AMANECIDA - Robert Bloch


En el cielo silbaron las cabezas de torpedo cargadas de explosivos, y el fragor de su paso hizo temblar a la montaña.

En las profundidades de su abovedado santuario, el hombre permanecía sentado, deifico e inescrutable, enterado de todo lo que estaba sucediendo. No tenía necesidad de salir de su refugio para contemplar el cielo.
Sabía lo que estaba sucediendo: lo había sabido desde aquella noche en que el sol parpadeó y se apagó. Un anunciante, embutido en la bata blanca símbolo de las artes curativas, había estado emitiendo un importante mensaje acerca del laxante más popular del mundo: el que la mayoría de la gente prefería, el que cuatro de cada cinco médicos usaban personalmente. En medio de su elogio de aquel nuevo y sorprendente descubrimiento, había hecho una pausa para advertir al auditorio que se dispusiera a escuchar un boletín especial.
Pero el boletín no llegó; un momento después, la pantalla ennegreció y rugió el trueno.
Durante toda la noche, la montaña tembló, y el hombre sentado tembló también; no por miedo al futuro, sino por miedo al presente. Había esperado aquello, por ese motivo se encontraba allí. Otros habían hablado del asunto durante años. Habían circulado rumores, advertencias solemnes y comentarios en las tabernas. Pero los que esparcían rumores, y los que hacían advertencias, y los que comentaban en los bares, no habían hecho ningún movimiento. Se habían quedado en la ciudad y sólo él había huido.
Algunos de ellos lo sabían, se habían quedado para aceptar el inevitable final del mejor modo posible, y él los admiraba por su valor. Otro habían tratado de ignorar el futuro, y él los detestaba por su ceguera. Y a todos compadecía.
Había comprobado, hacía mucho tiempo, que el valor no era suficiente, y que la ignorancia no representaba la salvación. Las palabras prudentes y las palabras estúpidas son idénticas en un sentido: no detienen la tormenta. Y cuando la tormenta se acerca, lo mejor es huir.
Él se había preparado aquel refugio montañoso, a mucha altura sobre la ciudad, y estaba a salvo, y estaría a salvo durante los años siguientes. Otros hombres de igual riqueza podían haber hecho lo mismo, pero fueron demasiado listos o demasiado estúpidos para enfrentarse con la realidad. De modo que mientras ellos esparcían sus rumores y pronunciaban sus advertencias y hacían sus comentarios, él se había construido su refugio; revestido de plomo, y aprovisionado de todo lo que podía necesitar durante muchos años, incluida una generosa provisión del laxante más popular del mundo.
Por fin llegó el alba y los ecos del trueno se apagaron, y el hombre se dirigió a un refugio especial, desde el cual podía enfocar su telescopio sobre la ciudad. Miró y remiró, pero allí no había nada que ver: nada, sino nubes en remolino que giraban cubriendo, con su negrura, el inflamado horizonte.
Se convenció de que tenía que bajar a la ciudad si quería ver, y efectuó los adecuados preparativos.
En primer lugar, un traje especial fabricado a base de tela aislante y láminas de plomo, difícil y costoso de obtener. El traje era un alto secreto; del tipo que sólo poseían los generales del Pentágono. No podían procurárselos a sus esposas, y tenían que robarlos para sus amantes. Pero él tenía uno. Y se lo puso.
Una plataforma móvil le ayudó a descender hasta la base de la montaña, donde había un automóvil esperándole. Lo puso en marcha, las puertas se cerraron automáticamente detrás de él, y emprendió el camino hacia la ciudad. A través de la mirilla de su casco aislante contempló la niebla amarilla, y condujo lentamente, a pesar de que no encontró ningún tránsito ninguna señal de vida.
Al cabo de un rato la niebla desapareció y pudo contemplar el paisaje rural. Árboles amarillos y hierba amarilla silueteándose contra un cielo amarillo en el cual grandes nubes negras giraban y giraban.
Un cuadro de Van Gogh, se dijo a sí mismo, sabiendo que era una mentira. Ya que ninguna mano de artista había destrozado los cristales de las granjas, arrancando la pintura de las paredes de los graneros ni estrujado el cálido aliento de los rebaños que pacían en los campos, dejándolos en pie, helados, muertos.
Condujo a lo largo de la ancha carretera que desembocaba en la ciudad; una carretera que habitualmente hervía de objetos multicolores, que eran vehículos a motor. Pero no había ningún automóvil en toda la longitud de la arteria.
