Prólogo:
Fuego Brillante
Cinco pequeños brincos y luego un
gran salto.
Cinco petardos y luego una explosión.
Eso describe poco más o menos la
génesis de Fahrenheit 451.
Cinco cuentos cortos, escritos durante
un período de dos o tres años, hicieron que invirtiera nueve
dólares y medio en monedas de diez centavos en alquilar una máquina
de escribir en el sótano de una biblioteca, y acabara la novela
corta en sólo nueve días.
¿Cómo es eso?
Primero, los saltitos, los petardos:
En un cuento corto, «Bonfire», que
nunca vendí a ninguna revista, imaginé los pensamientos literarios
de un hombre en la noche anterior al fin del mundo. Escribí unos
cuantos relatos parecidos hace unos cuarenta y cinco años, no como
una predicción, sino corno una advertencia, en ocasiones demasiado
insistente. En «Bonfire», mi héroe enumera sus grandes pasiones.
Algunas dicen así:
«Lo que más molestaba a William
Peterson era Shakespeare y Platón y Aristóteles y Jonathan Swift y
William. Faulkner, y los poemas de, bueno, Robert Frost, quizá, y
John Donne y Robert Herrick. Todos arrojados a la Hoguera. Después
imaginó las cenizas (porque en eso se convertirían). Pensó en las
esculturas colosales de Michelangelo, y en el Greco y Renoir y en
tantos otros. Mañana estarían todos muertos, Shakespeare y Frost
junto con HuxIey, Picasso, Swift y Beethoven, toda aquella
extraordinaria biblioteca y el bastante común propietario ... »
No mucho después de «Bonfire»
escribí un cuento más imaginativo, pienso, sobre el futuro próximo,
«Bright Phoenix»: el patriota fanático local amenaza al
bibliotecario del pueblo a propósito de unos cuantos miles de libros
condenados a la hoguera. Cuando los incendiarios llegan para rociar
los volúmenes con kerosene, el bibliotecario los invita a entrar, y
en lugar de defenderse, utiliza contra ellos armas bastante sutiles y
absolutamente obvias. Mientras recorremos la biblioteca y encontramos
a los lectores que la habitan, se hace evidente que detrás de los
ojos y entre las orejas de todos hay más de lo que podría
imaginarse. Mientras quema los libros en el césped del jardín de la
biblioteca, el Censor Jefe toma café con el bibliotecario del pueblo
y habla con un camarero del bar de enfrente, que viene trayendo una
jarra de humeante café.
-Hola, Keats -dije.
-Tiempo de brumas y frustración
madura -dijo el camarero.
-¿Keats? -dijo el Censor jefe -. ¡No
se llama Keats!
-Estúpido -dije -. Éste es un
restaurante griego. ¿No es así, Platón
El camarero volvió a llenarme la
taza. -El pueblo tiene siempre algún campeón, a quien enaltece por
encima de todo... Ésta y no otra es la raíz de la que nace un
tirano; al principio es un protector.
Y más tarde, al salir del
restaurante, Barnes tropezó con un anciano que casi cayó al suelo.
Lo agarré del brazo.
-Profesor Einstein -dije yo.
-Señor Shakespeare -dijo él.
Y cuando la biblioteca cierra y un
hombre alto sale de allí, digo: -Buenas noches, señor Lincoln ...
Y él contesta: -Cuatro docenas y
siete años ...
El fanático incendiario de libros se
da cuenta entonces de que todo el pueblo ha escondido los libros
memorizándolos. ¡Hay libros por todas partes, escondidos en la
cabeza de la gente! El hombre se vuelve loco, y la historia termina.
Para ser seguida por otras historias
similares: «The Exiles», que trata de los personajes de los libros
de Oz y Tarzán y Alicia, y de los personajes de los extraños
cuentos escritos por Hawthorne y Poe, exiliados todos en Marte; uno
por uno estos fantasmas se desvanecen y vuelan hacia una muerte
definitiva cuando en la Tierra arden los últimos libros.
En «Usher H» mi héroe reúne en una
casa de Marte a todos los incendiarios de libros, esas almas tristes
que creen que la fantasía es perjudicial para la mente. Los hace
bailar en el baile de disfraces de la Muerte Roja, y los ahoga a
todos en una laguna negra, mientras la Segunda Casa Usher se hunde en
un abismo insondable.
Ahora el quinto brinco antes del gran
salto.
Hace unos cuarenta y dos años, año
más o año menos, un escritor amigo mío y yo íbamos paseando y
charlando por Wilshire, Los Angeles, cuando un coche de policía se
detuvo y un agente salió y nos preguntó qué estábamos haciendo.
-Poniendo un pie delante del otro -le
contesté, sabihondo.
Ésa no era la respuesta apropiada.
El policía repitió la pregunta.
Engreído, respondí: -Respirando el
aire, hablando, conversando, paseando.
El oficial frunció el ceño. Me
expliqué.
-Es ¡lógico que nos haya abordado.
Si hubiéramos querido asaltar a alguien o robar en una tienda,
habríamos conducido hasta aquí, habríamos asaltado o robado, y nos
habríamos ido en coche. Como usted puede ver, no tenemos coche, sólo
nuestros pies.
-¿Paseando, eh? -dijo el oficial -.
¿Sólo paseando?
Asentí y esperé a que la evidente
verdad le entrara al fin en la cabeza.
-Bien -dijo el oficial -. Pero, ¡qué
no se repita!
Y el coche patrulla se alejó.
Atrapado por este encuentro al estilo
de Alicia en el País de las Maravillas, corrí a casa a escribir «El
peatón» que hablaba de un tiempo futuro en el que estaba prohibido
caminar, y los peatones eran tratados como criminales. El relato fue
rechazado por todas las revistas del país y acabó en el Reporter la
espléndida revista política de Max Ascoli.
Doy gracias a Dios por el encuentro
con el coche patrulla, la curiosa pregunta, mis respuestas estúpidas,
porque si no hubiera escrito «El peatón» no habría podido sacar a
mi criminal paseante nocturno para otro trabajo en la ciudad, unos
meses más tarde.
Cuando lo hice, lo que empezó como
una prueba de asociación de palabras o ideas se convirtió en una no
vela de 25.000 palabras titulada «The Fireman», que me costó mucho
vender, pues era la época del Comité de Investigaciones de
Actividades Antiamericanas, aunque mucho antes de que Joseph McCarthy
saliera a escena con Bobby Kermedy al alcance de la mano para
organizar nuevas pesquisas.
En la sala de mecanografía, en el
sótano de la biblioteca, gasté la fortuna de nueve dólares y medio
en monedas de diez centavos; compré tiempo y espacio junto con una
docena de estudiantes sentados ante otras tantas máquinas de
escribir.
Era relativamente pobre en 1950 y no
podía permitirme una oficina. Un mediodía, vagabundeando por el
campus de la UCLA, me llegó el sonido de un tecleo desde las
profundidades y fui a investigar. Con un grito de alegría descubrí
que, en efecto, había una sala de mecanografía con máquinas de
escribir de alquiler donde por diez centavos la media hora uno podía
sentarse y crear sin necesidad de tener una oficina decente.
Me senté y tres horas después
advertí que me había atrapado una idea, pequeña al principio pero
de proporciones gigantescas hacia el final. El concepto era tan
absorbente que esa tarde me fue difícil salir del sótano de la
biblioteca y tomar el autobús de vuelta a la realidad: mi casa, mi
mujer y nuestra pequeña hija.
No puedo explicarles qué excitante
aventura fue, un día tras otro, atacar la máquina de alquiler,
meterle monedas de diez centavos, aporrearla como un loco, correr
escaleras arriba para ir a buscar más monedas, meterse entre los
estantes y volver a salir a toda prisa, sacar libros, escudriñar
páginas, respirar el mejor polen del mundo, el polvo de los libros,
que desencadena alergias literarias. Luego correr de vuelta abajo con
el sonrojo del enamorado, habiendo encontrado una cita aquí, otra
allá, que metería o embutiría en mi mito en gestación. Yo estaba,
como el héroe de Melville, enloquecido por la locura. No podía
detenerme. Yo no escribí Fahrenheit 451, él me escribió a mí.
Había una circulación continua de energía que salía de la página
y me entraba por los ojos y recorría mi sistema nervioso antes de
salirme por las manos. La máquina de escribir y yo éramos hermanos
siameses, unidos por las puntas de los dedos.
Fue un triunfo especial porque yo
llevaba escribiendo relatos cortos desde los doce años, en el
colegio y después, pensando siempre que quizá nunca me atrevería a
saltar al abismo de una novela. Aquí, pues, estaba mi primer intento
de salto, sin paracaídas, a una nueva forma. Con un entusiasmo
desmedido a causa de mis carreras por la biblioteca, oliendo las
encuadernaciones y saboreando las tintas, pronto descubrí, como he
explicado antes, que nadie quería «The Fireman». Fue rechazado por
todas las revistas y finalmente fue publicado por la revista Galaxy,
cuyo editor, Horace Gold, era más valiente que la mayoría en
aquellos tiempos.
¿Qué despertó mi inspiración? ¿Fue
necesario todo un sistema de raíces de influencia, sí, que me
impulsaran a tirarme de cabeza a la máquina de escribir y a salir
chorreando de hipérboles, metáforas y símiles sobre fuego,
imprentas y papiros?
Por supuesto: Hitler había quemado
libros en Alemania en 1934, y se hablaba de los cerilleros y
yesqueros de Stalin. Y además, mucho antes, hubo una caza de brujas
en Salem en 1680, en la que mi diez veces tatarabuela Mary Bradbury
fue condenada pero escapó a la hoguera. Y sobre todo fue mi
formación romántica en la mitología romana, griega y egipcia, que
empezó cuando yo tenía tres años. Sí, cuando yo tenía tres años,
tres, sacaron a Tut de su tumba y lo mostraron en el suplemento
semanal de los periódicos envuelto en toda una panoplia de oro, ¡y
me pregunté qué sería aquello y se lo pregunté a mis padres!
De modo que era inevitable que acabara
oyendo o leyendo sobre los tres incendios de la biblioteca de
Alejandría; dos accidentales, y el otro intencionado. Tenía nueve
años cuando me enteré y me eché a llorar. Porque, como niño
extraño, yo ya era habitante de los altos áticos y los sótanos
encantados de la biblioteca Carnegie de Waukegan, Illinois.
Puesto que he empezado, continuaré. A
los ocho, nueve, doce y catorce años, no había nada más
emocionante para mí que correr a la biblioteca cada lunes por la
noche, mi hermano siempre delante para llegar primero. Una vez
dentro, la vieja bibliotecaria (siempre fueron viejas en mi niñez)
sopesaba el peso de los libros que yo llevaba y mi propio peso, y
desaprobando la desigualdad (más libros que chico), me dejaba correr
de vuelta a casa donde yo lamía y pasaba las páginas.
Mi locura persistió cuando mi familia
cruzó el país en coche en 1932 y 1934 por la carretera 66. En
cuanto nuestro viejo Buick se detenía, yo salía del coche y
caminaba hacia la biblioteca más cercana, donde tenían que vivir
otros Tarzanes, otros Tik Toks, otras Bellas y Bestias que yo no
conocía.
Cuando salí de la escuela secundaria,
no tenía dinero para ir a la universidad. Vendí periódicos en una
esquina durante tres años y me encerraba en la biblioteca del centro
tres o cuatro días a la semana, y a menudo escribí cuentos cortos
en docenas de esos pequeños tacos de papel que hay repartidos por
las bibliotecas, como un servicio para los lectores. Emergí de la
biblioteca a los veintiocho años. Años más tarde, durante una
conferencia en una universidad, habiendo oído de mi total inmersión
en la literatura, el decano de la facultad me obsequió con birrete,
toga y un diploma, como «graduado» de la biblioteca.
Con la certeza de que estaría solo y
necesitando ampliar mi formación, incorporé a mi vida a mi profesor
de poesía y a mi profesora de narrativa breve de la escuela
secundaria de Los Angeles. Esta última, Jermet Johnson, murió a los
noventa años hace sólo unos años, no mucho después de informarse
sobre mis hábitos de lectura.
En
los últimos cuarenta años es posible que haya escrito más poemas,
ensayos, cuentos, obras teatrales y novelas sobre bibliotecas,
bibliotecarios y autores que cualquier otro escritor. He
escrito poemas como Emily Dickinson, Where
Are You? Hermann Melville Called Your Name Last Night In His Sleep.
Y otro reivindicando a
Emily y el señor Poe como mis padres. Y un cuento en el que Charles
Dickens se muda a la buhardilla de la casa de mis abuelos en el
verano de 1932, me llama Pip, y me permite ayudarlo a terminar
Historia de dos ciudades. Finalmente, la biblioteca de La feria de
las tinieblas es el punto de cita para un encuentro a medianoche
entre el Bien y el Mal. La señora Halloway y el señor Dark. Todas
las mujeres de mi vida han sido profesoras, bibliotecarias y
libreras. Conocí a mi mujer, Maggie, en una librería en la
primavera de 1946.
Pero volvamos a «El peatón» y el
destino que corrió después de ser publicado en una revista de poca
categoría. ¿Cómo creció hasta ser dos veces más extenso y salir
al mundo?
En 1953 ocurrieron dos agradables
novedades. Ian Ballantine se embarcó en una aventura arriesgada, una
colección en la que se publicarían las novelas en tapa dura y
rústica a la vez. Ballantine vio en Fahrenheit 451 las cualidades de
una novela decente si yo añadía otras 25.000 palabras a las
primeras 25.000.
¿Podía hacerse? Al recordar mi
inversión en monedas de diez centavos y mi galopante ir y venir por
las escaleras de la biblioteca de UCLA a la sala de mecanografía,
temí volver a reencender el libro y recocer los personajes. Yo soy
un escritor apasionado, no intelectual, lo que quiere decir que mis
personajes tienen que adelantarse a mí para vivir la historia. Si mi
intelecto los alcanza demasiado pronto, toda la aventura puede quedar
empantanada en la duda y en innumerables juegos mentales.
La mejor respuesta fue fijar una fecha
y pedirle a Stanley Kauffmann, mi editor de Ballantine, que viniera a
la costa en agosto. Eso aseguraría, pensé, que este libro Lázaro
se levantara de entre los muertos. Eso además de las conversaciones
que mantenía en mi cabeza con el jefe de Bomberos, Beatty, y la idea
misma de futuras hogueras de libros. Si era capaz de volver a
encender a Beatty, de dejarlo levantarse y exponer su filosofía,
aunque fuera cruel o lunática, sabía que el libro saldría del
sueño y seguiría a Beatty.
Volví a la biblioteca de la UCLA,
cargando medio kilo de monedas de diez centavos para terminar mi
novela. Con Stan Kauffmann abatiéndose sobre mí desde el cielo,
terminé de revisar la última página a mediados de agosto. Estaba
entusiasmado, y Stan me animó con su propio entusiasmo.
En medio de todo lo cual recibí una
llamada telefónica que nos dejó estupefactos a todos. Era John
Houston, que me invitó a ir a su hotel y me preguntó si me gustaría
pasar ocho meses en Irlanda para escribir el guión de Moby Dick.
Qué año, qué mes, qué semana.
Acepté el trabajo, claro está, y
partí unas pocas semanas más tarde, con mi esposa y mis dos hijas,
para pasar la mayor parte del año siguiente en ultramar. Lo que
significó que tuve que apresurarme a terminar las revisiones menores
de mi brigada de bomberos.
En ese momento ya estábamos en pleno
período macartista- McCarthy había obligado al ejército a retirar
algunos libros «corruptos» de las bibliotecas en el extranjero. El
antes general, y por aquel entonces presidente Eisenhower, uno de los
pocos valientes de aquel año, ordenó que devolvieran los libros a
los estantes.
Mientras tanto, nuestra búsqueda de
una revista que publicara partes de Fahrenheit 451 llegó a un punto
muerto. Nadie quería arriesgarse con una novela que tratara de la
censura, futura, presente o pasada.
Fue entonces cuando ocurrió la
segunda gran novedad. Un joven editor de Chicago, escaso de dinero
pero visionario, vio mi manuscrito y lo compró por cuatrocientos
cincuenta dólares, que era todo lo que tenía. Lo publicaría en los
número dos, tres y cuatro de la revista que estaba a punto de
lanzar.
El joven era Hugh Hefner. La revista
era P1ayboy, que llegó durante el invierno de 1953 a 1954 para
escandalizar y mejorar el mundo. El resto es historia. A partir de
ese modesto principio, un valiente editor en una nación atemorizada
sobrevivió y prosperó. Cuando hace unos meses vi a Hefner en la
inauguración de sus nuevas oficinas en California, me estrechó la
mano y dijo: «Gracias por estar allí». Sólo yo supe a qué se
refería.
Sólo resta mencionar una predicción
que mi Bombero jefe, Beatty, hizo en 1953, en medio de mi libro. Se
refería a la posibilidad de quemar libros sin cerillas ni fuego.
Porque no hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de
gente que no lee, que no aprende, que no sabe. Si el baloncesto y el
fútbol inundan el mundo a través de la MTV, no se necesitan Beattys
que prendan fuego al kerosene o persigan al lector. Si la enseñanza
primaria se disuelve y desaparece a través de las grietas y de la
ventilación de la clase, ¿quién, después de un tiempo, lo sabrá,
o a quién le importará?
No todo está perdido, por supuesto.
Todavía estamos a tiempo si evaluamos adecuadamente y por igual a
profesores, alumnos y padres, si hacemos de la calidad una
responsabilidad compartida, si nos aseguramos de que al cumplir los
seis años cualquier niño en cualquier país puede disponer de una
biblioteca y aprender casi por osmosis; entonces las cifras de
drogados, bandas callejeras, violaciones y asesinatos se reducirán
casi a cero. Pero el Bombero jefe en la mitad de la novela lo explica
todo, y predice los anuncios televisivos de un minuto, con tres
imágenes por segundo, un bombardeo sin tregua. Escúchenlo,
comprendan lo que quiere decir, y entonces vayan a sentarse con su
hijo, abran un libro y vuelvan la página.
Pues bien, al final lo que ustedes
tienen aquí es la relación amorosa de un escritor con las
bibliotecas; o la relación amorosa de un hombre triste, Montag, no
con la chica de la puerta de al lado, sino con una mochila de libros.
¡Menudo romance! El hacedor de listas de «Bonfire» se convierte en
el bibliotecario de «Bright Phoenix» que memoriza a Lincoln y
Sócrates, se transforma en «El peatón» que pasea de noche y
termina siendo Montag, el hombre que olía a kerosene y encontró a
Clarisse. La muchacha le olió el uniforme y le reveló la espantosa
misión de un bombero, revelación que llevó a Montag a aparecer en
mi máquina de escribir un día hace cuarenta años y a suplicar que
le permitiera nacer.
-Ve -dije a Montag, metiendo otra
moneda en la máquina -, y vive tu vida, cambiándola mientras vives.
Yo te seguiré.
Montag corrió. Yo fui detrás.
Ésta es la novela de Montag.
Le agradezco que la escribiera para
mí.
Prefacio
de Ray Bradbury,
Febrero de 1993
Primera
Parte: Era Estupendo Quemar
Constituía
un placer especial ver las cosas consumidas, ver los objetos
ennegrecidos y cambiados. Con la punta de bronce del soplete en sus
puños, con aquella gigantesca serpiente escupiendo su petróleo
venenoso sobre el mundo, la sangre le latía en la cabeza y sus manos
eran las de un fantástico director tocando todas las sinfonías del
fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la
Historia. Con su casco simbólico en que aparecía grabado el número
451 bien plantado sobre su impasible cabeza y sus ojos convertidos en
una llama anaranjada ante el pensamiento de lo que iba a ocurrir,
encendió el deflagrador y la casa quedó rodeada por un fuego
devorador que inflamó el cielo del atardecer con colores rojos,
amarillos y negros. El hombre avanzó entre un enjambre de
luciérnagas. Quería, por encima de todo, como en el antiguo juego,
empujar a un malvavisco hacia la hoguera, en tanto que los libros,
semejantes a palomas aleteantes, morían en el porche y el jardín de
la casa; en tanto que los libros se elevaban convertidos en
torbellinos incandescentes y eran aventados por un aire que el
incendio ennegrecía.
Montag
mostró la fiera sonrisa que hubiera mostrado cualquier hombre
burlado y rechazado por las llamas.
Sabía
que, cuando regresase al cuartel de bomberos, se miraría pestañeando
en el espejo: su rostro sería el de un negro de opereta, tiznado con
corcho ahumado. Luego, al irse a dormir, sentiría la fiera sonrisa
retenida aún en la oscuridad por sus músculos faciales. Esa sonrisa
nunca desaparecía, nunca había desaparecido hasta donde él podía
recordar.
Colgó
su casco negro y lo limpió, dejó con cuidado su chaqueta a prueba
de llamas; se duchó generosamente y, luego, silbando, con las manos
en los bolsillos, atravesó la planta superior del cuartel de
bomberos y se deslizó por el agujero. En el último momento, cuando
el desastre parecía seguro, sacó las manos de los bolsillos y cortó
su caída aferrándose a la barra dorada. Se deslizó hasta
detenerse, con los tacones a un par de centímetros del piso de
cemento de la planta baja.
Salió
del cuartel de bomberos y echó a andar por la calle en dirección al
«Metro» donde el silencioso tren, propulsado por aire, se deslizaba
por su conducto lubrificado bajo tierra y lo soltaba con un gran
¡puf! de aire caliente en la escalera mecánica que lo subía hasta
el suburbio.
Silbando,
Montag dejó que la escalera le llevara hasta el exterior, en el
tranquilo aire de la medianoche, Anduvo hacia la esquina, sin pensar
en nada en particular lar. Antes de alcanzarla, sin embargo, aminoró
el paso como si de la nada hubiese surgido un viento, como sí
alguien hubiese pronunciado su nombre.
En
las últimas noches, había tenido sensaciones in ciertas respecto a
la acera que quedaba al otro lado aquella esquina, moviéndose a la
luz de las estrellas hacia su casa. Le había parecido que, un
momento antes de doblarla, allí había habido alguien. El aire
parecía lleno de un sosiego especial, como si alguien hubiese
aguardado allí, silenciosamente, y sólo un momento antes de llegar
a él se había limitado a confundirse en una sombra para dejarle
pasar. Quizá su olfato detectase débil perfume, tal vez la piel del
dorso de sus manos y de su rostro sintiese la elevación de
temperatura en aquel punto concreto donde la presencia de una persona
podía haber elevado por un instante, en diez grados, la temperatura
de la atmósfera inmediata. No había modo de entenderlo. Cada vez
que doblaba la esquina, sólo veía la cera blanca, pulida, con tal
vez, una noche, alguien desapareciendo rápidamente al otro lado de
un jardín antes de que él pudiera enfocarlo con la mirada o hablar.
Pero
esa noche, Montag aminoró el paso casi hasta detenerse. Su
subconsciente, adelantándosele a doblar la esquina, había oído un
debilísimo susurro. ¿De respiración? ¿0 era la atmósfera,
comprimida únicamente por alguien que estuviese allí muy quieto,
esperando?
Montag
dobló la esquina.
Las
hojas otoñales se arrastraban sobre el pavimento iluminado por el
claro de luna. Y hacían que la muchacha que se movía allí
pareciese estar andando sin desplazarse, dejando que el impulso del
viento y de las hojas la empujara hacia delante. Su cabeza estaba
medio inclinada para observar cómo sus zapatos removían las hojas
arremolinadas. Su rostro era delgado y blanco como la leche, y
reflejando una especie de suave ansiedad que resbalaba por encima de
todo con insaciable curiosidad. Era una mirada, casi, de pálida
sorpresa; los ojos oscuros estaban tan fijos en el mundo que ningún
movimiento se les escapaba. El vestido de la joven era blanco, y
susurraba. A Montag casi le pareció oír el movimiento de las manos
de ella al andar y, luego, el sonido infinitamente pequeño, el
blanco rumor de su rostro volviéndose cuando descubrió que estaba a
pocos pasos de un hombre inmóvil en mitad de la acera, esperando.
Los
árboles, sobre sus cabezas, susurraban al soltar su lluvia seca. La
muchacha se detuvo y dio la impresión de que iba a retroceder,
sorprendida; pero, en lugar de ello, se quedó mirando a Montag con
ojos tan oscuros, brillantes y vivos, que él sintió que había
dicho algo verdaderamente maravilloso. Pero sabía que su boca sólo
se había movido para decir adiós, y cuando ella pareció quedar
hipnotizada por la salamandra bordada en la manga de él y el disco
de fénix en su pecho, volvió a hablar.
-Claro
está -dÍjo-, usted es la nueva vecina, ¿verdad?
-Y
usted debe de ser -ella apartó la mirada de los símbolos
profesionales- el bombero.
La
voz de la muchacha fue apagándose.
-¡De
qué modo tan extraño lo dice!
-Lo...
Lo hubiese adivinado con los ojos cerrados -prosiguió ella,
lentamente-.
-¿Por
qué? ¿Por el olor a petróleo? Mi esposa siempre se queja -replicó
él, riendo-. Nunca se consigue eliminarlo por completo.
-No,
en efecto -repitió ella, atemorizada-.
Montag
sintió que ella andaba en círculo a su alrededor, le examinaba de
extremo a extremo, sacudiéndolo silenciosamente y vaciándole los
bolsillos, aunque, en realidad, no se moviera en absoluto.
-El
petróleo -dijo Montag, porque el silencio se prolongaba- es como un
perfume para mí.
-¿De
veras le parece eso?
-Desde
luego. ¿Por qué no?
Ella
tardó en pensar.
-No
lo sé. -Volvió el rostro hacia la acera que conducía hacia sus
hogares-. ¿Le importa que regrese con usted? Me llamo Clarisse
McClellan.
-Clarisse.
Guy Montag. Vamos, ¿Por
qué anda tan sola a esas horas de la noche por ahí? ¿Cuántos años
tiene?
Anduvieron
en la noche llena de viento, por la plateada acera. Se percibía un
debilísimo aroma a albaricoques y frambuesas; Montag miró a su
alrededor y se dio cuenta de que era imposible que pudiera percibirse
aquel olor en aquella época tan avanzada del año.
Sólo
había la muchacha andando a su lado, con su rostro que brillaba como
la nieve al claro de luna, y Montag comprendió que estaba meditando
las preguntas que él le había formulado, buscando las mejores
respuestas.
-Bueno
-le dijo ella por fin-, tengo diecisiete años y estoy loca. Mi tío
dice que ambas cosas van siempre juntas. Cuando la gente te pregunta
la edad, dice, contesta siempre: diecisiete años y loca. ¿Verdad
que es muy agradable pasear a esta hora de la noche? Me gusta ver y
oler las cosas, y, a veces, permanecer levantada toda la noche,
andando, y ver la salida del sol.
Volvieron
a avanzar en silencio y, finalmente, ella dijo, con tono pensativo:
-¿Sabe?
No me causa usted ningún temor.
Él
se sorprendió.
-¿Por
qué habría de causárselo?
-Les
ocurre a mucha gente. Temer a los bomberos, quiero decir. Pero, al
fin y al cabo, usted no es más que un hombre...
Montag
se vio en los ojos de ella, suspendido en dos brillantes gotas de
agua, oscuro y diminuto, pero con mucho detalle; las líneas
alrededor de su boca, todo en su sitio, como si los ojos de la
muchacha fuesen dos milagrosos pedacitos de ámbar violeta que
pudiesen capturarle y conservarle intacto. El rostro de la joven,
vuelto ahora hacia él, era un frágil cristal de leche con una luz
suave y constante en su interior. No era la luz histérica de la
electricidad, sino... ¿Qué? Sino la agradable, extraña y
parpadeante luz de una vela. Una vez, cuando él era niño, en un
corte de energía, su madre había encontrado y encendido una última
vela, y se había producido una breve hora de redescubrimiento, de
una iluminación tal que el espacio perdió sus vastas dimensiones Y
se cerró confortablemente alrededor de s, transformados, esperando
ellos, madre e hijo, solitario que la energía no volviese quizá
demasiado Pronto...
En
aquel momento, Clarisse MeClellan dijo:
-¿No
le importa que le haga preguntas? ¿Cuánto tiempo lleva trabajando
de bombero?
-Desde
que tenía veinte años, ahora hace ya diez años.
-¿Lee
alguna vez alguno de los libros que quema?
Él
se echó a reir.
-¡Está
prohibido por la ley'
_¡Oh!
Claro...
-Es
un buen trabajo. El lunes quema a Millay, el miércoles a Whitman, el
viernes a Faulkner, conviértelos en ceniza y, luego, quema las
cenizas. Este es nuestro lema oficial.
Siguieron
caminando y la muchacha preguntó:
-¿Es
verdad que, hace mucho tiempo, los bomberos apagaban incendios, en
vez de provocarlos?
-No.
Las casas han sido siempre a prueba de incendios. Puedes creerme. Te
lo digo yo.
-¡Es
extraño! Una vez, oí decir que hace muchísimo tiempo las casas se
quemaban por accidente y hacían falta bomberos para apagar las
llamas.
Montag
se echó a reír.
Ella
le lanzó una rápida mirada.
-¿Por
qué se ríe?
-No
lo sé. -Volvió a reírse y se detuvo-, ¿Por qué?
-Ríe
sin que yo haya dicho nada gracioso, y contesta inmediatamente. Nunca
se detiene a pensar en lo que le pregunto.
Montag
se detuvo.
-Eres
muy extraña -dijo, mirándola-. ¿Ignoras qué es el respeto?
-No
me proponía ser grosera. Lo que me ocurre es que me gusta demasiado
observar a la gente.
-Bueno,
¿Y esto no significa algo para ti?
Y
Montag se tocó el número 451 bordado en su manga.
-Sí
-susurró ella. Aceleró el paso-. ¿Ha visto alguna vez los coches
retropropulsados que corren por esta calle?
-¡Estás
cambiando de tema!
-A
veces, pienso que sus conductores no saben cómo es la hierba, ni las
flores, porque nunca las ven con detenimiento -dijo ella-. Si le
mostrase a uno de esos chóferes una borrosa mancha verde, diría:
¡Oh, sí, es hierba? ¿Una mancha borrosa de color rosado? ¡Es una
rosaleda! Las manchas blancas son casas. Las manchas pardas son
vacas. Una vez, mi tío condujo lentamente por una carretera. Condujo
a sesenta y cinco kilómetros por hora y lo, encarcelaron por dos
días. ¿No es curioso, y triste también?
-Piensas
demasiado -dijo Montag, incómodo-.
-Casi
nunca veo la televisión mural, ni voy a las carreras o a los parques
de atracciones. Así, pues, dispongo de muchísimo tiempo para
dedicarlos a mis absurdos pensamientos. ¿Ha visto los carteles de
sesenta metros que hay fuera de la ciudad? ¿Sabía que hubo una
época en que los carteles sólo tenían seis metros de largo? Pero
los automóviles empezaron a correr tanto que tuvieron que alargar la
publicidad, para que durase un poco más.
-¡Lo
ignoraba!
-Apuesto
a que sé algo más que usted desconoce. Por las mañanas, la hierba
está cubierta de rocío.
De
pronto, Montag no pudo recordar si sabía aquello o no, lo que le
irritó bastante.
-Y
sí se fija -prosiguió ella, señalando con la barbilla hacia el
cielo- hay un hombre en la luna.
Hacía
mucho tiempo que él no miraba el satélite.
Recorrieron
en silencio el resto del camino. El de ella, pensativo, el de él,
irritado e incómodo, acusando
-Bueno,
¿y esto no significa algo para ti?
Y
Montag se tocó el número 451 bordado en su manga.
-Sí
-susurró ella. Aceleró el paso-. ¿Ha visto alguna vez los coches
retropropulsados que corren por esta calle?
-¡Estás
cambiando de tema!
-A
veces, pienso que sus conductores no saben cómo es la hierba, ni las
flores, porque nunca las ven con detenimiento -dijo ella-. Si le
mostrase a uno de esos chóferes una borrosa mancha verde, diría:
¡Oh, sí, es hierba! ¿Una mancha borrosa de color rosado? ¡Es una
rosaleda! Las manchas blancas son casas. Las manchas pardas son
vacas. Una vez, mi tío condujo lentamente por una carretera. Condujo
a sesenta y cinco kilómetros por hora y lo encarcelaron por dos
días. ¿No es curioso, y triste también?
-Piensas
demasiado -dijo Montag, incómodo.
-Casi
nunca veo la televisión mural, ni voy a las carreras o a los parques
de atracciones. Así, pues, dispongo de muchísimo tiempo para
dedicarlos a mis absurdos pensamientos. ¿Ha visto los carteles de
sesenta metros que hay fuera de la ciudad? ¿Sabía que hubo una
época en que los carteles sólo tenían seis metros de largo? Pero
los automóviles empezaron a correr tanto que tuvieron que alargar la
publicidad, para que durase un poco más.
-¡Lo
ignoraba!
-Apuesto
a que sé algo más que usted desconoce. Por las mañanas, la hierba
está cubierta de rocío.
De
pronto, Montag no pudo recordar si sabía aquello o no, lo que le
irritó bastante.
-Y
si se fija -prosiguió ella, señalando con la barbilla hacia el
cielo- hay un hombre en la luna.
Hacía
mucho tiempo que él no miraba el satélite.
Recorrieron
en silencio el resto del camino. El de ella, pensativo, el de él,
irritado e incómodo, acusando el impacto de las miradas inquisitivas
de la muchacha. Cuando llegaron a la casa de ella, todas sus luces
estaban encendidas.
-¿Qué
sucede?
Montag
nunca había visto tantas luces en una casa.
-¡Oh!
¡Son mis padres y mi tío que están sentados, charlando! Es como ir
a pie, aunque más extraño aún. A mi tío, le detuvieron una vez
por ir a pie. ¿Se lo había contado ya? ¡Oh! Somos una familia muy
extraña.
-Pero,
¿de qué charláis?
Al
oír esta pregunta, la muchacha se echó a reír.
-¡Buenas
noches!
Empezó
a andar por el pasillo que conducía hacia su casa. Después, pareció
recordar algo y regresó para mirar a Montag con expresión
intrigrada y curiosa.
-¿Es
usted feliz? -preguntó-.
-¿Que
si soy qué? -replicó él-.
Pero
ella se había marchado, corriendo bajo el claro de luna. La puerta
de la casa se cerró con suavidad.
-¡Feliz!
¡Menuda tontería!
Montag
dejó de reír.
Metió
la mano en el agujero en forma de guante de su puerta principal y le
dejó percibir su tacto. La puerta, se deslizó hasta quedar abierta.
«Claro
que soy feliz. ¿Qué cree esa muchacha? ¿Qué no lo soy?»,
preguntó a las silenciosas habitaciones.
inmovilizó
con la mirada levantada hacia la reja del ventilador del vestíbulo,
y, de pronto, recordó que algo estaba oculto tras aquella reja, algo
que parecía estar espiándole en aquel momento. Montag se apresuró,
a desviar su mirada.
¡Qué
extraño encuentro en una extraña noche! recordaba nada igual,
excepto una tarde, un año atrás, en que se encontró con un viejo
en el parque y ambos hablaron...
Montag
meneó la cabeza. Miró una pared desnuda. ,rostro de la muchacha
estaba allí, verdaderamente hermoso por lo que podía recordar; o
mejor dicho, sorprelidente. Tenía un rostro muy delgado, como la
esfera de un pequeño reloj entrevisto en una habitación oscura a
medianoche, cuando uno se despierta para ver la hora y descubre el
reloj que le dice la hora, el minuto y el segundo, con un silencio
blanco y un resplandor, lleno de seguridad y sabiendo lo que debe
decir de la noche que discurre velozmente hacia ulteriores tinieblas,
pero que también se mueve hacia un nuevo sol.
-¿Qué?
-preguntó Montag a su otra mitad, aquel imbécil subconsciente que a
veces andaba balbuceando, completamente desligado de su voluntad, su
costumbre y su conciencia-.
Volvió
a mirar la pared. El rostro de ella también se parecía mucho a un
espejo. Imposible, ¿cuánta gente había que refractase hacia uno su
propia luz? Por lo general, la gente era -Montag buscó un símil, lo
encontró en su trabajo- como antorchas, que ardían hasta
consumirse. ¡Cuán pocas veces los rostros de las otras personas
captaban algo tuyo y te devolvían tu propia expresión, tus
pensamientos más íntimos! ¡Aquella muchacha tenía un increíble
poder de identificación; era como el ávido espectador de una
función de marionetas, previendo cada parpadeo, cada movimiento de
una mano, cada estremecimiento de un dedo, un momento antes de que
sucediese. ¿Cuánto rato habían caminado juntos? ¿Tres minutos?
¿Cinco? Sin embargo, ahora le parecía un rato interminable. ¡Qué
inmensa figura tenía ella en el escenario que se extendía ante sus
ojos! ¡Qué sombra producía en la pared con su esbelto cuerpo!
Montag se dio cuenta de que, si le picasen los ojos, ella
Pestañearía. Y de que si los músculos de sus mandíbulas se
tensaran imperceptiblemente, ella bostezaría mucho antes de que lo
hiciera él.
«Pero
-pensó Montag-, ahora que caigo en ello, la chica parecía estar
esperándome allí, en la calle, tan avanzada hora de la noche ... »
Montag
abrió la puerta del dormitorio.
Era
como entrar en la fría sala de un mausoleo des, pués de haberse
puesto la luna. Oscuridad completa, ni un atisbo del plateado mundo
exterior; las ventanas herméticamente cerradas convertían la
habitación en un mundo de ultratumba en el que no podía penetrar
ningún ruido de la gran ciudad. La habitación no estaba vacía.
Montag
escuchó.
El
delicado zumbido en el aire, semejante al de un mosquito, el murmullo
eléctrico de una avispa oculta en su cálido nido. La música era
casi lo bastante fuerte para que él pudiese seguir la tonada.
Montag
sintió que su sonrisa desaparecía, se fundía, era absorbida por su
cuerpo como una corteza de sebo, como el material de una vela
fantástica que hubiese ardido demasiado tiempo para acabar
derrumbándose y apagándose. Oscuridad. No se sentía feliz. No era
feliz. Pronunció las palabras para sí mismo. Reconocía que éste
era el verdadero estado de sus asuntos. Llevaba su felicidad como una
máscara, y la muchacha se había marchado con su careta y no había
medio de ir hasta su puerta y pedir que se la devolviera.
Sin
encender la luz, Montag imaginó qué aspecto tendría la habitación.
Su esposa tendida en la cama, descubierta y fría, como un cuerpo
expuesto en el borde de la tumba, su mirada fija en el techo mediante
invisibles hilos de acero, inamovibles. Y en sus orejas las diminutas
conchas, las radios como dedales fuertemente apretadas, y un océano
electrónico de sonido, de música y palabras, afluyendo sin cesar a
las playas de su cerebro despierto. Desde luego la habitación estaba
vacía noche, las olas llegaban y se la llevaban con 51 gran marea de
sonido, flotando, ojiabierta hacia la mañana en que Mildred no
hubiese navegado por aquel mar, no se hubiese adentrado
espontáneamente por ter-
cera
vez
La
habitación era fresca; sin embargo, Montag sin- que no podía
respirar. No quería correr las cortinas y abrir los ventanales,
porque no deseaba que la luna penetrara en el cuarto.
por
lo tanto, con la sensación de un hombre que ha de morir en menos de
una hora, por falta de aire que respirar, se dirigió a tientas hacia
su cama abierta, separada y, en consecuencia fría.
Un
momento antes de que su pie tropezara con el objeto que había en el
suelo, advirtió lo que iba a ocurrir. Se asemejaba a la sensación
que había experimentado antes de doblar la esquina y atropellar casi
a la muchacha. Su pie, al enviar vibraciones hacia delante, había
recibido los ecos de la pequeña barrera que se cruzaba en su camino
antes de que llegara a alcanzarlo. El objeto produjo un tintineo
sordo y se deslizó en la oscuridad.
Montag
permaneció muy erguido, atento a cualquier sonido de la persona que
ocupaba la oscura cama en la oscuridad totalmente impenetrable. La
respiración que surgía por la nariz era tan débil que sólo
afectaba a las formas más superficiales de vida, una diminuta hoja,
una pluma negra, una fibra de cabello.
Montag
seguía sin desear una luz exterior. Sacó su encendedor, oyó que la
salamandra rascaba en el disco de plata, produjo un chasquido...
Dos
pequeñas lunas le miraron a la luz de la llamita; dos lunas pálidas,
hundidas en un arroyo de agua clara, sobre las que pasaba la vida del
mundo, sin alcanzarlas.
-¡Mildred!
El
rostro de ella era como una isla cubierta de nieve sobre la que podía
caer la lluvia sin causar ningún efecto; sobre la que podían pasar
las movibles sombras de las nubes, sin causarle ningún efecto. Sólo
había el canto de las diminutas radios en sus orejas herméticamente
taponadas, y su mirada vidriosa, y su respiración suave, débil, y
su indiferencia hacia los movimientos de Montag.
