EL AUGE DE LA BOSTA DE VACA - Damon Knight

El coche largo y reluciente frenó con un zumbido de turbinas, levantando una nube de polvo. El cartel sobre el puesto, en el borde de la carretera, decía: Cestos. Curiosidades. Un poco más adelante, otro cartel, sobre un rústico edificio con fachada de vidrio, anunciaba. Cafetería de Crawford. Pruebe Nuestros Churros. Detrás de ese edificio había un pastizal, con un granero y un silo a cierta distancia de la carretera.

Los dos extraterrestres miraron tranquilamente los carteles. Ambos tenían piel lisa y púrpura, y pequeños ojos amarillos. Llevaban trajes grises de tweed. Sus cuerpos tenían forma casi humana, pero no se les podía ver la barbilla, que cubrían con bufandas anaranjadas.
Martha Crawford se apresuró a salir de la casa para atender el puesto de cestos, secándose las manos en el delantal. Detrás apareció Llewellyn Crawford, su marido, masticando palomitas de maíz.
– ¿Señor, señora? – preguntó nerviosamente Martha. Con una mirada le pidió ayuda a Llewellyn, que le palmeó el hombro. Ninguno de ellos había visto jamás a un extraterrestre a tan poca distancia.
Uno de los extraterrestres, al ver a los Crawford detrás del mostrador, bajó despacio del coche. El hombre, o lo que fuera, fumaba un cigarro a través de un agujero en la bufanda.
– Buenos días – saludó la señora Crawford, nerviosa -. ¿Cestos? ¿Curiosidades?
El extraterrestre pestañeó con solemnidad. El resto de su cara no cambió. La bufanda le ocultaba la barbilla y la boca, si las tenía. Algunos decían que los extraterrestres no tenían barbilla, otros que tenían en su sitio algo tan repelente y atroz que ningún ser humano podría soportar el espectáculo. La gente los llamaba «hercus», porque venían de un sitio llamado Zera Herculis.
El hercu miró un rato los cestos y las baratijas que pendían sobre el mostrador, sin dejar de fumar su cigarro. Luego, con voz confusa pero comprensible, dijo:
– ¿Qué es eso?
Señalaba hacia abajo con una mano callosa, de tres dedos.
– ¿El indiecito? – preguntó Martha Crawford, con una voz que terminó en un chillido -. ¿O el calendario de cáscara de abedul?
– No, eso – dijo el hercu, volviendo a señalar hacia abajo. Esta vez los Crawford se asomaron por encima del mostrador y vieron que lo que indicaba era una forma grisácea, chata y redonda que había en el suelo.
– ¿Eso? – preguntó dubitativamente Llewellyn.
– Eso.
Llewellyn Crawford se sonrojó.
– Bueno… eso es una bosta de vaca. Una de las vacas se apartó ayer del rebaño, y debe haber hecho eso ahí sin que yo me diera cuenta.
– ¿Cuánto vale?
Los Crawford miraron al hombre, o lo que fuera, sin comprender.
– ¿Cuánto vale qué? – preguntó al fin Llewellyn.
– ¿Cuánto vale – gruñó el extraterrestre – la bosta de vaca?
Los Crawford se miraron entre sí.
– Yo nunca oí… – comenzó a decir Martha en voz baja, pero su marido la hizo callar.
Llewellyn carraspeó.
– ¿Qué le parece unos diez cen…? Bueno, no quiero engañarlos… ¿Qué le parece veinticinco centavos?
El extraterrestre sacó una enorme bolsa repleta de monedas y dejó veinticinco centavos sobre el mostrador, y le murmuró algo a su compañera.
Esta salió del coche con una caja de porcelana y una pala con mango de oro. Con la pala, la mujer – o lo que fuera – recogió cuidadosamente la bosta y la depositó en la caja.
Ambos extraterrestres entraron luego en su coche y arrancaron con un zumbido de turbinas y una nube de polvo.
Los Crawford vieron cómo se alejaban, luego miraron el brillante cuarto de dólar que había sobre el mostrador. Llewellyn lo recogió y lo hizo saltar en la palma de la mano.
– Bueno… ¿qué te parece? – sonrió.