No los vio hasta que se acercó a los suburbios. Al doblar una curva, estuvo a punto de chocar contra varios de ellos. Y le invadió el pánico y se detuvo.
La carretera, ante él, aparecía llena de automóviles hasta donde alcanzaba la vista: una masa sólida, guardabarros contra guardabarros, dispuesta a avanzar hacia él con chirriantes ruedas.
Pero las ruedas no giraban.
Los automóviles estaban muertos. Toda la carretera era un cementerio de automóviles. El hombre cruzó el lugar a pie, inclinándose reverentemente ante los cadáveres de los Cadillac, los cadáveres de los Chevrolet, los cadáveres de los Buicks. Delante de sus ojos tenía la evidencia de unas muertes violentas; los cristales destrozados, los guardabarros aplastados, retorcidos.
Las señales de la lucha eran lastimosas de ver; aquí había un diminuto Volkswagen, aplastado entre dos poderosos Lincolns; allí, un MG había muerto debajo de las ruedas de un impresionante camión. Pero ahora todo estaba inmóvil. Los Dodges, y los Hornets, y los Ramblers...
Resultaba duro para él comprobar la tragedia que había sorprendido a las personas que iban en el interior de aquellos vehículos: también estaban muertas, desde luego, pero su fallecimiento no era tan impresionante. Tal vez su pensamiento había sido afectado por la actitud de la época, en la cual un hombre tendía a ser cada vez menos identificado como un individuo, y cada vez más considerado de acuerdo con la valoración simbólica del automóvil que conducía. Cuando un desconocido conducía por la calle, rara vez se pensaba en él como en una persona; la inmediata reacción era: "Ahí va un Ford... ahí va un Pontiac... ahí va un Jaguar descapotable". Y los hombres se jactaban de sus automóviles, en vez de hacerlo de sus cualidades personales. De modo que, en cierto sentido, la muerte de los automóviles era más importante que la muerte de sus propietarios. No parecía que los seres humanos hubieran muerto en un frenético esfuerzo por huir de la ciudad; eran los automóviles los que habían efectuado un esfuerzo final para escapar, y habían fracasado.
Continuó andando por la carretera hasta que llegó a las primeras filas de los suburbios. Allí, las huellas de la destrucción eran más evidentes. Las explosiones habían hecho su efecto.. En el campo, la pintura había sido arrancada de las paredes, pero en los suburbios las paredes habían sido arrancadas de los edificios. No todas las viviendas estaban derruidas. Había muchas casa en pie, pero en su interior no se apreciaba la menor señal de vida. Los aparatos de radio y televisión estaban muertos.
Vio entorpecido su avance por montones de escombros. Al parecer, una de aquellas explosiones había afectado a aquella zona de un modo directo; su camino estaba bloqueado por un montón de los heterogéneos restos de Exurbia.
Pasó por encima o dio un rodeo alrededor de Cajas de Kleenex, cabezas artificiales que habían colgado de los escaparates de las tiendas, artículos para automóviles, arrugadas listas de compra y garabateadas notas de citas con el psiquiatra.
Se detuvo ante unos Grandes Almacenes, y sus pies se enredaron con los camisones de nylon, cajas de supositorios desodorantes y un montón de discos de Harry Belafonte.
Le resultaba difícil de avanzar con normalidad, ya que las calles estaban llenas de vehículos destrozados y las aceras aparecían bloqueadas por los trozos o las fachadas enteras de los edificios. Estructuras enteras habían sido arrancadas de cuajo, y, en algunas casas, había quedado al descubierto el interior de las habitaciones. Aparentemente, la explosión se había producido de un modo repentino, sin previo aviso, ya que había pocos cadáveres en las calles y los que se encontraban en el interior en el interior de los inmuebles indicaban que habían encontrado la muerte mientras desempeñaban sus ocupaciones habituales.
Continuó andando, y evitó deliberadamente mirar los cadáveres. Pero no podía evitar verlos, y con la costumbre la repugnancia se convirtió en simple aprensión. Que luego dejó paso a la curiosidad.
Al pasar por delante del patio de recreo de una escuela, se alegró de que el final se hubiera producido sin violencia. Probablemente, una ola de gas paralizante se había extendido a través de toda aquella zona.