El
objeto que él había enviado a rodar con el resplandeció bajo el
borde de su propia cama. La botellita de cristal previamente llena
con treinta píldoras para dormir y que, ahora, aparecía destapada y
vacía a la luz de su encendedor.
Mientras
permanecía inmóvil, el cielo que se extendía sobre la casa empezó
a aullar. Se produjo un sonido desgarrador, como si dos manos
gigantes hubiesen desgarrado por la costura veinte mil kilómetros de
tela negra. Montag se sintió partido en dos. Le pareció que su
pecho se hundía y se desgarraba. -Las bombas cohetes siguieron
pasando, pasando, una, dos, una dos, seis de ellas, nueve de ellas,
doce de ellas, una y una y otra y otra lanzaron sus aullidos por él.
Montag abrió la boca y dejó que el chillido penetrara y volviera a
salir entre sus dientes descubiertos. La casa se estremeció El
encendedor se apagó en sus manos. Las dos pequeñas lunas
desaparecieron. Montag sintió que su mano se precipitaba hacia el
teléfono.
Los
cohetes habían desaparecido. Montag sintió que sus labios se
movían, rozaban el micrófono del aparato telefónico.
-Hospital
de urgencia.
Un
susurro terrible.
Montag
sintió que las estrellas habían sido pulverizadas por el sonido de
los negros reactores, y que, la mañana, la tierra estaría cubierta
con su polvo, como si se tratara de una extraña nieve. Aquél fue el
absurdo pensamiento que se le ocurrió mientras se estremecía. la
oscuridad, mientras sus labios seguían moviéndose.
Tenían
aquella máquina. En realidad, tenían dos. Una de ellas se deslizaba
hasta el estómago como una cobra negra que bajara por un pozo en
busca de agua antigua y del tiempo antiguo reunidos allí. Bebía la
sustancia verduzca que subía a la superficie en un lento hervir.
¿Bebía de la oscuridad? ¿Absorbía todos los venenos acumulados
por los años? Se alimentaba en silencio, con un ocasional sonido de
asfixia interna y ciega búsqueda. Aquello tenía un Ojo. El
impasible operario de la máquina podía, poniéndose un casco óptico
especial, atisbar en el alma de la persona a quien estaba analizando.
¿Qué veía el Ojo? No lo decía. Montag veía, aunque sin ver, lo
que el Ojo estaba viendo. Toda la operación guardaba cierta
semejanza con la excavación de una zanja en el patio de su propia
casa. La mujer que yacía en la cama no era más que un duro estrato
de mármol al que habían llegado. De todos modos, adelante, hundamos
más el taladro, extraigamos el vacío, si es que podía sacarse el
vacío mediante la succión de la serpiente.
El
operario fumaba un cigarrillo. La otra máquina funcionaba también.
La
manejaba un individuo igualmente impasible, vestido con un mono de
color pardo rojizo. Esta máquina extraía toda la sangre del cuerpo
y la sustituía por sangre nueva y suero.
-Hemos
de limpiamos de ambas maneras -dijo el operario, inclinándose sobre
la silenciosa mujer-. Es inútil lavar el estómago si no se lava la
sangre. Si se deja esa sustancia en la sangre, ésta golpea el
cerebro con la fuerza de un mazo, mil, dos mil veces, hasta que el
cerebro ya no puede más y se apaga.
-¡Deténganse!
-exclamó Montag-.
-Es
lo que iba a decir -dijo el operario-.
-¿Han
terminado?
Los
hombres empaquetaron las máquinas.
-Estamos
listos..
La
cólera de Montag ni siquiera les afectó. Permanecieron con el
cigarrillo en los labios, sin que el humo que penetraba en su nariz y
sus ojos les hiciera parpadear.
-Serán
cincuenta dólares.
-Ante
todo, ¿por qué no me dicen si sanará?
-¡Claro
que se curará! Nos llevamos todo el ve; no en esa maleta y, ahora,
ya no puede afectarle. como he dicho, se saca lo viejo, se pone lo
nuevo y que dan mejor que nunca.
-Ninguno
de ustedes es médico. ¿Por qué no han enviado uno?
-¡Diablo!
-El cigarrillo del operario se movió, sus labios-. Tenemos nueve o
diez casos como ése cada noche. Tantos que hace unos cuantos años
tuvimos que construir estas máquinas especiales. Con lente óptica,
claro está, resultan una novedad, el re es viejo. En un caso así no
hace falta doctor; lo único que se requiere son dos operarios
hábiles y liquidar e1 problema en media hora. Bueno -se dirigió
hacia! puerta-, hemos de irnos. Acabamos de recibir otra llamada en
nuestra radio auricular. A diez manzanas aquí. Alguien se ha zampado
una caja de píldoras, si vuelve a necesitamos, llámenos. Procure
que su es permanezca quieta. Le hemos inyectado un antisedante, Se
levantará bastante hambrienta. Hasta la vista.
Y
los hombres cogieron la máquina y el tubo, caja de melancolía
líquida y traspasaron la puerta.
Montag
se dejó caer en una silla y contempló mujer. Ahora tenía los ojos
cerrados, apaciblemente él alargó una mano para sentir en la palma
la tibieza la respiración.
-Mildred
-dijo por fin-.
«Somos
demasiados -pensó---. Somos miles de millones, es excesivo. Nadie
conoce a nadie. Llegan u desconocidos y te violan, llegan unos
desconocidos desgarran el corazón. Llegan unos desconocidos y llevan
la sangre. ¡Válgame Dios! ¿Quiénes son hombres? ¡Jamás les
había visto!»
Transcurrió
media hora.
El
torrente sanguíneo de aquella mujer era nuevo y parecía haberla
cambiado. Sus mejillas estaban muy sonrojadas Y sus labios aparecían
frescos y llenos de color, suaves y tranquilos. Allí había la
sangre de otra persona. Si hubiera también la carne, el cerebro y la
memoria de otro... Si hubiesen podido llevarse su cerebro a la
lavandería, para vaciarle los bolsillos y limpiarlo a fondo,
devolviéndolo como nuevo a la mañana siguiente... Si...
Montag
se levantó, descorrió las cortinas y abrió las ventanas de par en
par para dejar entrar el aire nocturno. Eran las dos de la madrugada.
¿Era posible que sólo hubiera transcurrido una hora desde que
encontró a Clarisse McCIellan en la calle, que él había entrado
para encontrar la habitación oscura, desde que su pie había
golpeado la botellita de cristal? Sólo una hora, pero el mundo se
había derrumbado y vuelto a constituirse con una forma nueva e
incolora.
De
la casa de Clarisse, por encima M césped iluminado por el claro de
luna, llegó el eco de unas risas; la de Clarisse, la de sus padres y
la del tío que sonreía tan sosegado y ávidamente. Por encima de
todo, sus risas eran tranquilas y vehementes, jamás forzadas, y
procedían de aquella casa tan brillantemente iluminada a avanzada
hora de la noche, en tanto que todas las demás estaban cerradas en
sí mismas, rodeadas de oscuridad. Montag oyó las voces que
hablaban, hablaban, tejiendo y volviendo a tejer su hipnótica tela.
Montag
salió por el ventana¡ y atravesó el césped, sin darse cuenta de
lo que hacía. Permaneció en la sombra, frente a la casa iluminada,
pensando que podía llamar a la puerta y susurrar:
«Dejadrne
pasar. No diré nada. Sólo deseo escuchar. ¿De qué estáis
hablando?»
Pero,
en vez de ello, permaneció inmóvil, muy frío Con e1 rostro
convertido en una máscara de hielo, escuchando una voz de hombre
-¿la del tío?- que hablaba con tono sosegado:
-Bueno,
al fin y al cabo, ésta es la era del tejido disponible. Dale un
bufido a una persona, atácala, ahuyéntala, localiza otra, bufa,
ataca, ahuyenta. Todo el mundo utiliza las faldas de todo el mundo.
¿Cómo puede esperarse que uno se encariñe por el equipo de casa
cuando ni siquiera se tiene un programa o se conocen los nombres? Por
cierto, ¿qué colores de camiseta llevan cuando salen al campo?
Montag
regresó a su casa, dejó abierta la venta comprobó el estado de
Mildred, la arropó cuidadosamente y, después, se tumbó bajo el
claro de luna, que formaba una cascada de plata en cada uno de sus
ojos.
Una
gota de lluvia. Clarisse. Otra gota. Mildred. Una tercera. El tío.
Una cuarta. El fuego esta noche. Una, Clarisse. Dos, Mildred. Tres,
tío. Cuatro, fuego. Una, Mildred, dos Clarisse. Una, dos, tres,
cuatro, cinco, Clarisse, Mildred, tío, fuego, tabletas soporíferas,
hombres, tejido disponible, faldas, bufido, ataque, rechazo,
Clarisse, Mildred, tío, fuego, tabletas, tejidos, bufido, ataques,
rechace. ¡Una, dos, tres, una, dos, tres! Lluvia. La tormenta. El
tío riendo. El trueno descendiendo desde lo alto. Todo el mundo
cayendo convertido en lluvia. El fuego ascendiendo en el volcán.
Todo mezclado en un estrépito ensordecedor y en un torrente, que se
encaminaba hacia el amanecer.
-Ya
no entiendo nada de nadie -dijo Montag-
Y
dejó que una pastilla soporífera se disolviera en su lengua.
A
las nueve de la mañana, la cama de Mildred estaba vacía.
Montag
se levantó apresuradamente. Su corazón latía rápidamente, corrió
vestíbulo abajo y se detuvo la puerta de la cocina.
una
tostada asomó por el tostador plateado, y fue -da por una mano
metálica que la embadurnó de mantequilla derretida.
Mildred
contempló cómo la tostada pasaba a su plato. Tenía las orejas
cubiertas con abejas electrónicas que, con su susurro, ayudaban a
pasar el tiempo. De pronto, la mujer levantó la mirada, vio a
Montag, le saludó con la cabeza.
-¿Estás
bien? -preguntó Montag-.
Mildred
era experta en leer el movimiento de los labios, a consecuencia de
diez años de aprendizaje con las pequeñas radios auriculares.
Volvió a asentir. Introdujo otro pedazo de pan en la tostadora.
Montag
se sentó.
Su
esposa dijo:
-No
entiendo por qué estoy tan hambrienta.
-Es
que...
-Estoy
hambrienta.
-Anoche...
-empezó a decir él-.
-No
he dormido bien. Me siento fatal. ¡Caramba! ¡Qué hambre tengo! No
lo entiendo.
-Anoche
-volvió a decir él-.
Ella
observó distraídamente sus labios.
-¿Qué
ocurrió anoche?
-¿No
lo recuerdas?
_¿Qué?
¿Celebramos una juerga o algo por el estilo? Siento como una especie
de jaqueca. ¡Dios, qué hambre tengo! ¿Quién estuvo aquí?
-Varias
personas.
-Es
lo que me figuraba. -Mildred mordió su tostada-- Me duele el
estómago, pero tengo un hambre canina. Supongo que no cometí
ninguna tontería durante la fiesta.
-No
-respondió él con voz queda-.
La
tostadora le ofreció una rebanada untada con mantequilla. Montag
alargó la mano, sintiéndose agradecido.
-Tampoco
tú pareces estar demasiado en forma -dijo su esposa-.
A
última hora de la tarde llovió, y todo el mundo adquirió un color
grisáceo oscuro. En el vestíbulo casa, Montag se estaba poniendo la
insignia con la salamandra anaranjada. Levantó la mirada hacia la
rejilla del aire acondicionado que había en el vestíbulo. Su
esposa, examinando un guión en la salita, apartó la mirada el
tiempo suficiente para observarle,
-¡Eh!
-dijo-. ¡El hombre está pensando!
-Sí
-dijo él-. Quería hablarte. -Hizo una pausa-. Anoche, te tomaste
todas las píldoras de tu botellita de somníferos.
-¡Oh,
jamás haría eso! -replicó ella, sorprendida
-El
frasquito estaba vacío.
-Yo
no haría una cosa como ésa, ¿Por qué tedría que haberlo hecho?
-Quizá
te tomaste dos píldoras, lo olvidaste, volviste a tomar otras dos, y
así sucesivamente hasta quedar tan aturdida que seguiste tomándolas
mecánicamente hasta tragar treinta o cuarenta de ellas.
-Cuentos
-dijo ella-. ¿Por qué podría haber querido hacer semejante
tontería?
-No
lo sé.
Era
evidente que Mildred estaba esperando a que Montag se marchase.
-No
lo he hecho -insistió la mujer-. No lo haría ni en un millón de
años.
-Muy
bien. Puesto que tú lo dices...
-Eso
es lo que dice la señora.
Ella
se concentró de nuevo en el guión.
-¿Qué
dan esta tarde? -preguntó Montag con tono aburrido-.
Mildred
volvió a mirarle.
-Bueno,
se trata de una obra que transmitirán en circuito moral dentro de
diez minutos. Esta mañana me han enviado mi papel por correo. Yo les
había enviado varias tapas de cajas. Ellos escriben el guión con un
papel en blanco. Se trata de una nueva idea. La concursante, o sea
yo, ha de recitar ese papel. Cuando llega el momento de decir las
líneas que faltan, todos me miran desde las tres paredes, y yo les
digo. Aquí, por ejemplo, el hombre dice: «¿Qué te parece esta
idea, Helen?» Y me mira mientras yo estoy sentada aquí en el centro
del escenario, ¿comprendes? Y yo replico, replico... –Hizo una
pausa y, con el dedo, buscó una línea del guión-.«¡Creo que es
estupenda!» Y así continúan con la obra hasta que él dice: «¿Está
de acuerdo con esto, Helen?»,
y
yo «¡Claro que sí!» ¿Verdad que es divertido, Guy?
El
permaneció en el vestíbulo, mirándola.
-Desde
luego, lo es -prosiguió ella-.
-¿De
qué trata la obra?
-Acabo
de decírtelo. Están esas personas llamadas Bob, Ruth y Helen.
-¡Oh!
-Es
muy distraída. Y aún lo será más cuando podamos instalar
televisión en la cuarta pared. ¿Cuánto crees que tardaremos ahora
para poder sustituir esa pared por otra con televisión? Sólo cuesta
dos mil dólares.
-Eso
es un tercio de mi sueldo anual.
-Sólo
cuesta dos mil dólares -repitió ella-. Y creo que alguna vez
deberías tenerme cierta consideración. Si tuviésemos la cuarta
pared... ¡Oh! Sería como si esta sala ya no fuera nuestra en
absoluto, sino que perteneciera a toda clase de gente exótica.
Podríamos pasarnos de algunas cosas.
-Ya
nos estamos pasando de algunas para pagar la tercera pared. Sólo
hace dos meses que la instalamos. ¿Recuerdas?
-¿Tan
poco tiempo hace? -se lo quedó mirando durante un buen rato-. Bueno,
adiós.
-Adiós
-dijo él. Se detuvo y se volvió hacia su mujer-. ¿Tiene un final
feliz?
-Aún
no he terminado de leerla.
Montag
se acercó, leyó la última página, asintió, dobló el guión y se
lo devolvió a Mildred. Salió de casa y se adentró en la lluvia.
El
aguacero iba amainando, y la muchacha andaba por el centro de la
acera, con la cabeza echada hacia atrás para que las gotas le
cayeran en el rostro. Cuando vio a Montag, sonrió.
-¡Hola!
Él
contestó al saludo y después, dijo:
-¿Qué
haces ahora?
-Sigo
loca. La lluvia es agradable. Me encanta caminar bajo la lluvia.
-No
creo que a mí me gustase.
-Quizá
sí, si lo probara.
-Nunca
lo he hecho.
Ella
se lamió los labios.
-La
lluvia incluso tiene buen sabor.
-¿A
qué te dedicas? ¿A andar por ahí probán todo una vez? -inquirió
Montag-.
-A
veces, dos.
La
muchacha contempló algo que tenía en una mano
-¿Qué
llevas ahí?
-Creo
que es el último diente de león de este Me parecía imposible
encontrar uno en el césped, avanzada la temporada. ¿No ha oído
decir eso de ftotarselo contra la barbilla? Mire.
Clarisse
se tocó la barbilla con la flor, riendo.
-¿Para
qué?
-Si
deja señal, significa que estoy enamorada, ¿ha ensuciado?
Él
sólo fue capaz de mirar.
-¿Qué?
-preguntó ella
-Te
has manchado de amarillo.
-¡Estupendo!
Probemos ahora con usted.
Conmigo
no dará resultado.
-Venga.
-Antes de que Montag hubiese podido moverse la muchacha le puso el
diente de león bajo la barbilla. Él se echó hacia atrás y ella
rió-. ¡Estése quieto!
Atisbó
bajo la barbilla de él y frunció el ceño.
-¿Qué?
-dijo Montag-.
-¡Qué
vergüenza! No está enamorado de nadie.
-¡Sí
que lo estoy!
-Pues
no aparece ninguna señal.
-¡Estoy
muy enamorado! -Montag trató de evocar un rostro que encajara con
sus palabras, pero no lo encontró-. ¡Sí que lo estoy!
-¡Oh,
por favor, no me mire de esta manera!
-Es
el diente de león -replicó él-. Lo has gastado todo contigo. Por
eso no ha dado resultado en mí.
-Claro,
debe de ser esto. ¡Oh! Ahora, le he enojado. Ya lo veo. Lo siento,
de verdad.
La
muchacha le tocó en un codo.
-No,
no -se apresuró a decir él-. No me ocurre absolutamente nada.
-He
de marcharme. Diga que me perdona. No quiero que esté enojado
conmigo.
-No
estoy enojado. Alterado, sí.
-Ahora
he de ir a ver a mi psiquiatra. Me obligan a ir. Invento cosas que
decirle. Ignoro lo que pensará de mí ¡Dice que soy una cebolla muy
original! Le tengo ocupado pelando capa tras capa.
-Me
siento inclinado a creer que necesitas a ese psiquiatra -dijo
Montag-.
-No
lo piensa en serio.
Él
inspiró profundamente, soltó el aire y, por último dijo:
-No,
no lo pienso en serio.
-El
psiquiatra quiere saber por qué salgo a pasear por el bosque, a
observar a los pájaros y a coleccionar mariposas. Un día, le
enseñaré mi colección.
-Bueno.
-Quieren
saber lo que hago a cada momento. les digo que a veces me limito a
estar sentada y a pensar. Pero no quiero decirles sobre qué.
Echarían a correr. Y, a veces, les digo, me gusta echar la cabeza
hacia atrás, así, y dejar que la lluvia caiga en mi boca. Sabe a
vino. ¿Lo ha probado alguna vez?
-No,
yo...
,-Me
ha perdonado usted, ¿verdad?
-Sí
-Montag meditó sobre aquello-. Si, te perdonado. Dios sabrá por
qué. Eres extraña, eres irritante y, sin embargo, es fácil
perdonarte. ¿Dices que tienes diecisiete años?
-Bueno,
los cumpliré el mes próximo.
-Es
curioso. Mi esposa tiene treinta y, sin embargo, hay momentos en que
pareces mucho mayor ella. No acabo de entenderlo.
-También
usted es extraño, Mr. Montag. A veces, hasta olvido que es bombero.
Ahora, ¿puedo encolerizarle de nuevo?
-Adelante.
-¿Cómo
empezó eso? ¿Cómo intervino usted? ¿Cómo escogió su trabajo y
cómo se le ocurrió buscar empleo que tiene? Usted no es como los
demás. He visto a unos cuantos. Lo sé. Cuando hablo, usted me mira
Anoche, cuando dije algo sobre la luna, usted la miró. Los otros
nunca harían eso. Los otros se alejarían, dejándome con la palabra
en la boca. 0 me amenazarían. Nadie tiene ya tiempo para nadie.
Usted es uno de pocos que congenian conmigo. Por eso pienso que tan
extraño que sea usted bombero. Porque la verdad que no parece un
trabajo indicado para usted.
Montag
sintió que su cuerpo se dividía en calor y frialdad, en suavidad y
dureza, en temblor y firmeza ambas mitades se fundían la una contra
la otra.
-Será
mejor que acudas a tu cita -dijo, por fin-.
Y
ella se alejó corriendo y le dejó plantado allí, bajo lluvia.
Montag tardó un buen rato en moverse.
Y
luego, muy lentamente, sin dejar de andar, levantó el rostro hacia
la lluvia, sólo por un momento, y abrió la boca...
El
Sabueso Mecánico dormía sin dormir, vivía sin y ivir en el suave
zumbido, en la suave vibración de la perrera débilmente iluminada,
en un rincón oscuro de la parte trasera del cuartel de bomberos. La
débil luz de la una de la madrugada, el claro de luna enmarcado en
el gran ventanal tocaba algunos puntos del latón, el cobre y el
acero de la bestia levemente temblorosa. La luz se reflejaba en
porciones de vidrio color rubí y en sensibles pelos capilares, del
hocico de la criatura, que temblaba suave, suavemente, con sus ocho
patas de pezuñas de goma recogidas bajo el cuerpo.
Montag
se deslizó por la barra de latón abajo. Se asomó a observar la
ciudad, y las nubes habían desaparecido por completo; encendió un
cigarrillo, retrocedió para inclinarse y mirar al Sabueso. Era como
una gigantesca abeja que regresaba a la colmena desde algún campo
donde la miel está llena de salvaje veneno, de insania o de
pesadilla, con el cuerpo atiborrado de aquel néctar excesivamente
rico, y, ahora, estaba durmiendo para eliminar de sí los humores
malignos.
-Hola
-susurró Montag, fascinado como siempre, Por la bestia muerta, la
bestia viviente-.
De
noche, cuando se aburría, lo que ocurría a diario los hombres se
dejaban resbalar por las barras de latón y Ponían en marcha las
combinaciones del sistema olfativo del Sabueso, y soltaban ratas en
el área del cuartel de bomberos; otras veces, pollos, y otras, gatos
que , de todos modos, hubiesen tenido que ser ahogados, Y se hacían
apuestas acerca qué presa el Sabueso cogería primero. Los animales
eran soltados. Tres segundos más tarde, el fuego había terminado,
la rata, el gato pollo atrapado en mitad del patio, sujeto por las
suaves pezuñas, mientras una aguja hueca de diez centímetros surgía
del morro del Sabueso para inyectar una dosis masiva de morfina o de
procaína. La presa era arrojada luego al incinerador. Empezaba otra
partida.
Cuando
ocurría esto, Montag solía quedarse arriba. Hubo una vez, dos años
atrás, en que hizo una apuesta y perdió el salario de una semana,
debiendo enfrentarse con la furia insana de Mildred, que aparecía en
sus venas y sus manchas rojizas. Pero, ahora, durante la noche,
permanecía tumbado en su litera, con el rostro vuelto hacia la
pared, escuchando las carcajadas de abajo y el rumor de las patas de
los roedores, seguidos del rápido y silencioso movimiento del
Sabueso que saltaba bajo la cruda luz, encontrando, sujetando a su
victima, insertando la aguja y regresando a su perrera para morir
como si se hubiese dado vueltas a un conmutador.
Montag
tocó el hocico. El Sabueso gruñó.
Montag
dio un salto hacia atrás.
El
Sabueso se levantó a medias en su perrera miró con ojos
verdeazulados de neón que parpadea, en sus globos repentinamente
activados. Volvió a gruñir, una extraña combinación de siseo
eléctrico, de pitar y de chirrido de metal, un girar de engranajes
parecían oxidados y llenos de recelo.
-No,
no, muchacho -dijo Montag-.
El
corazón le latió fuertemente. Vio que la aguja plateada asomaba un
par de centímetros, volvía a ocultarse, asomaba un par de
centímetros, volvía a ocultarse, asomaba, se ocultaba. El gruñido
se acentuó, la bestia miró a Montag.
Éste
retrocedió. El Sabueso adelantó un paso en su perrera. Montag cogió
la barra de metal con una mano. La barra, reaccionando, se deslizó
hacia arriba y silenciosamente, le llevó más arriba del techo,
débilmente iluminada. Estaba tembloroso y su rostro tenía un color
blanco verdoso. Abajo, el Sabueso había vuelto a agazaparse sobre
sus increíbles ocho patas de insecto y volvía a ronronear para sí
mismo, con sus ojos de múltiples facetas en paz.
Montag
esperó junto al agujero a que se calmaran sus temores. Detrás de
él, cuatro hombres jugaban a los naipes bajo una luz con pantalla
verde, situada en una esquina. Los jugadores lanzaron una breve
mirada a Montag, pero no dijeron nada. Sólo el hombre que llevaba el
casco de capitán y el signo del cenit en el mismo, habló por
último, con curiosidad, sosteniendo las cartas en una de sus manos,
desde el otro lado de la larga habitación.
-Montag...
-No
le gusto a ése -dijo Montag-.
-¿Quién,
al Sabueso? -El capitán estudió sus naipes-. Olvídate de ello. Ése
no quiere ni odia. Simplemente, funciona. Es como una lección de
balística. Tiene una trayectoria que nosotros determinamos. Él la
sigue rigurosamente. Persigue el blanco, lo alcanza, y nada más.
Sólo es alambre de cobre, baterías de carga y electricidad.
Montag
tragó saliva.
-Sus
calculadoras pueden ser dispuestas para cualquier combinación,
tantos aminoácidos, tanto azufre, tanta grasa, tantos álcalis. ¿No
es así?
-Todos
sabemos que sí.
-Las
combinaciones químicas y porcentajes de cada uno de nosotros están
registrados en el archivo general del cuartel, abajo. Resultaría
fácil para alguien introducir en la memoria del Sabueso una
combinación parcial, quizá un toque de aminoácido. Eso explicaría
lo que el animal acaba de hacer. Ha reaccionado contra mí.
-¡Diablos!
-exclamó el capitán-.
-Irritado,
pero no completamente furioso. Sólo con la suficiente memoria para
gruñirme al tocarlo.
-¿Quién
podría haber hecho algo así? -preguntó el capitán-. Tú no tienes
enemigos aquí, Guy.
-Que
yo sepa, no. -¿Quién podría haber hecho algo así? -pregu el
capitán-. Tú no tienes enemigos aquí, Guy.
-Que
yo sepa, no. J,
-Mañana
haremos que nuestros técnicos verifique¡ el Sabueso.
-No
es la primera vez que me ha amenaz -dijo Montag-. El mes pasado
ocurrió dos veces. j
-Arreglaremos
esto, no te preocupes.
Pero
Montag no se movió y siguió pensando en reja de¡ ventilador del
vestíbulo de su casa, y en lo que había oculto detrás de la misma.
Si alguien del cuartd de bomberos estuviese enterado de lo del
ventilado; ¿no podría ser que se lo «contara» al Sabueso ... ?
El
capitán se acercó al agujero de la sala y lan una inquisitiva
mirada a Montag.
-Estaba
pensando -dijo Montag- en qué es pensando el Sabueso Mecánico ahí
abajo, toda la che. ¿Está vivo de veras? Me produce escalofríos.
-Él
no piensa nada que no deseemos que piense.
-Es
una pena -dijo Montag con voz queda-, porque lo único que ponemos en
su cerebro es cacería, búsqueda y matanza. ¡Qué vergüenza que
solamente haya de conocer eso!
Beatty
resopló amablemente.
-¡Diablos!
Es una magnífica pieza de artesanía,'J proyectil que busca su
propio objetivo y garantiza blanco cada vez.
-Por
eso no quisiera ser su próxima víctima plicó Montag-.
-¿Por
qué? ¿Te remuerde la conciencia acercOC algo?
Montag
levantó la mirada con rapidez.
Beatty
permanecía allí, mirándole fijamente a ojos, en tanto que su boca
se abría y empezaba a con suavidad.
-Mañana
haremos que nuestros técnicos verifiquen el Sabueso.
-No
es la primera vez que me ha amenazado -dijo Montag-. El mes pasado
ocurrió dos veces.
-Arreglaremos
esto, no te preocupes.
Pero
Montag no se movió y siguió pensando en reja del ventilador del
vestíbulo de su casa, y en lo que había oculto detrás de la misma.
Si alguien del cuartel de bomberos estuviese enterado de lo del
ventilador; ¿no podría ser que se lo «contara» al Sabueso...?
El
capitán se acercó al agujero de la sala y lanzó una inquisitiva
mirada a Montag.
-Estaba
pensando -dijo Montag- en qué está pensando el Sabueso Mecánico
ahí abajo, toda la noche. ¿Está vivo de veras? Me produce
escalofríos.
-Él
no piensa nada que no deseemos que piense.
-Es
una pena -dijo Montag con voz queda-, porque lo único que ponemos en
su cerebro es cacería, búsqueda y matanza. ¡Qué vergüenza que
solamente haya de conocer eso!
Beatty
resopló amablemente.
-¡Diablos!
Es una magnífica pieza de artesanía, un proyectil que busca su
propio objetivo y garantiza blanco cada vez.
-Por
eso no quisiera ser su próxima víctima -replicó Montag-.
-¿Por
qué? ¿Te remuerde la conciencia acerca de algo?
Montag
levantó la mirada con rapidez.
Beatty
permanecía allí, mirándole fijamente a ojos, en tanto que su boca
se abría y empezaba a con suavidad.
Uno,
dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete días. Y cada vez que él salía
de la casa. Clarisse estaba por allí, en algún jugar del mundo. Una
vez, Montag la vio sacudiendo un nogal; otra, sentada en el césped,
tejiendo un jersey azul; en tres o cuatro ocasiones, encontró un
ramillete de flores tardías en el porche de su casa, o un puñado de
nueces en un pequeño saquito, o varias hojas otoñales pulcramente
clavadas en una cuartilla de papel blanco, sujeta en su puerta.
Clarisse le acompañaba cada día hasta la esquina. Un día, llovía;
el siguiente, estaba despejado; el otro, soplaba un fuerte viento, y
el de más allá, todo estaba tranquilo y en calma; el día siguiente
a ese día en calma fue semejante a un horno veraniego y Clarisse
apareció con el rostro quemado por el sol.
-¿Por
qué será -dijo él una vez, en la entrada del «Metro»- que tengo
la sensación de conocerte desde hace muchos años?
-Porque
le aprecio a usted -replicó ella-, y no deseo nada suyo. Y porque
nos conocemos mutuamente.
-Me
haces sentir muy viejo y parecido a un padre.
-¿Puede
explicarme por qué no tiene ninguna hija como yo, si le gustan tanto
los niños?
-Lo
ignoro.
-¡Bromea
usted!
-Quiero
decir... -Montag calló y meneó la cabeza- . Bueno, es que mi
esposa... Ella nunca ha deseado tener niños.
La
muchacha dejó de sonreír.
-Lo
siento. Me había parecido que se estaba burlando de mí. Soy una
tonta.
-No,
no -replicó Montag-. Ha sido una buena pregunta. Hacía mucho tiempo
que nadie se interesaba por mí para hacérmela. Una buena pregunta.
-Hablemos
de otra cosa. ¿Ha olido alguna vez unas hojas viejas? ¿Verdad que
huelen a cinamomo? Tome. huela.
-Caramba,
sí, en cierto modo, parece cinamomo.
Clarisse
le miró con sus transparentes ojos oscuros
-Siempre
parece ofendido.
-Es
que no he tenido tiempo...
-¿Se
fijó en los carteles alargados, tal como le dije?
-Creo
que sí. Sí.
Montag
tuvo que reírse.
-Su
risa parece mucho más simpática que antes.
-¿De
veras?
-Mucho
más tranquila.
Montag
se sintió a gusto y cómodo,
-¿Por
qué no estás en la escuela? Cada día te encuentro vagabundeando
por ahí.
-¡Oh,
no me echan en falta! -contestó ella-. creen que soy insociable. No
me adapto. Es muy extraño. En el fondo, soy muy sociable. Todo
depende de lo se entienda por ser sociable, ¿no? Para mí,
representa hablar de cosas como éstas. -Hizo sonar unas nueces que
habían caído del árbol del patio-. 0 comentar lo extraño que es
el mundo. Estar con la gente es agradable. Pero no considero que sea
sociable reunir a un grupo de gente y, después, no dejar que hable.
Una hora de clase TV, una hora de baloncesto, de pelota base o de
carreras, otra hora de transcripción o de reproducción de imágenes,
y más deportes. Pero ha de saber que nunca hacemos preguntas, o por
lo menos, la mayoría no las hace; no hacen más que lanzarte las
respuestas izas!, izas!, y nosotros sentados allí durante otras
cuatro horas de clase cinematográfica. Esto no tiene nada que ver
con la sociabilidad. Hay muchas chimeneas y mucha agua que mana por
ellas, y todos nos decimos es vino, cuando no lo es. Nos fatigan
tanto que al terminar el día, sólo somos capaces de acostarnos, ir
a un Parque de Atracciones para empujar a la gente, romper cristales
en el Rompedor de Ventanas o triturar automóviles en el
Aplastacoches; con la gran bola de acero. Al salir en automóvil y
recorrer las calles, intentando comprobar cuán cerca de los faroles
es posible detenerte, o quien es el último que salta del vehículo
antes de que se estrelle. Supongo que soy todo lo que dicen de mí,
desde luego. No tengo ningún amigo. Esto debe demostrar que soy
anormal. Pero todos aquellos a quienes conozco andan gritando o
bailando por ahí como locos, o golpeándose mutuamente. ¿Se ha dado
cuenta de cómo, en la actualidad, la gente se zahiere entre sí?
-Hablas
como una vieja.
-A
veces, lo soy. Temo a los jóvenes de mi edad. Se matan mutuamente.
¿Siempre ha sido así? Mi tío dice que no. Sólo en el último año,
seis de mis compañeros han muerto por disparo. Otros diez han muerto
en accidente de automóvil. Les temo, y ellos no me quieren por este
motivo. Mi tío dice que su abuelo recordaba cuando los niños no se
mataban entre sí. Pero de eso hace mucho, cuando todo era distinto.
Mi tío dice que creían en la responsabilidad. Ha de saber que yo
soy responsable. Años atrás, cuando lo merecía, me azotaban. Y
hago a mano todas las compras de la casa, y también la limpieza.
Pero por encima de todo -prosiguió diciendo Clarisse-, me gusta
observar a la gente. A veces, me paso el día entero en el «Metro»,
y los contemplo y los escucho. Sólo deseo saber qué son, qué
desean y adónde van. A veces, incluso voy a los parques de
atracciones y monto en los coches cohetes cuando recorren los
arrabales de la ciudad a medianoche y la Policía no se mete con
ellos con tal de que estén asegurados. Con tal de que todos tengan
un seguro de diez mil, todos contentos. A veces, me deslizo a
hurtadillas y escucho en el «Metro». 0 en las cafeterías. Y, ¿sabe
qué?
_¿Qué?
-La
gente no habla de nada.
-¡Oh,
de algo hablarán!
-No,
de nada. Citan una serie de automóviles, de ropa o de piscinas, y
dicen que es estupendo. Pero todos dicen lo mismo y nadie tiene una
idea original. los cafés, la mayoría de las veces funcionan las
máquinas de chistes, siempre los mismos, o la pared musical
encendida y todas las combinaciones coloreadas y bajan, pero sólo se
trata de colores y de dibujo abstracto. Y en los museos... ¿Ha
estado en ellos? Todo es abstracto. Es lo único que hay ahora. Mi
tío dice antes era distinto. Mucho tiempo atrás, los cuadros
algunas veces, decían algo o incluso representaban personas.
-Tu
tío dice, tu tío dice... Tu tío debe de ser un hombre notable.
-Lo
es. Sí que lo es. Bueno, he de marcharme. Adios,
Mr. Montag.
-Adiós.
-Adiós...
Uno,
dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete días: el cuartel de bomberos.
-Montag,
estás puliendo esa barra como un pájaro encaramado en un árbol.
Tercer
día.
-Montag,
he visto que entrabas por la puerta posterior. ¿Te preocupa el
Sabueso?
-No,
no.
Cuatro
días.
-¡Qué
curioso, Montag! Esta mañana lo he oído contar. Un bombero de
Seattle sintonizó adrede un sabueso mecánico con su propio complejo
químico y, después, lo soltó. ¿Qué clase de suicidio llamarías
a esto?
Cinco,
seis, siete días.
Y,
luego, Clarisse desapareció. Montag advirtió lo que ocurría
aquella tarde, peor era no verla por allí. El césped estaba vacío,
los árboles vacíos, la calle también, y si bien al principio
Montag ni siquiera comprendió que la echaba en falta o que la estaba
buscando, la realidad era que cuando llegó al «Metro» sentía en
su interior débiles impulsos de intranquilidad.
Algo
ocurría, algo había alterado su rutina. Una rutina sencilla, es
cierto, establecida en unos cuantos días, y, sin embargo...
Estuvo
a punto de volver atrás para rehacer el camino, para dar tiempo a
que la muchacha apareciese. Estaba seguro de que si seguía la misma
ruta todo saldría bien. Pero era tarde, y la llegada del convoy puso
punto final a sus planes.
El
revoloteo de los naipes, el movimiento de las manos, de los párpados,
el zumbido de la voz que anunciaba la hora en el techo del cuartel de
bomberos: « ... una treinta y cinco. Jueves mañana, 4 noviembre ...
Una treinta y seis... Una treinta y siete de la mañana ... » El
rumor de los naipes en la grasienta mesa... Todos los sonidos
llegaban a Montag tras sus ojos cerrados, tras la barrera que había
erigido momentáneamente. Percibía el cuartel lleno de centelleos y
de silencio, de colores de latón, de colores de las monedas, de oro,
de plata. Los hombres, invisibles, al otro lado de la mesa,
suspiraban ante sus naipes, esperando. « ... Una cuarenta y
cinco...» El reloj oral pronunció lúgubremente la fría hora de
una fría mañana de un año aún más frío.
-¿Qué
te ocurre, Montag?
El
aludido abríó los ojos.
Una
radio susurraba en algún sitio: ... “la guerra puede ser declarada
en cualquier momento. El país está listo para defender sus...”
El
cuartel se estremeció cuando una numerosa escuadrilla de reactores
lanzó su nota aguda en el oscuro cielo matutino
Montag
parpadeó. Beatty le miraba como si fuese una estatua en un museo. En
cualquier momento, Beatty podía levantarse y acercársele, tocar,
explorar su culpabilidad. ¿Culpabilidad? ¿Qué culpabilidad era
aquélla?
-Tú
juegas, Montag.
Miró
a aquellos hombres, cuyos rostros estaban tostados por un millar de
incendios auténticos y otros millones de imaginarios, cuyo trabajo
les enrojecía mejillas y ponía una mirada febril en sus ojos.
Aquellos hombres que contemplaban con fijeza las llamas de
encendedores de platino cuando encendían sus boquillas que ardían
eternamente. Ellos y su cabello cubierto de carbón, sus cejas sucias
de hollín y sus mejillas manchadas de ceniza cuando estaban recién
afeitados; pero parecía su herencia. Montag dio un respingo y abrió
la boca. ¿Había visto, alguna vez, a un bombero que no tuviese el
cabello negro, las cejas negras, un rostro fiero y un aspecto
hirsuto, incluso recién afeitado? ¡Aquellos hombres eran reflejos
de sí mismo! Así, pues ¿se escogía a los bomberos tanto por su
aspecto como por sus inclinaciones? El color de las brasas y la
ceniza en ellos, y el ininterrumpido olor a quemado de sus pipas.
Delante de él, el capitán Beatty lanzaba nubes de humo de tabaco.
Beatty abría un nuevo paquete de picadura, produciendo al arrugar el
celofán ruido de crepitar de llamas.
Montag
examinó los naipes que tenía en manos.
-Es
... estaba, pensando sobre el fuego de la semana pasada. Sobre el
hombre cuya biblioteca liquidamos. ¿Qué le sucedió?
-Se
lo llevaron, chillando, al manicomio.
-Pero
no estaba loco.
Beatty
arregló sus naipes en silencio.
-Cualquier
hombre que crea que puede engañar al Gobierno y a nosotros está
loco.
-Trataba
de imaginar -dijo Montag- qué sensación producía ver que los
bomberos quemaban nuestras casas y nuestros libros.
-Nosotros
no tenemos libros.
-Si
los tuviésemos...
-¿Tienes
alguno?
Beatty
parpadeó lentamente.
-No.
Montag
miró hacia la pared, más allá de ellos, en la que había las
listas mecanografiadas de un millón de libros prohibidos. Sus
nombres se consumían en el fuego, destruyendo los años bajo su
hacha y su manguera, que arrojaba petróleo en vez de agua.
-No.
Pero,
procedente de las rejas de ventilación de su casa, un fresco viento
empezó a soplar helándole suavemente el rostro. Y, una vez más, se
vio en el parque hablando con un viejo, un hombre muy viejo, y
también el viento del parque era frío
Montag
vaciló:
-¿Siempre...,
siempre ha sido así? ¿El cuartel de bomberos, nuestro trabajo?
Bueno, quiero decir que hubo una época...
-¡Hubo
una época! -repitió Beatty-. ¿Qué manera de hablar es ésa?
«Tonto
-pensó Montag-, te has delatado.» En el último fuego, un libro de
cuentos de hadas, del que casualmente leyó una línea...
