizar cualquier modelo metálico de la fábrica; se trata de datos anticuados, además. Jane necesita información viva: captar los tonos de voz; obtener efectos complementarios e incluso datos totalmente innecesarios. ¿Cómo diablos podemos saber cuándo uno de los datos hará vibrar su interior, formando una pauta? Si lo supiésemos, ya no la necesitaríamos, ¿eh?
Bogert empezó a sentirse molesto.
—Entonces que vengan aquí los astrónomos, los planetólogos generales.
—No serviría de nada. Estarían fuera de su elemento. No reaccionarían con naturalidad. Quiero que Jane los vea trabajar en su ambiente; quiero que vea sus instrumentos, sus oficinas, sus escritorios, todo lo que se relaciona con ellos. Y quiero que disponga usted lo necesario para que sea transportada a Flagstaff. Y, además, no deseo discutir más este asunto.
Por un momento, casi se pareció a Susan. Bogert parpadeó y luego murmuró:
—Esto es muy complicado. Transportar un robot experimental…
—Jane no es experimental, sino la quinta de la serie.
—Las otras cuatro no fueron precisamente modelos útiles.
Madarian levantó las manos en un gesto de desvalida frustración.
—¿Quién le obliga a notificarlo al Gobierno?
—No me preocupa el Gobierno. Los gobernantes pueden comprender los casos especiales. Es la opinión pública. En cincuenta años hemos recorrido un largo camino, y no quiero retroceder unos veinticinco por perder el control de un…
—No quiero perder ningún control. Usted sólo hace observaciones necias. Oiga, la United States Robots, o sea nuestra empresa, puede fletar un avión privado. Podemos aterrizar calladamente en el aeropuerto comercial más cercano y perdernos en centenares de aterrizajes similares. Podemos preparar un camión que nos conduzca a Flagstaff. Jane iría en un cajón, como si se tratase de alguna pieza no robótica para el laboratorio de allí. Nadie se fijaría en nosotros. Avisaríamos a los empleados de Flagstaff, contándoles el propósito de la visita. Y ellos colaborarían con nosotros gustosamente para impedir cualquier filtración de la noticia.
Bogert meditó unos segundos.
—Lo más peligroso sería el transporte. Si le sucediese algo al cajón…
—No le sucederá nada.
—Podríamos hacerlo si desactivásemos a Jane durante el traslado. De este modo, aunque alguien descubriera que iba dentro del cajón…
—No, Peter, imposible. ¡Eh…, eh…! Desde que la activé ha estado haciendo continuamente asociaciones libres. Durante el proceso de la desactivación podría congelarse la información que posee, pero las asociaciones libres no pueden congelarse jamás. No, señor, no podemos desactivarla.
—Entonces, si descubren que transportamos un robot activado…
—Nadie lo descubrirá.
Madarian se mostró firme y finalmente el avión despegó. Era un reactor modelo Computo automático, de reciente construcción, pero llevaba un piloto humano, un empleado de la empresa United States Robots, como apoyo. Jane llegó al aeropuerto sin ningún contratiempo, fue trasladada al camión y llegó también sin incidentes a los laboratorios de investigación de Flagstaff.
Peter Bogert recibió la primera llamada de Madarian una hora después de llegar a Flagstaff. Madarian estaba entusiasmado y, rasgo característico en él, no podía aguardar por más tiempo antes de informar.
El mensaje llegó por tubo de rayos láser, muy protegido e impenetrable como de costumbre, pero Bogert se sintió exasperado. Sabía que alguien con suficiente capacidad tecnológica, por ejemplo el Gobierno, podía interceptarlo si deseaba hacerlo. La única seguridad residía en el hecho de que el Gobierno no tenía ningún motivo para desearlo. Al menos eso esperaba Bogert.
—¡Cielo santo! —exclamó—. ¿Tenía que llamar?
Madarian no le hizo el menor caso.
—Fue una inspiración —barbotó—. Un genio hechicero.
Por unos momentos, Bogert contempló el receptor.
¿Quiere decir —inquirió al fin con incredulidad— que ya tiene la respuesta? ¿Ya?