El centro de la ciudad era un amasa de obra de albañilería, formando caprichosas figuras, como diseñadas por un arquitecto demente. Aquí y allí había diminutos capullos de llama brotando de los intersticios de enormes nubes.
El hombre vaciló, preguntándose si sería conveniente aventurarse más allá. Entonces vio la colina que servía de fondo a la ciudad, y la imponente estructura que era el nuevo Edificio Federal. Estaba allí, milagrosamente intacto, y a través de la niebla el hombre pudo ver la bandera que ondeaba todavía en su tejado. Allí podía haber aún vida, y el hombre sabía que no quedaría satisfecho si no lo comprobaba.
Pero, antes de alcanzar su objetivo, encontró otras pruebas de existencia. Mientras se movía entre los escombros se dio cuenta de que no estaba sólo en aquel caos central.
Dondequiera que las llamas ardían y parpadeaban, había figuras furtivas moviéndose cerca del fuego. Para espanto suyo, se dio cuenta de que estaban avivando los incendios; quemando barricadas que no podían ser apartadas de otro modo, para poder entrar a saquear en las tiendas. Algunos de los saqueadores estaban silenciosos y avergonzados, otros se mostraban petulantes; todos estaban condenados a muerte, definitivamente desahuciados.
El saber esto impidió al hombre intervenir. Que robaran y saquearan a su antojo; dentro de unas cuantas horas, o de unos cuantos días, la radiación produciría su inevitable final.
Nadie se interpuso en su paso. Tal vez el casco y el traje protectores parecían un uniforme oficial. Continuó andando y vio:
En el interior de una tienda de bebidas, un hombre descalzo, que llevaba un abrigo de visón, entregando botellas a una brigada formada por cuatro chiquillos...
Una anciana de pie junto a la derruida caja fuerte de un Banco, metiendo fajos de billetes en un saco. En un rincón yacía el cadáver de una mujer de pelo blanco, abrazada a un montón de monedas...
Un soldado y una mujer con el brazalete de la Cruz Roja, transportando una camilla hacia la bloqueada entrada de una iglesia parcialmente derruida. Imposibilitados de entrar, el soldado dio un puntapié a una de las ventanas laterales y por ella introdujeron la camilla...
Una mujer con el rostro de una modelo de Vogue, tendida en la calle. Al parecer, había sido sorprendida por la explosión mientras respondía a la llamada del deber, ya que una mano delgada, aristocrática, agarraba todavía el cordón de su caja de sombreros...
Un hombre delgado, saliendo de la tienda de un prestamista y cargado con una enorme tuba. Desapareció momentáneamente en una carnicería y volvió a salir, con la trompa de su tuba llena de salchichas...
Unos estudios de radio, casi destruidos, con su sala de sonido decorada con los carteles de las quince variedades distintas de los Cigarrillos Preferidos por los Norteamericanos, y de las veinte marcas de la Cerveza Preferida por los Norteamericanos...
Una mujer sentada en la calle, llorando sobre el cadáver de un gatito...
Un autobús aplastado contra un pared; los pasajeros empujándose para salir, incluso en el rigor mortis...
Los cuartos traseros de un león de piedra delante de lo que había sido la Biblioteca Pública; en la escalinata de la entrada, el cadáver de una anciana cuya bolsa de la compra se había desparramado por el suelo, junto a ella: dos novelas policíacas, un ejemplar de Peyton Place, y el último número del Reader’s Digest...
Un chiquillo que empuñaba una pistola de juguete y disparaba contra su hermanita, gritando: "¡Bang! ¡Estás muerta!"
(Y lo estaba).
El hombre andaba lentamente ahora, entorpecido por obstáculos materiales y espirituales. Se acercó al edificio de la colina dando un rodeo; evitando la repugnancia, la curiosidad morbosa, la piedad inútil, el horror indescriptible...
Sabía que había otros hombres allí, en el corazón de la ciudad, algunos entregados a actos de misericordia, otros a heroicos actos de pillaje. Pero él los ignoraba a todos, ya que todos estaban muertos. La misericordia carecía ya de significado, y no había posibilidad de rescate de las radiaciones. Algunos de los que pasaban junto a él le llamaban; pero él continuaba su camino haciendo oídos sordos, sabiendo que sus palabras eran simples estertores de moribundos.