-Quiero
decir -aclaro-, que en los viejos días, antes de que las casas
estuviesen totalmente a prueba de incendios... -De pronto, pareció
que una voz mucho más joven hablaba por él. Montag abrió la boca y
fue Ciarisse MacCiellan la que preguntaba-: ¿No se dedicaban los
bomberos a apagar incendios en lugar de provocarlos y atizarlos?
-¡Es
el colmo!
Stoneman
y Black sacaron su libro guía, que también contenía breves relatos
sobre los bomberos de América Y los dejaron de modo que Montag,
aunque familiarizado con ellos desde hacía mucho tiempo, pudiese
leer
Establecidos
en 1790 para quemar los libros influencia inglesa de las colonias.
Primer
bombe Benjamín Franklin.
REGLA
1. Responder rápidamente a la alarma.
2.
Iniciar el fuego rápidamente.
3.
Quemarlo todo.
4.
Regresar inmediatamente al cuartel.
5.
Permanecer alerta para otras alarmas.
Todos
observaban a Montag. Éste no se movía.
Sonó
la alarma.
La
campana del techo tocó doscientas veces. De pronto hubo cuatro
sillas vacías. Los naipes cayeron como copos de nieve. La barra de
latón se estremeció. Los hombres se habían marchado.
Montag
estaba sentado en su silla. Abajo, el dragón anaranjado tosió y
cobró vida.
Montag
se deslizó por la barra, como un hombre que sueña.
El
Sabueso Mecánico daba saltos en su guerrera con los ojos convertidos
en una llamarada verde.
-¡Montag,
te olvidas del casco!
El
aludido lo cogió de la pared que quedaba a su espalda, corrió,
saltó, y se pusieron en marcha, con el viento nocturno martilleado
por el alarido de su sirena y su poderoso retumbar metálico.
Era
una casa de tres plantas, de aspecto ruinoso, en la parte antigua de
la ciudad, que contaría, por lo menos, un siglo de edad; pero, al
igual que todas las casas, había sido recubierta muchos años atrás
por una delgada capa de plástico, ignífuga, y aquella concha
protectora parecía ser lo que la mantuviera erguida en el aire.
-¡Aquí
están!
El
vehículo se detuvo. Beatty, Stoneman y Black atravesaron corriendo
la acera, repentinamente odiosos y gigantescos en sus gruesos
trajes a prueba de llamas.
Montag
les siguió.
Destrozaron
la puerta principal y aferraron a una mujer, aunque ésta no corría,
no intentaba escapar. Se limitaba a permanecer quieta, balanceándose
de uno a otro pie, con la mirada fija en el vacío de la pared, como
si hubiese recibido un terrible golpe en la cabeza. Movía la boca, y
sus ojos parecían tratar de recordar algo. y, luego, lo recordaron y
su lengua volvió a moverse:
-«Pórtate
como un hombre, joven Ridley. Por la gracia de Dios, encenderemos hoy
en Inglaterra tal hoguera que confío en que nunca se apagará.»
-¡Basta
de eso! -dijo Beatty-. ¿Dónde están.
Abofeteó
a la mujer con sorprendente impasibilidad, y repitió la pregunta. La
mirada de la vieja se fijó en Beatty.
-Usted
ya sabe dónde están, o, de lo contrario, no habría venido -dijo-.
Stoneman
alargó la tarjeta de alarma telefónica, con la denuncia firmada por
duplicado, en el dorso:
“Tengo
motivos para sospechar del ático. Elm, número 11 ciudad.
E.
B”.
-Debe
de ser Mrs. Blake, mi vecina -dijo la mujer, leyendo las iniciales-.
-¡Bueno,
muchachos, a por ellos!
Al
instante, iniciaron el ascenso en la oscuridad, golpeando con sus
hachuelas plateadas puertas que, sin embargo, no estaban cerradas,
tropezando los unos con los otros, como chiquillos, gritando y
alborotando.
¡Eh!
Una
catarata de libros cayó sobre Montag mientras éste ascendía
vacilantemente la empinada escalera. ¡Qué inconveniencia! Antes,
siempre había sido tan sencillo como apagar una vela. La Policía
llegaba primero, amordazaba y ataba a la víctima y se la llevaba en
sus resplandecientes vehículos, de modo que cuando llegaban los
bomberos encontraban la casa vacía. No se dañaba a nadie,
únicamente a objetos. Y puesto que los objetos no podían sufrir,
puesto que los objetos no sentían nada ni chillaban o gemían, como
aquella mujer podía empezar a hacerlo en cualquier momento, no había
razón para sentirse, después, una conciencia culpable. Era tan sólo
una operación de limpieza. Cada cosa en su sitio. ¡Rápido con el
petróleo! ¿Quién tiene una cerilla?
Pero
aquella noche, alguien se había equivocado. Aquella mujer estropeaba
el ritual. Los hombres armaban demasiado ruido, riendo, bromeando,
para disimular el terrible silencio acusador de la mujer. Ella hacía
que las habitaciones vacías clamaran acusadoras y desprendieran un
fino polvillo de culpabilidad que era sorbido por ellos al moverse
por la casa. Montag sintió una irritación tremenda. ¡Por encima de
todo, ella no debería estar allí!
Los
libros bombardearon sus hombros, sus brazos, su rostro levantado. Un
libro aterrizó, casi obedientemente como una paloma blanca, en sus
manos, agitando las alas. A la débil e incierta luz, una página
desgajada asomó, y era como un copo de nieve, con las palabras
delicadamente impresas en ella. Con toda su prisa Y su celo, Montag
sólo tuvo un instante para leer una línea ésta ardió en su
cerebro durante el minuto siguiente como si se la hubiesen grabado
con un acero. El tiempo se
ha dormido a la luz del sol del atardecer.
Montag dejó caer el libro. Inmediatamente cayó entre sus brazos.
-¡Montag,
sube!
La
mano de Montag se cerró como una boca, aplastó el libro con fiera
devoción, con fiera inconsciencia, contra su pecho. Los hombres,
desde arriba, arrojaban al aire polvoriento montones de revistas que
caían como pájaros asesinados, y la mujer permanecía abajo, como
una niña, entre los cadáveres.
Montag
no hizo nada. Fue su mano la que actuó; su mano, con un cerebro
propio, con una conciencia y una curiosidad en cada dedo tembloroso,
se había convertido en ladrona. En aquel momento metió el libro
bajo su brazo, lo apretó con fuerza contra la sudorosa axila; salió
vacía, con agilidad de prestidigitador. ¡Mira aquí! ¡inocente!
¡Mira!
Montag
contempló, alterado, aquella mano blanca. La mantuvo a distancia,
como si padeciese presbicia. La acercó al rostro, como si fuese
miope.
-¡Montag!
El
aludido se volvió con sobresalto.
-¡No
te quedes ahí parado, estúpido!
Los
libros yacían como grandes montones de peces puestos a secar. Los
hombres bailaban, resbalaban y caían sobre ellos. Los títulos
hacían brillar sus ojos dorados, caían, desaparecían.
-¡Petróleo!
Bombearon
el frío fluido desde los tanques con el número 451 que llevaban
sujetos a sus hombros. Cubrieron cada libro, inundaron las
habitaciones.
Corrieron
escaleras abajo; Montag avanzó en pos de ellos, entre los vapores
del petróleo.
-¡Vamos,
mujer!
Ésta
se arrodilló entre los libros, acarició la empapada piel, el
impregnado cartón, leyó los títulos dorados con los dedos mientras
su mirada acusaba a Montag.
-No
Pueden quedarse con mis libros -dijo-.
Ya
conoce la ley -replicó Beatty-. ¿Dónde está su sentido común?
Ninguno de esos libros está de acuerdo con el otro. Usted lleva aquí
encerrada años con una condenada torre de Babel. ¡Olvídese de
ellos! La gente de esos libros nunca ha existido. ¡Vamos!
Ella
meneó la cabeza.
-Toda
la casa va a arder -advirtió Beatty-
.
Con
torpes movimientos, los hombres traspusieron la puerta. Volvieron la
cabeza hacia Montag, quien permanecía cerca de la mujer.
-¡No
iréis a dejarla aquí! -protestó él-.
-No
quiere salir.
-¡Entonces,
obligadla!
Beatty
levantó una mano, en la que llevaba oculto el deflagrador.
-Hemos
de regresar al cuartel. Además, esos fanáticos siempre tratan de
suicidarse. Es la reacción familiar.
Montag
apoyó una de sus manos en el codo mujer.
-Puede
venir conmigo.
-No
-contestó ella-. Gracias, de todos modos.
-Vamos
a contar hasta diez -dijo Beatty-. Uno, Dos.
-Por
favor -dijo Montag-.
-Márchese
-replicó la mujer-. Tres. Cuatro.
-Vamos.
Montag
tiró de la mujer.
-Quiero
quedarme aquí -contestó ella con serenidad-.
-Cinco.
Seis.
-Puedes
dejar de contar -dijo ella-.
Abrió
ligeramente los dedos de una mano; en la palma de la misma había un
objeto delgado.
Una
vulgar cerilla de cocina.
Esta
visión hizo que los hombres se precipitaran fuera y se alejaran de
la casa a todo correr. Para mantener su dignidad, el capitán Beatty
retrocedió lentamente a través de la puerta principal, con el
rostro quemado, brillante gracias a un millar de incendios y de
emociones nocturnas. “Dios -pensó Montag-, ¡cuán cierto es! La
alarma siempre llega de noche. ¡Nunca durante el día” ¿Se debe a
que el fuego es más bonito por la noche?
¿Más
espectacular, más llamativo? El rostro sonrojado de Beatty mostraba,
ahora, una leve expresión depánico. Los dedos de la mujer se
engarfiaron sobre la cerilla. Los vapores del petróleo la rodeaban.
Montag sintió que el libro oculto latía como un corazón contra su
pecho.
-
Váyase -dijo la mujer-.
y
Montag, mecánicamente, atravesó el vestíbulo, saltó por la puerta
en pos de Beatty, descendió los escalones, cruzó el jardín, donde
las huellas del petróleo formaban un rastro semejante al de un
caracol maligno.
En
el porche frontal, a donde ella se había asomado para calibrarlos
silenciosamente con la mirada, y había una condena en aquel
silencio, la mujer permaneció inmóvil.
Beatty
agitó los dedos para encender el petróleo.
Era
demasiado tarde. Montag se quedó boquiabierto.
La
mujer, en el porche, con una mirada de desprecio hacia todos, alargó
el brazo y encendió la cerilla, frotándola contra la barandilla.
La
gente salió corriendo de las casas a todo lo largo de la calle.
No
hablaron durante el camino de regreso al cuartel, Rehuían mirarse
entre sí. Montag iba sentado en el banco delantero con Beatty y con
Black. Ni siquiera fumaron sus pipas. Permanecían quietos, mirando
por la parte frontal de la gran salamandra mientras doblaban una
esquina y proseguían avanzando silenciosamente.
-Joven
Ridley -dijo Montag por último-.
-¿Qué?
-Preguntó Beatty-.
-Ella
ha dicho «joven Ridley»- . Cuando hemos llegado a la puerta, ha
dicho algo absurdo. «Pórtate como un hombre, joven Ridley», dijo.
Y no sé qué más.
-«Por
la gracia de Dios, encenderemos hoy en Inglaterra tal hoguera que
confío en que nunca se apagará» -dijo Beatty-.
Stoneman
lanzó una mirada al capitán, lo mismo que Montag, atónitos ambos.
Beatty
se frotó la barbilla.
-Un
hombre llamado Latimer dijo esto a otro, llamado Ridley mientras eran
quemados vivos en Oxford por herejía, el 16 de octubre de 1555.
Montag
y Stoneman volvieron a contemplar la que parecía moverse bajo las
ruedas del vehículo.
-Conozco
muchísimas sentencias -dijo Beatley-. Es algo necesario para la
mayoría de los capitanes de bomberos. A veces, me sorprendo a mí
mismo. ¡Cuidado, Stoneman!
Stoneman
frenó el vehículo.
-¡Diantre!
-exclamó Beatty-. Has dejado, la esquina por la que doblamos para ir
al cuartel.
-¿Quién
es?
-¿Quién
podría ser? -dijo Montag, apoyándose en la oscuridad contra la
puerta cerrada-.
Su
mujer dijo, por fin:
-Bueno,
enciende la luz.
-No
quiero luz.
-Acuéstate.
Montag
oyó cómo ella se movía impaciente; los resortes de la cama
chirriaron.
-¿Estás
borracho?
De
modo que era la mano que lo había empezado. todo. Sintió una mano
y, luego, la otra que desabrochaba su chaqueta y la dejaba caer en el
suelo. Sostuvo sus pantalones sobre un abismo y los dejó caer en la
oscuridad. Sus manos estaban hambrientas. Y sus ojos empezaban a
estarlo también, como si tuviera necesidad de ver algo, cualquier
cosa, todas las cosas.
-¿Qué
estás haciendo? -preguntó su esposa-.
Montag
se balanceó en el espacio con el libro entre sus dedos sudorosos y
fríos.
Al
cabo de un minuto, ella insistió:
-Bueno,
no te quedes plantado en medio de la habitación.
Él
produjo un leve sonido.
-¿Qué?
-preguntó Mildred-.
Montag
produjo más sonidos suaves. Avanzó dando traspiés hacia la cama y
metió, torpemente, el libro bajo la fría almohada. Se dejó caer en
la cama y su mujer lanzó una exclamación, asustada. Él yacía
lejos de ella, al otro lado del dormitorio, en una isla invernal
separada por un mar vacío. Ella le habló desde lo que parecía una
gran distancia, y se refirió a esto y aquello, y no eran más que
palabras, como las que había escuchado en el cuarto de los niños de
un amigo, de boca de un pequeño de dos años que articulaba sonidos
al aire. Pero Montag no contestó y, al cabo de mucho rato, cuando
sólo él producía los leves sonidos, sintió que ella se movía en
la habitación, se acercaba a su cama, se inclinaba sobre él y le
tocaba una mejilla con la mano. Montag estaba seguro de que cuando
ella retirara la mano de su rostro, la encontraría mojada.
Más
avanzada la noche, Montag miró a Mildred. Estaba despierta. Una
débil melodía flotaba en el aire, Y su radio auricular volvía a
estar enchufada en su oreja, mientras escuchaba a gente lejana de
lugares remotos, con unos ojos muy abiertos que contemplaban las
negras profundidades que había sobre ella, en el techo.
¿No
había un viejo chiste acerca de la mujer que hablaba tanto por
teléfono que su esposo, desesperado, tuvo que correr a la tienda más
próxima para telefonearle y preguntar qué había para la cena?
Bueno, entonces, ¿Por qué no se compraba él una emisora para radio
auricular y hablaba con su esposa ya avanzada noche, murmurando,
susurrando, gritando, vociferando? Pero, ¿qué le susurraría, qué
le chillaría? ¿Qué hubiese podido decirle?
Y,
de repente, le resultó tan extraña que Montag no pudo creer que la
conociese. Estaba en otra casa, esos chistes que contaba la gente
acerca del caballero embriagado que llegaba a casa ya entrada la
noche, abría una puerta que no era la suya, se metía en la
habitación que no era la suya, se acostaba con un desconocida, se
levantaba temprano y se marchaba a trabajar sin que ninguno de los
dos hubiese notado nada
-Millie...
-susurró-.
-¿Qué?
-No
me proponía asustarte. Lo que sí quiero saber es...
-Di.
-Cuándo
nos encontramos. Y dónde.
-¿Cuándo
nos encontramos para qué? -preguntó ella-.
-Quiero
decir... por primera vez.
Montag
comprendió que ella estaría frunciendo el ceño en la oscuridad.
Aclaró
conceptos:
-¿Dónde
y cuándo nos conocimos?
-ÍOh!
Pues fue en...
La
mujer calló.
-No
lo sé -reconoció al fin-.
Montag
sintió frío.
-¿No
puedes recordarlo?
-Hace
mucho tiempo.
-¡Sólo
diez años, eso es todo, sólo diez!
-No
te excites, estoy tratando de pensar.-Mildred emitió una extraña
risita que fue haciéndose más y más aguda-. ¡Qué curioso! ¡Qué
curioso no acordarse de dónde o cuándo se conoció al marido o a la
mujer!
Montag
se frotaba los ojos, las cejas y la nuca, con lentos movimientos.
Apoyó ambas manos sobre sus ojos y apretó con firmeza, como para
incrustar la memoria en su sitio. De pronto, resultaba más
importante que cualquier otra cosa en su vida saber dónde había
conocido a Mildred.
_No
importa.
Ella
estaba ahora en el cuarto de baño, y Montag oyó correr el agua y el
ruido que hizo Mildred al beberla.
-No,
supongo que no -dijo-.
Trató
de contar cuántas veces tragaba, y pensó en la visita de los dos
operarios con los cigarrillos en sus bocas rectilíneas y la
serpiente de ojo electrónico descendiendo a través de capas y capas
de noche y de piedra y de agua remansada de primavera, y deseó
gritar a su mujer: «¿Cuántas te has tomado esta noche? ¡Las
cápsulas! ¿Cuántas te tomarás después sin saberlo? ¡Y seguir
así hora tras hora! ¡Y quizá no esta noche, sino mañana! ¡Y yo
sin dormir esta noche, ni mañana, ni ninguna otra durante mucho
tiempo, ahora que esto ha empezado!» Y Montag se la imaginó tendida
en la cama, con los dos operarios erguidos a su lado, no inclinados
con preocupación, sino erguidos, con los brazos cruzados' Y recordó
haber pensado entonces, que si ella moría, estaba seguro que no
había de llorar. Porque sería la muerte de una desconocida, un
rostro visto en la calle, una imagen del periódico; y, de repente,
le resultó todo tan triste que había empezado a llorar, no por la
muerte, sino el pensar que no lloraría cuando Mildred muriera, un
absurdo hombre vacío junto a una absurda mujer vacía, en tanto que
la hambrienta serpiente la dejaba aún más vacía.
«¿Cómo
se consigue quedar tan vacío? -se preguntó Montag-. ¿Quién te
vacía? ¡Y aquella horrible flor del otro día, el diente de león!
Lo había comprendido todo ¿verdad? "¡Qué vergüenza! ¡No
está enamorado de nadie!" y ¿ por qué no? »
Bueno,
¿no existía una muralla entre él y Mildred pensándolo bien?
Literalmente, no sólo un muro,. tres, en realidad. Y, además, muy
caros. Y los tíos, las tías, los primos, las sobrinas, los
sobrinos que vivían en aquellas paredes, la farfullante pandilla de
simios que no decían nada, nada, y lo decían a voz en grito. Desde
el principio, Montag se había acostumbrado a llamarlos parientes.
«¿Cómo está hoy, tío Louis?» «¿Quién?» «¿ tía Maude?»
En realidad, el recuerdo más significativo que tenía de Mildred era
el de una niñita en un bosque sin árboles (¡qué extraño) o, más
bien, de una niñita perdida en una meseta donde solía haber árboles
(podía percibirse el recuerdo de sus formas por doquier), sentada en
el centro de la «sala de estar». La sala de estar ¡Qué nombre más
bien escogido! Llegara cuando llegara, allí estaba Mildred,
escuchando cómo las paredes le hablaban.
-¡Hay
que hacer algo!
-Sí,
hay que hacer algo.
-¡Bueno,
no nos quedemos aquí hablando!
-¡Hagámoslo!
-¡Estoy
tan furioso que sería capaz de escupir!
¿A
qué venía aquello? Mildred no hubiese sabido decirlo. ¿Quién
estaba furioso contra quién? Mildred lo sabía bien. ¿Qué haría?
«Bueno -se dijo Mildred esperemos y veamos.»
Él
había esperado para ver.
Una
gran tempestad de sonidos surgió de las des. La música le bombardeó
con un volumen tan intenso, que sus huesos casi se desprendieron de
los tendones; sintió que le vibraba la mandíbula, que los ojos
retemblaban en su cabeza. Era víctima de una conmoción. Cuando todo
hubo pasado, se sintió como un hombre que había sido arrojado desde
un acantilado, sacudido en una centrifugadora y lanzado a una
catarata que caía y caía hacia el. vacío sin llegar nunca a tocar
el fondo, nunca, no del todo; y se caía tan aprisa que se tocaban
los lados, nunca, nunca jamás se tocaba nada.
El
estrépito fue apagándose. La música cesó.
-
Ya está -dijo Mildred-.
y,
desde luego, era notable. Algo había ocurrido. Aunque en las paredes
de la habitación apenas nada se había movido y nada se había
resuelto en realidad, se tenía la impresión de que alguien había
puesto en marcha una lavadora o que uno había sido absorbido por un
gigantesco aspirador. Uno se ahogaba en música, y en pura cacofonía.
Montag salió de la habitación, sudando y al borde del colapso. A su
espalda, Mildred estaba sentada en su butaca, y las voces volvían a
sonar
-Bueno,
ahora todo irá bien -decía una «tia»-.
-Oh,
no estés demasiado segura -replicaba un «primo»-.
-Vamos,
no te enfades.
-¿Quién
se enfada?
-¡Tú!
-¿Yo?
-¡Tú
estás furioso!
-¿Por
qué habría de estarlo?
-¡Porque
sí!
-¡Está
muy bien! -gritó Montag---. Pero, ¿por qué están furiosos? ¿Quién
es esa gente? ¿Quién es ese hombre Y quién es esa mujer? ¿Son
marido y mujer, están divorciados, prometidos o qué? Válgame Dios,
nada tiene relación.
-Ellos...
-dijo Mildred-. Bueno, ellos.... ellos han tenido esta pelea, ya lo
has visto. Desde luego, discuten Mucho. Tendrías que oírlos. Creo
que están casados. Sí, están casados. ¿Por qué?
Y
si no se trataba de las tres paredes que pronto se convertirían en
cuatro para completar el sueño, entonces, era el coche descubierto y
Mildred conduciendo a ciento cincuenta kilómetros por hora a través
de la ciudad, el gritándole y ella respondiendo a sus gritos,
mientras ambos trataban de oír lo que decían, pero oyendo sólo el
rugido del vehículo.
¡Por
lo menos, llévalo el mínimo! -vociferaba Montag---.
-¿Qué?
-preguntaba ella-.
-¡Llévalo
al mínimo, a ochenta! -gritaba él-.
-¿Qué?
-chillaba ella-.
-¡Velocidad!
-berreaba él-.
Y
ella aceleró hasta ciento setenta kilómetros por hora y dejó a su
marido sin aliento.
Cuando
se apearon del vehículo, ella se había puesto la radio auricular.
Silencio.
Sólo el viento soplaba suavemente.
-Mildred.
Montag
rebulló en la cama. Alargó una mano y s de la oreja de ella una de
las diminutas piezas musicales.
-Mildred.
¡Mildred!
- Sí.
La
voz de ella era débil.
Montag
sintió que era una de las criaturas insertadas electrónicamente
entre las ranuras de las paredes de fonocolor, que hablaba, pero que
sus palabras no atravesaban la barrera de cristal. Sólo podía hacer
una pantomima, con la esperanza de que ella se volviera y viese. A
través del cristal, les era imposible establecer contacto.
-Mildred,
¿te acuerdas de esa chica de la que he hablado?
-No.
-Quería
hablarte de ella. Es extraño.
-Oh,
sé a quién te refieres.
-Estaba
seguro de ello.
-Ella
-dijo Mildred, en la oscuridad-.
¿Qué
sucede? -preguntó Montag-.
-Pensaba
decírtelo. Me he olvidado. Olvidado.
-Dímelo
ahora. ¿De qué se trata?
-Creo
que ella se ha ido.
-¿Ido?
-Toda
la familia se ha trasladado a otro sitio. Pero ella se ha ido para
siempre, creo que ha muerto.
-No
podemos hablar de la misma muchacha.
-No.
La misma chica. McClellan. McCIellan. Atropellada por un automóvil.
Hace cuatro días. No estoy segura. Pero creo que ha muerto. De todos
modos, la familia se ha trasladado. No lo sé. Pero creo que ella ha
muerto.
-¡No
estás segura de eso!
-No,
segura, no. Pero creo que es así.
-¿Por
qué no me lo has contado antes?
-Lo
olvidé.
-¡Hace
cuatro díasl
-Lo
olvidé por completo.
-Hace
cuatro días -repitió él, quedamente, tendido en la cama-.
Permanecieron
en la oscura habitación, sin moverse.
-Buenas
noches -dijo ella-.
Montag
oyó un débil roce. Las manos de la mujer se movieron El auricular
se movió sobre la almohada como una mantis religiosa, tocado por la
mano de ella. Después volvió a estar en su oído, zumbando ya.
Montag
escuchó y su mujer canturreaba entre dientes.
Fuera
de la casa una sombra se movió, un viento otoñal sopló y amainó
en seguida. Pero había algo más en el silencio que él oía. Era
como un aliento exhalado contra la ventana. Era como el débil
oscilar de un humo verdoso luminiscente, el movimiento de una
gigantesca hoja de octubre empujada sobre el césped y alejada.
«El
Sabueso -pensó Montag- esta noche, está, fuera. Ahora está ahí
fuera. Si abriese la ventana...,,
Pero
no la abrió.
Por
la mañana, tenía escalofríos y fiebre.
-No
es posible que estés enfermo -dijo Mildred
Él
cerró los ojos.
-Sí.
-¡Anoche
estabas perfectamente!
-No,
no lo estaba.
Montag
oyó cómo «los parientes» gritaban en sala de estar.
Mildred
se inclinó sobre su cama, llena de curiosidad. Él percibió su
presencia, la vio sin abrir los ojos, Vio su cabello quemado por los
productos químicos hasta adquirir un color de paja quebradiza, sus
ojos con una especie de catarata invisible pero que se podía
adivinar muy detrás de las pupilas, los rojos labios, el cuerpo tan
delgado como el de una mantis religiosa, a causa de la dieta, y su
carne como tocino blanco. No poda recordarla de otra manera.
_¿Querrás
traerme aspirinas y agua?
-Tienes
que levantarte -replicó ella-. Son las doce del mediodía. Has
dormido cinco horas más dc lo acostumbrado.
-¿Quieres
desconectar la sala de estar? -solicitó Montag-.
-Se
trata de mi familia.
-¿Quieres
desconectarla por un hombre enfermo?
-Bajaré
el volumen del sonido.
Mildred
salió de la habitación, no hizo nada sala de estar y regresó.
-¿Está
mejor así?
-Gracias.
-Es
mi programa favorito –explicó ella.
_¿Y
la aspirina?
-Nunca
habías estado enfermo.
Volvió
a salir.
-Bueno,
pues ahora lo estoy. Esta noche no iré a trabajar. Llama a Beatty de
mi parte.
-Anoche
te portaste de un modo muy extraño.
Mildred
regresó canturreando.
-¿Dónde
está la aspirina?
_¡Oh!
-La mujer volvió al cuarto de baño-. ¿Ocurrió algo?
-Sólo
un incendio.
-Yo
pasé una velada agradable -dijo ella, desde el cuarto de baño-.
-¿Haciendo
qué?
-En
la sala de estar.
-¿Qué
había?
-Programas.
-¿Qué
programas?
-Algunos
de los mejores.
-¿Con
quién?
-Oh,
ya sabes, con todo el grupo.
-Sí,
el grupo, el grupo, el grupo.
El
se oprimió el dolor que sentía en los ojos y, de repente, el olor a
petróleo le hizo vomitar.
Mildred
regresó, canturreando. Quedó sorprendida.
-¿Por
qué has hecho esto?
Montag
miró, abatido el suelo.
-Quemamos
a una vieja con sus libros.
-Es
una suerte que la alfombra sea lavable. -Cogió una escoba de fregar
y limpió la alfombra-. Anoche fui a casa de Helen.
--¿No
podías ver las funciones en tu propia sala de estar?
-Desde
luego, pero es agradable hacer visitas.
Mildred
volvió a la sala. El la oyó cantar.
-¡Mildred!
-llamó-.
Ella
regresó, cantando, haciendo chasquear suavemente los dedos.
-¿No
me preguntas nada sobre lo de anoche? -dijo-.
-¿Sobre
qué?
-Quemamos
un millar de libros. Quemamos a una mujer.
-¿Y
qué?
La
sala de estar estallaba de sonidos.
-Quemamos
ejemplares de Dante, de Swift y de Marco Aurelio.
-¿No
era éste un europeo?
-Algo
por el estilo.
-¿No
era radical?
-Nunca
llegué a leerlo.
-Era
un radical. -Mildred jugueteó con el teléfono-. ¿No esperarás que
llame al capitán. Beatty, verdad?
-¡Tienes
que hacerlo!
-¡No
grites!
-No
gritaba. -Montag se había incorporado en la cama, repentinamente
enfurecido, congestionado, sudoroso. La sala de estar retumbaba en la
atmósfera caliente-. No puedo decirle que estoy enfermo.
-¿Por
qué?
«Porque
tienes miedo», pensó él. Un niño que se finge enfermo, temeroso
de llamar porque, después de una breve discusión, la conversación
tomaría este giro «Sí, capitán, ya me siento mejor. Estaré ahí
esta noche a las diez.»
-No
estás enfermo -insistió Mildred-.
Montag
se dejó caer en la cama. Metió la mano bajo la almohada. El libro
oculto seguía allí.
-Mildred,
¿qué te parecería si, quizá, dejase mi trabajo por algún tiempo?
-¿Quieres
dejarlo todo? Después de todos esos años de trabajar, porque, una
noche, una mujer, y sus libros....
-¡Hubieses tenido que verla, Millie!
-Ella
no es nada para mí. No hubiese debido tener libros Ha sido culpa de
ella, hubiese tenido que pensarlo antes. La odio. Te ha sacado de tus
casillas y antes de que te des cuenta, estaremos en la calle, sin
casa, sin empleo, sin nada.
-Tú
no estabas allí, tú no la viste -insistió él-. Tiene que haber
algo en los libros, cosas que no podemos imaginar para hacer que una
mujer permanezca en una casa que arde. Ahí tiene que haber algo. Uno
no se sacrifica por nada.
-Esa
mujer era una tonta.
-Era
tan sensata como tú y como yo, quizá más, y la quemamos
-Agua
pasada no mueve molino.
-No,
agua no, fuego. ¿Has visto alguna casa quemada? Humea durante días.
Bueno, no olvidaré ese incendio en toda mi vida. ¡Dios! Me he
pasado la noche tratando de apartarlo de mi cerebro. Estoy loco de
tanto intentarlo.
-Hubieses
debido pensar en eso antes de hacerte bombero.
-¡Pensar!
¿Es que pude escoger? Mi abuelo y mi padre eran bomberos. En mi
sueño, corrí tras ellos.
La
sala de estar emitía una música bailable.
-Hoy
es el día en que tienes el primer turno -dijo Mildred-. Hubieses
debido marcharte hace dos horas. Acabo de recordarlo.
-No
se trata sólo de la mujer que murió -dijo Montag-- Anoche, estuve
meditando sobre todo el petróleo que he usado en los últimos diez
años. Y también en los libros. Y, por primera vez, me di cuenta de
que había un hombre detrás de cada uno de ellos. Un hombre tuvo que
haberlo ideado. Un hombre tuvo que emplear mucho tiempo en
trasladarlo al papel. Y ni siquiera se me había ocurrido esto hasta
ahora.
Montag
saltó de la cama.
-Quizás
algún hombre necesitó toda una vida par reunir varios de sus
pensamientos, mientras contemplaba el mundo y la existencia, y,
entonces, me presenté yo y en dos minutos, izas!, todo liquidado.
-Déjame
tranquila -dijo Mildred-. Yo no he hecho nada.
-¡Dejarte
tranquila! Esto está muy bien, pero, ¿cómo puedo dejarme tranquilo
a mí mismo? No necesitamos que nos dejen tranquilos. De cuando en
cuando, precisamos estar seriamente preocupados. ¿Cuánto tiempo
hace que no has tenido una verdadera preocupación? ¿Por algo
importante, por algo real?
Y,
luego calló, porque se acordó de la semana pasada, y las dos
piedras blancas que miraban hacia el techo y la bomba con aspecto de
serpiente, los dos hombres, de rostros impasibles, con los
cigarrillos que se movían en su boca cuando hablaban. Pero aquélla
era otra Mildred, una Mildred tan metida dentro de la otra, y tan
preocupada, auténticamente preocupada, que ambas mujeres nunca
habían llegado a encontrarse. Montag se volvió.
-Bueno,
ya lo has conseguido -dijo Mildred Ahí, frente a la casa. Mira quién
hay.
-No
me interesa.
-Acaba
de detenerse un automóvil <<Fénix>> y se acerca un
hombre en camisa negra con una serpiente anaranjada dibujada en el
brazo.
-¿El
capitán Beatty?
-El
capitán Beatty.
Montag
no se movió, y siguió contemplando la fría blancura de la pared
que quedaba delante de él.
-¿Quieres
hacerle pasar? Dile que estoy enfermo.
-¡Díselo
tú!
Ella
corrió unos cuantos pasos en un sentido, otros pasos en otro, y se
detuvo con los ojos abiertos, cuando el altavoz de la puerta de
entrada pronunció su nombre suavemente, suavemente, «Mrs. Montag,
Mrs. Montag; aquí hay alguien, aquí hay alguien, Mrs. Montag, Mrs.
Montag, aquí hay alguien».
Montag
se cercioró de que el libro estaba bien oculto detrás de la
almohada, regresó lentamente a la cama, se alisó el cobertor sobre
las rodillas y el pecho, semiincorporado; y, al cabo de un rato,
Mildred se movió y salió de la habitación, en la que entró el
capitán Beatty con las manos en los bolsillos.
-Ah,
hagan callar a esos «parientes» -dijo Beatty, mirándolo todo a su
alrededor, exceptuados Montag y su esposa-.
Esta
vez, Mildred corrió. Las voces gemebundas cesaron de gritar en la
sala.
El
capitán Beatty se sentó en el sillón más cómodo, con una
expresión apacible en su tosco rostro. Preparó y encendió su pipa
de bronce con calma y lanzó una gran bocanada de humo.
-Se
me ha ocurrido que vendría a ver cómo sigue el enfermo.
-¿Cómo
lo ha adivinado?
Beatty
sonrió y descubrió al hacerlo las sonrojadas encías y la blancura
y pequeñez de sus dientes.
-Lo
he visto todo. Te disponías a llamar para pedir la noche libre.
Montag
se sentó en la cama.
-Bien
-dijo Beatty-. ¡Coge la noche!
Examinó
su eterna caja de cerillas, en cuya tapa decía GARANTIZADO: UN
MILLON DE LLAMAS EN ESTE ENCENDEDOR, y empezó a frotar, abstraído,
la cerilla química, a apagarla de un soplo, encenderla, apagarla,
encenderla, a decir unas cuantas Palabras, a apagarla. Contempló la
llama. Sopló, observó el humo.
-¿Cuándo
estarás bien?
-Mañana.
Quizá pasado mañana. A primeros de semana.
Beatty
chupó su pipa.
-Tarde
o temprano, a todo bombero le ocurre esto, Sólo necesita
comprensión, saber cómo funcionan ruedas. Necesitan conocer la
historia de nuestra misión. Ahora, no se la cuentan a los niños
como hacían antes. Es una vergüenza. -Exhaló una bocanada-. Sólo
los jefes de bomberos la recuerdan ahora -Otra bocanada---. Voy a
contártela.
Mildred
se movió inquieta.
Beatty
tardó un minuto en acomodarse y meditar sobre lo que quería decir.
-Me
preguntarás, ¿cuándo empezó nuestra labor cómo fue implantada,
dónde, cómo? Bueno, yo diría que, en realidad, se inició
aproximadamente con el acontecimiento llamado la Guerra Civil. Pese a
que nuestros reglamentos afirman que fue fundada antes. En realidad
es que no anduvimos muy bien hasta que la fotografía se implantó.
Después las películas, a principios del siglo XX. Radio.
Televisión. Las cosas empezaron a adquirir masa.
Montag
permaneció sentado en la cama, inmóvil.
-Y
como tenían masa, se hicieron más sencillos -prosiguió diciendo
Beatty-. En cierta época, los libros atraían a alguna gente, aquí,
allí, por doquier. Podían permitirse ser diferentes. El mundo era
ancho Pero, luego, el mundo se llenó de ojos, de codos Y bocas.
Población doble, triple, cuádruple. Films y dios, revistas, libros,
fueron adquiriendo un bajo nivel, una especie de vulgar uniformidad.
¿Me sigues?
-Creo
que sí.
Beatty
contempló la bocanada de humo que acababa de lanzar.
-Imagínalo.
El hombre del siglo XIX con sus caballos, sus perros, sus coches, sus
lentos desplazamientos Luego, en el siglo XX, acelera la cámara. Los
más breves, condensaciones. Resúmenes. Todo se reduce a la
anécdota, al final brusco.
-Brusco
final -dijo Mildred, asintiendo
-Los
clásicos reducidos a una emisión radiofónica de quince minutos.
Después, vueltos a reducir para llenar una lectura de dos minutos.
Por fin, convertidos en diez o doce líneas en un diccionario. Claro
está, exagero. Los diccionarios únicamente servían para buscar
referencias. Pero eran muchos los que sólo sabían de Hamlet (estoy
seguro de que conocerás el título, Montag. Es probable que, para
usted, sólo constituya una especie de rumor. Mrs. Montag), sólo
sabían, como digo, de Hamlet lo que había en una condensación de
una página en un libro que afirmaba: Ahora, podrá leer por fin
todos los clásicos. Manténgase al mismo nivel que sus vecinos. ¿Te
das cuenta? Salir de la guardería infantil para ir a la Universidad
y regresar a la guardería. Ésta ha sido la formación intelectual
durante los últimos cinco siglos o más.
Mildred
se levantó y empezó a andar por la habitación, cogía objetos y
los volvía a dejar. Beatty la ignoró y siguió hablando.
-Acelera
la proyección, Montag, aprisa, ¿Clic? ¿Película? Mira, Ojo,
Ahora, Adelante, Aquí, Allí, APrisa, Ritmo, Arriba, Abajo, Dentro,
Fuera, Por qué, Cómo, Quién, Qué, Dónde, ¿Eh? , ¡Oh ¡Bang!,
¡Zas!, Golpe, Bing, Bong, ¡Bum! Selecciones de selecciones.
¿Política? ¡Una columna, dos frases, un titular! Luego, en pleno
aire, todo desaparece. La mente del hombre gira tan aprisa a impulsos
de los editores, explotadores, locutores, que la fuerza centrífuga
elimina todo pensamiento innecesario, origen de una pérdida de
tiempo.
Mildred
alisó la ropa de la cama. Montag sintió que su corazón saltaba y
volvía a saltar mientras ella le ahuecaba la almohada. En aquel
momento, le empujaba para conseguir hacerle apartar, a fin de poder
sacar la almohada, arreglarla y volverla a su sitio. Y, quizá,
lanzar un grito y quedarse mirando, o sólo alargar la mano Y decir:
«¿Qué es esto?», y levantar el libro oculto con conmovedora
inocencia.
-Los
años de Universidad se acortan, la disciplina se relaja, la
Filosofía, la Historia y el lenguaje se abandonan, el idioma y su
pronunciación son gradualmente descuidados. Por último, casi
completamente ignorado La vida es inmediata, el empleo cuenta, el
placer domina todo después del trabajo. ¿Por qué aprender algo,
excepto apretar botones, enchufar conmutadores, encajar tornillos y
tuercas?
-Deja
que te arregle la almohada -dijo Mildred
-¡No!
-susurró Montag-.
-El
cierre de cremallera desplaza al botón y el hombre ya no dispone de
todo ese tiempo para pensar mientras se viste, una hora filosófica
y, por lo tanto, una hora de melancolía.
-A
ver -dijo Mildred-.
-Márchate
-replicó-.
-La
vida se convierte en una gran carrera, Montag. Todo se hace aprisa,
de cualquier modo.
-De
cualquier modo -repitió Mildred, tirando de la almohada-.
-¡Por
amor de Dios déjame tranquilo! -gritó Montag, apasionadamente ,
A
Beatty se le dilataron los ojos.
La
mano de Mildred se había inmovilizado detrás de la almohada. Sus
dedos seguían la silueta del libro y a medida que la forma le iba
siendo familiar, su rostro apareció sorprendido Y, después,
atónito. Su boca se abrió para hacer una pregunta...
-Vaciar
los teatros excepto para que actúen payasos, e instalar en las
habitaciones paredes de vidrio de bonitos colores que suben y bajan,
como confeti, sangre, jerez o sauterne. Te gusta la pelota base,
¿verdad, Montag?
-La
pelota base es un juego estupendo.
Ahora
Beatty era casi invisible, sólo una voz en algún punto, detrás de
una cortina de humo.
-¿Qué
es esto? -preguntó Mildred, casi con ale gría. Montag se echó
hacia atrás y cayó sobre los brazos de ella-. ¿Qué hay aquí?
-
¡Siéntate! -gritó Montag. Ella se apartó de un salto, con las
manos vacías-. ¡Estamos hablando!
