PUNTO FINAL - Gérard Klein

Esperaba, al extremo del corredor, con la nariz y las manos aplastadas contra el enorme cristal de cuarzo que intentaba filtrar el torrente negro del vacío. Esperaba, de pie, con los ojos desmesuradamente abiertos como un vigía de los antiguos tiempos sobre un buque de madera, y sus miradas abandonaban sin cesar las estrellas, rompían cordámenes de luz y descubrían nuevos sistemas perdidos con él, con la destelleante nave, el zumbido de millares de motores adormecidos, el olvido de los gestos repetidos y los suspiros de los hombres que añoraban la Tierra, en el océano sin bordes ni fin, con únicamente parpadeantes islas como pasteles de aniversario.

—Díganme, ¿han visto? Las estrellas se apagan.

Era cierto. Y después. Diez años, veinte años en el espacio, en busca de nuevos mundos, a la velocidad en que la luz de

los sistemas conocidos se pierde en un agujero negro, tras las toberas. Y las estrellas que se deslizan de un cuadrante a otro del enrejado grabado sobre el cristal de cuarzo.

—Las estrellas se apagan.

No solamente las estrellas. Las lámparas descendían también en intensidad, y los colores. Incluso el negro del vacío.

Pensaba en un verano en la Tierra, en una tarde de verano, a la hora en que todos los colores se vuelven grises y se funden y uno no sabe si va a despertarse muy pronto.

—Es cierto. Miren. Las estrellas empalidecen.

—No se inquieten, muchachos. Estamos en una nube. Nada más.

—¿Creen que alcanzaremos jamás las estrellas nuevas, si se apagan?

—No lo dudes. Siempre habrá demasiadas. Y otros cielos, y otras estrellas. Mundos desconocidos en profusión. Y pensar que hay quienes buscan perlas finas en las profundidades del mar... Escucha, incluso si nos quedamos allá abajo, nuestros hijos o los hijos de nuestros hijos irán hacia la oscuridad, hacia las regiones del cielo donde brillan otras constelaciones. Es imposible impedirlo.

Y viajarían, durante diez años, veinte años, en el espacio.

—No. Ya basta. De todos modos, no me quedaré en las estrellas. Volveré después a la Tierra. Continuad si el corazón os lo dicta, pero mis hijos vivirán en la Tierra.

—Todo el mundo dice eso. Siempre, y luego, cuando uno se siente hastiado en la Tierra, comienza a arrastrar sus botas al lado de los cohetes y a empinarse tras las alambradas cuando una nave se eleva escupiendo fuego, y a patalear, e imaginarse atado y aplastado en una silla, y de repente, crac, uno se encuentra en una nave, contento de volver a ver las mismas viejas estrellas.

Había la ventanilla de cuarzo, las líneas grabadas, las estrellas más pálidas y el vacío que vacilaba aún en ennegrecer, o en cambiar, y más allá el vacío, y mundos, pero ninguna nave.

Pero las habría, y tan lejos que los hombres, de un extremo a otro de su mancha de aceite, no volverían a encontrarse y se olvidarían, y continuarían sin saber, como pulgas insaciables saltando de una estrella a otra, y extendiéndose de galaxia en galaxia, sin poder volverse, hasta que no hubiera más que un hombre por planeta, después por sistema.

La nave practicaba el cabotaje entre las estrellas. Pero aquellos que eran lo bastante jóvenes como para atreverse a soñar con volver a ver la Tierra eran poco numerosos.

—Nunca he oído decir que todas las estrellas puedan palidecer. Jamás, ¿oís? Quizá lleguemos al extremo del universo.

Pero nadie le creía. Habría más hombres y más mundos. Sin límites posible.

Los detectores hundían sus largos tentáculos invisibles en el espacio. Las líneas trazadas en el cuarzo convergían en el vacío en pequeños cubos regulares. Los analizadores canturreaban:

—No hay nube de polvo. No hay nube. Causa desconocida. Causa desconocida.

El capitán no veía el vacío. No veía más que el montón de plaquitas metálicas, de gráficos, de ecuaciones psicológicas, y los paneles de cuadrantes.