Toda esa semana las carreteras estuvieron colmadas de extraterrestres con sus largos y relucientes automóviles. Iban a todas partes, lo veían todo, todo lo pagaban con monedas recién acuñadas y con billetes flamantes.
Había gente que hablaba mal del gobierno por haberles permitido entrar, pero beneficiaban el comercio y no causaban ningún problema. Algunos se proclamaban turistas, otros estudiantes de sociología en viaje de estudios.
Llewellyn Crawford fue hasta el pastizal vecino y recogió cuatro bostas para depositarlas cerca del mostrador. Cuando vino el próximo hercu Llewellyn pidió, y obtuvo, un dólar por cada una.
– ¿Pero para qué las quieren? – gemía Martha.
– ¿Qué nos importa? – decía su marido -. ¡Ellos las quieren y nosotros las tenernos! Si vuelve a llamar Ed Lacey, por ese asunto de la hipoteca, dile que no se preocupe.
Despejó el mostrador y exhibió en él la nueva mercadería. Subió el precio a dos dólares, luego a cinco.
Al día siguiente hizo preparar un nuevo cartel: BOSTAS.

Una tarde de otoño, dos años más tarde, Llewellyn Crawford entró en la sala, tiró el sombrero en un rincón y se dejó caer en una silla. Por encima de los anteojos miró el enorme objeto circular – exquisitamente pintado con anillos concéntricos de azul, naranja y amarillo – que había sobre la repisa. Un observador casual podía haberlo considerado una pieza de museo, una genuina bosta de concurso pintada en el planeta Herculis; pero en realidad la había pintado y armado la señora Crawford, siguiendo el ejemplo de muchas damas contemporáneas con pretensiones artísticas.
– ¿Qué te pasa, Lew? – preguntó la señora Crawford con aprensión. Llevaba un nuevo peinado, y lucía un vestido hecho en Nueva York, pero parecía alterada y ansiosa.
– ¡Qué pasa, qué pasa! – gruñó Llewellyn -. Ese viejo Thomas está loco, eso es lo que pasa. ¡Cuatrocientos dólares la cabeza! Ya no puedo comprar vacas a un precio decente.
– Pero Lew, ya tenemos siete rebaños, ¿no es así? Además…
– Necesitamos más para afrontar la demanda, Martha – dijo Llewellyn, incorporándose -. Dios mío, pensé que te darías cuenta. La bosta tipo reina se va a quince dólares, y no tenemos cantidades suficientes, y la emperador a mil quinientos. Si tenemos la suerte…
– Es raro, pero nunca se nos había ocurrido pensar que hubiese tantas clases de bostas – dijo Martha, nostálgicamente -. La emperador… ¿es ésa que tiene la doble espiral?
Llewellyn recogió una revista, con un gruñido.
– Quizá las podamos cambiar un poco v…
Los ojos de Llewellyn se iluminaron.
– ¿Cambiarlas? – exclamó -. No… ya lo intentaron. Lo leí aquí mismo, ayer.
Le mostró un ejemplar de El bostero norteamericano, y comenzó a pasar las satinadas páginas.
– Bostagramas – leyó en voz alta -. Cómo conservar las bostas. La lechería: un provechoso negocio lateral. No. Ah, aquí está. El fracaso de las bostas falsas. Mira, aquí dice que un tipo de Amarillo consiguió una emperador y fabricó un molde de yeso. Después metió en el molde un par de bostas comunes… aquí dice que eran tan perfectas que nadie veía la diferencia. Pero los hercus no las compraron. Ellos se daban cuenta.
Tiró la revista, y se volvió para mirar los establos por la ventana trasera.
– ¡Ahí está otra vez ese idiota en el patio! ¿Por qué no trabaja?
Llewellyn se incorporó, abrió la persiana y gritó:
– ¡Hey, Delbert! ¡Delbert! – y aguardó -. Además es sordo – refunfuñó.
– Le iré a avisar que quieres… – comenzó a decir Martha, quitándose el delantal.
– No, deja… voy yo. Hay que estarles encima todo el tiempo.
Llewellyn salió por la puerta de la cocina y cruzó el patio hasta donde estaba un joven delgaducho, sentado en una carretilla, comiendo lentamente una manzana.
– ¡Delbert! – dijo Llewellyn, exasperado.
– Ah… hola, señor Crawford – dijo el joven, sonriendo y mostrando el hueco de la dentadura. Dio un último mordisco y tiró el hueso de la manzana. Llewellyn lo siguió con la vista. Como le faltaban los dientes de delante, los huesos de manzana que arrojaba Delbert no se parecían a nada de este mundo.