Beatty
prosiguió como si nada hubiese ocurrido.
-Te
gustan los bolos, ¿verdad, Montag?
-Los
bolos, sí.
-¿Y
el golf?
-El
golf es un juego magnífico.
-¿Baloncesto?
-Un
juego magnífico.
-¿Billar?
¿Fútbol?
-Todos
son excelentes.
-Más
deportes para todos, espíritu de grupo, diversión, y no hay
necesidad de pensar, ¿eh? Organiza y superorganiza superdeporte. Más
chistes en los libros. Más ilustraciones. La mente absorbe menos Y
menos. Impaciencia. Autopistas llenas de multitudes que van a algún
sitio, a algún sitio, a algún sitio, a ningún sitio. El refugio de
la gasolina. Las ciudades se convierten en moteles, la gente siente
impulsos nómadas y va de un sitio para otro, siguiendo las mareas,
viviendo una noche en la habitación donde otro ha dormido durante el
día y el de más allá la noche anterior.
Mildred
salió de la habitación y cerró de un portazo. Las «tías» de la
sala de estar empezaron a reírse de los «tíos» de la sala de
estar.
-Ahora,
consideremos las minorías en nuestra civilización. Cuanto mayor es
la población, más minorías hay. No hay que meterse con los
aficionados a los perros, a los gatos, con los médicos, abogados,
comerciantes, cocineros, mormones, bautistas, unitarios, chinos de
segunda generación, suecos, italianos, alemanes, tejanos,
irlandeses, gente de Oregón o de México. En este libro, en esta
obra, en este seria¡ de televisión la gente no quiere representar a
ningún pintor, cartógrafo o mecánico que exista en la realidad.
Cuanto mayor es el
mercado,
Montag, menos hay que hacer frente a la controversia, recuerda esto.
Todas las minorías menores con sus ombligos que hay que mantener
limpios. Los autores, llenos de malignos pensamientos, aporrean
máquinas de escribir. Eso hicieron. Las revistas se convirtieron en
una masa insulsa y amorfa. Los libros, según dijeron los críticos
esnobs, eran como agua sucia. No es extraño que los libros dejaran
de venderse, decían los críticos. Pero el público, que sabía lo
que quería, permitió la supervivencia de los libros de historietas.
Y de las revistas eróticas tridimensionales, claro está. Ahí
tienes, Montag. No era una imposición del Gobierno. No hubo ningún
dictado, ni declaración, ni censura, no. La tecnología, la
explotación de las masas y la presión de las minorías produjo el
fenómeno, a Dios gracias. En la actualidad, gracias a todo ello, uno
puede ser feliz continuamente, se le permite leer historietas
ilustradas o periódicos profesionales.
-Sí,
pero, ¿qué me dice de los bomberos?
-Ah.
-Beatty se inclinó hacia delante entre la débil neblina producida
por su pipa.- ¿Qué es más fácil de explicar y más lógico? Como
las universidades producían más corredores, saltadores, boxeadores,
aviadores y nadadores, en vez de profesores, críticos, sabios, y
creadores, la palabra «intelectual», claro está, se convirtió en
el insulto que merecía ser. Siempre se teme lo desconocido. Sin
duda, te acordarás del muchacho de tu clase que era excepcionalmente
«inteligente», que recitaba la mayoría de las lecciones y daba las
respuestas, en tanto que los demás permanecían como muñecos de
barro, y le detestaban. ¿Y no era ese muchacho inteligente al que
escogían para pegar y atormentar después de las horas de clase?
Desde luego que sí. Hemos de ser todos iguales. No todos nacimos
libres e iguales, como dice la Constitución, sino todos hechos
iguales. Cada hombre, la imagen de cualquier otro. Entonces todo son
felices, porque no pueden establecerse diferencias ni comparaciones
desfavorables. ¡Ea! Un libro es un arma cargada en la casa de al
lado. Quémalo. Quita el proyectil del arma Domina la mente del
hombre. ¿Quién sabe cuál podría ser el objetivo del hombre que
leyese mucho? ¿Yo? No los resistiría ni un minuto. Y así, cuando,
por último, las casas fueron totalmente inmunizadas contra el fuego,
en el mundo entero (la otra noche tenías razón en tus conjeturas)
ya no hubo necesidad de bomberos para el antiguo trabajo. Se les dio
una nueva misión, como custodios de nuestra tranquilidad de
espíritu, de nuestro pequeño, comprensible y justo temor de ser
inferiores. Censores oficiales, jueces y ejecutores. Eso eres tú,
Montag. Y eso soy yo.
La
puerta que comunicaba con la sala de estar se abrió y Mildred asomó,
miró a los dos hombres y se fijó en Beatty y, después, en Montag.
A su espalda, las paredes de la pieza estaban inundadas de
resplandores verdes, amarillos y anaranjados que oscilaban y
estallaban al ritmo de una música casi exclusivamente compuesta por
baterías, tambores y címbalos. Su boca se movía y estaba diciendo
algo, pero el sonido no permitía oírla.
Beatty
vació su pipa en la palma de su mano sonrosada, examinó la ceniza
como si fuese un símbolo que había que examinar en busca de algún
significado.
-Has
de comprender que nuestra civilización es tan vasta que no podemos
permitir que nuestras minorías se alteren o exciten. Pregúntate a
ti mismo: ¿Qué queremos en esta nación, por encima de todo? La
gente quiere ser feliz, ¿no es así? ¿No lo has estado oyendo toda
tu vida? «Quiero ser feliz», dice la gente. Bueno, ¿no lo son? ¿No
les mantenemos en acción, no les proporcionamos diversiones? Eso es
para lo único que vivimos, ¿no? ¿Para el placer y las emociones? Y
tendrás que admitir que nuestra civilización se lo facilita en
abundancia.
-Sí.
Montag
pudo leer en los labios de Mildred lo que ésta decía desde el
umbral. Trató de no mirar a ella, porque, entonces, Beatty podía
volverse y leer también lo que decía.
-A
la gente de color no le gusta El pequeño Sambo. A quemarlo. La gente
blanca se siente incómoda con La cabaña del tío Tom. A quemarlo.
Escribe un libro sobre el tabaco y el cáncer de pulmón ¿Los
fabricantes de cigarrillos se lamentan? A quemar el libro. Serenidad,
Montag. Líbrate de tus tensiones internas. Mejor aún, lánzalas al
incinerador, ¿Los funerales son tristes y paganos? Eliminémoslos
también, Cinco minutos después de la muerte de una persona en
camino hacia la Gran Chimenea, los incineradores son abastecidos por
helicópteros en todo el país. Diez minutos después de la muerte,
un hombre es una nube de polvo negro. No sutilicemos con recuerdos
acerca de los individuos. Olvidémoslos. Quemémoslo todo,
absolutamente todo. El fuego es brillante y limpio.
Los
fuegos artificiales se apagaron en la sala de estar, detrás de
Mildred. Al mismo tiempo, ella había dejado de hablar; una
coincidencia milagrosa. Montag contuvo el aliento.
-Había
una muchacha, ahí, al lado -dijo con lentitud-. Ahora se ha
marchado, creo que ha muerto Ni siquiera puedo recordar su rostro.
Pero era distinta ¿Cómo... cómo pudo llegar a existir?
Beatty
sonrió.
-Aquí
o allí, es fatal que ocurra. ¿Clarisse McClellan? Tenemos ficha de
toda su familia. Les hemos vigilado cuidadosamente. La herencia y el
medio ambiente hogareño puede deshacer mucho de lo que se inculca en
el colegio. Por eso hemos ido bajando, año tras año la edad de
ingresar en el parvulario, hasta que, ahora, casi arrancamos a los
pequeños de la cuna. Tuvimos falsas alarmas con los McCIellan cuando
vivían en Chicago. Nunca les encontramos un libro. El historial
confuso, es antisocial. ¿La muchacha? Es una bomba de relojería. La
familia había estado influyendo en su subconsciente, estoy seguro,
por lo que pude ver en su historial escolar. Ella no quería saber
cómo se hacía algo, sino por qué. Esto puede resultar embarazoso.
Se pregunta el porqué de una serie de cosas y se termina sintiéndose
muy desdichado. Lo mejor que podía pasarle a la pobre chica era
morirse.
-Sí,
morirse.
-Afortunadamente,
los casos extremos como ella no aparecen a menudo. Sabemos cómo
eliminarlos en embrión No se puede construir una casa sin clavos en
la madera. Si no quieres que un hombre se sienta políticamente
desgraciado, no le enseñes dos aspectos de una misma cuestión, para
preocuparle; enséñale sólo uno. o, mejor aún, no le des ninguno.
Haz que olvide que existe una cosa llamada guerra. Si el Gobierno es
poco eficiente, excesivamente intelectual o aficionado a aumentar los
impuestos, mejor es que sea todo eso que no que la gente se preocupe
por ello. Tranquilidad, Montag. Dale a la gente concursos que puedan
ganar recordando la letra de las canciones más populares, o los
nombres de las capitales de Estado, o cuánto maíz produjo lowa el
año pasado. Atibórralos de datos no combustibles, lánzales encima
tantos «hechos» que se sientan abrumados, pero totalmente al día
en cuanto a información. Entonces, tendrán la sensación de que
piensan, tendrán la impresión de que se mueven sin moverse. Y serán
felices, porque los hechos de esta naturaleza no cambian. No les des
ninguna materia delicada como Filosofía o Sociología para que
empiecen a atar cabos. Por ese camino se encuentra la melancolía.
Cualquier hombre que pueda desmontar un mural de televisión y volver
a armarlo luego, y, en la actualidad, la mayoría de los hombres
pueden hacerlo, es más feliz que cualquier otro que trata de medir,
calibrar y sopesar el Universo, que no puede ser medido ni sopesado
sin que un hombre se sienta bestial y solitario. Lo sé, lo he
intentado ¡Al diablo con ello! Así, pues, adelante con los clubs
las fiestas, los acróbatas y los prestidigitadores, los coches a
reacción, las bicicletas helicópteros, el sexo y las drogas, más
de todo lo que esté relacionado con reflejos automáticos. Si el
drama es malo, si la película no dice nada, si la comedia carece de
sentido, dame una inyección de teramina. Me parecerá que reacciono
con la obra, cuando sólo se trata de una reacción táctil a las
vibraciones. Pero no me importa. Prefiero un entretenimiento
completo.
Beatty
se puso en pie.
-He
de marcharme. El sermón ha terminado. Espero haber aclarado
conceptos. Lo que importa que recuerdes, Montag, es que tú, yo y los
demás somos los Guardianes de la Felicidad. Nos enfrentamos con la
pequeña marea de quienes desean que todos se sientan desdichados con
teorías y pensamientos contradictorios. Tenemos nuestros dedos en el
dique. Hay que aguantar firme. No permitir que el torrente de
melancolía y la funesta Filosofía ahoguen nuestro mundo. Dependemos
de ti. No creo que te des cuenta de lo importante que eres para
nuestro mundo feliz, tal como está ahora organizado.
Beatty
estrechó la fláccida mano de Montag. Éste permanecía sentado,
como si la casa se derrumbara a alrededor y él no pudiera moverse.
Mildred había desaparecido en el umbral.
-Una
cosa más -dijo Beatty-. Por lo menos, una vez en su carrera siente
esa comezón. Empieza a preguntarse qué dicen los libros. Oh, hay
que aplacar esa comezón, ¿eh? Bueno, Montag, puedes creerme, he
tenido que leer algunos libros en mi juventud, para saber de qué
trataban. Y los libros no dicen nada. Nada que pueda enseñarse o
creerse. Hablan de gente que existe, de entes imaginarios, si se
trata de novelas. Y si no lo son, aún peor: un profesor que llama
idiota a otro filósofo que critica al de más allá. Y todos arman
jaleo, apagan las estrellas y extinguen el sol. Uno acaba por
perderse.
-Bueno,
entonces, ¿qué ocurre si un bombero accidentalmente, sin
proponérselo en realidad, se lleva un libro a su casa?
Montag
se crispó. La puerta abierta le miraba con su enorme ojo vacio.
-Un
error lógico. Pura curiosidad -replicó Beatty- No nos preocupamos
ni enojamos en exceso. Dejamos que el bombero guarde el libro
veinticuatro horas. Si para entonces no lo ha hecho él, llegamos
nosotros y lo quemamos
-Claro.
La
boca de Montag estaba reseca.
-Bueno,
Montag. ¿Quieres coger hoy otro turno? ¿Te veremos esta noche?
-No
lo sé -dijo Montag-.
-¿Qué?
Beatty
se mostró levemente sorprendido.
Montag
cerró los ojos.
-Más
tarde iré. Quizá.
-Desde
luego, si no te presentaras, te echaríamos en falta -dijo Beatty,
guardándose la pipa en un bolsillo con expresión pensativa-.
«Nunca
volveré a comparecer por allí», pensó Montag.
-Bueno,
que te alivies -dijo Beatty-.
Dio
la vuelta y se marchó.
Montag
vigiló por la ventana la partida de Beatty en su vehículo de
brillante color amarillo anaranjado, con los neumáticos negros como
el carbón.
Al
otro lado de la calle, hacia abajo, las casas se erguían con sus
lisas fachadas. ¿Qué había dicho Clarisse una tarde? «Nada de
porches delanteros. Mi tío dice que antes solía haberlos. Y la
gente, a veces, se sentaba por las noches en ellos, charlando cuando
así lo
deseaba,
meciéndose y guardando silencio cuando no quería hablar. Otras
veces permanecían allí sentados, meditando sobre las cosas. Mi tío
dice que los arquitectos prescindieron de los porches frontales
porque estéticamente no resultaban. Pero mi tío asegura que éste
fue sólo un pretexto. El verdadero motivo, el motivo oculto, pudiera
ser que no querían que la gente se sentara de esta manera, sin hacer
nada, meciéndose y hablando. Éste era el aspecto malo de la vida
social. La gente hablaba demasiado. Y tenía tiempo para pensar.
Entonces, eliminaron los porches. Y también los jardines. Ya no más
jardines donde poder acomodarse. Y fíjese en el mobiliario. Ya no
hay mecedoras. Resultan demasiado cómodas. Lo que conviene es que la
gente se levante y ande por ahí. Mi tío dice... Y mi tío... Y mi
tío ... »
La
voz de ella fue apagándose.
Montag
se volvió y miró a su esposa, quien, sentada en medio de la sala de
estar, hablaba a un presentador quien, a su vez, le hablaba a ella.
-Mrs.
Montag -decía él. Esto, aquello y lo más allá-. Mrs. Montag...
Algo
más, y vuelta a empezar. El aparato conversor, que les había
costado un centenar de dólares, suministraba automáticamente el
nombre de ella siempre que el presentador se dirigía a su auditorio
anónimo dejando un breve silencio para que pudieran encajar, las
sílabas adecuadas. Un mezclador especial conseguía, también, que
la imagen televisada del presentador en el área inmediata a sus
labios, articulara, magníficamente, las vocales y consonantes.
Era
un amigo, no cabía la menor duda de ello, un buen amigo.
-Mrs.
Montag, ahora mire hacia aquí.
Mildred
volvió la cabeza. Aunque era obvio que no estaba escuchando.
-Sólo
hay un paso entre no ir a trabajar hoy, no ir a trabajar mañana y no
volver a trabajar nunca en el cuartel de bomberos -dijo Montag-.
-Pero
esta noche irás al trabajo, ¿verdad? preguntó Mildred-.
-Aún
no estoy decidido. En este momento tengo la horrible sensación de
que deseo destrozar todas las cosas que están a mi alcance.
-Date
un paseo con el auto.
-No,
gracias.
-Las
llaves están en la mesilla de noche. Cuando me siento de esta
manera, siempre me gusta conducir aprisa. Pones el coche a ciento
cincuenta por hora y experimentas una sensación maravillosa. A veces
conduzco toda la noche, regreso al amanecer y tú ni te has enterado.
Es divertido salir al campo. Se aplastan conejos. A veces, perros. Ve
a coger el auto.
-No,
ahora no me apetece. Quiero estudiar esta sensación tan curiosa.
¡Caramba! ¡Me ha dado muy fuerte! No sé lo que es. ¡Me siento tan
condenadamente infeliz, tan furioso! E ignoro por qué tengo la
impresión de que estuviera ganando peso. Me siento gordo. Como si
hubiese estado ahorrando una serie de cosas, y ahora no supiese
cuáles. Incluso sería capaz de leer.
-Te
meterían en la cárcel, ¿verdad?
Ella
le miró como si Montag estuviese detrás de la pared de cristal.
Montag
empezó a ponerse la ropa; se movía intranquilo por el dormitorio.
-Si,
y quizá fuese una buena idea. Antes de que cause daño a alguien.
¿Has oído a Beatty? ¿Le has escuchado? Él sabe todas las
respuestas. Tienes razón. Lo importante es la felicidad. La
diversión lo es todo. Y sin embargo, sigo aquí sentado, diciéndome
que no soy feliz, que no soy feliz.
-Yo
sí lo soy. -Los labios de Mildred sonriero Y me enorgullezco de
ello.
-He
de hacer algo -dijo Montag-. Todavía no qué, pero será algo
grande.
-Estoy
cansada de escuchar estas tonterías -dijo Mildred, volviendo a
concentrar su atención en el presentador-.
Montag
tocó el control de volumen de la pared y el presentador se quedó
sin voz.
-Millie.
-Hizo una pausa.- Ésta es tu casa lo mismo que la mía. Considero
justo decirte algo. Hubiera debido hacerlo antes, pero ni siquiera lo
admitía interiormente. Tengo algo que quiero que veas, algo que he
separado y escondido durante el año pasado, de cuando, en cuando, al
presentarse una oportunidad, sin saber por qué, pero también sin
decírtelo nunca.
Montag
cogió una silla de recto respaldo, la desplazó lentamente hasta el
vestíbulo, cerca de la puerta del entrada, se encaramó en ella, y
permaneció por un momento como una estatua en un pedestal, en tanto
que su esposa, con la cabeza levantada, le observaba. Entonces Montag
levantó los brazos, retiró la reja del sistema de acondicionamiento
de aire y metió la mano muy hacia la derecha hasta mover otra hoja
deslizante de metal; después, sacó un libro. Sin mirarlo, lo dejó
caer al suelo. Volvió a meter la mano y sacó dos libros, bajó la
mano y los dejó caer al suelo. Siguió actuando Y dejando caer
libros pequeños, grandes, amarillos, rojos, verdes. Cuando hubo
terminado, miró la veintena de libros que yacían a los pies de su
esposa.
-Lo
siento -dijo-. Nunca me había detenido meditarlo. Pero ahora parece
como si ambos estuviésemos metidos en esto.
Mildred
retrocedió como si, se viese de repente, delante de una bandada de
ratones que hubiese surgido de improviso del suelo.
Montag
oyó la rápida respiración de ella, vio la palidez de su rostro y
cómo sus ojos se abrían de par en par. Ella pronunció su nombre,
dos, tres veces. Luego, exhalando un gemido, se adelantó corriendo,
cogió un libro y se precipitó hacia el incinerador de la cocina.
Montag
la detuvo, mientras ella chillaba. La sujetó y Mildred trató de
soltarse, arañándole.
-¡No,
Millie, no! ¡Espera! ¡Deténte! Tú no sabes...
-¡Cállate!
La
abofeteó, la cogió de nuevo y la sacudió.
Ella
pronunció su nombre y empezó a llorar.
-¡Millie!
-dijo Montag-. Escucha. ¿Quieres concederme un segundo? No podemos
hacer nada. No podemos quemarlos. Quiero examinarlos, por lo menos,
una vez. Luego, si lo que el capitán dice es cierto, los quemaremos
juntos, créeme, los quemaremos entre los
dos.
Tienes que ayudarme. -Bajó la mirada hacia el rostro de ella y,
cogiéndole la barbilla, la sujetó con firmeza. No sólo la miraba,
sino que, en el rostro de ella,
se
buscaba a sí mismo e intentaba averiguar también lo que debía
hacer-. Tanto si nos gusta como si no, estamos metidos en esto.
Durante estos años no te he pedido gran cosa, pero ahora te lo pido,
te lo suplico. Tenemos que empezar en algún punto, tratar de
adivinar por qué sentimos esta confusión, tú y la medicina por las
noches, y el automóvil, y yo con mi trabajo. Nos encaminamos
directamente al precipicio, Mildred. ¡Dios mío, no quiero caerme!
Esto no resultará fácil. No tenemos nada en que apoyarnos, pero
quizá podamos analizarlo, intuirlo Y ayudarnos mutuamente. No puedes
imaginar cuánto te necesito en este momento. Si me amas un poco
admitirás esto durante veinticuatro, veintiocho horas es todo lo
que te pido. Y luego habrá terminado. ¡Te lo prometo te lo juro! Y
si aquí hay algo, algo posible en toda esta cantidad de cosas, quizá
podamos transmitirlo a alguien.
Ella
ya no forcejeaba; Montag la soltó. Mildred retrocedió
tambaleándose, hasta llegar a la pared. Y una vez allí se deslizó
y quedó sentada en el suelo, contemplando los libros. Su pie rozaba
uno y, al notarlo, se apresuró a echarlo hacia atrás.
-Esa
mujer de la otra noche, Millie... Tú no esta, viste allí. No viste
su rostro. Y Clarisse. Nunca llegaste a hablar con ella. Yo sí. Y
hombres como Beatty le tienen miedo. No puedo entenderlo. ¿Por qué
han de sentir tanto temor por alguien como ella? Pero yo seguía
colocándola a la altura de los bomberos en el cuartel, cuan do
anoche comprendí, de repente, que no me gustaba, nada en absoluto, y
que tampoco yo mismo me gustaba. Y pensé que quizá fuese mejor que
quienes ardiesen fueran los propios bomberos.
-¡Guy!
El
altavoz de la puerta de la calle dijo suavemente:
-Mrs.
Montag, Mrs. Montag, aquí hay alguien, hay alguien, Mrs. Montag,
Mrs. Montag, aquí hay alguien.
Ambos
se volvieron para observar la puerta. Y los libros estaban
desparramados por doquier, formando, incluso; montones.
-¡Beatty!
-susurró Mildred-.
-No
puede ser él.
-¡Ha
regresado! -susurró ella-.
La
voz volvió a llamar suavemente:
-Hay
alguien aquí...
-No
contestaremos.
Montag
se recostó en la pared, y, luego, con lentitud, fue resbalando hasta
quedar en cuclillas. Entonces empezó a acariciar los libros,
distraídamente, con el pulgar y el índice. Se estremecía y, por
encima de todo, deseaba volver a guardar los libros en el hueco del
ventilador, pero comprendió que no podría enfrentarse de nuevo con
Beatty. Montag acabó por sentarse, en tanto que la voz de la puerta
de la calle volvía a hablar, con mayor insistencia. Montag cogió
del suelo un volumen pequeño.
-¿Por
dónde empezamos? -Abrió a medias un libro y le echó una ojeada-.
Supongo que tendremos que empezar por el principio.
-El
volverá -dijo Mildred-, y nos quemará a nosotros y a los libros.
La
voz de la puerta de la calle fue apagándose por fin. Reinó el
silencio. Montag sentía la presencia de alguien al otro lado de la
puerta, esperando, escuchando. Luego, oyó unos pasos que se
alejaban.
-Veamos
lo que hay aquí -dijo Montag-.
Balanceó
estas palabras con terrible concentración. Leyó una docena de
páginas salteadas y, por último, encontró esto:
-Se
ha calculado que, en épocas diversas, once mil personas han
preferido morir que someterse a romper los huevos por su extremo más
afilado.
Mildred
se le quedó mirando desde el otro lado del vestíbulo.
-¿Qué
significa esto? ¡Carece de sentido! ¡El capitán tenía razón!
-Bueno,
bueno -dijo Montag-. Volveremos a empezar. Esta vez por el principio.
Segunda
Parte: La Criba y la Arena
Ambos
leyeron durante toda la larga tarde, mientras la fría lluvia de
noviembre caía sobre la silenciosa casa. Permanecieron sentados en
el vestíbulo, porque la sala de estar aparecía vacía y poco
acogedora en sus paredes iluminadas de confeti naranja y amarillo, y
cohetes, y mujeres en trajes de lamé dorado, y hombres de frac
sacando conejos de sombreros plateados. La sala de estar resultaba
muerta, y Mildred le lanzaba continuas e inexpresivas miradas, en
tanto que Montag andaba de un lado al otro del vestíbulo para
agacharse y leer una página en voz alta.
No podemos determinar el momento
concreto en que nace la amistad. Como al llenar un recipiente gota a
gota, hay una gota final que lo hace desbordarse, del mismo modo, en
una serie de gentilezas hay una final que acelera los latidos del
corazón.
Montag
se quedó escuchando el ruido de la lluvia.
-¿Era
eso lo que había en esa muchacha de al lado? ¡He tratado de
comprenderlo!
-Ella
ha muerto. Por amor de Dios, hablemos de alguien que esté vivo.
Montag
no miró a su esposa al atravesar el vestíbulo y dirigirse a la
cocina, donde permaneció mucho rato, observando cómo la lluvia
golpeaba los cristales. Después, regresó a la luz grisácea del
vestíbulo y esperó a que se calmara el temblor que sentía en todo
su cuerpo.
Abrió
otro libro.
-El
tema favorito, yo.
Miró
de reojo a la pared.
-El
tema favorito, yo.
-Eso
sí que no lo entiendo -dijo Mildred-,
-Pero
el tema favorito de Clarisse no era ella. Era cualquier otro, y yo.
Fue la primera persona que he llegado a apreciar en muchos años. Fue
la primera persona que recuerde que me mirase cara a cara, como si
fuese importante. -Montag cogió los dos libros-. Esos hombres llevan
muertos mucho tiempo, pero yo sé que sus palabras señalan, de una u
otra manera, a Clarisse
Por
el exterior de la puerta de la calle, en la lluvia, se oyó un leve
arañar.
Montag
se inmovilizó. Vio que Mildred se echaba hacia atrás, contra la
pared, y lanzaba una exclamación ahogada.
-Está
cerrada.
-Hay
alguien... La puerta... ¿Por qué la voz no nos dice ... ?
Por
debajo de la puerta, un olfateo lento, una exhalación de corriente
eléctrica.
Mildred
se echó a reír.
-¡No
es más que un perro! ¿Quieres que lo ahuyente?
-¡Quédate
donde estás!
Silencio.
La fría lluvia caía. Y el olor a electricidad azul soplando por
debajo de la puerta cerrada.
-Sigamos
trabajando -dijo Montag-.
Mildred
pegó una patada a un libro.
-Los
libros no son gente. Tú lees y yo estoy sin hacer nada, pero no hay
nadie.
Montag
contempló la sala de estar, totalmente apagada y gris como las aguas
de un océano que podían estar llenas de vida si se conectaba el sol
electrónico
-En
cambio -dijo Mildred-, mi «familia» si es mi gente. Me cuentan
cosas. ¡Me río y ellos se ríen' ¡Y los colores!
-Si,
lo sé
-Y,
además, si el capitán Beatty se enterase de lo de esos libros...
-Mildred recapacitó. Su rostro mostró sorpresa y, después,
horror-. ¡Podría venir y quemar la casa y la «familia»! ¡Esto es
horrible! Piensa en nuestra inversión. ¿Por qué he de leer yo?
¿Para qué?
-¡Para
qué! ¡Por qué! -exclamó Montag-. La otra noche vi la serpiente
más terrible del mundo. Estaba muerta y, al mismo tiempo, viva. Fue
en el Hospital de Urgencia donde llenaron un informe sobre todo lo
que la serpiente sacó de ti. ¿Quieres ir y comprobar su archivo?
Quizás encontrases algo bajo Guy Montag o tal vez bajo Miedo o
Guerra. ¿Te gustaría ir a esa casa que quemamos anoche? ¡Y remover
las cenizas buscando los huesos de la mujer que prendió fuego a su
propia casa! ¿Qué me dices de Clarisse McCIellan? ¿Dónde hemos de
buscarla? ¡En el depósito! ¡Escucha!
Los
bombarderos atravesaron el cielo, sobre la casa, silbando,
murmurando, como un ventilador inmenso e invisible que girara en el
vacío.
-¡Válgame
Diosl -dijo Montag-. Siempre tantos chismes de ésos en el cielo.
¿Cómo diantres están esos bombarderos ahí arriba cada segundo de
nuestras vidas? ¿Por qué nadie quiere hablar acerca de ello? Desde
1960, iniciamos y ganamos dos guerras atómicas. ¿Nos divertirnos
tanto en casa que nos hemos olvidado del mundo? ¿Acaso somos tan
ricos y el resto del mundo tan pobre que no nos preocupamos de ellos?
He oído rumores. El mundo padece hambre, pero nosotros estamos bien
alimentados. ¿Es cierto que el mundo trabaja duramente mientras
nosotros jugamos? ¿Es por eso que se nos odia tanto? También he
oído rumores sobre el odio, hace muchísimo tiempo. ¿Sabes tú por
qué? ¡Yo no, desde luego! Quizá los libros puedan sacarnos a
medias del agujero. Tal vez pudieran impedirnos que cometiéramos los
mismos funestos errores. No esos estúpidos en tu sala de estar
hablando de, Dios, Millie, ¿no te das cuenta? Una hora al día,
horas con estos libros, y tal vez...
Sonó
el teléfono. Mildred descolgó el aparato.
-¡Ann!
-Se echó a reír.- ¡Sí, el Payaso Blanco actúa esta noche!
Montag
se encaminó a la cocina y dejó el libro abajo.
«Montag
-se dijo-, eres verdaderamente estúpido ¿Adónde vamos desde aquí?
¿Devolveremos los libros, los olvidamos?»
Abrió
el libro, no obstante la risa de Mildred.
«¡Pobre
Millie! -pensó-. ¡Pobre Montag! También para ti carece de sentido.
Pero, ¿dónde puedes conseguir ayuda, dónde encontrar a un maestro
a estas alturas?»
Aguardó.
Montag cerró los ojos. Sí, desde luego. Volvió a encontrarse
pensando en el verde parque un año atrás. Últimamente, aquel
pensamiento había acudido muchas veces a su mente, pero, en aquel
momento, recordó con claridad aquel día en el parque de la ciudad,
cuando vio a aquel viejo vestido de negro que ocultaba algo, con
rapidez, bajo su chaqueta.
El
viejo se levantó de un salto, como si se dispusiese a echar a
correr. Y Montag dijo:
-¡Espere!
-¡No
he hecho nada! -gritó el viejo, tembloroso
-Nadie
ha dicho lo contrario.
Sin
decir una palabra, permanecieron sentados momento bajo la suave luz
verdosa; y, luego, habló del tiempo, respondiendo el viejo con voz.
descolorida. Fue un extraño encuentro. El viejo admitió ser un
profesor de Literatura retirado que, cuarenta años atrás, se quedó
sin trabajo cuando la última universidad de Artes Liberales cerró
por falta de estudiantes. Se llamaba Faber, y, cuando por fin dejó
de temer a Montag, habló con voz llena de cadencia, contemplando el
cielo, los árboles y el exuberante parque; y al cabo de una hora
dijo algo a Montag, y éste se dio cuenta de que era un poema sin
rima. Después, el viejo aún se mostró más audaz y dijo algo, y
también se trataba de un poema. Faber apoyó una mano sobre el
bolsillo izquierdo de su chaqueta y pronunció las palabras con
suavidad, y Montag comprendió que, si alargaba la mano, sacaría del
bolsillo del viejo un libro de poesías. Pero no lo hizo. Sus manos
permanecieron sobre sus rodillas, entumecidas e inútiles.
-No
hablo de cosas, señor -dijo Faber-. Hablo del significado de las
cosas. Me siento aquí y sé que estoy vivo.
En
realidad, eso fue todo. Una hora de monólogo, un poema, un
comentario; y, luego, sin ni siquiera aludir el hecho de que Montag
era bombero, Faber, con cierto temblor, escribió su dirección en un
pedacito de papel.
-Para
su archivo -dijo-, en el caso de que decida enojarse conmigo.
-No
estoy enojado -dijo Montag sorprendido-.
Mildred
rió estridentemente en el vestíbulo.
Montag
fue al armario de su dormitorio y buscó en su pequeño archivo, en
la carpeta titulada: FUTURAS INVESTIGACIONES (?). El nombre de Faber
estaba allí. Montag no lo había entregado, ni borrado.
Marcó
el número de un teléfono secundario. En el otro extremo de la
línea, el altavoz repitió el nombre de Faber una docena de veces
antes de que el profesor contestara con voz débil. Montag se
identificó y fue correspondido con un prolongado silencio.
-Dígame, Mr.
Montag.
-Profesor
Faber, quiero hacerle una pregunta bastante extraña, ¿Cuántos
ejemplares de la Biblia quedan en este país?
-¡No
sé de qué me está hablando!
-quiero
saber si queda algún ejemplar.
-¡Esto
es una trampa! ¡No puedo hablar con el primero que me llama por
teléfono!
-¿Cuántos
ejemplares de Shakespeare y de Platón?
-¡Ninguno!
Lo sabe tan bien como yo. ¡Ninguno!
Faber
colgó.
Montag
dejó el aparato. Ninguno. Ya lo sabía, de luego, por las listas del
cuartel de bomberos. Pero, sin embargo, quiso oírlo de labios del
propio Faber.
En
el vestíbulo, el rostro de Mildred estaba lleno de excitación.
-¡Bueno,
las señoras van a venir!
Montag
le enseñó un libro.
-Éste
es el Antiguo y el Nuevo Testamento, y...
-¡No
empieces otra vez con eso!
-Podría
ser el último ejemplar en esta parte del mundo.
-¡Tienes
que devolverlo esta misma noche! El capitán Beatty sabe que lo
tienes, ¿no es así?
-No
creo que sepa qué libro robé. Pero, ¿cómo escojo un sustituto?
¿Deberé entregar a Mr. Jefferson? ¿A
Mr. Thoreau? ¿Cuál es
menos valioso? Si escojo un sustituto y Beatty sabe qué libro robé
supondrá que tengo toda una biblioteca aquí.
Mildred
contrajo los labios.
-¿Ves
lo que estás haciendo? ¡Nos arruinarás ¿Quien es mas importante,
yo o esa Biblia?
Empezaba
a chillar, sentada como una muñeca de cera que se derritiese en su
propio calor.
Le
parecía oír la voz de Beatty.
-Siéntate,
Montag. Observa. Delicadamente, como pétalos de una flor. Cada una
se convierte en una mariposa negra. Hermoso, ¿verdad? Enciende la
tercera página con la segunda y así sucesivamente, quemando en
cadena, capítulo por capítulo, todas las cosas absurdas que
significan las palabras, todas las falsas promesas, todas las ideas
de segunda mano y las filosofías estropeadas por el tiempo.
Beatty
estaba sentado allí levemente sudoroso, mientras el suelo aparecía
cubierto de enjambres de polillas nuevas que habían muerto en una
misma tormenta.
Mildred
dejó de chillar tan bruscamente como había empezado. Montag no la
escuchaba.
-Sólo
hay una cosa que hacer -dijo-. Antes de que llegue la noche y deba
entregar el libro a Beatty, tengo que conseguir un duplicado.
-¿Estarás
aquí esta noche para ver al Payaso Blanco y a las señoras que
vendrán? -preguntó Mildred-.
Montag
se detuvo junto a la puerta, de espaldas.
-Millie...
Un
silencio.
-¿Qué?
-Millie,
¿te quiere el Payaso Blanco?
No
hubo respuesta.
-Millie,
te... -Montag se humedeció los labios- ¿Te quiere tu «familia»?
¿Te quiere muchísimo, con toda el alma y el corazón, Millie?
Montag
sintió que ella parpadeaba lentamente.
-¿Por
qué me haces una pregunta tan tonta?
Montag
sintió deseos de llorar, pero nada ocurrió en sus ojos o en su
boca.
-Si
ves a ese perro ahí fuera -dijo Mildred-, Pégale un puntapié de
parte mía.
Montag
vaciló, escuchó junto a la puerta. La abrió Y salió.
La
lluvia había cesado y el sol aparecía en el claro cielo. La calle,
el césped y el porche estaban vacíos. Montag exhaló un gran
suspiro.
Cerró,
dando un portazo.
Estaba
en el «Metro».
«Me
siento entumecido -pensó-. ¿Cuándo ha empezado ese entumecimiento
en mi rostro, en mi cuerpo? La noche en que, en la oscuridad, di un
puntapié a la botella de píldoras, y fue como si hubiera pisado una
mina enterrada.
»El
entumecimiento desaparecerá. Hará falta tiempo, pero lo conseguiré,
o Faber lo hará por mi. Alguien, en algún sitio, me devolverá el
viejo rostro y las viejas manos tal como habían sido. Incluso la
sonrisa -Pensó-, la vieja y profunda sonrisa que ha desaparecido.
Sin ella esto perdido.»
El
convoy pasó veloz frente a él, crema, negro, creema, negro, números
y oscuridad, más oscuridad Y el total sumándose a sí mismo.
En
una ocasión, cuando niño, se había sentado en una duna amarillenta
junto al mar, bajo el cielo azul y el calor de un día de verano,
tratando de llenar de arena una criba, porque un primo cruel había
dicho: «Llena esta criba, y ganarás un real.» Y cuanto más aprisa
echaba arena, más velozmente se escapaba ésta produciendo un cálido
susurro. Le dolían las manos, la arena ardía, la criba estaba
vacía. Sentado allí, en pleno mes de julio, sin un sonido, sintió
que las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
Ahora,
en tanto que el «Metro» neumático le llevaba velozmente por el
subsuelo muerto de la ciudad Montag recordó la lógica terrible de
aquella criba bajó la mirada y vio que llevaba la Biblia abierta.
Había gente en el «Metro», pero él continuó con el libro en la
mano, y se le ocurrió una idea absurda: «Si lees aprisa y lo lees
todo, quizá una parte de la arena permanezca en la criba.» Pero
Montag leía y las palabras le atravesaban y pensó: «Dentro de unas
pocas horas estará Beatty y estaré yo entregándole esto, de modo
que no debe escapárseme ninguna frase. Cada línea ha de ser
recordada. Me obligaré a hacerlo.» Apretó el libro entre sus puños
Tocaron
las trompetas.
«Dentífrico
Denham.»
«Cállate
-pensó Montag-. Considera los lirios en el campo.»
«Dentífrico
Denham.»
«No
mancha ... »
«Dentífrico
... »
«Considera
los lirios en el campo, cállate, cállate.»
«¡Denharn!»
Montag
abrió violentamente el libro, pasó las páginas y las palpó como
si fuese ciego, fijándose en la forma de las letras individuales,
sin parpadear.
«Denham.
eletreando: D-e-n ... »
«No
mancha, ni tampoco...»
Un
fiero susurro de arena caliente a través de la criba vacía.
¡«Denham»
lo consigue!
«Considera
los lirios, los lirios, los lirios ... »,
«Detergente
Dental Denham.»
-¡Calla,
calla, calla!
Era
una súplica, un grito tan terrible que Montag se encontró de pie,
mientras los sorprendidos pasajeros del vagón le miraban,
apartándose de aquel hombre que tenia expresión de demente, la boca
contraída y reseca, el libro abierto en su puño. La gente que, un
momento antes, había estado sentada, llevando con los pies el ritmo
de «Dentífrico Denham», «Duradero Detergente Dental Denham»,
«Dentífrico Denham», Dentífrico, Dentífrico, uno, dos, uno, dos,
uno dos tres, uno dos, uno dos tres. La gente cuyas bocas habían
articulado apenas las palabras Dentífrico, Dentífrico, Dentífrico.
La radio del «Metro» vomitó sobre Montag, como una represalia ,
una carga completa de música compuesta de hojalata, cobre, plata,
cromo y latón. La gente era for da a la sumisión; no huía, no
había sitio donde huir; el gran convoy neumático se hundió en la
tierra dentro de su tubo.
-Lirios
del campo.
«Denham.
»
«¡He
dicho lirios!»
La
gente miraba.
-Llamen
al guardián.
-Este
hombre está ido...
«¡Knoll
Wiew!»
El
tren produjo un siseo al detenerse.
«¡Knoll
Wiew!» Un grito.
«Denham.»
Un susurro.
Los
labios de Montag apenas se movían.
-Lirios...
La
puerta del vagón se abrió produciendo un silbido. Montag permaneció
inmóvil. La puerta empezó a cerrarse. Entonces, Montag pasó de un
salto junto a los pasajeros, chillando interiormente y se zambulló,
en último momento, por la rendija que dejaba la puerta corrediza.
Corrió hacia arriba por los túneles, ignorando las escaleras
mecánicas, porque deseaba sentir cómo movían sus pies, cómo se
balanceaban sus brazos , se hinchaban y contraían sus pulmones, cómo
se resecaba su garganta en el aire. Una voz fue apagándose detrás
de él: «Denham, Denharn». El, tren silbó como una serpiente y
desapareció en su agujero.
-¿Quién
es?
-Montag.
-¿Qué
desea?