—No, no… Denos tiempo, maldita sea. Quiero decir que su voz fue una inspiración. Oiga, después de llegar con el camión, debidamente conducido por un chófer, al principal edificio administrativo de Flagstaff, abrí el cajón y Jane salió del mismo. Entonces, todos los hombres presentes retrocedieron. ¡Asustados! ¡Como estúpidos! Si ni siquiera los científicos comprenden el significado de las leyes robóticas, ¿qué podemos esperar de los individuos legos en la materia? Durante un instante pensé: «Todo esto será inútil. No hablarán. Estarán dispuestos a largarse corriendo si ella se vuelve loca, y no pensarán en nada más».
—Entonces, ¿qué está consiguiendo?
Entonces ella les saludó de manera rutinaria. Dijo: «Buenas tardes, caballeros. Encantada de conocerles», con su magnífica voz de contralto. Nada más. Un tipo se enderezó la corbata, y otro se pasó la mano por el cabello. Lo que realmente me gustó fue que el individuo de más edad del laboratorio comprobó su cremallera para ver si estaba bien cerrada. Ahora todos andan locos por ella. Sólo necesitan su voz. Ya no es un robot, sino una chica.
—¿O sea que hablan con ella?
—¡Claro que hablan con ella! Se lo aseguro. Debí programarla con un acento insinuante. Y ahora le estarían pidiendo citas. Se trata de reflejos condicionados. Los hombres responden a la voz. ¿Miran acaso en los momentos de mayor intimidad? No, es la voz que suena junto al oído…
—Sí, Clinton, lo recuerdo. ¿Dónde está ahora?
—Con ellos. No la sueltan.
—¡Condenación! Vuelva con ella y no la pierda de vista.
A partir de entonces y durante sus diez días de estancia en Flagstaff, Madarian no llamó demasiado a menudo, mostrándose cada vez menos exaltado.
Informó que Jane escuchaba atentamente, contestando en algunas ocasiones. Seguía siendo muy popular. Tenía entrada libre en todas partes. Pero aun no había resultados.
—¿Ninguno en absoluto? —insistió Bogert.
Madarian se puso al momento a la defensiva.
—No es posible pronunciarse en ningún sentido todavía. Es imposible saber nada seguro con un robot intuitivo. No es posible saber qué ocurre en su interior. Esta mañana le preguntó a Jensen qué tenía para desayunar.
—¿A Rossiter Jensen, el astrofísico?
—Sí, el mismo. En realidad, aquella mañana no tenía desayuno. Bueno, una taza de café.
—De modo que Jane aprende a conversar sobre naderías. Lo cual no justifica apenas el gasto…
—¡Oh!, no sea cargante. No habla de naderías. Nada es ligero para Jane. Lo preguntó porque ello tenía algo que ver con una especie de correlación cruzada que estaba forjando en su mente.
—¿Pero qué diablos…?
—¿Cómo puedo saberlo? Si lo supiese yo mismo sería otra Jane y no la necesitaría a ella. Pero tiene que significar algo. Está programada con altas motivaciones para obtener una respuesta referente a la pregunta de si existe un planeta con la debida distancia y habitabilidad…
—Entonces, infórmese cuando dé la respuesta y no antes. No necesito una descripción de sus posibles correlaciones.
No esperaba que hubiera éxito alguno. A cada día transcurrido, Bogert se mostraba menos optimista, de modo que cuando finalmente llegó la noticia no estaba preparado para recibirla. Y la respuesta llegó al fin.
La última vez, cuando llegó el mensaje culminante de Madarian, fue casi un susurro. La exaltación había recorrido un círculo completo y Madarian estaba casi mudo.
—¡Lo ha conseguido! —dijo—. Sí, lo ha conseguido. Cuando yo ya estaba a punto de abandonar toda esperanza. Cuando ella ya lo había escuchado todo dos o tres veces, sin que jamás hubiese proferido una sola palabra que pareciese… Bien, estoy de regreso en el avión. Acabamos de despegar.
Bogert consiguió recobrar el ritmo de la respiración.
