PRISA - Jose Maria Merino

 Para Alvaro Pombo

Era una mañana de verano y el sol refulgía en los manillares, en los radios de las ruedas, en los guardabarros, en los cromados de colores diversos de los cuadros tubulares, enalteciendo el bullicio mecánico de los autociclos que circulaban por la carretera y los caminos.

El suave deslizamiento de los neumáticos y algunas voces infantiles era lo único que rasgaba el silencio, aunque con tanta dulzura que no conseguía perturbarlo. Los gritos de los niños mostraban un asombro gozoso ante la presencia del dirigible que atravesaba el espacio sobre nosotros. Detuve mi bicicleta, como hizo Konstanze, para contemplar el majestuoso aparato que nos sobrevolaba muy cercano. A juzgar por el número de ventanillas, debía de estar tripulado y movido por más de veinte personas, y se fue alejando hacia el estuario, donde navegaban algunos veleros y muchas lanchas también propulsadas por hélices accionadas a pedales, algunas con bastantes tripulantes.

Se lo señalé al pequeño Prudenz, acomodado en la trasera de la bici de Konstanze, y aunque todavía no tenía dos años, se echó a reír y lo saludó agitando sus manitas y piernas diminutas.

Eran los tiempos en que, a partir de esos mecanismos de palanca que son los pedales, que hace girar el esfuerzo humano, se había llegado al diseño de los autociclos contemporáneos: bicicletas, triciclos, tetraciclos, multiciclos…

Los avances en la combinación de sucesivos piñones y ruedas catalinas con ingeniosos engranajes de cadenas propulsoras y sistemas de frenado, habían permitido, no solo que los vehículos terrestres, aéreos y acuáticos alcanzasen diferentes velocidades, sino también que pudiesen ser conducidos incluso por personas ancianas.

Ya entonces había bastantes modelos, y los multiciclos —constituidos en aquel tiempo por dieciséis velocípedos ordenados en dos filas paralelas de ocho, unidos por los ejes, más una bicicleta ordinaria colocada en el centro de la parte delantera, manteniendo en el medio de ambas filas un espacio para equipajes y personas impedidas, y todo el conjunto protegido con una fina cubierta impermeable— empezaban a ser muy utilizados para cubrir trayectos regulares dentro de las poblaciones e incluso en algunos recorridos interurbanos.

El ferrocarril a vapor aseguraba los itinerarios largos, si eran por tierra, y si eran por mar, los barcos propulsados también mediante la máquina de vapor. Tal fuerza motriz no se había aplicado a ningún otro vehículo, como tampoco los generadores dinamoeléctricos habían tenido un destino diferente que el de asegurar la iluminación, la calefacción y la telefonía. Estos eran activados generalmente por la fuerza del viento en los grandes molinos dispersos por la superficie terrestre, aunque entonces había también enormes fábricas de electricidad generada con el pedaleo de cientos de obreros.

Los autociclos, en sus variados modelos, ya eran entonces el sistema habitual que tenía la gente para viajes a lugares cercanos, o para divertirse en alguna excursión, o para hacer deporte. Yo mismo había sido, en varias ocasiones, campeón del concurso anual que se celebraba en la universidad.

Pero estaba escribiendo sobre aquella mañana plácida de un domingo de hace cincuenta años, cuando yo tenía treinta.

De pronto, de la manera más inesperada, un ruido estridente llegó desde el fondo de la carretera, un ronquido que crecía sin cesar, y al cabo vimos acercarse a nosotros una especie de bicicleta monstruosa: carente de la estilización de las bicicletas comunes, aquella tenía una panza metálica instalada entre las piernas del conductor. El artilugio pasó a nuestro lado muy deprisa, sobresaltándonos, con un estrépito que era ya ensordecedor, mientras exhalaba una nube acre de humo negruzco.

El pequeño Prudenz se asustó tanto que se echó a llorar, y mi esposa Konstanze tuvo que cogerlo en brazos para calmarlo.

—¿Qué es eso tan horroroso? —preguntó, con la mirada llena de alarma.

No pude contestarle y me quedé contemplando el ruidoso vehículo que se alejaba con rapidez, mientras suscitaba una visible sacudida de estupor en todos los conductores de los autociclos que iba encontrando a su paso.

Enseguida sabríamos que a aquello lo llamaban motocicleta, y que su naturaleza provenía de propulsar una bicicleta mediante un tipo de motor recién inventado, muy diferente de la máquina de vapor y de la magnetoeléctrica, que funcionaba por medio de la explosión de cierta sustancia volátil, secreta, altamente combustible.