-Dejeme pasar.
-¡No
he hecho nada!
-¡Estoy
solo, maldita sea!
-¿Lo
jura?
-¡Lo
juro!
La
puerta se abrió lentamente. Faber atisbó, parecía muy viejo, muy
frágil y muy asustado. El tenía aspecto de no haber salido de la
casa en años. Él y las paredes blancas de yeso del interior eran
muy semejantes. Había blancura en la pulpa de sus labios, en sus
mejillas, y su cabello era blanco, mientras sus ojos se habían
descubierto, adquiriendo un vago color azul blancuzco. Luego, su
mirada se fijó en el libro que Montag llevaba bajo el brazo, y ya no
pareció tan viejo ni tan frágil. Lentamente, su miedo desapareció.
-Lo
siento. Uno ha de tener cuidado.
Miró
el libro que Montag llevaba bajo el brazo y no pudo callar.
-De
modo que es cierto.
Montag
entró. La puerta se cerró.
-Siéntese.
Faber
retrocedió, como temiendo que el libro pudiera desvanecerse si
apartaba de él su mirada. A su espalda, la puerta que comunicaba con
un dormitorio estaba abierta, y en esa habitación había esparcidos
diversos fragmentos de maquinaria, así como herramientas de acero.
Montag sólo pudo lanzar una ojeada antes de que Faber, al observar
la curiosidad de Montag, se volviese rápidamente, cerrara la puerta
del dormitorio y sujetase el pomo con mano temblorosa. Su mirada
volvió a fijarse, insegura, en Montag, quien se había sentado y
tenía el libro en su regazo.
-El
libro... ¿Dónde lo ha ... ?
-Lo
he robado.
Por
primera vez, Faber enarcó las cejas y miró directamente al rostro
de Montag.
-Es
usted valiente.
-No
-dijo Montag---. Mi esposa está muriéndose. Una amiga mía ha
muerto ya. Alguien que hubiese podido ser un amigo, fue quemado hace
menos de veinticuatro horas. Usted es el único que me consta podría
ayudarme. A ver. A ver...
Las
manos de Faber se movieron inquietas sobre sus rodillas.
-¿Me
permite? Disculpe.
Montag
le entregó el libro.
-Hace
muchísimo tiempo. No soy una persona religiosa. Pero hace muchísimo
tiempo. -Faber fue pasando las páginas, deteniéndose aquí y allí
para leer.--, tan bueno como creo recordar. Dios mío, de qué modo
lo han cambiado en nuestros «salones». Cristo es uno de la
«familia». A menudo, me pregunto si reconocerá a Su propio Hijo
tal como lo hemos disfrazado. Ahora, es un caramelo de menta, todo
azúcar y esencia, cuando no hace referencias veladas a ciertos
productos comerciales que todo fiel necesita imprescindiblemente.
-Faber olisqueó el libro-. ¿Sabía que los libros huelen a nuez
moscada o a alguna otra especia procedente de una tierra lejana? De
niño, me encantaba olerlos. ¡Dios mío! En aquella época, había
una serie de libros encantadores, antes de que los dejáramos
desaparecer. -Faber iba pasando las páginas-. Mr. Montag, está
usted viendo a un cobarde. Hace muchísimo tiempo, vi cómo iban las
cosas. No dije nada. Soy uno los inocentes que hubiese podido
levantar la voz cuando nadie estaba dispuesto a escuchar a los
«culpable», pero no hablé y, de este modo, me convertí, a mi vez
un culpable. Y cuando, por fin, establecieron el mecanismo para
quemar los libros, por medio de los bomberos, rezongué unas cuantas
veces y me sometí, porque ya no había otros que rezongaran o
gritaran conmigo. Ahora es demasiado tarde.. -Faber cerró la
Biblia-. Bueno ¿Y si me dijera para qué ha venido?
-Nadie
escucha ya. No puedo hablar a las paredes porque éstas están
chillándome a mí. No puedo hablar con mi esposa, porque ella
escucha a las paredes. Sólo quiero alguien que oiga lo que tengo que
decir. Y quizás si hablo lo suficiente, diga algo con sentido. Y
quiero que me enseñe usted a comprender lo que leo.
Faber
examinó el delgado rostro de Montag.
-¿Cómo
ha recibido esta conmoción? ¿Qué le arrancado la antorcha de las
manos?
-No
lo sé. Tenemos todo lo necesario para ser felices, pero no lo somos.
Falta algo. Miré a mi alrededor. Lo único que me constaba
positivamente que había desaparecido eran los libros que he ayudado
a quemar en diez o doce años. Así, pues, he pensado que los libros
podrían servir de ayuda.
-Es
usted un romántico sin esperanza -dijo Faber- Resultaría divertido
si no fuese tan grave. No son libros lo que usted necesita, sino
alguna de las cosas que en un tiempo estuvieron en los libros. El
mismo detalle infinito y las mismas enseñanzas podrían ser
proyectados a través de radios y televisores, pero no lo son. No,
no: no son libros lo que usted está buscando. Búsquelo donde pueda
encontrarlo, en viejos discos, en viejas películas y en viejos
amigos; búsquelo en la Naturaleza y búsquelo por sí mismo. Los
libros sólo eran un tipo de receptáculo donde almacenábamos una
serie de cosas que temíamos olvidar. No hay nada mágico en ellos.
La magia sólo está en lo que dicen los libros, en cómo unían los
diversos aspectos del Universo hasta formar un conjunto para
nosotros. Desde luego, usted no puede saber esto, sigue sin entender
lo que quiero decir con mis palabras. Intuitivamente, tiene usted
razón, y eso es lo que importa. Faltan tres cosas.
»Primera:
¿Sabe por qué libros como éste son tan importantes? Porque tienen
calidad. Y, ¿qué significa la palabra calidad? Para mí, significa
textura. Este libro tiene poros, tiene facciones. Este libro puede
colocarse bajo el microscopio. A través de la lente encontraría
vida, huellas del pasado en infinita profusión. Cuantos más poros,
más detalles de la vida verídicamente registrados puede obtener de
cada hoja de papel, cuanto más «literario» se vea. En todo caso,
ésa es mi definición. Detalle revelador. Detalle reciente. Los
buenos escultores tocan la vida a menudo. Los mediocres sólo pasan
apresuradamente la mano por encima de ella. Los malos violan y la
dejan por inútil.
»¿Se
dan cuenta, ahora, de por qué los libros son odiados Y temidos?
Muestran los poros del rostro de la vida. La gente comodona sólo
desea caras de luna llena, sin poros, sin pelo, inexpresivas. Vivimos
en una época en que las flores tratan de vivir de flores, en lugar
de crecer gracias a la lluvia y al negro estiércol. Incluso los
fuegos artificiales, pese a su belleza, proceden de la química de la
tierra. Y, sin embargo, pensamos que podemos crecer, alimentándonos
con flores y fuegos artificiales, sin completar el ciclo, de regreso
a la realidad. Conocerá usted la leyenda de Hércules y de Anteo,
gigantesco luchador, cuya fuerza era increíble en tanto estaba
firmemente plantado en tierra. Pero cuando Hércules lo sostuvo en el
aire, sucumbió fácilmente. Si en esta leyenda no hay algo que puede
aplicarse a nosotros, hoy, en esta ciudad, entonces es que estoy
completamente loco. Bueno, ahí está lo primero que he dicho que
necesitábamos. Calidad, textura de información
-¿Y
lo segundo?
-Ocio.
-Oh,
disponemos de muchas horas después del trabajo.
-De
horas después del trabajo, sí, pero, ¿y tiempo para pensar? Si no
se conduce un vehículo a ciento cincuenta kilómetros por hora, de
modo que sólo puede pensarse en el peligro que se corre, se está
interviniendo en algún juego o se está sentado en un salón, donde
es imposible discutir con el televisor de cuatro paredes.. ¿Por qué?
El televisor es «real». Es inmediato, tiene dimensión. Te dice lo
que debes pensar y te lo dice a gritos. Ha de tener razón. Parece
tenerla. Te hostiga tan apremiantemente para que aceptes tus propias
conclusiones, que tu mente no tiene tiempo para protestar, para
gritar: «¡Qué tontería!»
-Sólo
la «familia» es gente.
-¿Qué
dice?
-Mi
esposa afirma que los libros no son «reales».
-Y
gracias a Dios por ello. Uno puede cerrarlos decir «Aguarda un
momento.» Uno actúa como un Dios. pero, ¿quién se ha arrancado
alguna vez de la garra que le sujeta una vez se ha instalado en un
salón con televisor? ¡Le da a uno la forma que desea! Es medio
ambiente tan auténtico como el mundo. Se convierte
y es la verdad. Los libros
pueden ser combatidos con motivo Pero, con todos mis conocimientos y
escepticismo, nunca he sido capaz de discutir con una orquesta
sinfónica de un centenar de instrumentos, a todo color, en tres
dimensiones, y formando parte, al mismo tiempo,
de
esos increíbles salones. Como ve, mi salón consiste únicamente en
cuatro paredes de yeso. Y aquí tengo esto -mostró dos pequeños
tapones de goma-. Para mis
orejas
cuando viajo en el «Metro».
-«Dentifrico
Denham»; no mancha, ni se reseca -dijo Montag, con los ojos
cerrados-. ¿Adónde iremos a parar? ¿Podrían ayudarnos los libros?
-Sólo
si la tercera condición necesaria pudiera sernos concedida. La
primera, como he dicho, es calidad de información. La segunda, ocio
para asimilarla. Y la tercera: el derecho a emprender acciones
basadas en lo que aprendemos por la interacción o por la acción
conjunta de las otras dos. Y me cuesta creer que un viejo y un
bombero arrepentido pueden hacer gran cosa en una situación tan
avanzada...
-Puedo
conseguir libros.
-Corre
usted un riesgo.
-Eso
es lo bueno de estar moribundo. Cuando no se tiene nada que perder,
pueden correrse todos los riesgos.
-¡Acaba
de decir usted una frase interesante! -dijo, riendo, Faber-. Incluso
sin haberla leído.
-En
los libros hay cosas así. Pero ésta se me ha ocurrido a mí solo.
-Tanto
mejor. No la ha inventado para mí o para nadie ni siquiera para sí
mismo.
Montag
se inclinó hacia delante.
-Esta
tarde, se me ha ocurrido que si resultaba que los libros merecían la
pena, podíamos conseguir prensa e imprimir algunos ejemplares...
-¿Podríamos?
-Usted
y yo.
-¡Oh,
no!
Faber
se irguió en su asiento.
-Déjeme
que le explique mi plan...
-Si
insiste en contármelo, deberé pedirle que se marche.
-Pero,
¿no está usted interesado?
-No,
si empieza a hablar de algo que podría hacerme terminar entre las
llamas. Sólo podría escucharle, si la estructura de los bomberos
pudiese arder, a su vez, Ahora bien, si sugiere usted que imprimamos
algunos libros y nos las arreglemos para esconderlos en los cuarteles
de bomberos de todo el país, de modo que las sospechas cayesen sobre
esos incendiarios, diría: ¡Bravo!
-Dejar
los libros, dar la alarma y ver cómo arden los cuarteles de
bomberos. ¿Es eso lo que quiere decir?
Faber
enarcó las cejas y miró a Montag como si estuviese viendo a otro
hombre.
-Estaba
bromeando.
-Si
cree que valdría la pena intentar ese plan, tendría que aceptar su
palabra de que podría ayudarnos.
-¡No
es posible garantizar cosas así! Después de todo, cuando tuviésemos
todos los libros que necesitásemos, aún insistiríamos en encontrar
el precipicio más alto para lanzarnos al vacío. Pero necesitamos un
respirador. Necesitamos conocimientos. Y tal vez dentro de un millar
de años, podríamos encontrar barrancos más pequeños desde los que
saltar. Los libros están para recordarnos lo tontos y estúpidos que
somos. Son la guardia pretoriana de César, susurrando mientras tiene
lugar el desfile por la avenida: «Recuerda, César, eres mortal.»
La mayoría de nosotros no podemos andar corriendo por ahí, hablando
con todo el mundo, ni conocer todas las ciudades del mundo, pues
carecemos de dinero o de amigos. Lo que usted anda buscando, Montag,
está en el mundo, pero el único medio para que una persona
corriente vea el noventa y nueve por ciento de ello está en un
libro. No pida garantías. Y no espere ser salvado por alguna cosa,
persona, máquina o biblioteca. Realice su propia labor salvadora, y
si se ahoga, muera, por lo menos, sabiendo que se dirigía hacia la
playa.
Faber
se levantó y empezó a pasear por la habitación.
-¿Bien?
-preguntó Montag-.
-¿Habla
completamente en serio?
-Completamente.
-Es
un plan insidioso, si es que puedo decirlo. -Faber miró, nervioso,
hacia la puerta de su dormitorio-. Ver los cuarteles de bomberos
ardiendo en todo el país, destruidos como nidos de traición. ¡La
salamandra devorando su rabo! ¡Oh, Dios!
-Tengo
una lista de todas las residencias de bomberos. Con un poco de labor
subterránea...
-No
es posible confiar en la gente, eso es lo malo del caso. ¿Quién,
además de usted y yo, prenderá esos fuegos?
-¿No
hay profesores como usted, antiguos escritores, historiadores,
lingüistas...?
-Han
muerto o son muy viejos.
-Cuanto
más viejos, mejor. Pasarán inadvertidos. Usted conoce a docenas de
ellos, admítalo.
-¡Oh,
hay muchos actores que no han interpretado a Pirandello, a Shaw o a
Shakespeare desde años porque sus obras son demasiado conscientes
del mundo. Podríamos utilizar el enojo de éstos. Y podríamos
emplear la rabia honesta de los historiadores que no han escrito una
línea desde hace cuarenta años. Es verdad, podríamos organizar
clases de meditación y de lectura.
-¡Sí!
-Pero
eso sólo serviría para mordisquear los bor es. Toda la cultura está
deshecha. El esqueleto necesita un nuevo andamiaje y una nueva
reconstitución. ¡Válgame Dios! No es tan sencillo como recoger un
libro que se dejó hace medio siglo. Recuerde, los bomberos casi
nunca actúan. El público ha dejado de leer por propia iniciativa.
Ustedes, los bomberos, constituyen un espectáculo en el que, de
cuando en cuando, se incendia algún edificio, y la multitud se reúne
a contemplar la bonita hoguera, pero, en realidad, se trata de un
espectáculo de segunda fila, apenas necesario para mantener la
disciplina. De modo que muy pocos desean ya rebelarse. Y, de esos
pocos, la mayoría, como yo, se asustan con facilidad. ¿Puede usted
andar más aprisa que el Payaso Blanco, gritar más alto que «Mr.
Gimmick» y las «familias» de la sala de estar? Si puede, se abrirá
camino, Montag. En cualquier caso, es usted un tonto. La gente se
divierte.
-¡Se
está suicidando, asesinando!
Un
vuelo de bombarderos había estado desplazándose hacia el Este,
mientras ellos hablaban, y sólo entonces los dos hombres callaron
para escuchar, sintiendo resonar dentro de sí mismos el penetrante
zumbido de los reactores.
-Paciencia,
Montag. Que la guerra elimine a las «familias». Nuestra
civilización está destrozándose. Apártese de la centrífuga.
-Cuando
acabe por estallar, alguien tiene que estar preparado.
-¿Quién?
¿Hombres que reciten a Milton? ¿Qué digan: recuerdo a Sófocles?
¿Recordando a los supervivientes que el hombre tiene también
ciertos aspectos buenos? Lo único que harán será reunir sus
piedras para arrojárselas los unos a los otros. Váyase a casa,
Montag. Váyase a la cama. ¿Por qué desperdiciar sus horas finales,
dando vueltas en su jaula y afirmando que no es una ardilla?
-Así,
pues, ¿ya no le importa nada?
-Me
importa tanto que estoy enfermo.
-¿Y
no quiere ayudarme?
-Buenas
noches, buenas noches.
Las
manos de Faber recogieron la Biblia. Montag vio esta acción y quedó
sorprendido.
-¿Desearía
poseer esto?
Faber
dijo:
-Daría
el brazo derecho por ella.
Montag
permaneció quieto, esperando a que ocurriera algo. Sus manos, por sí
solas, como dos hombres que trabajaran juntos, empezaron a arrancar
las páginas de] libro. Las manos desgarraron la cubierta y, después,
la primera y la segunda página.
-¡Estúpido!
¿Qué está haciendo?
Faber
se levantó de un salto, como si hubiese recibido un golpe. Cayó
sobre Montag. Éste le rechazó y dejó que sus manos prosiguieran.
Seis páginas más cayeron al suelo. Montag las recogió y agitó el
papel bajo las narices de Faber.
-¡No,
oh, no lo haga! -dijo el viejo-.
-¿Quién
puede impedírmelo? Soy bombero. ¡Puedo quemarlo!
El
viejo se le quedó mirando.
-Nunca
haría eso.
-¡Podría!
-El
libro. No lo desgarre más. -Faber se derrumbó en una silla, con el
rostro muy pálido y la boca temblorosa-. No haga que me sienta más
cansado. ¿Qué desea?
-Necesito
que me enseñe.
-Está
bien, está bien.
Montag
dejó el libro. Empezó a recoger el papel arrugado Y a alisarlo, en
tanto que el viejo le miraba con expresión de cansancio.
Faber
sacudió la cabeza como si estuviese despertando en aquel momento.
-Montag,
¿tiene dinero?
-Un
poco. Cuatrocientos o quinientos dólares qué?
-Tráigalos.
Conozco a un hombre que, hace medio siglo, imprimió el diario de
nuestra Universidad. Fue el año en que, al acudir a la clase, al
principio del nuevo semestre, sólo encontré a un estudiante que
quisiera seguir el curso dramático, desde Esquilo hasta O'Neil ¿Lo
ve? Era como una hermosa estatua de hielo que se derritiera bajo el
sol. Recuerdo que los diarios morían como gigantescas mariposas. No
interesaban a nadie. Nadie les echaba en falta. Y el Gobierno, al
darse cuenta de lo ventajoso que era que la gente leyese sólo acerca
de labios apasionados y de puñetazos en el estómago, redondeó la
situación con sus devoradores llameantes. De modo, Montag, que hay
ese impresor sin trabajo. Podríamos empezar con unos pocos libros, y
esperar a que la guerra cambiara las cosas y nos diera el impulso que
necesitarnos. Unas cuantas bombas, y en las paredes de todas las
casas las «familias» desaparecerán como ratas asustadas. En el
silencio, nuestro susurro pudiera ser oído.
Ambos
se quedaron mirando el libro que había en la mesa.
-He
tratado de recordar -dijo Montag-. Pero ¡diablo!, en cuanto vuelvo
la cabeza, lo olvido. ¡Dios! ¡Cuánto deseo tener algo que decir al
capitán! Ha leído bastante, y se sabe todas las respuestas, o lo
parece. Su voz es como almíbar. Temo que me convenza para que vuelva
a ser como era antes. Hace sólo una semana, mientras rociaba con
petróleo unos libros, pensaba: «¡Caramba, qué divertido!»
El
viejo asintió con la cabeza.
-Los
que no construyen deben destruir. Es algo tan viejo como la Historia
y la delincuencia juvenil.
-De
modo que eso es lo que yo soy.
-En
todos nosotros hay algo de ello.
Montag
se dirigió hacia la puerta de la calle.
-¿Puede
ayudarme de algún modo para esta noche, con mi capitán? Necesito un
paraguas que me proteja de 1a lluvia. Estoy tan asustado que me
ahogaré si vuelve a meterse conmigo.
El
viejo no dijo nada, y miró otra vez hacia su dormitorio, muy
nervioso.
Montag
captó la mirada.
-¿Bien?
El
viejo inspiró profundamente, retuvo el aliento y, luego, lo exhaló.
Repitió la operación, con los ojos cerrados, la boca apretada, y,
por último, soltó el aire.
-Montag...
El
viejo acabó por volverse y decir:
-Venga.
En realidad, me proponía dejar que se marchara de mi casa. Soy un
viejo tonto y cobarde.
Faber
abrió la puerta del dormitorio e introdujo a Montag en una pequeña
habitación, donde había una mesa sobre la que se encontraba cierto
número de herramientas metálicas, junto con un amasijo de alambres
microscópicos, pequeños resortes, bobinas y lentes.
-¿Qué
es eso? -preguntó Montag-.
-Una
prueba de mi tremenda cobardía. He vivido solo demasiados años,
arrojando con mi mente imágenes a las paredes. La manipulación de
aparatos electrónicos y radiotransmisores ha sido mi
entretenimiento. Mi cobardía es tan apasionada, complementando el
espíritu revolucionario que vive a su sombra, que me he visto
obligado a diseñar esto.
Faber
cogió un pequeño objeto de metal, no mayor que una bala de fusil.
-He
pagado por esto... ¿Cómo? Jugando a la Bolsa, claro está, el
último refugio del mundo para los intelectuales peligrosos y sin
trabajo. Bueno, he jugado a la Bolsa, he construido todo esto y he
esperado. He esperado , temblando, la mitad de mi vida, a que alguien
me hablara. No me atrevía a hacerlo con nadie. Aquel día, en el
parque, cuando nos sentamos juntos, comprendí que alguna vez quizá
se presentase usted, con fuego o amistad, resultaba dificil
adivinarlo. Hace meses que tengo preparado este aparatito. Pero he
estado a punto de dejar que se marchara usted, tanto miedo tengo.
-Parece
una radio auricular.
-¡Y
algo más! ¡Oye! Si se lo pone en su oreja, Montag, puedo sentarme
cómodamente en casa, calentando mis atemorizados huesos, y oír y
analizar el mundo de
los
bomberos, descubrir sus debilidades, sin peligro, Soy la reina abeja,
bien segura en la colmena. Usted será el zángano, la oreja viajera.
En caso necesario, podría
colocar
oídos en todas las partes de la ciudad, con diversos hombres, que
escuchen y evalúen. Si los zánganos mueren, yo sigo a salvo en
casa, cuidando mi temor con
un
máximo de comodidad y un mínimo de peligro. ¿Se da cuenta de lo
precavido que llego a ser, de lo despreciable que llego a resultar?
Montag
se colocó el pequeño objeto metálico en la oreja. El viejo insertó
otro similar en la suya y movió los labios.
-¡Montag!
La
voz sonó en la cabeza de Montag.
-¡Le
oigo!
Faber
se echó a reír.
-¡Su
voz también me llega perfectamente! -Susurró el viejo. Pero la voz
sonaba con claridad en la cabeza de Montag-. Cuando sea hora, vaya al
cuartel de bomberos Yo estaré con usted. Escuchemos los dos a ese
capitán Beatty. Pudiera ser uno de los nuestros. ¡Sabe Dios! Le
diré lo que debe decir. Representaremos una buena comedia para él.
¿Me odia por esta cobardía electrónica? Aquí estoy, enviándole
hacia el peligro, en tanto que yo me quedo en las trincheras,
escuchando con mi maldito aparato cómo usted se juega la cabeza.
-Todos
hacemos lo que debemos hacer -dijo Montag-. Puso la Biblia en manos
del viejo-. Tome. Correré el riesgo de entregar otro libro.
Mañana...
-
Veré al impresor sin trabajo. Sí, eso puedo hacerlo.
-Buenas
noches, profesor.
_No,
buenas noches, no. Estaré con usted el resto de la noche, como un
insecto que le hostigará el oído me necesite. Pero, de todos modos,
buenas noches y buena suerte.
La
puerta se abrió y se cerró. Montag se encontró otra vez en la
oscura calle, frente al mundo.
Podía
percibirse cómo la guerra se iba gestando aquella noche en el cielo.
La manera como las nubes desaparecían y volvían a asomar, y el
aspecto de las estrellas, un millón de ellas flotando entre las
nubes, como los discos enemigos, y la sensación de que el cielo
podía caer sobre la ciudad y convertirla en polvo, mientras la luna
estallaba en fuego rojo; ésa era la sensación que producía la
noche.
Montag
salió del «Metro» con el dinero en el bolsillo. Había visitado el
Banco que no cerraba en toda la noche, gracias a su servicio de
cajeros automáticos, y mientras andaba, escuchaba la radio auricular
que llevaba en una oreja... «Hernos movilizado a un millón de
hombres. Conseguiremos una rápida victoria si estalla la guerra ...
» La música dominó rápidamente la voz y se apagó después.
-Diez
millones de hombres movilizados -susurró la voz de Faber en el otro
oído de Montag-. Pero dice un millón. Resulta más tranquilizador.
-¿Faber?
-Si.
-No
estoy pensando. Sólo hago lo que se me dice, como siempre. Usted me
ha pedido que tuviera dinero, y ya lo tengo. Ni siquiera me he parado
a meditarlo. ¿Cuando empezaré a tener iniciativas propias?
-Ha
empezado ya, al pronunciar esas palabras. Tendrá que fiarse de mí.
-¡Me
he estado fiando de los demás!
-Sí,
y fijese adónde hemos ido a parar. Durante algún tiempo, deberá
caminar a ciegas. Aquí está mi brazo para guiarle.
-No
quiero cambiar de bando y que sólo se me diga lo que debo hacer. En
tal caso, no habría razón para el cambio.
-¡Es
usted muy sensato!
Montag
sintió que sus pies le llevaban por la acera hacia su casa.
-Siga
hablando.
-¿Le
gustaría que leyese algo? Lo haré para que pueda recordarlo. Por
las noches, sólo duermo cinco horas. No tengo nada que hacer. De
modo que, si 1o desea, le leeré durante las noches. Dicen que si
alguien te susurra los conocimientos al oído incluso estando
dormido, se retienen.
-Sí.
-¡Ahí
va! -Muy lejos, en la noche, al otro lado de la ciudad, el levísimo
susurro de una página al volverse-. El Libro de Job.
La
luna se elevó en el cielo, en tanto que Montag andaba. Sus labios se
movían ligerísimamente.
Eran
las nueve de la noche y estaba tomando un cena ligera cuando se oyó
el ruido de la puerta de 1a calle y Mildred salió corriendo como un
nativo que huyera de una erupción del Vesubio. Mrs. Phelps Y Mrs.
Bowles entraron por la puerta de la calle y se desvanecieron en la
boca del volcán con «martinis» en sus manos. Montag dejó de
comer. Eran como un monstruoso candelabro de cristal que produjese un
millar de sonidos, y Montag vio sus sonrisas felinas atravesando las
paredes de la casa y cómo chillaban para hacerse oír.
Montag
se encontró en la puerta del salón, con boca llena aún de comida.
-¡Todas
tenéis un aspecto estupendo! Estupendo.
-¡Estás
magnífica, Millie!
-Magnífica.
-¡Es
extraordinario!
-¡Extraordinario!
Montag
la observó.
-Paciencia
-susurró Faber-.
-No
debería de estar aquí -murmuró Montag, casi para sí mismo-.
Tendría que estar en camino para llevarle el dinero.
-Mañana
habrá tiempo. ¡Cuidado!
-¿Verdad
que ese espectáculo es maraviloso? -preguntó Mildred-.
-¡Maravilloso!
En
una de las paredes, una mujer sonreía al mismo tiempo que bebía
zumo de naranja. «¿Cómo hará las dos cosas a la vez?», pensó
Montag, absurdamente. En las otras paredes, una radiografía de la
misma mujer mostraba el recorrido del refrescante brebaje hacia el
anhelante estómago. De repente, la habitación despegó de un vuelo
raudo hacia las nubes, se lanzó en picado sobre un mar verdoso,
donde peces azules se comían otros peces rojos y amarillos. Un
minuto más tarde, tres muñecos de dibujos animados se destrozaron
mutuamente los miembros con acompañamiento de grandes oleadas de
risa. Dos minutos más tarde, y la sala abandonó la ciudad para
ofrecer el espectáculo de unos autos a reacción que recorrían
velozmente un autódromo golpeándose unos contra otros
incesantemente. Montag vio que algunos cuerpos volaban por el aire.
-¿Has
visto eso, Millie?
-¡Lo
he visto, lo he visto!
Montag
alargó la mano y dio vuelta al conmutador del salón Las imágenes
fueron empequeñeciéndose como si el agua de un gigantesco
recipiente de cristal, con peces histéricos, se escapara.
Las
tres mujeres se volvieron con lentitud Y miraron a Montag con no
disimulada irritación, que fue convirtiéndose en desagrado.
-¿Cuándo
creéis que va a estallar la guerra? -preguntó él-. Veo que
vuestros maridos no han venido esta noche.
-Oh,
vienen y van, vienen y van –dijo Mrs. Phe1ps-. Una y otra vez. El
Ejército llamó ayer a Pete. Estará de regreso la semana próxima.
Eso ha dicho el Ejército. Una guerra rápida. Cuarenta y ocho horas,
y todos a casa. Eso es lo que ha dicho el Ejercito. Una guerra
rápida. Pete fue llamado ayer y dijeron que estaría de regreso la
semana próxima. Una guerra...
Las
tres mujeres se agitaron y miraron, nerviosas, las vacías paredes.
-No
estoy preocupada -dijo Mrs. Phe1ps-. Dejo que sea Pete quien se
preocupe. -Rió estridentemente-. Que sea el viejo Pete quien cargue
con las preocupaciones. No yo. Yo no estoy preocupada.
-Sí
-dijo Millie-. Que el viejo Pete cargue con las preocupaciones.
-Dicen
que siempre muere el marido de otra.
-También
lo he oído decir. Nunca he conocido ningún hombre que muriese en
una guerra. Que se matara arrojándose desde un edificio, sí, como
lo hizo marido de Gloria, la semana pasada. Pero a causa las guerras,
no.
-No
a causa de las guerras -dijo Mrs. Phelps- De todos modos, Pete y yo
siempre hemos dicho que nada de lágrimas ni algo por el estilo. Es
el tercer matrimonio de cada uno de nosotros, y somos independientes.
Seamos independientes, decimos siempre. Él me dijo: «Si me
liquidan, tú sigue adelante y no llores. Cásate otra vez y no
pienses en mí.»
-Ahora
que recuerdo -dijo Mildred-. ¿visteis. anoche, en la televisión la
aventura amorosa de cinco minutos de Clara Dove? Bueno, pues se
refería a esa mujer que...
Montag
no habló, y contempló los rostros de las mujeres, del mismo modo
que, en una ocasión, había observado los rostros de los santos en
una extraña iglesia en que entró siendo niño. Los rostros de
aquellos muñecos esmaltados no significaban nada para él, pese a
que les hablaba y pasaba muchos ratos en aquella iglesia, tratando de
identificarse con la religión, de averiguar qué era la religión,
intentando absorber el suficiente incienso y polvillo del lugar para
que su sangre se sintiera afectada por el significado de aquellos
hombres y mujeres descoloridos, con los ojos de porcelana y los
labios rojos como rubíes. Pero no había nada, nada; era como un
paseo por otra tienda, y su moneda era extraña y no podía
utilizarse allí, y no sentía ninguna emoción, ni siquiera cuando
tocaba la madera, el yeso y la arcilla. Lo mismo le ocurría
entonces, en su propio salón, con aquellas mujeres rebullendo en sus
butacas bajo la mirada de él, encendiendo cigarrillos, exhalando
nubes de humo, tocando sus cabelleras descoloridas y examinando sus
enrojecidas uñas, que parecían arder bajo la mirada de él. Los
rostros de las mujeres fueron poniéndose tensos, en el silencio. Se
adelantaron en sus asientos al oír el sonido que produjo Montag
cuando tragó el último bocado de comida. Escucharon la respiración
febril de él, Las tres vacías paredes del salón eran como pálidos
párpados de gigantes dormidos, vacíos de sueños. Montag tuvo la
impresión de que si tocaba aquellos tres párpados sentiría un
ligero sudor salobre en la punta de los dedos. La transpiración fue
aumentando con el silencio, así como el temblor no audible que
rodeaba a las tres mujeres, llenas de tensión. En cualquier momento,
Podían lanzar un largo siseo y estallar.
Montag
movió los labios.
-Charlemos.
Las
mujeres se le quedaron mirando.
¿Cómo
están sus hijos, Mrs. Phelps? –préguntó el.
-¡Sabe
que no tengo ninguno! ¡Nadie en su juicio los tendría, bien lo sabe
Dios! --exclamó Mrs. Phelps, no muy segura de por qué estaba
furiosa contra aquel hombre-.
-Yo
no afirmaría tal cosa -dijo Mrs. Bowles-. He tenido dos hijos
mediante una cesárea. No objeto pasar tantas molestias por un bebé.
El mundo ha de reproducirse, la raza ha de seguir adelante. Además
hay veces en que salen igualitos a ti, y eso resulta agradable. Con
dos cesáreas, estuve lista. Sí, señor. ¡Oh! El doctor dijo que
las cesáreas no son imprescindibles, tenía buenas caderas, que todo
iría normalmente, yo insistí.
-Con
cesárea o sin ella, los niños resultan ruinosos. Estás
completamente loca -dijo Mrs. Phelps.
-Tengo
a los niños en la escuela nueve días de cada diez. Me entiendo con
ellos cuando vienen a cada tres días al mes. No es completamente
insoportable. Los pongo en el «salón» y conecto el televisor. Es
como lavar ropa; meto la colada en la máquina y cierro la tapadera.
-Mrs. Bowles rió entre dientes-. Son capaces de besarme como de
pegarme una patada. ¡Gracias a Dios, yo también sé pegarlas!
Las
mujeres rieron sonoramente.
Mildred
permaneció silenciosa un momento Y, luego, al ver que Montag seguía
junto a la puerta, dio una palmada.
-íHablemos
de política, así Guy estará contento!
-Me
parece estupendo -dijo Mrs. Bowles- Voté en las últimas elecciones,
como todo el mundo, y lo hice por el presidente Noble. Creo que es
uno de 1os hombres más atractivos que han llegado a la presidencia.
-Pero,
¿qué me decís del hombre que presentaron frente a él?
-No
era gran cosa, ¿verdad? Pequeñajo y tímido. No iba muy bien
afeitado y apenas si sabía peinarse.
-¿Qué
idea tuvieron los «Outs» para presentarlo? No es posible contender
con un hombre tan bajito contra otro tan alto. Además, tartamudeaba.
La mitad del tiempo no entendí lo que decía. Y no podía entender
las palabras que oía.
-También
estaba gordo y no intentaba disimularlo con su modo de vestir. No es
extraño que la masa votara por Winston Noble. Incluso los hombres
ayudaron. Comparad a Winston Noble con Hubber Hoag durante diez
segundos, y ya casi pueden adivinarse los resultados.
-¡Maldita
sea! -gritó Montag-. ¿Qué saben ustedes de Hoag y de Noble?
-¡Caramba!
No hace ni seis meses estuvieron en esa mismísima pared. Uno de
ellos se rascaba incesantemente la nariz. Me ponía muy nerviosa.
-Bueno,
Mr. Montag -dijo Mrs. Phelps-, ¿Quería que votásemos por un hombre
así?
Mildred
mostró una radiante sonrisa.
-Será
mejor que te apartes de la puerta, Guy, y no nos pongas nerviosas.
Pero
Montag se marchó y regresó al instante con un libro en la mano.
-íGuy!
-¡Maldito
sea todo, maldito sea todo, maldito sea!
-¿Qué
tienes ahí? ¿No es un libro? Creía que, ahora, toda la enseñanza
especial se hacía mediante películas- -Mrs. Phelps parpadeó-.
¿Está estudiando la teoría de los bomberos?
-¡Al
diablo la teoría! -dijo Montag-. Esto es poesía.
-Montag.
Un
susurro.
-¡Dejadme
tranquilo!
Montag
se dio cuenta de que describió un gran círculo, mientras gritaba y
gesticulaba.
-Montag,
deténte, no...
-¿Las
has oído, has oído a esos monstruos de monstruos? ¡Oh, Dios! ¡De
qué modo charlan sobre la gente y sobre sus propios hijos y sobre
ellas mismas y también respecto a sus esposos, y sobre la guerra,
malditas sean!, y aquí están, y no puedo creerlo.
-He
de participarle que no he dicho ni una sola palabra acerca de ninguna
guerra –replicó Mrs. Phe1ps-.
-En
cuanto a la poesía, la detesto -dijo Mrs. Bowles-.
-¿Ha
leído alguna?
-Montag.
-La voz de Faber resonó en su interior---. Lo hundirá todo.
¡Cállese, no sea estúpido!
Las
tres mujeres se habían puesto en pie.
-¡Siéntense!
Se
sentaron.
-Me
marcho a casa -tartamudeó Mrs. Bowles-.
-Montag,
Montag, por favor, en nombre de Dios, ¿qué se propone usted?
-suplicó Faber-.
-¿Por
qué no nos lee usted uno de esos poemas de su librito? -propuso Mrs.
Phe1ps-. Creo que sería muy interesante.
-¡Eso
no está bien! -gimió Mrs. Bowles-. No podemos hacerlo.
-Bueno,
mira a Mr. Montag, él lo desea, se nota. Y si escuchamos
atentamente, Mr. Montag estará contento y, luego, quizá podamos
dedicarnos a otra cosa.
La
mujer miró, nerviosa, el extenso vacío de las paredes que les
rodeaban.
-Montag,
si sigue con esto cortaré la comunicación, cerraré todo contacto
-susurró el auricular en su oído-. ¿De qué sirve esto, qué desea
demostrar?
-¡Pegarles
un susto tremendo, sólo eso! ÍDarles un buen escarmiento!
Mildred
miró a su alrededor.
-Oye,
Guy, ¿con quién estás hablando?
Una
aguja de plata taladró el cerebro de Montag.
-Montag,
escuche, sólo hay una escapatoria, diga que se trata de una broma,
disimule, finja no estar enfadado. Luego, diríjase al incinerador de
pared y eche el libro dentro.
Mildred
anticipó esto con voz temblorosa.
-Amigas,
una vez al año, cada bombero está autorizado para llevarse a casa
un libro de los viejos tiempos, a fin de demostrar a su familia cuán
absurdo era todo, cuán nervioso puede poner a uno esas cosas, cuán
demente. La sorpresa que Guy nos reserva para esta noche es leeros
una muestra que revela lo embrolladas que están las cosas. Así
pues, ninguna de nosotras tendrá que preocuparse nunca más acerca
de esa basura, ¿no es verdad?
-Diga
«sí».
Su
boca se movió como la de Faber:
-Sí.
Mildred
se apoderó del libro, al tiempo que lanzaba una carcajada.
-¡Dame!
Lee éste. No, ya lo cojo yo. Aquí está ese verdaderamente
divertido que has leído en voz alta hace un rato. Amigas, no
entenderéis ni una palabra. Sólo dice despropósitos. Adelante,
Guy, es en esta página.
Montag
miró la página abierta.
Una
mosca agitó levemente las alas dentro de su oído.
-Lea.
-¿Cómo
se titula?
-Paloma
en la playa.
Tenía
la boca insensible.
-Ahora,
léelo en voz alta y clara, y hazlo lentamente.
En
la sala, hacía un calor sofocante; Montag se sentía lleno de fuego,
lleno de frialdad; estaban sentados en medio de un desierto vacío,
con tres sillas y él en pie, balanceándose mientras esperaba a que
Mrs. Phelps terminara de alisarse el borde de su vestido, y Mrs.
Bowles apartara los dedos de su cabello. Después empezó a leer con
voz lenta y vacilante, que fue afirmándose a medida que progresaba
de línea. Y su voz atravesó un desierto, la blancura, y rodeó a
las tres mujeres sentadas en aquel gigantesco vacío.
El
Mar es Fe
Estuvo
una vez lleno, envolviendo la tierra.
Yacía como los pliegues de un brillante manto
dorado
Pero,
ahora, sólo escucho
Su
retumbar melancólico, prolongado, lejano,
En
receso, al aliento
Del
viento nocturno, junto al melancólico borde
De
los desnudos guijarros del mundo.
Los
sillones en que se sentaban las tres mujeres crujieron.
Montag
terminó:
Oh,
amor, seamos sinceros
El
uno con el otro. Por el mundo que parece
Extenderse
ante nosotros como una tierra de ensueños,
Tan
diversa, tan bella, tan nueva,
Sin
tener en realidad ni alegría, ni amor, ni luz,
Ni
certidumbre, ni sosiego, ni ayuda en el dolor;
Y
aquí estamos nosotros como en lóbrega llanura,
Agitados
por confusos temores de lucha y de huida
Donde
ignorantes ejércitos se enfrentan cada noche.
Mrs.
Phelps estaba llorando.
Las
otras, en medio del desierto, observaban su llanto que iba
acentuándose al mismo tiempo que su rostro se contraía y deformaba.
Permanecieron sentadas, sin tocarla, asombradas ante aquel
espectáculo. Ella sollozaba inconteniblemente. El propio Montag
estaba sorprendido Y emocionado.
-Vamos
vamos -dijo Mildred-. Estás bien, Clara, deja de llorar. Clara, ¿qué
ocurre?
-
Yo... yo -sollozó Mrs. Phe1ps-. No lo sé, no lo sé, es que no lo
sé. ¡Oh, no...
Mrs.
Bowles se levantó y miró, furiosa, a Montag.