—Oiga, nada de jugarretas. ¿Tiene la respuesta? Dígalo, simplemente, dígalo sin ambajes.
—Ella tiene la respuesta. Y me la ha dado. Me ha dicho el nombre de tres estrellas dentro de un radio de ochenta años-luz, con probabilidades de un sesenta a un noventa por ciento de que cada una posea al menos un planeta habitable. La probabilidad de que posean al menos uno entre las tres es de 0,972. Casi seguro. Y esto es lo de menos. Una vez hayamos llegado ahí, Jane nos explicará la línea exacta de razonamiento que la ha llevado a esta conclusión, y yo pronostico desde ahora que toda la ciencia de la astrofísica y la cosmología sera…
—¿Está plenamente seguro?
—¿Cree que sufro alucinaciones? Incluso tengo un testigo. El pobre chico pegó un brinco de medio metro cuando Jane empezó de repente a dar la respuesta con su encantadora voz.
Fue entonces cuando el meteorito chocó con el reactor, lo que originó la destrucción total del avión, quedando Madarian y el piloto reducidos a trizas de carne ensangrentada, en tanto que no fue posible recuperar ningún resto de la pobre Jane.
La tristeza reinante en la United States Robots nunca había sido mayor. Robertson intentó consolarse pensando que la completa destrucción del avión y el robot ocultaría las ilegalidades en que había incurrido la empresa.
Bogert sacudió la cabeza y gimió:
—Hemos perdido la mejor oportunidad de que nuestra empresa obtuviese una imagen pública imbatible, y de que la gente superase su complejo de Frankestein. ¿Qué habría significado para los robots que uno de ellos hubiese hallado la solución al problema de los planetas habitables, cuando los demás han ayudado a solucionar el salto espacial? Los robots nos habrían ofrecido la galaxia con las puertas abiertas. Y si al mismo tiempo hubiéramos podido enviar el conocimiento científico hacia una docena de direcciones diferentes, como seguramente habríamos hecho… ¡Oh, Dios mío! No hay forma de calcular los beneficios de tal respuesta para la raza humana y para nosotros en particular.
—Podríamos construir otras Jane, ¿eh? —propuso Robertson—. Incluso sin Madarian…
—Seguro. Pero, ¿podríamos fiamos otra vez de la correlación correcta? ¿Quién sabe hasta qué punto sería bajo el cálculo de probabilidades en el resultado final? ¿Y si Madarian sólo hubiese disfrutado de la suerte de los precursores? ¿Podemos esperar nosotros la misma? Vaya, un simple meteorito interponiéndose en el camino de la ciencia y destruyendo todo lo que… Sencillamente, es increíble.
—Tal vez fue un… castigo —murmuró Robertson, vacilante—. Bueno, si no teníamos derecho a investigar y si el meteorito fue el instrumento del castigo… por parte de…
Calló ante la helada mirada de Bogert.
—No es una pérdida definitiva, supongo —gruñó éste—. Otras Jane nos ayudarán en otras direcciones y otros problemas. Y podremos darles voces femeninas, si esto ha de hacer que el público las acepte… aunque no sé qué dirán las mujeres. ¡Si al menos supiésemos qué dijo Jane-5!
—En su última llamada Madarian dijo que tenía un testigo, ¿no es cierto?
—Lo sé —asintió Bogert—. Ya he pensado en esto. No supondrán que no he estado en contacto con Flagstaff, ¿eh? Nadie de todo el laboratorio oyó que Jane dijese nada fuera de lo ordinario, algo que pareciera una respuesta al problema del planeta habitable. Ciertamente, de haberla oído, cualquiera habría comprendido que era la respuesta.
—¿No pudo mentir Madarian? ¿O haberse vuelto loco? Tal vez trataba de protegerse…
—Quiere decir que pudo tratar de conservar su reputación fingiendo que tenía ya la respuesta, para luego destruir a Jane a fin de que no pudiera descubrirle, y exclamar «¡Oh, lo siento, ha ocurrido un accidente! ¡Maldición!» No, esto no lo aceptaré ni un solo instante. Del mismo modo podría usted suponer que él preparó el choque con el meteorito.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Volver a Flagstaff —explicó Bogert tristemente—. Allí tiene que estar la respuesta. Indagaré más minuciosamente. Iré allí y me llevaré a un par de hombres del departamento de Madarian. Barreremos todo Flagstaff de arriba abajo, de cabo a rabo.