– ¿Por qué no llevas bostas al mostrador? – preguntó Llewellyn -. No te pago para que te sientes en una carretilla, Delbert.
– Llevé algunas esta mañana – dijo el muchacho -. Pero Frank me dijo que las trajera de vuelta.
– ¿Frank qué?
Delbert hizo una seña afirmativa.
– Me dijo que sólo había vendido dos. Pregúntele si miento.
– Ahora mismo – gruñó Llewellyn. Giró sobre los talones, y volvió a cruzar el patio.
En la carretera se había detenido un coche largo, cerca del mostrador, detrás de una destartalada camioneta. Arrancó cuando Llewellyn se acercaba, y en ese momento llegó otro. Cuando Llewellyn estaba llegando al puesto, el extraterrestre regresó a su automóvil, que se alejó en seguida.
Sólo quedaba un cliente, un granjero de largas patillas con camisa a cuadros. Frank, que atendía el mostrador, se apoyaba cómodamente en un codo. A sus espaldas, los exhibidores estaban colmados de bostas.
– Buenos días, Roger – dijo Llewellyn con fingido placer -. ¿Cómo anda tu familia? ¿Qué te vendemos, una linda bosta?
– Bueno, no sé – dijo el hombre de las patillas, frotándose el mentón -. A mi mujer le gustaba ésa – señaló una enorme y simétrica que había en el estante del centro -. Pero a estos precios…
– Más barato no se puede, Roger. Es toda una inversión – dijo enfáticamente Llewellyn – Frank, ¿qué compró ese último hercu?
– Nada – dijo Frank. De la radio que tenía en el bolsillo salía un persistente zumbido musical -. Sacó una foto del puesto y se fue…
– Bueno, ¿y el anterior?
Se oyó un zumbido de turbinas, y un automóvil largo y reluciente frenó a sus espaldas. Llewellyn se volvió. Los tres extraterrestres del coche usaban sombreros rojos de fieltro, cubiertos de cómicos botones, y llevaban insignias de Yale. Tenían los trajes grises de tweed cubiertos de confetti.
Uno de los hercus salió y se acercó al puesto, fumando un cigarro por el agujero de la bufanda anaranjada.
– ¿Sí, señor? – dijo enseguida Llewellyn, uniendo las manos e inclinándose levemente hacia adelante -. ¿Una linda bosta?
El extraterrestre miró los objetos grisáceos que había detrás del mostrador; guiñó los ojos amarillos, e hizo un curioso ruido con la garganta. Tras un instante, Llewellyn decidió que eso era risa.
– ¿Qué hay de gracioso? – preguntó, mientras su propia sonrisa se desvanecía.
– Nada – respondió el extraterrestre -. Me río porque soy feliz. Mañana me voy a casa… nuestro viaje de estudios terminó. ¿Puedo sacarle una foto?
Alzó una pequeña cámara en una garra purpúrea.
– Bueno, creo que… – dijo Llewellyn con voz vacilante -. En fin, ¿dice usted que regresa? ¿Quiere decir que se van todos? ¿Y cuándo volverán por aquí?
– Nunca – respondió el extraterrestre; apretó la cámara, sacó la fotografía, la miró, murmuró algo y la guardó -. Les agradecemos esta interesante experiencia. Adiós.
Dio media vuelta y regresó al coche. El coche se alejó envuelto en una nube de polvo.
– Toda la mañana fue así – dijo Frank -. No compran nada… lo único que hacen es sacar fotos.
Llewellyn comenzaba a ponerse nervioso.
– ¿Crees que lo dijo en serio? ¿Que se van todos?
– Así lo anunció la radio – respondió Frank -. Y Ed Coon volvió de Hortonville, y anduvo por aquí esta mañana. Dijo que no había vendido ni una bosta desde anteayer.
– Bueno, no entiendo – dijo Llewellyn -. No pueden irse así como así… – Le temblaban las manos. Las metió en los bolsillos -. Oye, Roger – le dijo al hombre de las patillas -. ¿Cuánto pagarías por esa bosta?
– Bueno…
– Vale diez dólares, ¿sabes? – dijo Llewellyn, acercándosele. En su voz había ahora solemnidad -. Es una bosta de primera, Roger.
– Lo sé, pero…
– ¿Qué te parece siete y medio?
– En fin, no sé. Podría pagarte… digamos cinco dólares.
– Vendida. Envuélvesela, Frank.
Miró cómo el hombre de las patillas se llevaba su trofeo a la camioneta.
– Rebájalas, Frank – dijo con voz débil -. Saca lo que puedas.