A la mayoría de la gente, la ocasional aparición de alguno de aquellos ruidosos, malolientes y al parecer carísimos vehículos le desazonaba, porque resultaba un artefacto impropio de nuestro mundo silencioso y apacible, pero en un par de meses apareció un tetraciclo que se movía mediante aquel tipo de artificioso motor y que alcanzaba una velocidad superior a la del ferrocarril, y el desasosiego se hizo mayor, como si tales artilugios fuesen señales de la inminencia de un futuro extraño, de mal agüero.

La fábrica de aquellos vehículos estaba en el mismo Hamburgo, donde yo residía por entonces, y los inventores eran tan celosos de su hallazgo, que la sustancia secreta necesaria para su funcionamiento —luego supimos que primero se llamó metilita y por fin benzina— solo podía adquirirse en la fábrica. Además, los fabricantes avisaban de que cualquier intento de desmontar el motor para conocer su funcionamiento llevaría aparejada una explosión que lo destruiría, con posible daño mortal para quien estuviese intentando manipularlo, de lo que no se hacían responsables.

Es comprensible que, entre los entusiastas del mundo del pedal, hubiese bastante consternación. Veíamos que, aunque muy lentamente, el número de aquellos vehículos iba aumentando en las carreteras y en los caminos, con todo lo que ello acarreaba de peligro de choque, molestia sonora y suciedad del aire. Aunque algunos de tales choques, o mejor atropellos, habían tenido consecuencias mortales para los ciclistas, en ciertos periódicos había quien vaticinaba que los nuevos vehículos acabarían desplazando a los que se movían mediante el esfuerzo humano y hasta al ferrocarril que accionaba la máquina de vapor. Otros, en cambio, encontraban absurdos tales vaticinios, no solo por el costo económico inimaginable que supondría para la mayoría de los ciudadanos adquirirlos, sino porque no parecía razonable, desde ningún punto de vista, sustituir el grácil, silencioso y limpio mundo de los autociclos por el de los motores ruidosos, hediondos, de velocidad disparatada y que no permitían hacer ningún ejercicio físico.

La verdad es que yo quería, necesitaba, ser optimista, pero la presencia de los autociclos motorizados continuaba en aumento.

A principios de otoño recibí un mensaje telefónico de Faustin Milde, mi antiguo profesor de Filosofía, con el que en mis cursos había hecho magníficas excursiones por la ribera del río Elba y que, además de introducirme en el gusto por el pensamiento de los clásicos y de enseñarme a utilizar mi mente para analizar la realidad desde la lógica formal, había sido uno de los principales inductores de mi afición a la bicicleta como disfrute y como deporte.

Me extrañó su llamada, porque únicamente solía verlo, con algunos de los antiguos compañeros, cuando se celebraban las reuniones amistosas que propiciaba el fin de cada año.

—¿Sucede algo, profesor Milde?

—Nada bueno. Por eso es urgente que nos veamos. Quiero tener una reunión contigo y otros compañeros, para analizar un asunto muy importante.

Me propuso para ello el sábado de la misma semana. Los sábados y los domingos eran mis días libres y se los dedicaba a mi mujer y a mi hijo.

—Profesor, el sábado es mi día familiar —repuse, con tono conciliador, pero intentando que reconsiderase la fecha.

—El asunto es de la mayor gravedad, Wilhelm, y el sábado es el único día disponible para todos los convocados. Tu familia deberá sacrificarse. —Repuso, sin titubeos ni excusas.

El profesor Milde vivía en una casita cercana al río, dotada de un generador eléctrico aéreo particular, con un jardín que él mismo cuidaba con esmero. Asistían a la reunión otros cinco antiguos compañeros y compañeras, además de cuatro que yo no conocía, y nos sentamos en el jardín, pues era una mañana soleada, utilizando todos los asientos de la casa.

—Os he convocado porque en estos momentos está creciendo ante nuestros ojos uno de los mayores peligros que ha conocido la humanidad —comenzó diciendo el profesor Milde, con ademán y voz muy graves.

A lo inusual de la convocatoria se unía el lugar y el momento, aquel jardín ya amenazado por los primeros fríos bajo la luz solar amarilla, poco calurosa, y creo que todos estaban tan expectantes y desasosegados como yo.

—Podemos ver cada día cómo nuevos de esos vehículos atronadores y asfixiantes, de velocidad absurda, recorren nuestras calles y carreteras. Tenemos que hacer algo para evitar que sigan proliferando —continuó el profesor.

Al profesor Milde le gustaba apoyar sus aseveraciones en argumentos sólidos, de manera que nos hizo una solemne exposición sobre la historia del autociclo, desde el celerífero que inventó Sivrac en 1790 —el biciclo con cuerpo de animal que se movía con ayuda de los pies— recordando luego el diseño de la rueda delantera movible y orientable por el barón von Drais, hasta el momento en que Michaux añadió pedales a las dos ruedas delanteras, y por fin la mudanza de los pedales a las ruedas traseras, la invención de la cadena y su conexión a los piñones, engranajes y ruedas catalinas por James Starley, en un proceso que, a lo largo de un siglo, fue acarreando innumerables y sucesivos refinamientos técnicos.