—Pero aunque un testigo oyese la respuesta, ¿de qué nos serviría ahora que Jane no puede explicarnos el proceso?
—Todas las menudencias son útiles. Jane dio los nombres de las estrellas; probablemente también los números de catálogo… Si alguien recuerda lo que ella dijo y el número de catálogo, o lo oyó con bastante claridad para que lo recuerde gracias a la sonda psíquica si le falla la memoria consciente…, entonces tendremos algo a qué asirnos. Con los datos finales y los suministrados al principio por Jane, podremos reconstruir su línea de razonamiento y conseguiremos recobrar la intuición. Con esto, habremos ganado la partida…
Bogert regresó al cabo de tres días, silencioso y completamente deprimido. Cuando Robertson le preguntó respecto a los resultados, meneó la cabeza.
—¡Nada!
—¿Nada?
—Absolutamente nada. He hablado con todos los empleados de Flagstaff, científicos, técnicos, estudiantes… con todos cuantos conocieron a Jane, con todos los que sólo la vieron. No fueron muchos, y debo agradecerle a Madarian esta discreción. Sólo permitió que la viesen aquellos que podían poseer conocimientos planetarios útiles para ella. En conjunto fueron veintitrés los que la vieron, y de éstos sólo doce le hablaron de modo algo más extenso.
Robertson asintió.
—Una y otra vez indagué en todo lo que había dicho Jane. Se acordaban muy bien de todas sus palabras. Son hombres que trabajan en un experimento crucial en su especialidad, de modo que tienen buenos motivos para recordarlo todo. Y estaban tratando con un robot que hablaba, algo bastante sorprendente, puesto que además hablaba como una actriz de la televisión. No, no podían olvidar sus palabras.
—Tal vez una sonda psíquica… —sugirió Robertson.
—Si uno de ellos hubiera tenido el menor atisbo de que había sucedido algo, yo habría obtenido su consentimiento para probar con la sonda. Pero no había ni la menor excusa para utilizarla con una docena de hombres que viven gracias a la capacidad de sus cerebros. Sinceramente, no habría servido de nada. Si Jane hubiera mencionado las tres estrellas afirmando que tenían planetas habitables, habría sido como insertar cohetes espaciales en sus cabezas. ¿Cómo hubiesen podido olvidarlo?
—Bien, quizá uno de ellos mienta —insinuó Robertson, con enojo—. Desea la información para su propio uso, para obtener el aplauso general más adelante, como descubrimiento suyo y…
—¿De qué iba a servirle? —objetó Bogert—. Todo el laboratorio conoce muy bien el primer motivo por el que estaban allí Madarian y Jane. Y hasta el segundo. Si en cualquier momento futuro alguno de Flagstaff lanza la teoría de un planeta habitable como nueva, aunque sea distinta, todos los hombres de Flagstaff y también de la United States Robots sabrán al momento que se trata de una teoría robada. ¡Oh!, nunca lograría salir adelante.
—Entonces fue Madarian quien se equivocó.
—Tampoco lo creo. Madarian poseía una personalidad irritante, ya que todos los robopsicólogos la tienen. Creo que es por tratar más con robots que con seres humanos…, pero no era tonto. No podía equivocarse en una cosa como ésta.
—Entonces…
Pero a Robertson le faltaban ya sugerencias que formular. Habían tropezado con una pared en blanco y durante unos minutos se estuvieron contemplando mutuamente con desconsuelo.
Finalmente, Robertson se estremeció.
—Peter…
—¿Sí?
—Preguntémosle a Susan.
Bogert se envaró.
—¿Qué?
—Preguntémosle a Susan. Llamémosla y roguémosle que venga.
—¿Y cómo podría ayudarnos?
