Al día siguiente llegaron más personas. Y al otro, y al otro...
A los diez días, el dueño de la casa tenía a casi setenta personas sobre su techo. Dado que no podía alimentar a tantos, todo el barrio colaboraba. Algunos se encargaban de preparar la comida, otros de alcanzar agua, un grupo recolectaba mantas para cuando refrescaba, unos muchachos se encargaron de alquilar unos baños químicos que instalaron en el patio.
A los quince días, ya eran más de cien. Para entonces, el barrio ya estaba organizado. Parecía un engranaje funcionando a la perfección. Cada uno cumplía su rol y todos participaban alegremente.
Ese día se dieron cuenta que el hombrecito que había iniciado todo ya no estaba. Lo buscaron en cada rincón del techo, en los baños, en las casas aledañas, en otros techos... pero no estaba, se había ido. Lejos de desilusionarse, los vecinos estaban felices porque gracias a él habían aprendido a convivir.
La gente se bajó del techo, pero nadie cesó de colaborar con los demás. Todavía conservan la puntualidad de juntarse en las calles al salir las primeras estrellas para compartir unas empanadas al horno, pastelitos o sanguchitos y contemplar absortos todo lo inmenso que nos rodea, pero a la vez tan lejano.
Cuando vuelven la vista a su alrededor comprenden entonces que todo lo que está cerca es más grande, real, tangible. Y entonces, ahora lo cuidan, porque entienden que es aún más maravilloso que todo ese catálogo de estrellas que los visita cada noche.
Dicen que el hombrecito va de barrio en barrio. Aunque no en todos los techos le permiten subir.
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