-¿Lo
ve? Lo sabía, eso era lo que quería demostrar. Sabía que había de
ocurrir. Siempre lo he dicho, poesía y lágrimas, poesía y suicidio
y llanto y sentimientos terribles, poesía y enfermedad. ¡Cuánta
basura! Ahora acabo de comprenderlo. ¡Es usted muy malo, Mr. Montag,
es usted muy malo!
Faber
dijo:
-Ahora...
Montag
sintió que se volvía y, acercándose a la abertura que había en la
pared, arrojó el libro a las llamas que aguardaban.
-Tontas
palabras, tontas y horribles palabras, que acaban por herir -dijo
Mrs. Bowles-. ¿Por qué querrá la gente herir al prójimo? Como si
no hubiera suficiente maldad en el mundo, hay que preocupar a la
gente con material de este estilo.
-Clara,
vamos, Clara -suplicó Mildred, tirando de un brazo de su amiga-.
Vamos, mostrémonos alegres, conecta ahora la <familia».
Adelante. Riamos y seamos felices. Vamos, deja de llorar, estamos
celebrando una reunión.
-No
-dijo Mrs. Bowles-. Me marcho directamente a casa. Cuando quieras
visitar mi casa y mi «familia», magnífico. ¡Pero no volveré a
poner los pies en esta absurda casa?
-Váyase
a casa. -Montag fijó los ojos en ella, serenamente-. Váyase a casa
y piense en su primer marido divorciado, en su segundo marido muerto
en un reactor Y en su tercer esposo destrozándose el cerebro. Váyase
a casa y piense en eso, y en su maldita cesárea
también,
y en sus hijos, que la odian profundamente, Váyanse a casa y piensen
en cómo ha sucedido todo en si han hecho alguna vez algo para
impedirlo ¡Acasa, a casa! -vociferó Montag-. Antes de que las
derribe de un puñetazo y las eche a patadas.
Las
puertas golpearon y la casa quedó vacía. Montag se quedó solo en
la fría habitación, cuyas paredes tenían un color de nieve sucia.
En
el cuarto de baño se oyó agua que corría. Montag escuchó cómo
Mildred sacudía en su mano las tabletas de dormir.
-Tonto,
Montag, tonto. ¡Oh,
Dios, qué tonto! -repetía Faber en su oído-.
-¡Cállese!
Montag
se quitó la bolita verde de la oreja y se la guardó en un bolsillo.
El
aparato crepitó débilmente: « ... Tonto... tonto...
Montag
registró la casa y encontró los libros que Mildred había escondido
apresuradamente detrás del refrigerador. Faltaban algunos, y Montag
comprendió
que
ella había iniciado por su cuenta el lento proceso de dispersar la
dinamita que había en su casa, cartucho por cartucho. Pero Montag no
se sentía furioso, sólo agotado y sorprendido de sí mismo. Llevó
los libros al patio posterior y los ocultó en los arbustos contiguos
a la verja que daba al callejón. Sólo por aquella noche, en caso de
que ella decida seguir utilizando el fuego.
Regresó
a la casa.
-¿Mildred?
Llamó
a la puerta del oscuro dormitorio. No se oía ningún sonido.
Fuera,
atravesando el césped, mientras se dirigía hacia su trabajo, Montag
trató de no ver cuán completamente oscura y desierta estaba la casa
de Clarisse McCIellan...
Mientras
se encaminaba hacia la ciudad, Montag estaba tan completamente
embebido en su terrible error que experimentó la necesidad de una
bondad y cordialidad ajena, que nacía de una voz familiar y suave
que hablaba en la noche. En aquellas cortas horas le parecía ya que
había conocido a Faber toda la vida. Entonces, comprendió que él
era, en realidad, dos personas, que por encima de todo era Montag,
quien nada sabía, quien ni siquiera se había dado cuenta de que era
un tonto, pero que lo sospechaba. Y supo que era también el viejo
que le hablaba sin cesar, en tanto que el «Metro» era absorbido
desde un extremo al otro de la ciudad, con uno de aquellos
prolongados y mareantes sonidos de succión. En los días
subsiguientes, y en las noches en que no hubiera luna, o en las que
brillara con fuerza sobre la tierra, el viejo seguiría hablando
incesantemente, palabra por palabra, sílaba por sílaba, letra por
letra. Su mente acabaría por imponerse y ya no sería más Montag,
esto era lo que le decía el viejo, se lo aseguraba, se lo prometía.
Sería Montag más Faber, fuego más agua. Y luego, un día, cuando
todo hubiese estado listo y preparado en silencio, ya no habría ni
fuego ni agua, sino vino. De dos cosas distintas y opuestas, una
tercera. Y, un día, volvería la cabeza para mirar al tonto y lo
reconocería.
Incluso en aquel momento percibió el inicio del largo viaje, la
despedida, la separación del ser que hasta entonces había sido.
Era
agradable escuchar el ronroneo del aparatito, el zumbido de mosquito
adormilado y el delicado murmullo de la voz del viejo, primero,
riñéndole y, después, consolándole, a aquella hora tan avanzada
de la noche, mientras salía del caluroso «Metro» y se dirigía
hacia el mundo del cuartel de bomberos.
-¡Lástima,
Montag, lástima! No les hostigues ni te burles de ellos. Hasta hace
muy poco, tú también has sido uno de esos hombres. Están tan
confiados que siempre seguirán así. Pero no conseguirán escapar.
Ellos no saben que esto no es más que un gigantesco y deslumbrante
meteoro que deja una hermosa estela en el espacio, pero que algún
día tendrá que producir impacto. Ellos sólo ven el resplandor, la
hermosa estela, lo mismo que la veía usted.
»Montag,
los viejos que se quedan en casa, cuidando sus delicados huesos, no
tienen derecho a criticar. Sin embargo, ha estado a punto de
estropearlo todo desde el principio. ¡Cuidado! Estoy con usted, no
lo olvide. Me hago cargo de cómo ha ocurrido todo. Debo admitir que
su rabia ciega me ha dado nuevo vigor. ¡Dios, cuán joven me he
sentido! Pero, ahora... Ahora, quiero que usted se sienta viejo,
quiero que parte de mi cobardía se destile ahora en usted. Las
siguientes horas cuando vea al capitán Beatty, manténgase cerca de
él, déjeme que le oiga, que perciba bien la situación. Nuestra
meta es la supervivencia. Olvídese de esas solas y estúpidas
mujeres...
-Creo
que hace años que no eran tan desgraciadas –dijo Montag-. Me ha
sorprendido ver llorar a Mrs Phe1ps. Tal vez tengan razón, quizá
sea mejor no enfrentarse con los hechos, huir, divertirse. No lo sé,
me siento culpable...
-¡No,
no debe sentirse! Si no hubiese guerra, si reinara paz en el mundo,
diría, estupendo, divertios. Pero, Montag, no debe volver a ser
simplemente un bombero No todo anda bien en el mundo.
Montag
empezó a sudar.
-Montag,
¿me escucha?
-Mis
pies -dijo Montag-. No puedo moverme. ¡Me siento tan condenadamente
tonto! ¡Mis pies no quieren moverse!
-Escuche.
Tranquilícese -dijo el viejo con voz suave-. Lo sé, lo sé. Teme
usted cometer errores. No tema. De los errores, se puede sacar
provecho. ¡Si cuando yo era joven arrojaba mi ignorancia a la cara
de la gente! Me golpeaban con bastones. Pero cuando cumplí los
cuarenta años, mi romo instrumento había sacado una fina y aguzada
punta. Si esconde usted su ignorancia, nadie le atacará y nunca
llegará a aprender. Ahora, esos pies, y directo al cuartel de
bomberos. Seamos gemelos, ya no estamos nunca solos. No estamos
separados en diversos salones, sin contacto entre ambos. Si necesita
ayuda, cuando Beatty empiece a hacerle preguntas, yo estaré sentado
aquí, junto a su tímpano,
tomando
notas.
Montag
sintió que el pie derecho y, después, el izquierdo empezaban a
moverse.
-Viejo
-dijo-, quédese conmigo.
El
Sabueso Mecánico no estaba. Su perrera aparecía vacía y en el
cuartel reinaba un silencio total, en tanto que la salamandra
anaranjada dormía con la barriga llena de petróleo y las mangueras
lanzallamas cruzadas sobre sus flancos. Montag penetró en aquel
silencio, tocó la barra de latón y se deslizó hacia arriba, en la
oscuridad, volviendo la cabeza para observar la perrera desierta,
sintiendo que el corazón se le aceleraba; después, se
tranquilizaba; luego, se aceleraba otra vez. Por el momento, Faber
parecía haberse quedado dormido.
Beatty
estaba junto al agujero, esperando, pero de espaldas, como si no
prestara ninguna atención.
-Bueno
-dijo a los hombres que jugaban a las cartas-, ahí llega un bicho
muy extraño que en todos los idiomas recibe el nombre de tonto.
Alargó
una mano de lado, con la palma hacia arriba, en espera de un
obsequio. Montag puso el libro en ella. Sin ni siquiera mirar el
título, Beatty lo tiró a la papelera y encendió un cigarrillo.
-Bien
venido, Montag. Espero que te quedes con nosotros, ahora que te ha
pasado la fiebre y ya no estás enfermo. ¿Quieres sentarte a jugar
una mano de póquer?
Se
instalaron y distribuyeron los naipes. En presencia de Beatty, Montag
se sintió lleno de culpabilidad. Sus dedos eran como hurones que
hubiesen cometido alguna fechoría y ya nunca pudiesen descansar,
siempre agitados Y ocultos en los bolsillos, huyendo de la mirada
penetrante de Beatty, Montag tuvo la sensación de que si Beatty
hubiese llegado a lanzar su aliento sobre ellos, sus manos se
marchitarían, irían deformándose y nunca más recuperarían la
vida; habrían de permanecer enterradas para siempre en las mangas de
su chaqueta olvidadas. Porque aquéllas eran las manos que habían
obrado por su propia cuenta, independientemente de él, fue en ellas
donde se manifestó primero el impulso apoderarse de libros, de huir
con Job y Ruth y Shakespeare; y, ahora, en el cuartel, aquellas manos
parecían bañadas en sangre.
Dos
veces en media hora, Montag tuvo que dejar la partida e ir al lavabo
a lavarse las manos. Cuando regresaba, las ocultaba bajo la mesa.
Beatty
se echó a reír.
-Muéstranos
tus manos, Montag. No es qué desconfiemos de ti, compréndelo,
pero...
Todos
se echaron a reír.
-Bueno
-dijo Beatty-, la crisis ha pasado y está bien. La oveja regresa al
redil. Todos somos ovejas que alguna vez se han extraviado. La verdad
es la verdad. Al final de nuestro camino, hemos llorado. Aquellos a
quienes acompañan nobles sentimientos nunca están solos, nos hemos
gritado. Dulce alimento de
sabiduría manifestada dulcemente,
dijo Sir Philip Sidney. Pero por otra parte: Las
palabras son como hojas, y cuanto más abundan raramente se encuentra
debajo demasiado fruto o sentido,
Alexander Pope. ¿Qué opinas de esto?
-No
lo sé.
-¡Cuidado!
-susurró Faber, desde otro mundo muy lejano-.
-¿0
de esto? Un poco de
instrucción es peligrosa. Bebe copiosamente, o no pruebes el
manantial de la sabiduría; esas corrientes profundas intoxican el
cerebro, y beber en abundancia nos vuelve a serenar.
Pope. El mismo ensayo. ¿Dónde te deja esto?
Montag
se mordió los labios.
-Yo
te lo diré -prosiguió Beatty, sonriendo a sus naipes-. Esto te ha
embriagado durante un breve plazo. Lee algunas líneas y te caes por
el precipicio. Vamos, estás dispuesto a trastornar el mundo, a
cortar cabezas, a aniquilar mujeres y niños, a destruir la
autoridad. Lo sé, he pasado por todo ello.
-Ya
estoy bien -dijo Montag, muy nervioso-.
-Deja
de sonrojarte. No estoy pinchándote, de veras que no. ¿Sabes? Hace
una hora he tenido un sueño. Me había tendido a descabezar un
sueñecito. Y, en este sueño, tú y yo, Montag, nos enzarzamos en un
furioso debate acerca de los libros. Tú estabas lleno de rabia, me
lanzabas citas. Yo paraba, con calma, cada ataque. Poder, he dicho. Y
tú, citando al doctor Johnson, has replicado: ¡El
conocimiento es superior a la fuerza!
Y yo he dicho: «Bueno, querido muchacho», el doctor Johnson también
dijo: Ningún hombre sensato
abandonará una cosa cierta por otra insegura.
Quédate con los bomberos, Montag. ¡Todo lo demás es un caos
terrible!
-No
le hagas caso -susurró Faber-. Está tratando de confundirte. Es muy
astuto. ¡Cuidado!
Beatty
rió entre dientes.
-Y
tú has replicado, también con una cita: La
verdad saldrá a la luz, el crimen no permanecerá oculto mucho
tiempo. Y yo he gritado de
buen humor: ¡Oh, Dios!
¡Sólo está hablando de su caballo! Y: El diablo puede citar las
Escrituras para conseguir sus fines.
Y tú has vociferado: Esta
época hace más caso de un tonto con oropeles que de un santo
andrajoso, de la escuela de la sabiduría.
Y yo he susurrado amablemente: La
dignidad
de la verdad se pierde con demasiadas protestas.
Y tú has berreado: Las
carroñas sangran ante la presencia del asesino.
Y yo he dicho, palmoteándote una mano: ¿Cómo?
¿Te produzco anginas? Y tú
has chillado: ¡La sabiduría
ría es poder! Y: Un enano sobre los hombros de un gigante es el más
alto de los dos. Y he
resumido mi opinión con extraordinaria serenidad:
La tontería de confundir una metáfora con una prueba, un torrente
de verborrea con un manantial de verdades básicas, y a sí mismo con
un oráculo, es innato en nosotros,
dijo Mr. Valéry en una ocasión.
Montag
meneó la cabeza doloridamente. Le parecía que le golpeaban
implacablemente en la frente, en los ojos, en la nariz, en los
labios, en la barbilla, en los hombros, en los brazos levantados.
Deseaba gritar: « ¡Calla! ¡Estás tergiversando las cosas,
deténte!» alargó la mano para coger una muñeca del otro.
-¡Caramba,
vaya pulso! Te he excitado mucho, ¿verdad, Montag? ¡Válgame Dios!
Su pulso suena como el día después de la guerra. ¡Todo son sirenas
Y campanas! ¿He de decir algo más? Me gusta tu expresión de
pánico. Swahili, indio, inglés... ¡Hablo todos los idiomas! ¡Ha
sido un excelente y estúpido discurso!
-¡Montag,
resista! -La vocecita sonó en el oído de Montag-. ¡Está
enfangando las aguas!
-Oh,
te has asustado tontamente -dijo Beatty- porque he hecho algo
terrible al utilizar esos libros a lo que tú te aferrabas, en
rebatirte todos los puntos. ¡Qué traidores pueden ser los libros!
Te figuras que te ayudan, y se vuelven contra ti. Otros pueden
utilizarlos también, y ahí estás perdido en medio del pantano,
entre un gran tumulto de nombres, verbos y adjetivos. Y al final de
mi sueño, me he presentado con la salamandra y he dicho: «¿Vas por
mi camino?» Y tú has subido, y hemos regresado al cuartel en medio
de un silencio beatífico, llenos de un profundo sosiego. -Beatty
soltó la muñeca de Montag, dejó la mano fláccidamente. apoyada en
la mesa-. A buen fin, no hay mal principio.
Silencio.
Montag parecía una estatua tallada en piedra. El eco del martillazo
final en su cerebro fue apagándose lentamente en la oscura cavidad
donde Faber esperaba a que esos ecos desapareciesen. Y, entonces,
cuando el polvo empezó a depositarse en el cerebro de Montag, Faber
empezó a hablar, suavemente:
-Está
bien, ha dicho lo que tenía que decir. Debe aceptarlo. Yo también
diré lo que debo en las próximas horas. Y usted lo aceptará. Y
tratará de juzgarlas y podrá decidir hacia qué lado saltar, o
caer. Pero quiero que sea su decisión, no la mía ni la del capitán.
Sin embargo, recuerde que el capitán pertenece a los enemigos más
peligrosos de la verdad y de la libertad, al sólido e inconmovible
ganado de la mayoría. ¡Oh, Dios! ¡La terrible tiranía de la
mayoría! Todos tenemos nuestras arpas para tocar. Y, ahora, le
corresponderá a usted saber con qué oído quiere escuchar.
Montag
abrió la boca para responder a Faber. Le salvó de este error que
iba a cometer en presencia de los otros el sonido del timbre del
cuartel. La voz de alarma proveniente del techo se dejó oír. Hubo
un tic tac cuando el teléfono de alarma mecanografió la dirección.
El capitán Beatty, con las cartas de póquer en una mano, se acercó
al teléfono con exagerada lentitud y arrancó la dirección cuando
el informe hubo terminado. La miró fugazmente y se la metió en el
bolsillo. Regresó Y volvió a sentarse a la mesa. Los demás le
miraron.
-Eso
puede esperar cuarenta segundos exactos, que es lo que tardaré en
acabar de desplumaros -dijo Beatty, alegremente-.
Montag
dejó sus cartas.
-¿Cansado,
Montag? ¿Te retiras de la partida?
-Sí.
-Resiste.
Bueno, pensándolo bien, podemos terminar luego esta mano. Dejad
vuestros naipes boca abajo
-Preparad
el equipo. Ahora será doble. -Y Beatty volvió a levantarse-.
Montag, ¿no te encuentras bien? Sentiría que volvieses a tener
fiebre...
-Estoy
bien.
-Magnífico!
Éste es un caso especial. ¡Vamos, apresúrate!
cuando
el polvo empezó a depositarse en el cerebro de Montag, Faber empezó
a hablar, suavemente:
,_Está
bien, ha dicho lo que tenía que decir. Debe
aceptarlo.
Yo también diré lo que debo en las próximas horas. Y usted lo
aceptará. Y tratará de juzgarlas y podrá decidir hacia qué lado
saltar, o caer. Pero quiero que sea su decisión, no la mía ni la
del capitán. Sin embargo, recuerde que el capitán pertenece a los
enemigos más peligrosos de la verdad y de la libertad, al sólido e
inconmovible ganado de la mayoría. ¡Oh, Dios! ¡La terrible tiranía
de la mayoría! Todos tenemos nuestras arpas para tocar. Y, ahora, le
corresponderá a usted saber con qué oído quiere escuchar.
Montag
abrió la boca para responder a Faber. Le salvó de este error que
iba a cometer en presencia de los otros el sonido del timbre del
cuartel. La voz de alarma proveniente del techo se dejó oír. Hubo
un tic tac cuando el teléfono de alarma mecanografió la dirección.
El capitán Beatty, con las cartas de póquer en una mano, se acercó
al teléfono con exagerada lentitud y arrancó la dirección cuando
el informe hubo terminado. La miró fugazmente y se la metió en el
bolsillo. Regresó Y volvió a sentarse a la mesa. Los demás le
miraron.
-Eso
puede esperar cuarenta segundos exactos, que es lo que tardaré en
acabar de desplumaros -dijo Beatty, alegremente-.
Montag
dejó sus cartas.
¿Cansado,
Montag? ¿Te retiras de la partida?
-Sí.
-Resiste.
Bueno, pensándolo bien, podemos terminar luego esta mano. Dejad
vuestros naipes boca abajo
Preparad
el equipo. Ahora será doble. -Y Beatty volvió a levantarse-.
Montag, ¿no te encuentras bien?
Sentiría
que volvieses a tener fiebre...
-Estoy
bien.
Magnífico!
Éste es un caso especial. ¡Vamos, apresúrate!
Saltaron
al aire y se agarraron a la barra de latón como si se tratase del
último punto seguro sobre la avenida que amenazaba ahogarles; luego,
con gran decepción por parte de ellos, la barra de metal les bajó
hacia la oscuridad, a las toses, al resplandor y la succión del
dragón gaseoso que cobraba vida.
-¡Eh!
Doblaron
una esquina con gran estrépito del motor y la sirena, con chirrido
de ruedas, con un desplazamiento de la masa del petróleo en el
brillante tanque de latón, como la comida en el estómago de un
gigante mientras los dedos de Montag se apartaban de la barandilla
plateada, se agitaban en el aire, mientras el viento empujaba el pelo
de su cabeza hacia atrás. El viento silbaba entre sus dientes, y él,
pensaba sin cesar en
mujeres,
en aquellas charlatanas de aquella noche en su salón, y en la
absurda idea de él de leerles un libro. Era tan insensato y demente
como tratar de apagar un fuego con una pistola de agua. Una rabia
sustituida por otra. Una cólera desplazando a otra. ¿Cuándo
dejaría de estar furioso y se tranquilizaría, y se quedaría
completamente tranquilo?
-¡Vamos
allá!
Montag
levantó la cabeza. Beatty nunca guiaba pero esta noche sí lo hacía,
doblando las esquinas con la salamandra, inclinado hacia delante en
el asiento del conductor, con su maciza capa negra agitándose a su
espalda, lo que le daba el aspecto de un enorme murciélago que
volara sobre el vehículo, sobre los números de latón, recibiendo
todo el viento.
-¡Allá
vamos para que el mundo siga siendo feliz. Montag!
Las
mejillas sonrojadas y fosforescentes de Beatty brillaban en la
oscuridad, y el hombre sonreía furiosamente.
-¡Ya
hemos llegado!
La
salamandra se detuvo de repente, sacudiendo hombres. Montag
permaneció con la mirada fija en la brillante barandilla de metal
que apretaba con toda la fuerza de sus puños.
«No
puedo hacerlo -pensó-. ¿Cómo puedo realizar esta nueva misión,
cómo puedo seguir quemando cosas? No me será posible entrar en ese
sitio.»
Beatty,
con el olor del viento a través del cual se había precipitado, se
acercó a Montag.
-¿Todo
va bien, Montag?
Los
hombres se movieron como lisiados con sus embarazosas botas, tan
silenciosos como arañas.
Montag
acabó por levantar la mirada y volverse. Beatty estaba observando su
rostro.
-¿Sucede
algo, Montag?
-Caramba
-dijo éste, con lentitud-. Nos hemos detenido delante de mi casa.
Tercera
Parte: Fuego Vivo
Las
luces iban encendiéndose y las puertas de las casas abriéndose a
todo lo largo de la calle, para observar el espectáculo que se
preparaba. Montag y Beatty miraban, el uno con seca satisfacción, el
otro con incredulidad, la casa que tenían delante, aquella pista
central en la que se agitarían numerosas antorchas y se comería
fuego.
-Bueno
-dijo Beatty-; ahora lo has conseguido. El viejo Montag quería volar
cerca del sol y ahora que se ha quemado las malditas alas se pregunta
por qué. ¿No te insinué lo suficiente al enviar el Sabueso a
merodear por aquí?
El
rostro de Montag estaba totalmente inmóvil e inexpresivo; sintió
que su cabeza se volvía hacia la casa contigua, bordeada por un
colorido macizo de flores.
Beatty
lanzó un resoplido.
-¡OhI
no' No te dejarías engañar por la palabrería de esa pequeña
estúpida, ¿eh? Flores, mariposas, hojas, puestas de sol... ¡Oh,
diablo! Aparece todo en su archivo Que me ahorquen. He dado en el
blanco. Fíjate en el aspecto enfermizo que tienes. Unas pocas
briznas de hierba y las fases de la luna. ¡Valiente basura! ¿Qué
pudo ella conseguir con todo eso?
Montag
se sentó en el frío parachoques del vehículo, desplazando la
cabeza un par de centímetros a la izquierda, un par de centímetros
a la derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda...
-Ella
lo veía todo. Nunca hizo daño a nadie. los dejaba tranquilos.
-¿Tranquilos?
¡Narices! Revoloteaba a tu alrededor, ¿verdad? Uno de esos malditos
seres cargados de buenas intenciones y con cara de no haber roto ...
un plato, cuyo único talento es hacer que los demás se sientan
culpables. ¡Aparecen como el sol de medianoche para hacerle sudar a
uno en la cama!
La
puerta de la casa se abrió; Mildred bajó los escalones, corriendo,
con una maleta colgando rígidamente de una mano, en tanto que un
taxi se detenía junto al bordillo.
-¡Mildred!
Ella
cruzó corriendo, con el cuerpo rígido, el rostro cubierto de
polvos, la boca invisible, sin carmín.
-¡Mildred,
no has sido tú quien ha dado la alarma!
Ella
metió la maleta en el taxi, subió al vehículo y se sentó,
mientras murmuraba:
-¡Pobre
familia, pobre familia! ¡Oh! ¡Todo perdido, todo, todo perdido ...
!
Beatty
cogió a Montag por un hombro, mientras el taxi arrancaba veloz y
alcanzaba los cien kilómetros por hora antes de llegar al extremo de
la calle.
Se
produjo un chasquido, como el de la caída de lo fragmentos de un
sueño confeccionado con cristal, espejos y prismas. Montag se volvió
como si otra incomprensible tormenta le hubiese sacudido, y vio a
Stoneman y a Black que, empuñando las hachas, rompían cristales de
las ventanas para asegurar una buena ventilación
El
roce de las alas de una mariposa contra una fría y negra tela
metálica.
-Montag,
aquí Faber. ¿Me oye? ¿Qué ocurre.?
-Esto
me ocurre a mí -dijo Montag-.
-¡Qué
terrible sorpresa! -dijo Beatty-. Porque actualmente todos saben,
están totalmente seguros, de que nunca ha de ocurrirme a mí. Otros
mueren y yo adelante. No hay consecuencias ni responsabilidades. Pero
sí las hay. Mas no hablemos de ellas, ¿eh? Cuando compruebas las
consecuencias, ya es demasiado tarde, ¿verdad, Montag?
-Montag,
¿puede marcharse, echar a correr? -preguntó Faber-.
Montag anduvo, pero no sintió cómo
sus pies tocaban el cemento ni el césped. Beatty encendió su
encendedor y la pequeña llama anaranjada fascinó a Montag.
-¿Qué
hay en el fuego que lo hace tan atractivo? No importa la edad que
tengamos, ¿qué nos atrae hacia él? -Beatty apagó de un soplo la
llama y volvió a encenderla-. Es el movimiento continuo, lo que el
hombre quiso inventar, pero nunca lo consiguió. 0 el movimiento casi
continuo. Si se la dejara arder, lo haría durante toda nuestra vida.
¿Qué es el fuego? Un misterio. Los científicos hablan mucho de
fricción y de moléculas. Pero en realidad no lo saben. Su verdadera
belleza es que destruye responsabilidad y consecuencias. Si un
problema se hace excesivamente pesado, al fuego con él. Ahora,
Montag, tú eres un problema. Y el fuego te quitará de encima de mis
hombros, limpia, rápida, seguramente. Después, nada quedará
enraizado. Antibiótico, estético, práctico.
Montag
se quedó mirando aquella extraña casa, que la hora de la noche, los
murmullos de los vecinos, y el cristal quebrado habían convertido en
algo ajeno a él; y allí en el suelo, con las cubiertas desgarradas
y esparcidas como plumas de cisnes, yacían los increíbles libros
que parecían tan absurdos. Verdaderamente, era indigno preocuparse
por ellos, porque no eran más que rayitas negras, papel amarillento
y encuadernación semideshecha.
Mildred,
desde luego. Debió vigilarle cuando escondía los libros en el
jardín, y había vuelto a entrarlos. Mildred, Mildred.
-Quiero
que seas tú quien realice ese trabajo, Montag. Tú solo. No con
petróleo y una cerilla, sino a mano, con un lanzallamas. Es tu casa
y tú debes limpiarla.
-¡Montag,
procure huir, marcharse!
-¡No!
-gritó Montag con impotencia-.. ¡El Sabueso! ¡A causa del Sabueso!
Faber
oyó, y Beatty, pensando que el otro hablaba con él, también le
oyó.
-Sí,
el Sabueso está por ahí cerca, de modo que no intentes ningún
truco. ¿Listo?
-Listo.
Montag
abrió el seguro del lanzallamas.
-¡Fuego!
Un
chorro llameante salió desde la boquilla del aparato y golpeó los
libros contra la pared. Montag entró en el dormitorio y disparó dos
veces, y las camas gemelas se volatilizaron exhalando un susurro, con
más calor, pasión y luz de las que él había supuesto que podían
contener. Montag quemó las paredes del dormitorio, el tocador,
porque quería cambiarlo todo, las sillas, las mesas; y, en el
comedor, los platos de plástico y de plata, todo lo que indicara que
él había vivido allí, en aquella casa vacía, con una mujer
desconocida que mañana le olvidaría, que se había marchado y le
había olvidado ya por completo, escuchando su radio auricular
mientras atravesaba la ciudad, sola. Y corno antes era bueno quemar.
Montag se sintió borbotear en las llamas y el insensato problema fue
arrebatado, destruido, dividido y ahuyentado. Si no había
solución... Bueno, en tal caso, tampoco quedaría problema. ¡El era
lo mejor para todos!
-¡Los
libros, Montag!
Los
libros saltaron y bailaron como pájaros asados con sus alas en
llamas con plumas rojas y amarillas. Y luego, Montag entró en el
salón, donde los estúpidos monstruos yacían dormidos con sus
pensamientos blancos y sus sueños nebulosos. Y lanzó una andanada a
cada una de las tres paredes desnudas y el vacío pareció sisear
contra él. La desnudez produjo un siseo mayor, un chillido
insensato. Montag trató de pensar en el vacío sobre el que había
actuado la nada, pero no pudo. Contuvo el aliento para que el vacío
no penetrara en sus pulmones. Eliminó aquella terrible soledad,
retrocedió y dirigió una enorme y brillante llamarada amarillenta a
toda la habitación. La cubierta de plástico ignífugo que había
sobre todos los objetos, quedó deshecha y la casa empezó a
estremecerse con las llamas.
-Cuando
hayas terminado -dijo Beatty a su espalda-, quedarás detenido.
La
casa se convirtió en carbones ardientes y ceniza negra. Se derrumbó
sobre sí misma y una columna de humo que oscilaba lentamente en el
cielo se elevó de ella. Eran las tres y media de la madrugada. La
multitud regresó a sus casas; el gran entoldado de¡ circo se había
convertido en carbón y desperdicios, y el espectáculo terminó.
Montag
permaneció con el lanzallamas en sus fláccidas manos, mientras
grandes islas de sudor empapaban sus sobacos, y su rostro estaba
lleno de hollín.. Los otros bomberos esperaban detrás de él, en la
oscuridad, con los rostros débilmente iluminados por el rescoldo de
la casa.
Montag
trató de hablar un par de veces, y, por fin, consiguió formular su
pensamiento.
-¿Ha
sido mi esposa la que ha dado la alarma?
Beatty
asintió.
-Pero
sus amigas habían dado otra con anterioridad. De una u otra manera,
tenías que cargártela. Fue la tontería ponerte a recitar poemas
por ahí, como si tal cosa. Ha sido el acto de un maldito estúpido.
Dale unos cuantos versos a un hombre y se creerá que es el
Señor
de la Creación. Cree que, con los libros, podrá andar por encima
del agua. Bueno, el mundo puede arreglárselas muy bien sin ellos.
Fíjate adónde te han conducido, hundido en el barro hasta los
labios. Si agito el barro con mi dedo meñique, te ahogas.
Montag
no podía moverse. Con el fuego había llegado un terremoto que había
aniquilado la casa y Mildred estaba en algún punto bajo aquellas
ruinas, así como su vida entera, y él no podía moverse. El
terremoto seguía vibrando en su interior, y Montag permaneció allí,
con las rodillas medio dobladas bajo el enorme peso de cansancio, el
asombro y el dolor, permitiendo que Beatty le atacara sin que él
levantase ni una mano.
-Montag,
idiota, Montag, maldito estúpido; ¿qué te ha impulsado a hacer
esto?
Montag
no escuchaba, estaba muy lejos, corría tras de su imaginación, se
había marchado, dejando aquel cuerpo cubierto de hollín para que
vacilara frente a otro loco furioso.
-¡Montag,
márchate de ahí! -dijo Faber-.
Montag
escuchó.
Beatty
le pegó un golpe en la cabeza que le hizo, retroceder, dando
traspiés. La bolita verde en la que murmuraba la voz de Faber cayó
a la acera. Beatty 1a recogió, sonriendo. La introdujo a medias en
una de su orejas. Oyó la voz remota que llamaba:
-Montag,
¿está usted bien?
Beatty
desarmó el pequeño receptor y se lo guardó en un bolsillo.
-Bueno,
de modo que aquí hay más de lo que me figuraba. Te he visto
inclinar la cabeza, escuchando. De momento, he creído que tenías
una radio auricular, Pero, después, cuando has empezado a
reaccionar, he dudado. Seguiremos la pista de esto, y encontraremos a
tu amigo.
-¡No!
-exclamó Montag-.
Abrió
el seguro del lanzallamas. Beatty miró instanáneamente los dedos de
Montag, y sus ojos se abrieron levemente. Montag vio la sorpresa que
expresaban y, a su vez, se miró las manos, para ver qué habían
estado haciendo. Más tarde, al recapacitar sobre la escena, Montag
nunca pudo decidir si fueron las manos o la reacción de Beatty para
con ellas, lo que le impulsó definitivarnente al crimen. El último
derrumbamiento de la avalancha resonó en sus oídos, sin afectarle.
Beatty
mostró su sonrisa más atractiva.
-Bueno,
éste es un buen sistema para conseguir un auditorio. Apunta a un
hombre y oblígale a escuchar su discurso. Suéltalo ya. ¿De qué se
tratará, esta vez? ¿Por qué no me recitas a Shakespeare, maldito
estúpido? No hay terror,
Casio, en tus amenazas, porque estoy tan bien armado de honestidad
que pasan junto a mí cual una tenue brisa, que no me causa respeto.
¿Qué te parece? Adelante, literato de segunda mano, aprieta el
gatillo.
Adelantó
un paso hacia Montag.
Montag
sólo pudo decir:
-Nunca
habíamos quemado...
Y,
entonces, se produjo una estridente llamarada, y un muñeco saltarín,
gesticulante, ya no humano ni identificable, convertido en una
llamarada, se retorció sobre el césped, en tanto que Montag lanzaba
contra él un chorro continuo de ardiente líquido. Se produjo un
siseo como cuando un escupitajo cae sobre el hierro ardiente de una
estufa, un borboteo y un espumear, como si se hubiese echado sal
sobre un monstruoso caracol negro Para producir una terrible
licuación y un hervor sobre la espuma amarilla. Montag cerró los
ojos, gritó, gritó y forcejeó Para llevarse las manos a los oídos,
para aislarse de aquel ruido. Beatty giró sobre sí mismo una y otra
Y otra vez, y, por último, se contrajo sobre sí mismo como si fuera
un muñeco achicharrado y quedó silencioso.
Los
otros dos bomberos no se movieron.
Montag
contuvo su mareo el tiempo suficiente para apuntar con el
lanzallamas.
-¡Volveos
de espaldas!
Ambos
obedecieron, con sus rostros totalmente descoloridos y húmedos de
sudor; Montag les quitó los cascos y les golpeó en la cabeza. Ambos
cayeron sin sentido. Ambos permanecieron tendidos y sin movimiento
El
susurro de una hoja otoñal.
Montag
se volvió y el Sabueso Mecánico estaba allí.
Estaba
atravesando el césped, surgiendo de las sombras, moviéndose con tal
suavidad que parecía una sólida nube de humo blanco grisáceo que
flotara hacia él en silencio.
El
Sabueso pegó un último salto y cayó sobre Montag desde arriba, con
las patas de araña alargadas y 1a aguja de procaína asomando en su
enfurecido morro. Montag lo recibió con un chorro de fuego, un solo
chorro que se abrió en pétalos amarillos, azules y anaranjados en
torno al perro de metal, que golpeó contra Montag y le hizo
retroceder tres metros, hasta chocar contra el tronco de un árbol;
pero no soltó el lanzallamas. Montag sintió que el Sabueso se
apoderaba de una de sus piernas y, por un instante, clavaba su aguja
en el antes de que el fuego lanzara al Sabueso por el aire, hiciera
estallar sus huesos de articulaciones de metal, desparramando su
mecanismo interior como un cohete arrojado en plena calle. Montag
permaneció tendido, observando cómo el aparato se agitaba en el
aire moría. Incluso entonces parecía querer volver junto a el y
terminar la inyección que empezaba a causar efecto en la carne de su
pierna. Montag experimentó una mezcla de alivio y de horror por
haber retrocedido justo a tiempo para que sólo su pierna fuera
rozada por el parachoques de un automóvil que pasó a ciento
cuarenta kilómetros por hora. Temía levantarse, temía no ser capaz
de volver a ponerse en pie, debido a su pierna anestesiada Un
entumecimiento dentro de otro entumecimiento, y así sucesivamente...
¿Y
ahora ... ?
La
calle vacía, la casa totalmente quemada, los otros hogares oscuros,
el Sabueso allí, Beatty más allá, los otros tres bomberos en otro
sitio. ¿Y la salamandra? Montag miró el enorme vehículo. También
tendría que marcharse.
«Bueno
-penso-, veamos cómo estás. ¡En piel Con cuidado, con cuidado...
Así. »
Se
levantó y descubrió que sólo tenía una pierna. La otra parecía
un tronco de árbol que arrastraba como penitencia como algún pecado
cometido. Cuando apoyó su pie en ella, una lluvia de alfileres de
plata le atravesó la pantorrilla hasta localizarse en la rodilla.
Montag lloró. «¡Vamos! ¡Vamos, no puedes quedarte aquí!»
Las
luces de algunas casas volvían a encenderse calle abajo, bien a
causa de los incidentes que acababan de ocurrir, o debido al silencio
que había seguido a la lucha. Montag lo ignoraba. Cojeó por entre
las ruinas tirando de su pierna maltrecha cuando le faltaba,
hablando, susurrando y gritando órdenes a aquel miembro, Y
maldiciendo y rogándole que funcionara, cuando tan vital resultaba
para él. Oyó una serie de personas que gritaban en la oscuridad.
Montag llegó al patio posterior Y al callejón. «Beatty -pensó-,
ahora no eres un problema. Siempre habías dicho: "No te
enfrentes con un problema, quémalo." Bueno, ahora he hecho
ambas cosas. Adiós, capitán.»
Y
se alejó cojeando por el lúgubre callejón.
Cada
vez que apoyaba el pie en el suelo, un puñal se clavaba en su
pierna. Y Montag pensó: «Eres un tonto, un maldito tonto, un
idiota, un maldito idiota. En buen lío te has metido. ¿Qué puedes
hacer ahora? Por culpa del orgullo, ¡maldita sea!, y del mal
carácter. Y lo has estropeado todo. Apenas comienzas, vomitas todos
y sobre ti mismo. Pero, todo a la vez, todo, juntamente, Beatty, las
mujeres, Mildred, Clarisse, Sin embargo, no hay excusa, no hay
excusa. ¡Un maldito tonto! Ve a entregarte por propia voluntad.
»No,
salvaremos lo que podamos, haremos lo quese deba hacer. Sí hemos de
arder, llevémonos a unos cuantos con nosotros. ¡Ea!»
Recordó
los libros y retrocedió. Por si acaso.
Encontró
unos cuantos allí donde los había dejado cerca de la verja del
jardín. A Mildred, Dios la bendiga, la habían pasado por alto.
Cuatro libros estaban ocultos aún, donde él los había dejado.
Unas voces murmuraban en la noche, y se veía el resplandor de los
haces de unas linternas. Otras salamandras hacían sonar sus motores
en la lejanía, y las sirenas de la Policía se abrían paso con su
gemido a través de la ciudad.
Montag
cogió los cuatro libros restantes y cojeó y saltó callejón abajo
y, de repente, le pareció como si le hubiesen cortado la cabeza y
sólo su cuerpo estuviese allí. Algo en su interior le indujo a
detenerse y, luego, le abatió.
Permaneció
donde había caído, con las piemas dobladas y el rostro hundido en
la grava.
Beatty
había deseado morir.
En
medio de su sollozo, Montag comprendió que era verdad. «Beatty
quería morir. Permaneció quieto allí, sin tratar de salvarse. Se
limitó a permanecer allí, bromeando, hostigándole», pensó
Montag. Y este pensamiento fue suficiente para acallar sus sollozos Y
permitirle hacer una pausa para respirar. ¡Cuán extraño desear
tanto la muerte como para permitir a un hombre andar a su alrededor
con armas, y, luego, en vez de callar y permanecer vivo, empezar a
gritarle a la gente y a burlarse de ella hasta conseguir enfurecerla!
Y entonces...
A
lo lejos, ruido de pasos que corrían.
Montag
se irguió. «Larguémonos de aquí. Vamos, levántate, levántate,
no puedes quedarte ahí sentado.» pero aún estaba llorando, y había
que terminar aquello. Iba a marcharse. No había querido matar a
nadie, ni siquiera a Beatty. Se le contrajo la carne, como si la
hubieran sumergido en un ácido. Sintió náuseas. Volvió a ver a
Beatty, convertido en antorcha, sin moverse, ardiendo en la hierba.