El trajín del largo día casi había terminado. Abrazados, Llewellyn y Martha Crawford miraban cómo los últimos clientes se alejaban del puesto de bostas. Frank limpiaba los estantes. Delbert, reclinado contra el mostrador, comía una manzana.
– Es el fin del mundo, Martha – dijo Llewellyn, agobiado, con lágrimas en los ojos -. ¡Bostas de la mejor calidad vendidas por miserables centavos!
Las luces de un automóvil largo y chato perforaron la penumbra. Se detuvo junto al puesto: dentro se veían dos criaturas verdes con impermeables; por los agujeros de los sombreros chatos y azules les sobresalían unas plumíferas antenas. Una de ellas descendió y se acercó al puesto, con movimientos extraños y acelerados. Delbert, boquiabierto, dejó caer el hueso de la manzana.
– ¡Serpos! – susurró Frank, inclinándose hacia Llewellyn -. Escuché en la radio que. habían llegado. La radio dijo que eran de Gamma Serpentis.
La criatura verde examinaba los estantes a medio vaciar. Unos párpados callosos se movían sobre pequeños ojos brillantes.
– ¿Bostas, señor… señora? – preguntó nerviosamente Llewellyn -. Ya no nos quedan muchas, pero…
– ¿Qué es eso? – preguntó el serpo en un susurro señalando hacia el suelo con una garra.
Los Crawford miraron. EL serpo señalaba una cosa amorfa y nudosa tirada junto a la bota de Delbert.
– ¿Eso? – preguntó Delbert, empezando a revivir -. Eso es un hueso de manzana. – Miró a Llewellyn, y una luz de inteligencia pareció avivarle los ojos -. Renuncio, señor Crawford – dijo, pronunciando las palabras con claridad, y luego se volvió hacia el extraterrestre -. Es un hueso de manzana Delbert Smith – aclaró.
Llewellyn, estupefacto, vio como el serpo sacaba una billetera y daba un paso adelante. El dinero cambió de manos. Delbert tomó otra manzana y empezó, con todo entusiasmo, a trabajarla.
– Oye, Delbert – dijo Llewellyn, apartándose de Martha; le temblaba la voz, se aclaró la garganta -. Me parece que tenemos aquí un buen negocio. Si fueras listo alquilarías este puesto…
– No, señor Crawford – dijo Delbert con indiferencia, con la boca llena de manzana -. Imagínese: me voy a lo de mi tío, que tiene un huerto…
El serpo miraba y daba vueltas al hueso de manzana y emitía pequeños chillidos de admiración.
– Usted sabe, hay que estar cerca de la fuente de abastecimiento – dijo Delbert, meneando sabiamente la cabeza.
Llewellyn sintió que le tiraban de la manga. Se giró: era Ed Lacey, el banquero.
– ¿Qué pasa, Lew? Estuve tratando de hablar contigo toda la tarde, pero tu teléfono no contestaba. Es por ese asunto de tu garantía sobre los préstamos…

 

 

Damon Knight