—No lo sé. Pero también es robopsicóloga, y es probable que entienda a Madarian mejor que nosotros. Además, ella… ¡Oh, caramba, tiene más cerebro que todos nosotros!
—Tiene casi ochenta años.
—Y usted casi setenta. ¿Qué importa?
Bogert suspiró. ¿Habría perdido la lengua de Susan Calvin parte de su condición viperina durante los años de su jubilación?
—Bien, se lo pediré —dijo.
Susan Calvin entró en el despacho de Bogert y dirigió una lenta mirada a su alrededor antes de dejar que sus ojos se concentraran en el director de investigaciones. Había envejecido bastante desde su jubilación. Tenía el pelo blanco y muy fino, y su cara parecía haberse agrietado. Era tan frágil que casi resultaba transparente, y sólo sus pupilas, penetrantes y remotas, parecían ser las de siempre.
Bogert avanzó cordialmente, extendiendo la mano.
—¡Susan!
Ella aceptó la mano.
—Para tu edad estás bastante bien, Peter. En tu lugar no aguardaría hasta el año próximo. Jubílate ahora y cede el paso a los jóvenes. ¡Ah!, sí, Madarian ha muerto. ¿Has vuelto a llamarme para que ocupe su puesto, reanudando mi antigua ocupación? ¿Estás decidido a mantener aquí a los antiguos hasta un año después de la muerte física?
—No, no, Susan. Te he llamado porque… —calló.
No tenía la menor idea de cómo empezar.
Pero Susan leía en su mente con la misma facilidad de siempre. Se sentó con precaución debido a la rigidez de sus articulaciones.
—Peter —murmuró—, me has llamado porque estás en un apuro. De lo contrario, antes me querrías ver muerta que a una milla de ti.
—Vamos, Susan…
—No pierdas el tiempo en bobadas. Cuando tenía cuarenta años no podía perder el tiempo y ahora menos. La muerte de Madarian y tu llamada son bastante inusitadas. Dos sucesos inusitados sin relación implican un porcentaje bastante bajo de probabilidades para que no me preocupen. Empieza por el principio y no temas parecer un tonto. Hace ya mucho tiempo que sé que lo eres.
Bogert se aclaró desdichadamente la garganta y comenzó. Ella le escuchó cuidadosamente, levantando de vez en cuando su arrugada mano para hacerle callar y formular una pregunta.
En un momento dado soltó un respingo.
—¿Intuición femenina? ¿Para esto queríais el robot? Valientes hombres… Enfrentados a una mujer capaz de llegar a una conclusión correcta e incapaces de aceptar el hecho de que es igual a vosotros o superior en inteligencia, entonces inventáis algo llamado «intuición femenina».
—Eh… sí, Susan, pero déjame que siga.
Siguió. Cuando Susan oyó lo de la voz de contralto de Jane, le interrumpió:
—A veces resulta difícil elegir entre rebelarse contra el sexo masculino o sólo olvidarlo desdeñosamente.
—Bueno, deja que continúe y… —suplicó Bogert.
Cuando hubo terminado, Susan dijo:
—¿Podría utilizar tu estupendo despacho durante una o dos horas?
—Sí, pero…
—Deseo revisar varios archivos —le explicó ella—, la programación de Jane, las llamadas de Madarian, tus interrogatorios en Flagstaff. Y supongo que podré usar tu nuevo y bellísimo laserfono protegido… y tu equipo computador, si los necesito.
—Sí, claro.
—Entonces, esfúmate, mi querido Peter.
Hasta cuarenta y cinco minutos más tarde Susan no fue renqueando hasta la puerta, la abrió y llamó a Bogert.
Cuando éste entró, lo hizo junto con Robertson. Los dos penetraron en la estancia y Susan saludó al último con un frío:
—Hola, escocés.
Bogert trató desesperadamente de calcular los resultados obtenidos por Susan a juzgar por su expresión. Sin embargo, ella no tenía la menor intención de facilitarle las cosas.
—¿Crees —preguntó Bogert cautelosamente— que podrás hacer algo?
—¿Más de lo que ya he hecho? No, nada más.