Montag se mordió los nudillos. «Lo siento, lo siento. Dios mío, lo
siento ... »
Trató
de encajar las piezas, de volver a la vida normal de algún tiempo
atrás, antes de la criba y la arena, del «Dentífrico Denham», de
las voces susurradas en su oído, de las mariposas, de las alarmas y
las excursiones, demasiado para unos breves días, demasiado para
toda una vida.
Unos
pies corrieron en el extremo más alejado de] callejón.
«Levántate
-se dijo Montag-. íMaldita sea, levántate!» -dijo a la pierna. Y
se puso en pie-.
Parecía
que le hundieran clavos en la rodilla; y, luego, sólo alfileres; y,
por último, un molesto cosquilleo. Y tras arrastrarse y dar otra
ciencuentena de saltos, llenándose la mano de astillas de la verja,
la molestia se hizo, por fin, soportable. Y la pierna acabó por ser
su propia pierna. Montag había temido que si corría podría
romperse el tobillo insensíbilízado. Ahora, aspirando la noche por
la boca abierta, y exhalando un tenue aliento, pues toda la negrura
había permanecído en su interior, emprendió una caminata a paso
acelerado. Llevaba los libros en las manos. Pensó en Faber.
Faber
estaba en aquel humeante montón de carbón que carecía ya de
identidad. Había quemado a Faber también. Esta idea le impresionó
tanto que tuvo la sensación de que Faber estaba muerto de verdad,
totalmente cocido en aquella diminuta cápsula verde perdida en
bolsillo de un hombre que ahora apenas si era un esqueleto, unido con
tendones de asfalto.
«Tienes que recordarlo: quémalos o
te quemarán -pensó Montag-. En este momento, resulta así
sencillo.»
Buscó
en sus bolsillos: el dinero seguía allí. y en otro bolsillo,
encontró la radio auricular normal con, que la ciudad hablaba
consigo misma en la fría soledad de la madrugada.
-Policía,
alerta. Se busca: fugitivo en la ciudad. Ha cometido un asesinato y
crímenes contra el Estado Nombre: Guy Montag. Profesión: bombero.
Visto por última vez...
Montag
corrió sin detenerse durante seis manzanas, siguiendo el callejón.
Y, después, éste se abrió sobre una amplia avenida, ancha como
seis pistas. «A la cruda luz de las lámparas de arco parecía un
río sin barcas; había el peligro de ahogarse tratando de cruzarla»,
pensó Montag. Era demasiado ancha, demasiado abierta. Era un enorme
escenario sin decorados, que le invitaban a atravesarlo corriendo.
Con la brillante iluminación era fácil de descubrir, de alcanzar,
de eliminar.
La
radio auricular susurraba en su oído:
-...alerta
a un hombre corriendo... Vigilen a un hombre corriendo... Busquen a
un hombre solo, a pie... Vigilen...
Montag
volvió a hundirse en las sombras. Exactamente delante de él había
una estación de servicio, resplandeciente de luz, y dos vehículos
plateados se detenían ante ella para repostar. Si quería andar, no
correr atravesar con calma la amplia avenida, tenía que estar limpio
y presentable. Eso le concedería un margen adicional de seguridad.
Si se lavaba y peinaba antes de seguir la marcha para ir... ¿dónde?
«Sí
-pensó-, ¿hacia dónde estoy huyendo?»
A
ningún sitio. No había dónde ir, ningún amigo a quien recurrir,
excepto Faber. Y, entonces, advirtió que desde luego, corría
instintivamente hacia la casa de Faber. Pero Faber no podría
ocultarle; sólo intentarlo, sería un suicidio. Pero sabía que, de
todos modos, iría a ver a Faber, durante unos breves minutos. Faber
sería el lugar donde poder repostarse de su creencia, que
desaparecía rápidamente, en su propia habilidad para sobrevivir.
Sólo deseaba saber que en el mundo había un hombre como Faber.
Quería ver al hombre vivo y no achicharrado allí, como un cuerpo
introducido en otro cuerpo. Y debía dejar parte del dinero a Faber,
claro está, para gastarlo cuando él siguiese huyendo. Quizá podría
alcanzar el campo abierto y vivir cerca de los ríos o las
autopistas, en los campos y las colinas.
Un
intenso susurro le hizo mirar hacia el cielo.
Los
helicópteros de la Policía se elevaban desde un punto tan remoto
que parecía como si alguien hubiese soplado una flor seca de diente
de león. Dos docenas de ellos zumbaron, oscilaron, indecisos a cinco
kilómetros de distancia, como mariposas desconcertadas por el otoño.
Y, después, se lanzaron en picado hacia tierra, uno por uno, aquí,
allí, recorriendo las calles donde, vueltos a convertir en
automóviles, zumbaron por los bulevares o, con igual prontitud,
volvían a elevarse en el aire para proseguir la búsqueda.
Y
allí estaba la estación de servicio, con sus empleados que atendían
a la clientela. Acercándose por detrás, Montag entró en el lavabo
de hombres. A través de la pared de aluminio oyó que la voz de un
locutor decía: «La guerra ha sido declarada.» Estaban bombeando el
combustible Los hombres, en los vehículos, hablaban, y los
empleados conversaban acerca de los motores, del combustible, del
dinero que debían. Montag trató de sentirse impresionado por el
comunicado de la radio, pero no le ocurrió nada. Por lo que a él
respectaba, la guerra tendría que esperar a que él estuviese en
condiciones de admitirlo en su archivo personal, una hora, dos horas
más tarde.
Montag
se lavó las manos y el rostro y se secó con la toalla. Salió del
lavabo, cerró cuidadosamente la puerta, se adentró en la oscuridad
y se encontró en un borde de la vacía avenida.
Allí
estaba, había que ganar aquella partida una inmensa bolera en el
frío amanecer. La avenida estaba tan limpia como la superficie de un
ruedo dos minutos antes de la aparición de ciertas víctimas
anónimas y de ciertos matadores desconocidos. Sobre el inmenso río
de cemento, el aire temblaba a causa del calor del cuerpo de Montag;
era increíble cómo notaba que su temperatura podía producir
vibraciones en el mundo inmediato. Era un objetivo fosforescente.
Montag lo sabía, lo sentía.
Y,
ahora, debía empezar su pequeño paseo.
Unos
faros brillaban a tres manzanas de distancia. Montag inspiró
profundamente. Sus pulmones eran como focos ardientes en su pecho.
Tenía la boca reseca por e1 cansancio. Su garganta sabía a hierro y
había acero oxidado en sus pies.
¿Qué
eran aquellas luces? Una vez se empezaba a andar, había que calcular
cuánto tardarían aquellos vehículos en llegar hasta él. Bueno, ¿a
qué distancia quedaba el otro bordillo? Al parecer, a un centenar de
metros. Probablemente, no eran cien, pero mejor calcula, eso, puesto
que él andaba lentamente, con paso tranquilo, y quizá, necesitase
treinta segundos, cuarenta segundos para recorrer la distancia. ¿Los
vehículos? Una vez en marcha, podían recorrer tres manzanas en unos
quince segundos. De modo que, incluso si a mitad de la travesía
empezase a correr...
Adelantó
el pie derecho; después, el izquierdo, y luego, el derecho. Pisó
la vacía avenida.
Incluso
aunque la calle estuviese totalmente vacía, claro está, no podía
tener la seguridad de cruzarla sin riesgo, porque, de repente, podía
aparecer un vehículo por el cambio de rasante a cuatro manzanas
distancia y estar a tu altura o más allá antes de haber podido
respirar una docena de veces.
Montag
decidió no contar sus pasos. No miró a izquierda ni a derecha. La
luz de los faroles parecía tan brillante y reveladora como el sol de
mediodía, e igualmente cálida. Escuchó el sonido del vehículo que
aceleraba, a dos manzanas de distancia, por la derecha. Sus faros
móviles se desplazaron bruscamente y enfocaron a Montag
«Sigue
adelante.»»
Montag
vaciló, apretó los libros con mayor fuerza, y reanudó su andar
pausado. Ahora estaba a mitad de la avenida, pero el zumbido de los
motores del vehículo se hizo más agudo cuando éste aumentó su
velocidad.
«La
Policía, desde luego. Me ven. Pero, despacio, ahora, despacio,
tranquilo, no te vuelvas, no mires, no parezcas preocupado. Camina,
eso es, camina, camina ... »
El
vehículo se precipitaba. El vehículo zumbaba. El vehículo
aceleraba. El vehículo se acercaba veloz. El vehículo recorría una
trayectoria silbante, disparado por un rifle invisible. Iba a unos
doscientos kilómetros por hora. Iba como mínimo, a más de
doscientos por hora. Montag apretó las mandíbulas. El calor de los
faros del vehículo quemó sus mejillas, le hizo parpadear y heló el
sudor que le resbalaba por el rostro.
Empezó
a arrastrar estúpidamente los pies, a hablar consigo mismo. Y, de
repente, dio un respingo y echó a correr. Alargó las piernas tanto
como pudo, una y otra vez, una y otra vez. ¡Dios, Dios! Dejó caer
un libro, interrumpió la carrera, casi se volvió, cambió de idea,
siguió adelante, chillando en el vacío de cemento, en tanto que el
vehículo parecía correr tras sus pasos, a sesenta metros de
distancia, a treinta, a veinticinco, a veinte; y Montag jadeaba,
agitaba las manos, movía las piernas, arriba y abajo, más cerca,
sudoroso, gritando con los ojos ardientes y la cabeza vuelta para
enfrentarse con el resplandor de los faros. Luego, el vehículo fue
tragado por su propia luz, no fue más que una antorcha que se
precipitaba sobre él; todo estrépito y resplandor ¡De pronto, casi
se les echó encima!
Montag
dio un traspiés y cayó.
«¡Estoy
listo! ¡Todo ha terminado!»
Pero
la caída le salvó. Un instante antes de alcanzarle, el raudo
vehículo se desvió. Desapareció. Montag yacía de bruces, con la
cabeza gacha. Hasta él llegó el eco de unas carcajadas, al mismo
tiempo que el sonido del escape del vehículo.
Tenía
la mano derecha extendida sobre él, llana. A levantar la mano vio,
en la punta de su dedo corazón una delgada línea negra, allí donde
el neumático le había rozado al pasar. Montag miró con
incredulidad aquella línea media, mientras se ponía en pie.
«No
era la Policía», pensó.
Miró
avenida abajo. Ahora, resultaba claro. Un vehículo lleno de
chiquillos, de todas las edades, entre los doce y los dieciséis
años, silbando, vociferando, vitoreando, habían visto a un hombre,
un espectáculo extraordinario, un hombre caminando, una rareza, y
habían dicho: «Vamos a por él», sin saber que era el fugitivo Mr.
Montag. Sencillamente, cierto número de muchachos que habían salido
a tragar kilómetros durante las horas de luna, con los rostros
helados por el viento y que regresarían o no a casa al amanecer,
vivos o sin vida. Aquello era una aventura.
«Me
hubiesen matado -Pensó Montag balanceándose. El aire aún se
estremecía y el polvo se arremolinaba a su alrededor. Se tocó la
mejilla magullada- sin ningún motivo en absoluto, me hubiesen
matado.»
Siguió
caminando hasta el bordillo más lejano, Pidiendo a cada pie que
siguiera moviéndose. Sin darse cuenta, había recogido los libros
desperdigados; no recordaba haberse inclinado ni haberlos tocado.
pasándolos de una a otra mano, como si fuesen
una
jugada de póquer o cualquier otro juego que no acababa de
comprender.
«Quisiera
saber si son los mismos que mataron a Clar¡sse.»
Se
detuvo Y su mente volvió a repetirlo.
«Quisiera
saber si son los mismos que mataron a Clarisse!»
Sintió
deseos de correr en pos de ellos, chillando.
Sus
ojos se humedecieron.
Lo
que le había salvado fue caer de bruces. El conductor del vehículo,
al ver caído a Montag, consideró instantáneamente la probabilidad
de que pisar el cuerpo a aquella velocidad podía volcar el vehículo
y matarlos a todos. Si Montag hubiese seguido siendo un objetivo
vertical...
Montag
quedó boquiabierto.
Lejos,
en la avenida, a cuatro manzanas de distancia, el vehículo había
frenado, girado sobre dos ruedas, y retrocedía ahora velozmente, por
la mano contraria de la calle, adquiriendo impulso.
Pero
Montag ya estaba oculto en la seguridad del oscuro callejón en busca
del cual había emprendido aquel largo viaje, ignoraba ya si una hora
o un minuto antes. Se estremeció en las tinieblas, y volvió la
cabeza para ver cómo el vehículo lo pasaba veloz y volvía a
situarse en el centro de la avenida. Las carcajadas se mezclaban con
el ruido del motor.
Más
lejos, mientras Montag se movía en la oscuridad, pudo ver que los
helicópteros caían, caían como primeros copos de nieve del largo
invierno que se aproximaba
La
casa estaba silenciosa.
Montag
se acercó por detrás, arrastrándose a través del denso perfume de
rosas y de hierba humedecida por el rocío nocturno. Tocó la puerta
posterior, vio que estaba abierta, se deslizó dentro, cruzó el
porche, y escuchó.
«¿Duerme
usted ahí dentro, Mrs. Black? –pensó-. Lo que voy a hacer no está
bien, pero su esposo lo hizo con otros, y nunca preguntó ni sintió
duda, ni se preocupó. Y, ahora, puesto que es usted la esposa de un
bombero, es su casa y su turno, en compensación por todas las casas
que su esposo quemó y por las personas a quienes perjudicó sin
pensar.»
La
casa no respondió.
Montag
escondió los libros en la cocina, volvió a salir al callejón, miró
hacia atrás; y la casa seguía oscura y tranquila, durmiendo.
En
su camino a través de la ciudad, mientras los helicópteros
revoloteaban en el cielo como trocitos de papel, telefoneó y dio la
alarma desde una cabina solitaria a la puerta de una tienda cerrada
durante la noche. Después, permaneció en el frío aire nocturno,
esperando y, a lo lejos, oyó que las sirenas se ponían en
funcionamiento, y que las salamandras llegaban, llegaban para quemar
la casa de Mr. Black, en tanto éste se encontraba trabajando, para
hacer que su esposa se estremeciera en el aire del amanecer, mientras
que el techo cedía y caía sobre la hoguera. Pero, ahora, ella aún
estaba dormida.
«Buenas
noches, Mrs. Black», pensó Montag.
-¡Faber!
Otro
golpecito, un susurro y una larga espera. Luego, al cabo de un
minuto, una lucecilla brilló dentro la casita de Faber.
Tras
otra pausa, la puerta posterior se abrió.
Faber
y Montag se miraron a la media luz, como si cada uno de ellos no
creyese en la existencia del otro. Luego, Faber se movió, adelantó
una mano, cogió a Montag, le hizo entrar. Lo obligó a sentarse, y
regresó junto a la puerta, donde se quedó escuchando. Las sirenas
gemían a lo lejos. Faber entró y cerró la puerta.
-He
cometido estupidez tras estupidez -dijo Montag-. No puedo quedarme
mucho rato. Sabe Dios hacia dónde voy.
-Por
lo menos, ha sido un tonto respecto a lo importante -dijo Faber-.
Creía que estaba muerto. La cápsula auditiva que le di...
-Quemada.
-Oí
que el capitán hablaba con usted y, de repente, ya no oí nada. He
estado a punto de salir a buscarle.
-El
capitán ha muerto. Encontró la cápsula, oyó la voz de usted y se
proponía buscar su origen. Lo maté con el lanzallamas.
Faber
se sentó, y, durante un rato, guardó absoluto silencio.
-Dios
mío, ¿cómo ha podido ocurrir esto? -prosiguió Montag-. Hace pocas
noches, todo iba estupendamente. Y, de repente, estoy a punto de
ahogarme. ¿Cuántas veces puede hundirse un hombre y seguir vivo? No
puedo respirar. Está la muerte de Beatty, que un tiempo fue. mi
amigo. Y Millie se ha marchado. Yo creía que era mi esposa. Pero,
ahora, ya no lo sé. Y la casa ha ardido por completo. Y me he
quedado sin empleo, y yo ando huyendo. Y, por el camino, he colocado
un libro en casa de un bombero. ¡Válgame Dios! ¡Cuántas cosas he
hecho en una sola semana!
-Ha
hecho lo que debía hacer. Es algo que se preparaba desde hace mucho
tiempo.
-Sí,
eso creo, aunque sea lo único que crea. Tenía que suceder. Desde
hace mucho tiempo sentía que algo se preparaba en mi interior, y yo
andaba por ahí haciendo una cosa y sintiendo otra. Dios, todo estaba
aquí dentro. Lo extraño es que no se trasluciera en mí, como la
grasa. Y, ahora, estoy aquí, complicándole la vida. Pueden haberme
seguido hasta aquí.
-Por
primera vez en muchos años me siento vivir -replicó Faber-. Me doy
cuenta de que hago lo hubiese debido de hacer hace siglos. Durante
tiempo, no tengo miedo. Quizá sea porque, por fin, estoy cumpliendo
con mi deber. O tal vez sea porque no quiera mostrarme cobarde ante
usted. Supongo que aún tendré que hacer cosas más violentas, que
tendré que arriesgarme para no fracasar en mi misión y asustarme de
nuevo. ¿Cuáles son sus planes?
-Seguir
huyendo.
-¿Sabe
que ha estallado la guerra?
-Lo
he oído decir.
-¿Verdad
que resulta curioso?. -dijo el anciano, La guerra nos parece algo
remoto porque tenemos nuestros propios problemas.
-No
he tenido tiempo para pensar. -Montag sacó un centenar de dólares-.
Quiero darle esto, para que lo utilice de un modo útil, cuando me
haya marchado.
-Pero...
-Quizás
haya muerto a mediodía. Utilícelo.
Faber
asintió.
-Si
le es posible, será mejor que se dirija hacia el río. Siga su
curso. Y si encuentra alguna vieja línea ferroviaria, que se adentra
en el campo, sígala. Aunque en la actualidad todas las
comunicaciones se hacen por vía aérea, y la mayoría de las vías
están abandonadas, los raíles siguen allí, oxidándose. He oído
decir que aún quedan campamentos de vagabundos esparcidos por todo
el país. Les llaman campamentos ambulantes, Y si anda usted el
tiempo suficiente y se mantiene ojo avizor, dicen que quedan muchos
antiguos graduados de Harvard en el territorio que se extiende entre
aquí y Los Ángeles. La mayoría de ellos son buscados y perseguidos
en las ciudades. Supongo que se limitan a vegetar. No quedan muchos,
y me figuro que el Gobierno
nunca
los ha considerado un peligro lo suficientemente grande como para ir
en busca de ellos. Podría refugiarse con esos hombres durante algún
tiempo y ponerse en contacto conmigo en St. Louis. Yo me marcho
mañana, en el autobús de las cinco, para visitar a un impresor
retirado que vive allí. Por fin salgo a campo abierto. Utilizaré el
dinero adecuadamente. Gracias, y que Dios le bendiga. ¿Quiere dormir
unos minutos?
-
Será mejor que siga huyendo.
-Veamos
cuál es la situación.
Faber
condujo a Montag al dormitorio y levantó un cuadro que había en la
pared, poniendo así al descubierto una pantalla de televisión del
tamaño de una tarjeta
postal.
-Siempre
había deseado algo muy pequeño, algo a lo que poder hablar, algo
que pudiera cubrir con la palma de la mano, en caso necesario, algo
que no pudiera avasallarme a gritos, algo que no fuese
monstruosamente grande. De modo que, ya ve.
Conectó
el aparato.
-Montag
-dijo el televisor. Y la pantalla se iluminó-. M-O-N-T-A-G. -Una voz
deletreó el nombre-. Guy Montag. Sigue en libertad. Los helicópteros
de la Policía le buscan. Un nuevo Sabueso Mecánico ha sido traído
de otro distrito...
Montag
y Faber se miraron.
-...Sabueso
Mecánico nunca falla. Desde que fue usado por primera vez para
perseguir una presa, este invento increíble no ha cometido ni un
solo error. Hoy, esta cadena se enorgullece de tener la oportunidad
de seguir al Sabueso, con una cámara instalada en un helicóptero,
cuando inicia la marcha hacia su objetivo...
Faber
sirvió dos vasos de whisky.
-Lo
necesitaremos.
Bebieron.
-
... olfato tan sensible que el Sabueso Mecánico puede recordar e
identificar diez mil olores de diez mil hombres distintos, sin
necesidad de ser rearmado.
Faber
tembló levemente y miró a su alrededor, las paredes, la puerta, la
empuñadura y la silla donde Montag estaba sentado. Éste captó la
mirada. Ambos examinaron rápidamente la casa y Montag sintió que su
nariz se dilataba y comprendió que estaba tratando de rastrearse a
sí mismo, y que su nariz era, de pronto, lo suficientemente sensible
para percibir la pista que había dejado en el aire de la habitación;
y el sudor de su mano estaba pegado a la empuñadura de su puerta ,
invisible pero tan abundante como la cera de un pequeño candelabro.
Su persona estaba por doquier, dentro, fuera sobre todo, era como una
nube luminosa, un fantasma que volvía a hacer imposible la
respiración.
Vio
que Faber contenía, a su vez, el aliento, por miedo a introducir en
su propio cuerpo aquel fan a quedar tal vez contaminado con las
exhalaciones fantasma y los olores de un fugitivo.
-¡El
Sabueso Mecánico está siendo desembarcado de un helicóptero, en el
lugar del incendio!
Y
allí, en la pantalla pequeña, apareció la casa quemada, y la
multitud; y del cielo descendió un helicóptero, como una grotesca
flor.
«Así,
pues, tienen que seguir con su juego -pensó Montag-. El espectáculo
sigue, aunque la guerra ha empezado hace apenas una hora .... »
Contempló
la escena, fascinado, sin desear moverse ¡Parecía tan remota y
ajena a él! Era un espectáculo distinto, fascinante de observar,
que no dejaba de producir un extraño placer.
«Todo
eso es para mí, todo eso está ocurriendo por mi causa. Dios mío.»
Si
lo deseaba, podía entretenerse allí, con toda comodidad, y seguir
la cacería con sus rápidas fases, carreras por las calles, por las
avenidas vacías, atravesando parques y solares, con pausas aquí y
allí para dejar paso a la necesaria publicidad comercial, Por otros
callejones hasta la casa ardiendo de Mr. y Mrs. Black, y así
sucesivamente hasta aquella casa en la que él y Faber estaban
sentados, bebiendo, en tanto que Sabueso Mecánico olfateaba el
último tramo de la pista silencioso como la propia muerte, hasta
detenerse frente a aquella ventana. Entonces, si lo deseaba, Montag
podía levantarse, acercarse a la ventana, sin perder de vista el
televisor, abrirla, asomarse y verse dramatizado, descrito,
analizado. Un drama que podía contemplarse objetivamente, sabiendo
que, en otros salones, tenía un tamaño mayor que el natural, a todo
color, dimensionalmente perfecto. Y si se mantenía alerta, podría
verse, asimismo, un instante antes de perder el sentido, siendo
liquidado en beneficio de la multitud de telespectadores que, unos
minutos antes, habían sido arrancados de su sueño por la frenética
sirena de sus televisores murales para que pudieran presenciar la
gran cacería, el espectáculo de un solo hombre.
¿Tendría
tiempo para hablar cuando el Sabueso lo cogiera, a la vista de diez,
veinte o treinta millones de personas?, ¿no podría resumir lo que
había sido su vida durante la última semana con una sola frase o
una palabra que permaneciera con ellas mucho después de que el
Sabueso se hubiese vuelto, sujetándolo con sus mandíbulas de metal,
para alejarse en la oscuridad, mientras la cámara permanecía
quieta, enfocando al aparato que iría empequeñeciéndose a lo
lejos, para ofrecer un final espléndido? ¿Qué podría decir en una
sola palabra, en unas pocas palabras que dejara huella en todos sus
rostros y les hiciera despertar?
-Mire
-susurró Faber-.
Del
helicóptero surgió algo que no era una máquina
Un
animal, algo que no estaba muerto ni vivo, algo que resplandecía con
una débil luminosidad verdosa. Permaneció junto a las ruinas
humeantes de la casa de Montag y los hombres trajeron el abandonado
lanzallamas de éste y lo pusieron bajo el hocico del Sabueso. Se oyó
un siseo, un resoplido, un rumor de engranajes.
Montag
meneó la cabeza, se levantó y apuró su bebida,
-Ya
es hora. Lamento de verdad lo que está. ocurriendo.
-¿Qué?
¿Yo? ¿Mi casa? Lo merezco todo. ¡Corra de prisa, por amor de Dios!
Quizá pueda entretenerles aquí...
-Espere.
No vale la pena que se descubra usted Cuando me haya marchado, queme
el cobertor de esta cama, lo he tocado. Queme la silla de la sala de
estar en su incinerador. Frote el mobiliario con alcohol, así como
los pomos de las puertas. Queme la alfombra del salón. Dé la máxima
potencia al acondicionador de aire y, si tiene un insecticida,
rocíelo todo con él. Después, ponga en marcha sus rociadores del
césped, con toda la fuerza que pueda, y riegue bien las aceras. Con
un poco de suerte, podríamos evitar que nos siguieran la pista.
Faber
le estrechó la mano.
-Lo
haré. Buena suerte. Si ambos estamos vivo la semana próxima o la
siguiente nos pondremos en contacto. En la lista de Correos, de Saint
Louis. Siento que, esta vez, no haya manera de poder acompañarle con
mi cápsula auricular. Hubiese sido bueno para ambos. Pero mi equipo
era limitado. Hágase cargo, nunca creí que habría de utilizarlo.
Soy un viejo estúpido, Sin ideas. Estúpido, estúpido. Y, ahora, no
tengo otra cápsula verde para que pueda llevársela usted. ¡Márchese
ya!
-Otra
cosa, ¡aprisa! Una maleta. Cójala, con su ropa más sucia, un trapo
viejo, cuanto más sucio mejor, una camisa, algunos calcetines y
zapatos viejos...
Faber
se marchó y regresó al cabo de algunos minutos.
-Para
conservar en su interior el antiguo olor de Mr. Faber, claro está
-dijo éste, sudoroso por el esfuerzo-.
Montag
roció todo el exterior de la maleta con whisky.
-No
creo que ese Sabueso capte dos olores a la vez. Permítame que me
lleve este whisky. Lo necesitaré más tarde. ¡Cristo, espero que dé
resultado!
Volvieron
a estrecharse la mano y, mientras se dirigían hacia la puerta,
lanzaron una ojeada al televisor. El Sabueso estaba en camino,
seguido por las cámaras de los helicópteros, silencioso,
silencioso, olfateando el aire nocturno.
Bajaba
por la Primera Avenida.
-¡Adiós!
Y
Montag salió velozmente por la puerta posterior, corriendo con la
maleta semivacía. Oyó que, a su espalda, los rociadores de césped
se ponían en marcha, llenaban el aire oscuro con lluvia que caía
suavemente y con regularidad, lavaban las aceras y corrían hasta la
calle. Unas gotas de aquella lluvia mojaban el rostro de Montag.
Le
pareció que el viejo le gritaba adiós, pero no estuvo seguro.
Corrió
muy aprisa, alejándose de la casa, hacia el río.
Montag
corrió.
Podía
sentir el Sabueso, como el otoño que se acercaba, frío, seco y
veloz, como un viento que no agitara la hierba, que no hiciera crujir
las ventanas ni desplazara las hojas en las blancas aceras. El
Sabueso no tocaba el mundo. Llevaba consigo su silencio, de modo que,
a través de toda la ciudad, podía percibirse el silencio que iba
creando.
Montag
sintió aumentar la presión, y corrió.
Se
detuvo para recobrar el aliento, camino del río. Atisbó por las
ventanas débilmente iluminadas de las casas las siluetas de sus
habitantes que contemplaban en los televisores murales al Sabueso
Mecánico, un suspiro de vapor de neón, que corría veloz. Ahora, en
Elm Terrace, Lincoln, Cak, Park, y calle arriba hacia la casa de
Faber.
«Pasa
de largo -pensó Montag-, no te detengas, sigue adelante, no te
desvíes.»
En
el televisor mural apareció la casa de Faber, con su rociador de
césped que empapaba el aire nocturno.
El
Sabueso hizo una pausa y se estremeció.
¡No!
Montag se aferró al alféizar de la ventana. ¡Por este camino!
¡Aquí!
La
aguja de procaína asomó y se escondió, asomó, se escondió. Una
gotita transparente de la droga cayó de la aguja cuando ésta
desapareció en el hocico de Sabueso.
Montag
contuvo el aliento, y sintió una opresión en el pecho.
El
Sabueso Mecánico se volvió y se alejó de la casa de Faber, calle
abajo.
Montag
desvió su mirada hacia el cielo. Los helicópteros estaban más
próximos, como una nube de insectos que acudiesen hacia una
solitaria fuente luminosa
Con
un esfuerzo, Montag recordó de nuevo que aquello no era ningún
espectáculo imaginario que podía se contemplado mientras huía
hacia el río; en realidad, era su propia partida de ajedrez la que
estaba contemplando, movimiento tras movimiento.
Gritó
para darse el impulso necesario para alejarse de la ventana de
aquella última casa, y el fascinador espectáculo que había allí.
¡Diablo! ¡Y emprendió la marcha de nuevo! La avenida, una calle,
otra, otra, y el olor del río. Una pierna, la otra. Veinte millones
de
Montag
corriendo, muy pronto, si las cámaras le enfocaban. Veinte millones
de Montag corriendo, corriendo como un personaje de película cómica,
policías, ladrones, perseguidores y perseguidos, cazadores y
cazados. tal como lo había visto un millar de veces. Tras de él,
ahora, veinte millones de silenciosos Sabuesos atravesaban los
salones, de la pared derecha a la central; luego a la izquierda,
desaparecían.
Montag
se metió su radio auricular en una oreja.
-La
policía sugiere a toda la población del sector Terrace que haga lo
siguiente: en todas las casas de todas las calles, todo el mundo debe
abrir la puerta delantera o trasera . o mirar por una ventana. El
fugitivo no podrá escapar si, durante el minuto siguiente, todo el
Mundo mira desde el exterior de su casa. ¡Preparados!
¡Claro'
¿Por qué no lo habían hecho antes? ¿Por qué, en todos los años,
no habían intentado aquel juego? ¡Todos arriba, todos afuera! ¡No
podía pasar inadvertido! ¡El único hombre que corría solitario
por la ciudad, el único hombre que ponía sus piernas a prueba!
-¡A
la cuenta de diez! ¡Uno! ¡Dos!
Montag
sintió que la ciudad se levantaba.
-¡Tres!
Montag
sintió que la ciudad se dirigía hacia sus millares de puertas.
¡Aprisa!
¡Una pierna, la otra!
-¡Cuatro!
La
gente atravesaba sus recibidores.
-¡Cinco!
Montag
sintió todas las manos en los pomos de las puertas.
El
olor del río era fresco y semejante a una lluvia sólida. La
garganta de Montag ardía y sus ojos estaban resecos por el viento
que producía el correr. Chilló como si el grito pudiera impulsarle
adelante, hacerle recorrer el último centenar de metros.
-¡Seis,
siete, ocho!
Los
Pomos giraron en cinco millares de puertas.
-¡Nueve!
Montag
se alejó de la última fila de casas, por una pendiente que conducía
a la negra y móvil superficie del río.
-¡Diez!
Las
puertas se abrieron.
Montag
vio en su imaginación a miles y miles de rostros escrutando los
patios, las calles, el cielo, rostros ocultos por cortinas, rostros
descoloridos, atemorizados por la oscuridad, como animales grisáceos
que desde cavernas eléctricas, rostros con ojos grises e incoloros,
lenguas grises y pensamientos grises.
Pero
había llegado al río.
Lo
tocó para cerciorarse de que era real. Se metió en el agua, se
desnudó por completo y se roció el cuerpo, los brazos, las piernas
y la cabeza con el licor que llevaba; bebió un sorbo e inspiró otro
poco por la nariz. Después, se vistió con la ropa y los zapatos de
Faber. Echó su ropa al río y contempló cómo se la llevaba
corriente. Luego, con la maleta en la mano, se metió agua adentro
hasta perder pie, y se dejó arrastrar en la oscuridad.
Estaba
a unos trescientos metros corriente abajo cuando el Sabueso llegó al
río. Arriba, las grandes aspas de los ventiladores giraban sin
cesar. Un torrente de luz cayó sobre el río, y Montag se zambulló
bajo la iluminación, como si el sol hubiese salido entre las nubes.
Sintió que el río lo empujaba más lejos, hacia la oscuridad.
Después, las luces volvieron a desplazarse hacia tierra, los
helicópteros se cernieron de nuevo sobre ciudad, como si hubieran
encontrado otra pista. Se alejaron. El Sabueso se había ido. Ya sólo
quedaba el helado río y Montag flotando en una repentina paz, lejos
de la ciudad, de las luces y de la cacería, 1ejos de todo.
Montag
sintió como si hubiese dejado un escenario lleno de actores a su
espalda. Sintió como si hubiese abandonado el gran espectáculo y
todos los fantasmas murmuradores. Huía de una aterradora irrealidad
para meterse en una realidad que resultaba irreal, porque era nueva.
La
tierra oscura se deslizaba cerca de él, que se avanzando hacia campo
abierto entre colinas. Por primera vez en una docena de años, las
estrellas brillaban sobre su cabeza, formando una gigantesca
procesión.
Cuando
la maleta se llenó de agua y se hundió, Montag siguió flotando
boca arriba; el río era tranquilo y pausado, mientras se alejaba de
la gente que comía sombras para desayunar, humo para almorzar y
vapores para cenar. El río era muy real, le sostenía cómodamente y
le daba tiempo para considerar este mes, este año, y todo un
transcurso de ellos. Montag escuchó el lento latir de su corazón.
Sus pensamientos dejaron de correr junto con su sangre.
Vio
que la luna se hundía en el firmamento. La luna allí, y su
resplandor, ¿producido por qué? Por el sol, claro. ¿Y qué
iluminaba al sol? Su propio fuego. Y el sol sigue, día tras día,
quemando y quemando. El sol y el tiempo. El sol, el tiempo y las
llamas. Llamas. El río le balanceaba suavemente. Llamas. El sol y
todos los relojes del mundo. Todo se reunía y se convertía en una
misma cosa en su mente. Después de mucho tiempo de flotar en el río,
Montag supo por qué nunca más volvería a quemar algo.
El
sol ardía a diario. Quemaba el Tiempo. El mundo corría en círculos,
girando sobre su eje, y el tiempo se ocupaba en quemar los años y a
la gente, sin ninguna ayuda por su parte. De modo que si él quemaba
cosas con los bomberos y el sol quemaba el Tiempo, ello significaría
que todo había de arder.
Alguno
de ellos tendría que dejar de quemar. El sol no, por supuesto. Según
todas las apariencias, tendría ser Montag, así como las personas
con quienes había trabajado hasta unas pocas horas antes. En algún
sitio habría que empezar a ahorrar y a preservar cosas para que todo
tuviera un nuevo inicio, y alguien tendría que ocuparse de ello, de
una u otra manera, en libros, en discos, en el cerebro de la gente,
de cualquier manera con tal de que fuese segura, al abrigo de las
polillas, de los pececillos de plata, del óxido, del moho y de los
hombres con cerillas. El mundo estaba lleno de llamas de todos los
tipos y tamaños. Ahora, el gremio de los tejedores de asbestos
tendría que abrir muy pronto su establecimiento.
Montag
sintió que sus pies tocaban tierra, pisaban guijarros y piedras, se
hundían en arena. El río le empujado hacia la orilla.
Contempló
la inmensa y negra criatura sin ojos ni luz, sin forma, con sólo un
tamaño que se extendía dos millares de kilómetros sin desear
detenerse, con sus colinas cubiertas de hierba y sus bosques que le
esperaban.
Montag
vaciló en abandonar el amparo del agua Temía que el Sabueso
estuviese allí. De pronto, los árboles podían agitarse bajo las
aspas de multitud de helicópteros.
Pero
sólo había la brisa otoñal corriente, que discurría como otro
río. ¿Por qué no andaba el Sabueso por allí? ¿Por qué la
búsqueda se había desviado hacia el interior? Montag escuchó.
Nada. Nada.
«Millie
-pensó-. Toda esta extensión aquí. ¡Escúchala! Nada y nada.
Tanto silencio, Millie, que me pregunto qué efecto te causaría. ¿Te
pondrías a gritar "¡Calla, calla!" Millie, Millie?»
Y
se sintió triste.
Millie
no estaba allí, ni tampoco el Sabueso, pero sí el aroma del heno,
que llegaba desde algún campo lejano y que indujo a Montag a subir a
tierra firme. Recordó una granja que había visitado de niño, una
pocas veces en que había descubierto que, más allá de los siete
velos de la irrealidad, más allá de las paredes de los salones y de
los fosos metálicos de la ciudad, vacas pacían la hierba, los
cerdos se revolcaban en ciénagas a mediodía y los perros ladraban a
las blancas ovejas en las colinas.
Ahora,
el olor a heno seco, el movimiento del agua le hizo desear echarse a
dormir sobre el heno en un solitario pajar, lejos de las ruidosas
autopistas, detrás de
una
tranquila granja y bajo un antiguo molino que susurrara sobre su
cabeza como el sonido de los años que transcurrían. Permaneció
toda la noche en el pajar, escarbando el rumor de los lejanos
animales, de los insectos y de los árboles, así como los leves e
infinitos movimientos y susurros del campo.
«Durante
la noche -pensó-, bajo el cobertizo quizás oyese un sonido de
pasos. Se incorporaría, lleno de tensión. Los pasos se alejarían.
Volvería a tenderse y miraría por la ventana del cobertizo muy
avanzada la noche, y vería apagarse las luces de la granja, hasta
que una mujer muy joven y hermosa se sentaría junto a una ventana
apagada, cepillándose el pelo. Resultaría difícil verla, pero su
rostro sería como el de aquella muchacha que sabia lo que
significaban las flores de diente de león frotadas contra la
barbilla. Luego, la mujer se alejaría de la ventana, para reaparecer
en el piso de arriba, en su habitación iluminada por la luna. Y
entonces, bajo el sonido de la muerte, el sonido de los reactores que
partían el cielo en dos, yacería en el cobertizo, oculto y seguro,
contemplando aquellas extrañas estrellas en el borde de la tierra,
huyendo del suave resplandor del alba.»
Por
la mañana no hubiese tenido sueño, porque todos los cálidos olores
y las visiones de una noche completa en el campo le hubiesen
descansado aunque sus ojos hubieran permanecido abiertos, y su boca,
cuando se le ocurrió pensar en ella, mostraba una leve sonrisa.
Y
allí al pie de la escalera del cobertizo, esperándole, habia algo
increíble. Montag descendería cuidadosamente, a la luz rosada del
amanecer, tan consciente del mundo que sentiría miedo, y se
inclinaría sobre el pequeño milagro, hasta que, por fin, se
agacharía para tocarlo.
Un
vaso de leche fresca, algunas peras y manzanas estaban al pie de la
escalera.
Aquello
era todo lo que deseaba. Algún signo de que el inmenso mundo le
aceptaría y le concedería todo tiempo que necesitaba para pensar lo
que debía ser pen sado.
Un
vaso de leche, una manzana, una pera.
Montag
se alejó del río.
La
tierra corrió hacia él como una marea. Fue e vuelto por la
oscuridad, y por el aspecto del campo, por el millón de olores que
llevaba un viento que 1e helaba el cuerpo. Retrocedió ante el ímpetu
de la oscuridad, del sonido y del olor; le zumbaban los oídos. Dio
media vuelta. Las estrellas brillaban sobre él como meteoros
llameantes. Montag sintió deseos de zambullirse de nuevo en el río
y dejar que le arrastrara a salvo hasta algún lugar más lejano.
Aquella oscura tierra que se elevaba era como cierto día de su
infancia, en que había ido a nadar, y una ola surgida de la nada, la
mayor que recordaba la Historia, le envolvió en barro salobre y en
oscuridad verdosa; el agua le quemaba la boca y la nariz,
alborotándole el estómago. ¡Demasiada agua!
¡Demasiada
tierra!
Desde
la oscura pared frente a él, una silueta. En la silueta, dos ojos.
La noche, observándole. El bosque, viéndole.
¡El
Sabueso!
Después
de tanto correr y apresurarse, de tantos sudores y peligros, de haber
llegado tan lejos, de haber se esforzado tanto, y de creerse a salvo,
y de suspirar, aliviado... para salir a tierra firme y encontrarse
con...
¡El
Sabueso!
Montag
lanzó un último grito de dolor, como si aquello fuera demasiado
para cualquier hombre.
La
silueta se diluyó. Los ojos desaparecieron. Las hojas secas se
agitaron.
Montag
estaba solo en la selva.