El profesor Milde estaba tan emocionado haciendo aquellas evocaciones históricas, que a mí me recordaba los momentos en que, con parecida solemnidad, nos recitaba de memoria el Discurso del Método de Descartes:

El sentido común es lo que mejor repartido está entre todo el mundo, pues cada cual piensa que posee tan buena provisión de él, que aun los más descontentadizos con cualquier otra cosa, no suelen apetecer más del que ya tienen…

Cuando concluyó su exposición, el profesor Milde hizo algunas afirmaciones tajantes:

—No podemos comprender los últimos cien años de la Historia en toda su dimensión pacífica sin los autociclos, que nos han permitido desplazarnos más cómoda y rápidamente, disfrutar de la naturaleza, hacer ejercicio, sin ruido, ni suciedad, ni graves accidentes. Esos artilugios que están apareciendo, atronadores e infectos, máquinas violentas, no sólo van a acabar con nuestros queridos vehículos, resultado de una refinada evolución técnica, sino que van a llenar las ciudades y los campos de ruido, a ensuciarlo todo con sus emanaciones, sin contar el peligro que supone su alta velocidad.

Nos miraba poniendo en sus ojos y en sus gestos la convicción segura de los profetas.

—Cuando ya hemos superado la mitad del siglo XX, la humanidad se enfrenta con uno de los enemigos más insidiosos de la Historia, porque no se trata de un invento más. Tras ese motor se oculta una idea perversa: la prisa.

Hizo una pausa angustiosa.

—Hablo de la prisa como idea base, nuclear, como filosofía, como nuevo concepto social. A través de esos artefactos, los padres del invento nefasto intentan introducir la prisa como un factor psicológico individual y colectivo ineludible, y si lo consiguen, nuestro mundo va a cambiar de un modo que apenas podemos imaginarnos. Todo será más rápido y más violento.

—Pero a veces necesitamos hacer cosas con rapidez —objeté yo, sobre todo por aguzar su reflexión.

—Puede que la rapidez consiga resolver ciertos asuntos en momentos muy concretos, pero la prisa como elemento de relación y comunicación banalizará nuestra existencia, aumentará nuestra angustia vital y deteriorará el mundo que nos rodea.

Todos lo mirábamos fascinados.

—Además, detrás de esa prisa con que el maldito motor de explosión va a transformar nuestra sociedad, solamente hay pura avaricia, el proyecto de un gigantesco negocio, que crecerá exponencialmente conforme nuestra mentalidad se adapte a ello y requiera nuevos productos, supuestamente necesarios, continuando con esa prisa inoculada el mismo proceso frenético.

Guardó silencio durante unos momentos.

—Hay que hacer algo, adoptar una postura firme, actuar con urgencia contra la terrible amenaza. Por eso os he convocado. No podemos perder más tiempo.

Aquel sábado ni siquiera almorcé con mi familia, y cuando llegué a mi casa, a media tarde, estaba muy preocupado y también conseguí inquietar a Konstanze cuando hablé con ella.

En el largo debate que había sucedido a las palabras iniciales del profesor Milde, en aquel jardín donde empezaban a caer las primeras hojas doradas, se debatieron muchos aspectos y hasta se hicieron propuestas criminales. Por ejemplo, uno de los asistentes que yo no conocía, un joven llamado Knut, dijo que la fábrica de los motores de explosión, por entonces la única que existía en todo el mundo, debía desaparecer. Él era químico, conocía la fórmula de la dinamita, que había inventado Alfred Nobel a mediados del siglo XIX y que tanta utilidad había reportado desde entonces a la minería, y estaba dispuesto a fabricar la cantidad necesaria para llevar a cabo la voladura de la fábrica, en un asalto que tendríamos que planear con sigilo y nocturnidad.

Aunque algunos de los presentes apoyaron la idea, la mayoría estuvimos en desacuerdo con ello, porque además de que podría causar víctimas humanas, lo cual nos horrorizaba, la desaparición de la fábrica no tenía que llevar consigo necesariamente la de los planos para construir nuevos motores.

—Además —había puntualizado el profesor Milde muy acertadamente—, ese ataque podría resultarnos desfavorable ante la opinión pública, que vería en el nuevo motor la víctima de un fanatismo intransigente.

Al final acordamos que debíamos movilizarnos nosotros, y llevar nuestras ideas a cuantas personas conociésemos, en un esfuerzo muy intenso, sin desfallecimiento, para difundir nuestra crítica sobre el absurdo de los nuevos vehículos desde la perspectiva de la higiene, el peligro social y el dispendio económico, y exigir a los poderes gubernamentales una actuación restrictiva frente a su proliferación.