Bogert apretó los labios, iracundo.
—¿Qué ha hecho ya, Susan? —inquirió Robertson.
—He reflexionado un poco, algo que por lo visto no logro que hagan los demás. Por un lado, he pensado en Madarian. Le conocía bien. Tenía buen cerebro, aunque fuese un irritante extravertido. Y pensé que tú le apreciarías mucho más que a mí, Bogert.
—Por el cambio… —Bogert no pudo reprimir las palabras.
—Y siempre te estaba acosando con los resultados tan pronto como los obtenía, ¿eh?
—En efecto.
—Y no obstante —continuó Susan—, su último mensaje, el que se refería a lo dicho por Jane respecto a la respuesta deseada, fue enviado desde el avión. ¿Por qué esperó tanto? ¿Por qué no te llamó inmediatamente desde Flagstaff, tan pronto como Jane le hubo dado la respuesta?
—Supongo —replicó Bogert— que por una vez quiso comprobar cuidadosamente la respuesta y… bueno, no lo sé. Era lo más importante de su vida y quizá quisiera asegurarse por sí mismo.
—Al contrario, cuanto más importante fuese, menos habría esperado para darte la noticia. Y en caso de poder aguardar, ¿por qué no hacerlo hasta haber llegado aquí, a fin de comprobar los resultados con todo el equipo del que podía disponer? En resumen, aguardó demasiado desde un punto de vista y demasiado poco desde otro.
—Entonces —la interrumpió Robertson—, usted cree que se trata de un truco…
Susan pareció rebelarse ante esta idea.
—Escocés, no intente competir con Peter en observaciones estúpidas. Y deje que continúe. Un segundo punto se refiere al testigo. Según el registro de la última llamada, Madarian dijo: «El pobre chico pegó un brinco de medio metro cuando Jane empezó de repente a dar la respuesta con su encantadora voz». En realidad, esto fue lo último que comunicó Madarian. Y la pregunta es: ¿por qué saltó el testigo? Madarian ya había explicado que todos estaban hechizados por la voz y que habían estado diez días con el robot…, con Jane. Entonces, ¿por qué había de asombrar a nadie el simple hecho de oírla hablar?
—Supongo que fue por la sorpresa al ver que Jane daba la respuesta a un problema que ha trastornado las mentes de los planetólogos durante casi un siglo —sugirió Bogert.
—¡Pero es que esperaban que ella diera tal respuesta! Por eso estaba allí. Además, considera la frase entera. Madarian dio a entender que el testigo estaba sobresaltado, no asombrado, si es que comprendes la diferencia. Más aún, que la reacción se produjo cuando Jane, de repente, empezó a hablar… o sea, al principio de su declaración, Para que se asombrase ante el contenido de lo que dijo, se habría necesitado que el testigo escuchase un rato, a fin de comprender sus palabras. Y Madarian habría dicho que el testigo «saltó medio metro después de haber oído lo dicho por Jane», Habría sido «después», no «cuando», sin incluir la palabra «de repente».
—No creo que sirva de mucho —rezongó Bogert— apurar el significado y utilización de una palabra.
Tal vez a mí, sí me sirva —replicó Susan, fríamente—, por mi condición de robopsicóloga. Y creo que Madarian también se expresaría de este modo por su condición de robopsicólogo. Tenemos que aclarar dos anomalías. La extraña demora de Madarian al llamar y la sorprendente reacción del testigo.
—¿Puede aclararlas? —preguntó Robertson.
—Naturalmente —asintió Susan—, puesto que siempre empleo la lógica. Madarian dio la noticia sin retraso, como de costumbre, o al menos con el menor retraso posible. De haber solucionado Jane el problema en Flagstaff, ciertamente habría llamado desde allí. Y puesto que llamó desde el avión, Jane debió solucionar el problema después de salir de Flagstaff.
—Pero…
—Déjame terminar, déjame terminar. ¿No se trasladó Madarian al aeropuerto en un camión cercado? ¿No iba Jane en el cajón?
—Si.