Pero, de pronto, mientras trepaba por la ladera de la colina, notó que estaba llorando. Las lágrimas, cálidas y salobres, descendieron por sus mejillas y empañaron la superficie interior de su casco, de modo que ya no pudo ver nada con claridad. Y así fue como salió del círculo interior; del círculo interior de la ciudad, el círculo interior del infierno de Dante.
Sus lágrimas cesaron de fluir y su visión se aclaró. Delante de él se erguía la impresionante mole del Edificio Federal, intacto... o casi.
A medida que se acercaba a la enorme escalinata principal observó que había evidentes señales de cuarteamiento y de corrosión sobre la superficie de la estructura. La explosión sólo había dañado directamente a las esculturas que adornaban el gran arco que daba acceso al edificio; las estatuas simbólicas habían sido arrancadas de sus pedestales y estaban en el suelo, destrozadas. El hombre las contempló con cierto asombro.
Luego penetró en el interior del edificio. Los centinelas continuaban montando guardia, pero ninguno de ellos le impidió el paso, probablemente porque llevaba un traje protector todavía más complicado e impresionante que los suyos.
En el interior del edificio, un pequeño ejército de funcionarios de poca categoría y de oficiales de alta graduación hormigueaba por los pasillos, subía y bajaba las escaleras. No había ascensores, desde luego: habían cesado de funcionar cuando se cortó la corriente eléctrica. Pero el hombre podía subir a pie.
Sentía deseos de subir, ya que para eso había ido allí. Deseaba contemplar la ciudad desde las alturas del edificio. Embutido en su traje protector, parecía un autómata, y como un autómata subió escalera tras escalera hasta que llegó al piso más alto.
Pero allí no había ventanas, únicamente oficinas rodeadas de paredes. Avanzó por un largo pasillo hasta llegar al final. Allí se abría un gran cubículo cuadrado iluminado por la claridad que penetraba a través de la pared de cristal del fondo.
Un hombre estaba sentado ante un escritorio, empuñando un receptor telefónico y maldiciendo en voz baja. Miró con curiosidad al intruso, observó el uniforme aislante, y volvió a sus maldiciones.
De modo que era posible acercarse a la pared del fondo y contemplar la gran ciudad. Mejor dicho, el enorme cráter donde se había asentado la gran ciudad.
La noche se mezclaba con el apagado resplandor del horizonte, pero allí no había oscuridad. Las pequeñas bombas incendiarias habían ido extendiendo el fuego, al parecer empujado por el viento, y ahora el hombre contemplaba un inmenso océano de llamas. Todo estaba envuelto en unas inmensas olas rojizas. Mientras contemplaba aquel espectáculo, las lágrimas acudieron de nuevo a sus ojos, aunque sabía que no habría lágrimas suficientes para apagar aquellos incendios.
Se volvió hacia el hombre sentado ante el escritorio, notando por primera vez que llevaba uno de os uniformes reservados para los generales.
Por lo tanto, debía ser el comandante en jefe. Sí, ahora estaba seguro de ello ya que, alrededor del escritorio, el suelo estaba inundado de papeles. Tal vez eran mapas anticuados, tal vez eran tratados anticuados. Poco importaba ya lo que pudieran ser.
Detrás del escritorio, colgado de la pared, había otro mapa, y este importaba mucho. Estaba literalmente cubierto de banderitas negras y rojas, y al hombre le costó muy poco descifrar su significado. Las banderitas rojas significaban destrucción, ya que una de ellas se encontraba clavada sobre el nombre de aquella ciudad. Y había una sobre Nueva York, una sobre Chicago, Detroit, Los Angeles... sobre todos y cada uno de los centros importantes.
Miró al general, y finalmente fluyeron las palabras.
—Debe ser terrible.
—Sí, terrible —dijo el general.
—Millones y millones de muertos.
—Muertos.
—Las ciudades destruidas, el aire envenenado, y ninguna posibilidad de escape. Ninguna posibilidad de escape a ninguna parte del mundo.
—Ninguna posibilidad.
El hombre se volvió hacia la ventana y contempló el Infierno una vez más. Pensando: Este es el fin del mundo.
Miró de nuevo al general, y suspiró.
—Pensar que hemos sido derrotados —susurró.
El resplandor rojo creció, y a su luz vio el rostro del general, exultante de alegría.
—¿Qué está diciendo, hombre? —dijo orgullosamente el general, mientras las llamas crecían y crecían—. ¡Hemos ganado!.