Un
gamo. Montag olió el denso perfume almizclado y el olor a hierba del
aliento del animal, en aquella noche eterna en que los árboles
parecían correr hacia él, apartarse, correr, apartarse, al impulso
de los latidos de su corazón.
Debía
de haber billones de hojas en aquella tierra; Montag se abrió paso
entre ellas, un río seco que olía a trébol y a polvo. ¡Y a otros
olores! Había un aroma como a patata cortada, que subía de toda la
tierra, áspero, frío y blanco debido al hecho de haber estado
iluminado por el claro de luna la mayor parte de la noche. Había un
olor como de pepinillo de una botella y como de perejil de la cocina
casera. Había un débil olor amarillento como a mostaza. Había un
olor como de claveles del jardín vecino. Montag tocó el suelo con
la mano y sintió que la maleza le acariciaba.
Se
irguió jadeante, y cuanto más inspiraba el perfume de la tierra,
más lleno se sentía de todos sus detalles. No estaba vacío. Allí
había más de lo necesario para llenarle. Siempre habría más que
suficiente.
Avanzó
por entre el espesor de hojas caídas, vacilante. Y, en medio de
aquel ambiente desconocido, algo familiar.
Su
pie tropezó con algo que sonó sordamente.
Movió
su mano por el suelo, un metro hacia aquí, un metro hacia allá.
La
vía del tren.
La
vía que salía de la ciudad y atravesaba la tierra, a través de
bosques y selvas, desierta ahora, junto al río,
Allí
estaba el camino que conducía adonde quiera se dirigiese. Aquí
había lo único familiar, el mágico encanto que necesitaría tocar,
sentir bajo sus pies, mientras se adentrara en las zarzas y los lagos
de olor y de sensaciones, entre los susurros y la caída de las
hojas.
Montag
avanzó, siguiendo la vía.
Y
se sorprendió de saber cuán seguro se sentía de repente de un
hecho que le era imposible probar.
En
una ocasión, mucho tiempo atrás, Clarisse había andado por allí,
donde él andaba en aquel preciso momento.
Media
hora más tarde, frío, moviéndose cuidadosamente por la vía, bien
consciente de su propio cuerpo de su rostro, de su boca, con los ojos
llenos de negrura, los oídos llenos de sonidos, sus piernas
cubiertas de briznas y de ortigas, vio un fuego ante él.
El
fuego desapareció, volvió a percibirse, como un ojo que parpadeara.
Montag se detuvo, generoso de apagar el fuego con un solo suspiro.
Pero el fuego estaba allí, y Montag se fue acercando cautelosamente.
Necesitó casi quince minutos para estar muy próximo a él y,
entonces, lo observó desde un refugio. Aquel pequeño movimiento, el
calor blanco y rojo, un fuego extraño, porque para él significaba
algo distinto.
No
estaba quemando. ¡Estaba calentando!
Montag
vio muchas manos alargadas hacia su calor, manos sin brazos, ocultos
en la oscuridad. Sobre las manos, rostros inmóviles que parecían
oscilar con el variable resplandor de las llamas. Montag no había
supuesto que el fuego pudiese tener aquel aspecto. Jamás se le había
ocurrido que podía dar lo mismo que quitaba. Incluso su olor era
distinto.
No
supo cuánto tiempo permaneció de aquel modo, pero había sentido
una sensación absurda y, sin embargo, deliciosa, en saberse como un
animal surgido del bosque, atraído por el fuego. Permaneció quieto
mucho rato, escuchando el cálido chisporroteo de las llamas.
Había
un silencio reunido en torno a aquella hoguera ra, y el silencio
estaba en los rostros de los hombres, y el tiempo estaba allí, el
tiempo suficiente para sentarse junto a la vía enmohecida bajo los
árboles, con el mundo y darle vuelta con los ojos, como si estuviera
sujeto en el centro de la hoguera un pedazo de acero que aquellos
hombres estaban dando forma. No solo era el fuego lo distinto.
También lo era el silencio. Montag se movió hacia aquel silencio
especial, relacionado con todo lo del mundo.
Y
entonces empezaron a sonar voces, y estaban hablando, pero Montag no
pudo oír nada de lo que decían, aunque el sonido se elevaba y
bajaba lentamente, y las voces conocían la tierra, los árboles y la
ciudad que se extendía junto al río, en el extremo de la vía. Las
voces hablaban de todo, no había ningún tema prohibido. Montag lo
comprendió por la cadencia y el tono de curiosidad y sorpresa que
había en ellas.
Entonces,
uno de los hombres levantó la mirada y le vio, por primera y quizá
por séptima vez, y una voz gritó a Montag:
-¡Está
bien, ya puedes salir!
Montag
retrocedió entre las sombras.
-No
tema -dijo la voz-. Sea usted bienvenido.
Montag
se adelantó lentamente hacia el fuego, y hacia los cinco viejos allí
sentados, vestidos con pantalones y chaquetas de color azul oscuro.
No supo qué decirles.
-Siéntese
-dijo el hombre que parecía ser el jefe del pequeño grupo-. ¿Quiere
café?
Montag
contempló la humeante infusión que era vertida en un vaso plegable
de aluminio y que seguidamente Pusieron en sus manos. Montag sorbió
cautelosamente el brebaje y se dio cuenta de que los hombres le
miraban con curiosidad. Se quemó los labios, pero aquello resultaba
agradable. Los rostros que le rodeaban eran barbudos pero las barbas
eran limpias, pulcras, lo mismo que las manos. Se habían levantado
como para dar la bienvenida a un invitado, y, entonces, volvieron a
sentarle. Montag sorbió el café.
-Gracias
-dijo-. Muchísimas gracias.
-Sea
usted bien venido, Montag. Yo me llamo Granger. -El hombre alargó
una botellita de líquido incoloro-. Beba esto también. Cambiará la
composición química de su transpiración. Dentro de media hora
olerá como otra persona. Teniendo en cuenta que
el
Sabueso le está buscando, lo mejor es esto.
Montag
bebió el amargo líquido.
-Apestará
como una comadreja, pero no tiene importancia -dijo Granger-.
-Conoce
usted mi nombre -observó Montag_
Granger
señaló un televisor portátil que había junto al fuego.
-Hemos
visto la persecución. Nos hemos figurado que huiría hacia el Sur, a
lo largo del río. Cuando le hemos oído meterse en la selva como un
alce borracho, no nos hemos escondido como solemos hacer. Hemos
supuesto que estaría en el río cuando los helicópteros con las
cámaras se han vuelto hacia la ciudad. Allí ocurre algo gracioso.
La cacería sigue en marcha, aunque en sentido opuesto.
-¿En
sentido opuesto?
-Echemos
una ojeada.
Granger
puse el televisor en marcha. La imagen era como una pesadilla,
condensada, pasando con facilidad de mano en mano, toda en colores
revueltos y movedizos. Una voz gritó:
-¡La
persecución continúa en el norte de la ciudad! ¡Los helicópteros
de la Policía convergen en la Avenida Ochenta y Siete y en Elm Grove
Park!
Granger
asintió.
-Están
inventándoselo. Usted les ha despistado en el río y ellos no pueden
admitirlo. Saben que sólo pueden retener al auditorio un tiempo
determinado. El espectáculo tendrá muy pronto un final brusco. Si
empezasen a buscar por todo el maldito río, quizá necesitasen la
noche entera. Así, pues, buscan alguna cabeza de turco para terminar
con la exhibición. Fíjese. Pescarán a Montag durante los próximos
cinco minutos.
-Pero
cómo...
-Fíjese.
La
cámara, sujeta a la panza de un helicóptero, descendió ahora hacia
una calle vacía.
-¿Ve
eso? -susurró Granger-. Ha de tratarse de usted. Al final de esa
calle está nuestra víctima. ¿Ve cómo se acerca nuestra cámara?
Prepara la escena. Intriga. Un plano largo. En este momento, un pobre
diablo ha salido a pasear. Algo excepcional. Un tipo extraño. No se
figure que la Policía no conoce las costumbres de los pajarracos
como ése, de hombres que salen a pasear por las mañanas, sólo por
el capricho de hacerlo, o porque sufren de insomnio. De cualquier
modo, la policía le tiene fichado desde hace meses, años. Nunca se
sabe cuándo puede resultar útil esa información. Y hoy, desde
luego, ha de serles utilísima. Así pueden salvar las apariencias.
¡Oh, Dios, fíjese ahí!
Los
hombres que estaban junto a la hoguera se inclinaron.
En
la pantalla, un hombre dobló una esquina. De pronto, el Sabueso
Mecánico entró en el campo visual. El helicóptero lanzó una
docena de brillantes haces luminosos que construyeron como una jaula
alrededor del hombre. Una voz gritó:
-¡Ahí
está Montag! ¡La persecución ha terminado!
El
inocente permaneció atónito; un cigarrillo ardía en una de sus
manos. Se quedó mirando al Sabueso, sin saber qué era aquello.
Probablemente, nunca llegó a saberlo. Levantó la mirada hacia el
cielo y hacia el sonido de las sirenas. Las cámaras se precipitaron
hacia el suelo. El Sabueso saltó en el aire con un ritmo y una
Precisión que resultaban increíblemente bellos. Su aguja asomó.
Permaneció inmóvil un momento, como para dar al inmenso público
tiempo para apreciarlo todo: la mirada de terror en el rostro de la
víctima, la calle vacía, el animal de acero, semejante a un
proyectil alcanzando el blanco.
-¡Montag, no te muevas! -gritó una
voz desde el Cielo
La
cámara cayó sobre la víctima, como había hecho el Sabueso. Ambos
le alcanzaron simultáneamente. El hombre fue inmovilizado por el
Sabueso y la cámara chilló. Chilló. ¡Chilló!
Oscuridad.
Silencio.
Negrura.
Montag
gritó en el silencio y se volvió.
Silencio.
Y,
luego, tras una pausa de los hombres sentados alrededor del fuego,
con los rostros inexpresivos, en la pantalla oscura un anunciador
dijo:
-La
persecución ha terminado, Montag ha muerto, Ha sido vengado un
crimen contra la sociedad. Ahora, nos trasladamos al Salón Estelar
del «Hotel Lux», para un programa de media hora antes del amanecer,
emisión que...
Granger
apagó el televisor.
-No
han enfocado el rostro del hombre. ¿Se ha fijado? Ni su mejor amigo
podría decir si se trataba de usted. Lo han presentado lo bastante
confuso para que la imaginación hiciera el resto. Diablos
-murrnuró-. Diablos...
Montag
no habló, pero, luego, volviendo la cabeza, permaneció sentado con
la mirada fija en la negra pantalla, tembloroso.
Granger
tocó a Montag en un brazo.
-Bien
venido de entre los muertos. -Montag inclinó la cabeza. Granger
prosiguió-: Será mejor que nos conozca a todos. Este es Fred
Clement, titular de la cátedra Thomas Hardigan, en Cambridge, antes
de que se convirtiera en una «Escuela de Ingeniería Atómica>>,.
Este otro es el doctor Simmons, de la Universidad de California en
Los Ángeles, un especialista en Ortega y Gasset; éste es el
profesor West que se especializó en Ética, disciplina olvidada
actualmente, en la Universídad de Columbia. El reverendo Padover,
aquí presente, pronunció unas conferencias hace treinta años y
perdió su rebaño entre un domingo y el siguiente, debido a sus
opiniones. Lleva ya algún tiempo con nosotros. En cuanto a mí,
escribí un libro titulado Los dedos en el guante; la relación
adecuada entre el individuo y la sociedad y... aquí estoy. ¡Bien
venido, Montag!
-Yo
no soy de su clase -dijo Montag, por último, con voz lenta-. Siempre
he sido un estúpido.
-Estamos
acostumbrados a eso. Todos cometimos algún error, si no, no
estaríamos aquí. Cuando éramos individuos aislados, lo único que
sentíamos era cólera. yo golpeé a un bombero cuando, hace años,
vino a quemar mi biblioteca. Desde entonces, ando huyendo. ¿Quiere
unirse a nosotros, Montag?
-Sí.
-¿Qué
puede ofrecemos?
-Nada.
Creía tener parte del Eclesiastés, y tal vez un poco del de la
Revelación, pero, ahora, ni siquiera me queda eso.
-El
Eclesiastés sería magnífico. ¿Dónde lo tenía?
-Aquí.
Montag
se tocó la cabeza.
-¡Ah! -exclamó Granger, sonriendo y
asintiendo con la cabeza-.
-¿Qué
tiene de malo? ¿No está bien? -preguntó Montag.
-Mejor
que bien; ¡perfecto! -Granger se volvió hacia el reverendo-.
¿Tenemos un Eclesiastés?
-Uno.
Un hombre llamado Harris, de Youngtown.
-Montag
-Granger apretó con fuerza un hombro de Montag-. Tenga cuidado.
Cuide su salud. Si algo le Ocurriera a Harris, usted sería el
Eclesiastés. ¡Vea lo importante que se ha vuelto de repente!
-
¡Pero si lo he olvidado!
-No,
nada queda perdido para siempre. Tenemos sistemas de refrescar la
memoria.
-¡Pero
si ya he tratado de recordar!
-No
lo intente. Vendrá cuando lo necesitemos. dos nosotros tenemos
memorias fotográficas, pero pasamos la vida entera aprendiendo a
olvidar cosas que en realidad están dentro. Simmons, aquí presente
ha trabajado en ello durante veinte años, y ahora hemos
perfeccionado el método de modo que podemos recordar dar cualquier
cosa que hayamos leído una vez. ¿Le gustaría algún día, Montag,
leer La República de Platón?
-¡Claro!
-Yo
soy La República de Platón. ¿Desea leer Marco Aurelio? Mr.
Sirnmons es Marco.
-¿Cómo
está usted? -dijo Mr. Simmons-.
-Hola
-contestó Montag-.
-Quiero
presentarle a Jonathan Swift, el autor de ese malicioso libro
político, Los viajes de Gulliver. Este otro sujeto es Charles
Darwin, y aquél es Schopenhauer, y aquél, Einstein, y el que está
junto a mí es Mr. Albert Schweitzer, un filósofo muy agradable,
desde luego. Aquí estamos todos, Montag, Aristófanes, Mahatma
Gandhi, Gautama Buda, Confucio, Thomas Love Peacock, Thomas Jefferson
y Mr. Lincoln. Y también
somos
Mateo, Marco, Lucas y Juan.
-No
es posible -dijo Montag-.
-Sí
lo es -replicó Granger, sonriendo-. También nosotros quemamos
libros. Los leemos y los quemamos, por miedo a que los encuentren.
Registrarlos en microfilm no hubiese resultado. Siempre estamos
viajando, y no queremos enterrar la película y regresar después por
ella. Siempre existe el riesgo de ser descubiertos. Mejor es
guardarlo todo en la cabeza, donde nadie pueda verlo ni sospechar su
existencia. Todos somos fragmentos de Historia, de Literatura y de
Ley Internacional, Byron, Tom Paine, Maquiavelo o Cristo, todo está
aquí. Y ya va siendo tarde. Y la guerra ha empezado. Y estamos aquí,
y la ciudad está allí, envuelta en su abrigo de un millar de
colores. ¿En qué piensa, Montag?
-Pienso
que estaba ciego tratando de hacer las cosas mi manera, dejando
libros en las casas de los bomberos y enviando denuncias.
-Ha
hecho lo que debía. Llevado a escala nacional hubiese podido dar
espléndidos resultados. Pero nuestro sistema es más sencillo y
creemos que mejor. Lo que deseamos es conservar los conocimientos que
creernos habremos de necesitar, intactos y a salvo. No nos proponemos
hostigar ni molestar a nadie. Aún no. porque si se destruyen, los
conocimientos habrán muerto, quizá para siempre. Somos ciudadanos
modélicos, a nuestra manera especial. Seguimos las viejas vías,
dormirnos en las colinas, por la noche, y la gente de las ciudades
nos dejan tranquilos. De cuando en cuando, nos detienen y nos
registran, pero en nuestras personas no hay nada que pueda
comprometernos. La organización es flexible, muy ágil y
fragmentada. Algunos de nosotros hemos sido sometidos a cirugía
plástica en el rostro y en los dedos. En este momento, nos espera
una misión horrible. Esperamos a que empiece la guerra y, con
idéntica rapidez, a que termine. No es agradable, pero es que nadie
nos controla. Constituimos una extravagante minoría que clama en el
desierto. Cuando la guerra haya terminado, quizá podamos ser de
alguna utilidad al mundo.
-¿De
veras cree que entonces escucharán?
-Si
no lo hacen, no tendremos más que esperar. Transmitiremos los libros
a nuestros hijos, oralmente, y dejaremos que nuestros hijos esperen,
a su vez. De este Modo, se perderá mucho, desde luego, pero no se
puede Obligar a la gente a que escuche. A su debido tiempo, deberá
acudir, preguntándose qué ha ocurrido y por qué el mundo ha
estallado bajo ellos. Esto no puede durar.
-¿Cuántos
son ustedes?
-Miles,
que van por los caminos, las vías férreas abandonadas, vagabundos
por el exterior, bibliotecas por el interior. Al principio, no se
trató de un plan. Cada hombre tenía un libro que quería recordar,
y así 1o hizo. Luego, durante un período de unos veinte año,
fuimos entrando en contacto, viajando, estableciendo esta
organización y forzando un plan. Lo más importante que debíamos
meternos en la cabeza es que no somos importantes, que no debemos de
ser pedantes. No debemos sentimos superiores a nadie en el mundo.
Sólo somos sobrecubiertas para libros, sin valor intrínseco.
Algunos de nosotros viven en pequeñas ciudades. El Capítulo 1 del
Walden, de Thoreau, habita en Green River, el Capítulo II, en Millow
Farm, Maine. Pero si hay un poblado en Maryland, con sólo
veintisiete habitantes, ninguna bomba caerá nunca sobre esa
localidad, que alberga los ensayos completos de un hombre llamado
Bertrand Russell. Coge ese poblado y casi divida las páginas, tantas
por persona. Y cuando la guerra haya terminado, algún día, los
libros podrán ser escritos de nuevo. La gente será convocada una
por una, para que recite lo que sabe, y lo imprimiremos hasta que
llegue otra Era de Oscuridad, en la que, quizá, debamos repetir toda
la operación. Pero esto es lo maravilloso del hombre: nunca se
desalienta o disgusta lo suficiente para abandonar algo que debe
hacer, porque sabe que es importante y que merece la pena serlo.
-¿Qué
hacemos esta noche? -preguntó Montag---,
-Esperar
-repuso Granger-. Y desplazarnos un poco río abajo, por si acaso.
Empezó
a arrojar polvo y tierra a la hoguera.
Los
otros hombres le ayudaron, lo mismo que Montag, y allí, en mitad del
bosque, todos los hombres movieron sus manos, apagando el fuego
conjuntamente
Se
detuvieron junto al río, a la luz de las estrellas
Montag
consultó la esfera luminosa de su reloj sumergible. Las cinco. Las
cinco de la madrugada. otro año quemado en una sola hora, un
amanecer esperando más allá de la orilla opuesta del río.
-¿Por
qué confían en mí? -preguntó Montag-,
Un
hombre se movió en la oscuridad.
-Su
aspecto es suficiente. No se ha visto usted últimamente en un
espejo. Además, la ciudad nunca se ha preocupado lo bastante de
nosotros como para organizar una persecución meticulosa como ésta,
con el fin de encontrarnos. Unos pocos chiflados con versos en la
sesera no pueden afectarla, y ellos lo saben, y nosotros también.
Todos lo saben. En tanto que la mayoría de la población no ande por
ahí recitando la Carta Magna y la Constitución, no hay peligro. Los
bomberos eran suficientes para mantener esto a raya, con sus
actuaciones esporádicas. No, las ciudades no nos preocupan. Y usted
tiene un aspecto endiablado.
Se
desplazaron por la orilla del río, hacia el Sur. Montag trató de
ver los rostros de los hombres, los viejos rostros que recordaba a la
luz de la hoguera, mustios, y cansados. Estaban buscando una
vivacidad, una resolución. Un triunfo sobre el mañana que no
parecía estar allí. Tal vez había esperado que aquellos rostros
ardieran y brillasen con los conocimientos, que resplandeciesen como
linternas, con la luz encendida. Pero toda la luz había procedido de
la hoguera, y aquellos hombres no parecían distintos de cualesquiera
otros que hubiesen recorrido un largo camino, una búsqueda
prolongada, que hubiesen visto cómo eran destruidas las cosas
buenas, y ahora, muy tarde, se reuniesen para esperar el final de la
partida, y la extinción de las lámparas. No estaban seguros de que
lo que llevaban en sus mentes pudiese hacer que todos los futuros
amaneceres brillasen con una luz más pura, no estaban seguros de
riada, excepto de que los libros estaban bien archivados tras sus
tranquilos ojos, de que los libros esperaban, con las Páginas sin
cortar, a los lectores que quizá se presentaran años después,
unos, con dedos limpios, y otros, con dedos sucios.
Mientras
andaban, Montag fue escrutando un rostro tras de otro.
-No
juzgue un libro por su sobrecubierta alguien-.
Y
todos rieron silenciosamente, mientras se movía río abajo.
Se
oyó un chillido estridente, y los reactores de la ciudad pasaron
sobre sus cabezas mucho antes de que los hombres levantaran la
mirada, Montag se volvió para observar la ciudad, muy lejos, junto
al río, convertida sólo en un débil resplandor.
-Mi
esposa está allí.
-Lo
siento. A las ciudades no les van a ir bien las cosas en los próximos
días -dijo Granger-.
-Es
extraño, no la echo en falta, apenas tengo sensación -dijo Montag-.
Incluso aunque ella muriera me he dado cuenta hace un momento, no
creo que me sintiera triste. Eso no está bien. Algo debe de
ocurrirme.
-Escuche
-dijo Granger, cogiéndole por un brazo y andando a su lado, mientras
apartaba los arbustos para dejarle pasar-. Cuando era niño, mi
abuelo murió. Era escultor. También era un hombre muy bueno, tenía
mucho amor que dar al mundo, y ayudó a eliminar la miseria en
nuestra ciudad; y construía juguetes para nosotros, y se dedicó a
mil actividades durante su vida; siempre tenía las manos ocupadas. Y
cuando murió, de pronto me di cuenta de que no lloraba por él, sino
por las cosas que hacía. Lloraba porque nunca más volvería
hacerlas, nunca más volvería a labrar otro pedazo do madera y no
nos ayudaría a criar pichones en el patio ni tocaría el violín
como él sabía hacerlo, ni nos contaría chistes. Formaba parte de
nosotros, y cuando murió todas las actividades se interrumpieron, y
nadie era capaz de hacerlas como él. Era individualista. Era un
hombre importante. Nunca me he sobrepuesto a su muerte. A menudo,
pienso en las tallas maravillosas que nunca han cobrado forma a causa
de su muerte. Cuántos chistes faltan al mundo, y cuántos pichones
no sido tocados por sus manos. Configuró el mundo, hizo cosas en su
beneficio. La noche en que falleció, el mundo sufrió una pérdida
de diez millones de buenas acciones.
Montag
anduvo en silencio.
-Millie, Millie
-murmuró-. Millie.
-¿Qué?
-Mi
esposa, mi esposa. ¡Pobre Millie, pobre Millie! No puedo recordar
nada. Pienso en sus manos, pero no las veo realizar ninguna acción.
Permanecen colgando fláccidamente a sus lados, o están en su
regazo, o hay un cigarrillo en ellas. Pero eso es todo.
Montag
se volvió a mirar hacia atrás.
«¿Qué
diste a la ciudad, Montag?»
«Ceniza.»
«¿Qué
se dieron los otros mutuamente?»
«Nada.»
Granger
permaneció con Montag, mirando hacia atrás.
-Cuando
muere, todo el mundo debe dejar algo detrás, decía mi abuelo. Un
hijo, un libro, un cuadro, una casa, una pared levantada o un par de
zapatos. O un jardín plantado. Algo que tu mano tocará de un modo
especial, de modo que tu alma tenga algún sitio a donde ir cuando tú
mueras, y cuando la gente mire ese árbol, o esa flor, que tú
plantaste, tú estarás allí. «No importa lo que hagas -decía-, en
tanto que cambies algo respecto a como era antes de tocarlo,
convirtiéndolo en algo que sea como tú después de que separes de
ellos tus manos. La diferencia entre el hombre que se limita a cortar
el césped y un auténtico jardinero está en el tacto. El cortador
de césped igual podría no haber estado allí, el jardinero estará
allí para siempre.»
Granger
movió una mano.
-Mi
abuelo me enseñó una vez, hace cincuenta años unas películas
tomadas desde cohetes. ¿Ha visto alguna vez el hongo de una bomba
atómica desde cientos kilómetros de altura? Es una cabeza de
alfiler, no es nada. Y a su alrededor, la soledad.
»Mi
abuelo pasó una docena de veces la película tomada desde el cohete,
y, después manifestó su esperanza de que algún día nuestras
ciudades se abrirían para dejar entrar más verdor, más campiña,
más Naturaleza, que recordara a la gente que sólo disponemos de un
espacio muy pequeño en la Tierra y que sobreviviremos en ese vacío
que puede recuperar lo que ha dado, con tanta facilidad como echarnos
el aliento a la cara o enviamos el mar para que nos diga que no somos
tan importantes.
»Cuando
en la oscuridad olvidamos lo cerca que estamos del vacío -decía mi
abuelo- algún día se presentará y se apoderará de nosotros,
porque habremos olvidado lo terrible y real que puede ser.» ¿Se da
cuenta? -Granger se volvió hacia Montag-. El abuelo lleva muchos
años muerto, pero si me levantara el cráneo, ¡por Dios!, en las
circunvoluciones de mi cerebro encontraría las claras huellas de sus
dedos. Él me tocó. Como he dicho antes, era escultor. «Detesto a
un romano llamado Statu Quo», me dijo. «Llena tus ojos de ilusión
-decía-. Vive como si fueras a morir dentro de diez segundos. Ve al
mundo. Es más fantástico que, cualquier sueño real o imaginario.
No pidas garantías, no pidas seguridad. Nunca ha existido algo así.
Y, si existiera, estaría emparentado con el gran perezoso que cuelga
boca abajo de un árbol, y todos y cada uno de los días, empleando
la vida en dormir. Al diablo con esto -dijo-, sacude el árbol y haz
que el gran perezoso caiga sobre su trasero.»
-¡Mire!
-exclamó Montag-.
Y
la guerra empezó y terminó en aquel instante.
Posteriormente,
los hombres que estaban con Montag no fueron capaces de decir si en
realidad había visto algo. Quizás un leve resplandor y movimiento
en el cielo Tal vez las bombas estuviesen allí, y los reactores
veinte kilómetros, diez kilómetros, dos kilómetros cielo arriba
durante un breve instante, como grano arrojado desde lo alto por la
enorme mano del sembrador, y las bombas cayeron con espantosa rapidez
y, sin embargo con una repentina lentitud, sobre la ciudad que habían
dejado atrás. El bombardeo había terminado para todos los fines y
propósitos, así que los reactores hubieron localizado su objetivo,
puesto sobre aviso a sus apuntadores a ocho mil kilómetros por hora;
tan fugaz corno el susurro de una guadaña, la guerra había
terminado. Una vez soltadas las bombas, ya no hubo nada más. Luego,
tres segundos completos, un plazo inmenso en la Historia, antes de
que las bombas estallaran, las naves enemigas habían recorrido la
mitad del firmamento visible, como balas en las que un salvaje quizá
no creyese, porque eran invisibles; sin embargo, el corazón es
destrozado de repente, el cuerpo cae despedazado y la sangre se
sorprende al verse libre en el aire; el cerebro desparrama sus
preciosos recuerdos y muere.
Resultaba
increíble. Sólo un gesto. Montag vio el aleteo de un gran puño de
metal sobre la ciudad, y conocía el aullido de los reactores que le
seguirían diciendo, tras de la hazaña: Desintégrate, no dejes
piedra sobre piedra, perece. Muere.
Montag
inmovilizó las bombas en el cielo por un breve momento, su mente y
sus manos se levantaron desvalidamente hacia ellas.
-¡Corred!
-gritó a Faber, a Clarisse-. ¡Corred! -a Mildred-. ¡Fuera,
marchaos de ahí!
Pero
Clarisse, recordó Montag, había muerto. Y Faber se había marchado;
en algún valle profundo de la región, el autobús de las cinco de
la madrugada estaba en camino de una desolación a otra. Aunque la
desolación aún no había llegado, todavía estaba en el aire, era
tan cierta como el hombre parecía hacerla. Antes de que el autobús
hubiera recorrido otros cincuenta metros por la autopista, su destino
carecería de significado, su punto de salida habría pasado a ser de
metrópoli montón de ruinas.
Y
Mildred...
¡Fuera,
corre!
Montag
la vio en la habitación de su hotel, durante el medio segundo que
quedaba, con las bombas a un metro, un palmo, un centímetro del
edificio. La vio inclinada hacia el resplandor de las paredes
televisivas desde las que la «familia» hablaba incesantemente con
ella, desde donde la familia charlaba y discutía, y pronunciaba su
nombre, y le sonreía, y no aludía para nada a la bomba que estaba a
un centímetro, después, a medio centímetro, luego, a un cuarto de
centímetro del tejado del hotel. Absorta en la pared, como si en el
afán de mirar pudiese encontrar el secreto de su intranquilidad e
insomnio. Mildred, inclinada ansiosa, nerviosamente, como para
zambullirse, caer en la oscilante inmensidad de color, para ahogarse
en su brillante felicidad.
La
primera bomba estalló.
-¡Mildred!
Quizá,
¿quién lo sabría nunca? Tal vez las estaciones emisoras, con sus
chorros de color, de luz y de palabras, fueron las primeras en
desaparecer.
Montag,
cayendo de bruces, hundiéndose, vio o sintió, o imaginó que veía
o sentía, cómo las paredes se oscurecían frente al rostro de
Millie, oyó los chillidos de ella, porque, en la millonésima de
segundo que quedaba, ella vio su propio rostro reflejado allí, en un
espejo en vez de en una bola de cristal, y era un rostro tan
salvajemente vacío, entregado a sí mismo en el salón, sin tocar
nada, hambriento y saciándose consigo mismo que, por fin, lo
reconoció como el suyo propio y levantó rápidamente la mirada
hacia el techo cuando éste y la estructura del hotel se derrumbó
sobre ella, arrastrándole con un millón de kilos de ladrillos, de
metal, de yeso, de madera, para reunirse con otras personas las
colmenas de más abajo, todos en rápido descenso hacía el sótano,
donde finalmente la explosión le libraría de todo a su manera
irrazonable.
Recuerdo.
Montag se aferró al suelo. Recuerdo. Chicago. Chicago, hace mucho
tiempo, Millie y yo. ¡Allí fue donde nos conocimos! Ahora lo
recuerdo. Chicago. Hace mucho tiempo.
La
explosión sacudió el aire sobre el río, derribó a los hombres
como fichas de dominó, levantó el agua de su cauce, aventó el
polvo e hizo que los árboles se inclinaran hacia el Sur. Montag,
agazapado, haciéndose todo lo pequeño posible, con los ojos muy
apretados. Los entreabrió por un momento y, en aquel instante, vio
la ciudad, en vez de las bombas, en el aire. Habían permutado sus
posiciones. Durante otro de esos instantes imposibles, la ciudad se
irguió, reconstruida e irreconocible, más alta de lo que nunca
había esperado ser, más alta de lo que el hombre la había
edificado, erguida sobre pedestales de hormigón triturado y briznas
de metal desgarrado, de un millón de colores, con un millón de
fenómenos, una puerta donde tendría que haber habido una ventana,
un tejado en el sitio de un cimiento, y, después, la ciudad giró
sobre sí misma y cayó muerta.
El
sonido de su muerte llegó más tarde.
Tumbado,
con los ojos cubiertos de polvo, con una fina capa de polvillo de
cemento en su boca, ahora cerrada, jadeando y llorando, Montag volvió
a pensar: recuerdo, recuerdo, recuerdo algo más. ¿Qué es? Sí, sí,
Parte del Eclesiastés y de la Revelación. Parte de ese libro, Parte
de él, aprisa, ahora, aprisa, antes de que se me escape, antes de
que cese el viento. El libro del Eclesiastés. Ahí va. Lo recitó
para sí mismo, en silencio, tumbado sobre la tierra temblorosa,
repitió muchas veces las palabras, y le salieron perfectas sin
esfuerzo, y por ninguna parte había «Dentífrico Denharn», era tan
sólo el Predicador entregado a sí mismo, erguido allí en su mente,
mirándole...
-Allí
-dijo una voz-.
Los
hombres yacían boqueando como peces fuera fue del agua. Se aferraban
a la tierra como los niños se aferran a los objetos familiares, por
muy fríos y muertos que estén, sin importarles lo que ha ocurrido o
lo que puede ocurrir; sus dedos estaban hundidos en el polvo y todos
gritaban para evitar la rotura de sus tímpanos, para evitar el
estallido de su razón, con las bocas abiertas, y Montag gritaba con
ellos, una protesta contra el viento que les arrugaba los rostros,
les desgarraba los labios y les hacía sangrar las narices.
Montag
observó cómo la inmensa nube de polvo iba posándose, y cómo el
inmenso silencio caía sobre el mundo. Y allí, tumbado, le pareció
que veía cada grano de polvo y cada brizna de hierba, y que oía
todos los gritos y voces y susurros que se elevaban en el mundo. El
silencio cayó junto con el polvo, y sobre todo el tiempo que
necesitarían para mirar a su alrededor, para conseguir que la
realidad de aquel día penetrara en sus sentidos.
Montag
miró hacia el río. «Iremos por el río. -Miró la vieja vía
ferroviaria-. O iremos por ella. O caminaremos por las autopistas y
tendremos tiempo de asimilarlo todo. Y algún día, cuando lleve
mucho tiempo sedimentado en nosotros, saldrá de nuestras manos Y
nuestras bocas. Y gran parte de ella estará equivocado, pero otra
será correcta. Hoy empezaremos a andar y a ver mundo, y a observar
cómo la gente anda por ahí Y habla, el verdadero aspecto que tiene.
Quiero verlo todo. Y aunque nada de ello sea yo cuando entren, al
cabo de un tiempo, todo se reunirá en mi interior, y será yo.
Fíjate en el mundo, Dios mío, Dios mío. Fíjate en el, mundo,
fuera de mí, más allá de mi rostro, y el único medio de tocarlo
verdaderamente es ponerlo allí donde por fin sea yo, donde estén la
sangre, donde recorra mi cuerpo cien mil veces al día. Me apoderaré
de ella de manera que nunca podrá escapar. Algún día, me aferraré
con fuerza al mundo. Ahora tengo un dedo apoyado en él. Es un
principio.»
El
viento cesó.
Los
otros hombres permanecieron tendidos, no preparados aún para
levantarse y empezar las obligaciones del día, las hogueras y la
preparación de alimentos, los miles de detalles para poner un pie
delante de otro pie y una mano sobre otra mano. Permanecieron
parpadeando con sus polvorientas pestañas. Se les podía oír
respirando aprisa; luego, más lentamente...
Montag
se sentó.
Sin
embargo, no se siguió moviendo. Los otros hombres le imitaron. El
sol tocaba el negro horizonte con una débil pincelada rojiza. El
aire era fresco y olía a lluvia inminente.
En
silencio, Granger se levantó, se palpó los brazos, las piernas,
blasfemando, blasfemando incesantemente entre dientes, mientras las
lágrimas le corrían por el rostro. Se arrastró hacia el río para
mirar aguas arriba.
-Está
arrasada -dijo mucho rato después-. La ciudad parece un montón de
polvo. Ha desaparecido. -Y al cabo de una larguísima pausa se
preguntó-¿Cuántos sabrían lo que iba a ocurrir? ¿Cuántos se
llevarían una sorpresa?
«Y
en todo el mundo -pensó Montag-, ¿cuántas ciudades más muertas? Y
aquí, en nuestro país, ¿cuántas? ¿Cien, mil?»
Alguien
encendió una cerilla y la acercó a un pedal de papel que había
sacado de un bolsillo. Colocaron el papel debajo de un montoncito de
hierbas y hojas, y, al cabo de un momento, añadieron ramitas húmedas
que chisporrotearon, pero prendieron por fin, y la hoguera fue
aumentando bajo el aire matutino, mientras el sol se elevaba y los
hombres dejaban lentamente de mirar al río y eran atraídos por el
fuego, torpemente, sin nada que decir, y el sol iluminó sus nucas
cuando se inclinaron.
Granger
desdobló una lona en cuyo interior había algo de tocino.
-Comeremos
un bocado. Después, daremos media vuelta y nos dirigiremos corriente
arriba. Tal vez nos necesiten por allí.
Alguien
sacó una pequeña sartén, y el tocino fue a parar a su interior, y
empezó a tostarse sobre la hoguera. Al cabo de un momento, el aroma
del tocino impregnaba el aire matutino. Los hombres observaban el
ritual en silencio.
Granger
miró la hoguera.
-Fénix.
-¿Qué?
-Hubo
un pajarraco llamado Fénix, mucho antes de Cristo. Cada pocos siglos
encendía una hoguera y se quemaba en ella. Debía de ser primo
hermano del Hombre. Pero, cada vez que se quemaba, resurgía de las
cenizas, conseguía renacer. Y parece que nosotros hacemos lo mismo,
una y otra vez, pero tenemos algo que el Fénix no tenía. Sabemos la
maldita estupidez que acabamos de cometer. Conocemos todas las
tonterías que hemos cometido durante un millar de años, y en tanto
que recordemos esto y lo conservemos donde podamos verlo, algún día
dejaremos de levantar esas malditas piras funerarias y a arrojamos
sobre ellas. Cada generación habrá más gente que recuerde.
Granger
sacó la sartén del fuego, dejó que el tocino se enfriara, y se lo
comieron lenta, pensativamente.
-Ahora,
vámonos río arriba -dijo George- Y tengamos presente una cosa: no
somos importantes. No somos nada. Algún día, la carga que llevamos
con nosotros puede ayudar a alguien. Pero incluso cuando teníamos
los libros en la mano, mucho tiempo atrás, no utilizamos lo que
sacábamos de ellos. Proseguimos impertérritos insultando a los
muertos. Proseguimos escupiendo sobre las tumbas de todos los pobres
que habían muerto antes que nosotros. Durante la próxima semana, el
próximo mes y el próximo año vamos a conocer a mucha gente
solitaria. Y cuando nos pregunten lo que hacemos, podemos decir:
«Estamos recordando.» Ahí es donde venceremos a la larga. Y, algún
día, recordaremos tanto, que construiremos la mayor pala mecánica
de la Historia, con la que excavaremos la sepultura mayor de todos
los tiempos, donde meteremos la guerra y la enterraremos. Vamos,
ahora. Ante todo, deberemos construir una fábrica de espejos, y
durante el próximo año, sólo fabricaremos espejos y nos miraremos
prolongadamente en ellos.
Terminaron
de comer y apagaron el fuego. El día empezaba a brillar a su
alrededor, como si a una lámpara rosada se le diera más mecha.
En
los árboles, los pájaros que habían huido regresaban y proseguían
su vida.
Montag
empezó a andar, y, al cabo de un momento, se dio cuenta de que los
demás le seguían, en dirección norte. Quedó sorprendido y se hizo
a un lado, para dejar que Granger pasara; pero Granger le miró y,
con un ademán, le pidió que prosiguiera. Montag continuó andando.
Miró el río, el cielo y las vías oxidadas que se adentraban hacia
donde estaban las granjas, donde los graneros estaban llenos de heno,
donde una serie de personas habían llegado por la noche, fugitivas
de la ciudad. Más tarde, al cabo de uno o de seis meses, y no menos
de un año, Montag volvería a andar por allí solo, Y seguiría
andando hasta que alcanzara a la gente.
Pero,
ahora, le esperaba una larga caminata hasta el mediodía , y si los
hombres guardaban silencio era porque había que pensar en todo, y
mucho que recordar. Quizá más avanzada la mañana, cuando el sol
estuviese alto Y les hubiese calentado, empezarían a hablar, o sólo
a decir las cosas que recordaban, para estar seguros de que seguían
allí, para estar completamente ciertos de que aquellas cosas estaban
seguras en su interior, Montag sintió el leve cosquilleo de las
palabras, su lenta ebullición. Y cuando le llegara el turno, ¿qué
podría decir, qué podría ofrecer en un día como aquél, para
hacer el viaje algo más sencillo? Hay un tiempo para todo. Sí. Una
época para derrumbarse, una época para construir. Sí. Una hora
para guardar silencio y otra para hablar. Sí, todo. Pero, algo más.
¿Qué más? Algo, algo...
Y,
a cada lado del río, había un árbol de la vida,,,, con doce clases
distintas de frutas, y cada mes entregaban su cosecha; y las hojas de
los árboles servían para curar a las naciones.
«Sí
-pensó Montag-, eso es lo que guardaré para mediodía. Para
mediodía ... »
«Cuando
alcancemos la ciudad.»
FIN