A mí se me responsabilizó de una parte especial del programa, pues por mi profesión de dibujante, entonces vinculado a la industria textil, debía preparar los modelos de unos banderines que, con diversos lemas, se iban a distribuir de modo masivo —todo a cuenta de una colecta en la que los reunidos participamos, aunque el profesor Milde puso la mayor parte— de manera que cada autociclo llevase uno en el extremo de un ligero mástil. «No prisa. No ruido. No suciedad», «Autociclos = aire puro», «Carreteras peligrosas no»… fueron algunos de los lemas que mis compañeros me fueron proponiendo, aunque la más imaginativa en el asunto resultó Konstanze.

Para nuestra sorpresa, la iniciativa fue muy bien recibida por la gente, y al cabo de poco tiempo, en todos los autociclos ondeaba una banderita de colores muy llamativos donde se leían tales lemas y otros como: «No motor, sí ejercicio», «Por un silencio sin humos», «¿Para qué tanta prisa?».

A esa responsabilidad se unió la de colaborar en los preparativos de una manifestación que pretendíamos llevar a cabo ante el Parlamento de Berlín con motivo del 50o aniversario de la proclamación de la todavía vigente Constitución de Weimar. Para ayudar a que el asunto prosperase, tuve que aprovechar todos los momentos de mi tiempo libre, y nuestros días de asueto familiar se convirtieron en días de trabajo «al servicio de la causa», como decía con humor mi buena Konstanze, que también dedicaba a la lucha contra el motor de explosión todas las horas que podía.

A lo largo de este tiempo tuvimos a nuestro favor una suerte que no puedo calificar sino como tenebrosa. En Bremen, uno de aquellos tetraciclos de motor de explosión atropelló a unos escolares, causando la muerte de tres y dejando heridos a otros dos, y en Wedel, con dos días de diferencia, sendas motocicletas arremetieron contra ciclistas —en uno de los casos un joven repartidor de pan que llevaba un ciclocarro, en el otro la anciana conductora de un triciclo— causándoles también la muerte.

Los mortíferos atropellos indignaron a la opinión pública, los periódicos se hicieron eco de los sucesos con editoriales adversos a los nuevos vehículos, y al fin conseguimos una concentración ciclista de inimaginables proporciones, donde la gente se desgañitó mostrando su repulsa contra los vehículos movidos por el motor de explosión.

A partir de entonces, muchos políticos encontraron en la prohibición de los autociclos motorizados un motivo estimulante para sus campañas, y un año después, el gobierno de la república había confiscado los motores y la propia invención. Como en el resto del mundo no había comenzado aún su distribución, todos los países continuaron fieles a los autociclos, a las máquinas de vapor para los ferrocarriles, a los generadores de electricidad movidos por el viento o por el agua, y a la tracción animal en los usos agrícolas y en ciertos aspectos industriales y de movimiento de viajeros.

Sin embargo, hace quince años que, desde el poder público, empezó una política de recuperación de los motores de explosión para determinados usos: primero fueron los ferrocarriles, como alguien había vaticinado, luego los barcos y los dirigibles, por fin la propia producción de energía eléctrica en algunos lugares. Mi hijo Prudenz se especializó en una rama de la ingeniería relacionada con tales motores, a pesar de mi falta de simpatía por la materia.

Ahora, con el argumento de conseguir una mayor rapidez en ciertos aspectos de lo cotidiano, el gobierno proyecta apoyar la fabricación de multiciclos propulsados mediante el motor de explosión, para su uso público en el transporte de viajeros dentro de las grandes ciudades y entre ellas, y acompaña el proyecto con otro de ordenación del tráfico en el que se abre evidentemente la puerta a la presencia cada vez más fuerte de este tipo de vehículos en nuestro mundo.

Yo tengo ochenta años y hace ya muchos que falleció mi buen profesor Faustin Milde. La celebración de aquel triunfo nuestro fue inolvidable, en una reunión de miles de ciclistas cerca de los robledos de Berger, mientras Konstanze y yo nos sentíamos conmovidos y felices por el resultado de nuestros esfuerzos, y el pequeño Prudenz, que entonces empezaba a balbucear sus primeras palabras, mostraba también su alegría por el festejo. Recuerdo el ritmo apacible de la fiesta, el regreso a nuestra casa en tres jornadas.

A pesar de todo, de modo insidioso, esa prisa malévola que al profesor Milde tanto le preocupaba parece estar creciendo, invadiéndonos cada vez más. Y escribo este testimonio para que los jóvenes conozcáis lo que sucedió, y estéis advertidos. Cuando termina el siglo XX, hay que reconocer que los autociclos han conformado y conforman un estilo de vida y de sociedad. Si no estáis dispuestos a perderlo, luchad contra el motor de explosión y los cantos de sirena de la prisa, cada vez más presentes en las palabras de bastantes políticos y en los artículos de ciertos periódicos.