—Y seguramente, Madarian y el cajón que contenía a Jane volvieron de Flagstaff al aeropuerto con el mismo camión. ¿No es así?
—Sí, en efecto.
—Y no iban solos en el camión. En una de sus llamadas, Madarian habló de un chófer. Por tanto, no creo equivocarme al concluir que si llevaban un chófer, era un ser humano que iba en el camión.
—¡Dios santo!
—Lo malo de ti, Peter, es que cuando piensas en el testigo de una declaración planetológica, piensas en planetólogos. Divides los seres humanos en categorías y las desprecias casi todas. Un robot no puede hacerlo. La primera ley dice: «Un robot no puede jamás dañar a un ser humano ni, debido a la inacción, permitir que un ser humano sufra un daño.» Cualquier ser humano. Esta es la esencia del punto de vista de un robot. Un robot no hace distinciones. Para un robot todos los hombres son exactamente iguales, y para un robopsicólogo que ha de tratar por fuerza con los hombres a un nivel robótico, también todos los hombres son exactamente iguales.
Bogert estaba absorto ante aquellas palabras, lo mismo que Robertson.
—Jamás se le habría ocurrido a Peter decir que un camionero había escuchado la declaración de Jane. Un chófer no es un científico, sino el simple complemento animado de un vehículo, pero para Madarian era un hombre y un testigo. Nada más. Nada menos.
—Pero, ¿estas segura de que…? —Bogert movió la cabeza incrédulo.
—Claro que estoy segura. ¿Qué otra cosa podría explicar el otro punto, o sea la observación de Madarian referente al sobresalto del testigo? Jane iba dentro del cajón, ¿no? Pero no estaba desactivada. Según los archivos, Madarian siempre se mostró contrario a la desactivación de un robot intuitivo. Además, Jane-5, como las otras Jane anteriores, no hablaba demasiado. Probablemente, no se le ocurrió a Madarian ordenarle callar dentro del cajón, y fue en su interior donde finalmente Jane halló la respuesta definitiva. Y naturalmente, empezó a hablar. De repente, de dentro del cajón surgió una hermosa voz de contralto. Si hubieras sido tú el camionero, ¿qué habrías hecho? Seguramente te habrías sobresaltado mucho. ¡Oh!, fue una suerte que no se estrellase contra un árbol.
—Pero si el conductor fue el testigo, ¿por qué no se ha presentado y…?
—¿Por qué? ¿Sabe acaso que sucedió algo importante, que fue testigo de algo crucial? Además, ¿no crees que Madarian debió gratificarle espléndidamente para que guardase silencio? ¿Podía desear que se supiera que había transportado de manera ilegal por la Tierra un robot activado?
—Bien, entonces el conductor recordará lo que dijo Jane.
—¿Por qué no? Tal vez creas, Peter, que un camionero, algo que a tu entender apenas si está por encima de un mono, no es capaz de recordar. Pero los camioneros también tienen cerebro. La declaración fue sumamente notable y el conductor puede recordar al menos parte de la misma. Aunque no se acuerde perfectamente de las palabras o los números, como sabes estamos tratando con una serie finita, con las estrellas o los sistemas estelares 5500, dentro de un radio de ochenta años-luz, aproximadamente. En realidad, no he comprobado el número exacto. Puedes efectuar las correcciones pertinentes y escoger las estrellas más adecuadas. En caso de necesidad, podrías probar con la sonda psíquica…
Los dos hombres la contemplaron fijamente. Por fin, Bogert, temeroso de creer en sus palabras, le susurró:
—¿Cómo estás tan segura?
Por un momento, Susan estuvo a punto de decir:
«—Porque he llamado a Flagstaff, idiota, y porque he hablado con el camionero, y porque me ha contado lo que oyó, y porque lo he comprobado todo con la computadora de Flagstaff y conozco ya las tres estrellas que encajan con la información, y porque tengo los números en mi bolsillo.»
Pero no lo dijo. Deseaba que Bogert se enterase por sí mismo. Se puso en pie cuidadosamente y murmuró con sarcasmo:
—¿Cómo estoy tan segura? Llamémoslo… intuición femenina.