—Me pregunto si es esto lo que atrae a la gente hacia el vacío —dijo—. Nada de polvo. Nada de polvo.

Se levantó, abrió la puerta, y remontó el corredor hasta la larga hendidura de vacío que se abría en la nave. Sus botas resonaban blandamente. Pero no le prestó atención.

—¿Las estrellas se apagan? —preguntó.

—Oh —hizo el hombre de guardia. El capitán era transparente. Veía a través del capitán la pared de la nave y, más allá, las cabinas, y después el vacío y las moribundas estrellas.

—¿Estoy soñando? —dijo el capitán. El hombre de guardia no era más que un fantasma.

Y vieron entre la bruma de los tabiques a los demás intranquilizarse, ir y venir, pero sin prisa, sin hacer sonar las puertas a causa de los cierres estancos, sin correr a causa de la pesantez, y sin tener miedo a causa del largo hábito y de los viejos reflejos que habían patinado y alisado las paredes de los aparatos y de las almas.

—No volveremos a ver la Tierra.

—No —dijo el capitán—. La Tierra ya no existe. Y nunca más habrá nuevas estrellas. Y nunca más nuevas naves.

Los olores se desvanecieron primero. Olor a ozono, olor a caucho, olor de pieles limpias y de sudor sano, de aire purificado, olor de vainilla de las materias plásticas. Después los sonidos. Después la nave se difuminó sin crujidos, se disolvió con la suavidad de un terrón de azúcar minuciosamente lamido.

Giraron durante un corto tiempo en el espacio, después se fundieron a su vez, como estatuas de azúcar, muy lentamente en el agua negra del vacío.

Y alguien sopló, una a una, todas las velas de los espléndidos pasteles de aniversario del Universo, más y más profundamente, en el cielo, hasta el sol y la Tierra.

Puso punto final a su historia, se levantó, descendió la escalera, se detuvo un instante en el último peldaño para que los granos de arena dejaran de crujir, un segundo, bajo su pie.

Flotaba, por encima de las baldosas rojas del corredor, un olor y una tibieza de desierto tal y como se ve en los sueños. Se sentía vacío, seco y ligero como el cartón de un cohete quemado. No estaba seguro de saber por qué continuaba. Normalmente, hubiera debido caer y desaparecer.

Olvidó la imagen del desierto, posó su mano sobre el pestillo frío, abrió la puerta, hizo estallar en, el interior de la inquieta casa el cielo, el sol, el exuberante reflejo de la hierba, de las hojas y de los blancos guijarros, y las pequeñas llamas regulares y redondas de los geranios.

Había un cojincillo de césped entre las geométricas losas del jardín. Dio dos pasos, lanzó un grito y dejó libres una multitud de moscas zumbantes y doradas que se abatieron por un segundo en su cabeza, colocó con circunspección y delectación sus dos pies en el espeso césped, y de pronto, en un instante, la hierba y las losas parecieron difuminarse, sumergirse en bloques de bruma, y olvidar su confortable fieltro de polvo seco.

Los muros vacilaron y se hundieron en resplandores brillantes y frágiles. Se hundieron muy suavemente en la nada.

Los ruidos se detuvieron. Los discos, las lámparas de los receptores, los labios que habían roto, laminado, fragmentado el silencio, ascendían en largos penachos de humo, muy rectos, muy puros. Ni un grito. Una gran paz, y el cuchicheo de preguntas sorprendidas.

Todo se marchaba, los postigos de las ventanas y después las ventanas, las piedras de las escalinatas, las huellas de neumáticos y los coches, las llamadas que se asfixiaban en un blando chapoteo, los brillos.

Todo se disolvía, los dorados frutos que jamás madurarían, las tejas en equilibrio en lo alto de las paredes de ladrillo, y el libro que había dejado sobre el banco, por la mañana, y cuyos caracteres danzaban como copos grises y emprendían el vuelo en cenizas invisibles como se pierde un perfume en un viento ligero.

Los techos lanzaron un último estallido rojo, entrechocaron, se deslizaron y se fundieron. ¿Habían gritado o gemido? Nada. Solamente, tras los muros, muebles irreales que descendían, lentamente, a través de los pisos vaporosos donde se deshilachaban sin moverse, con su sutil carga de bibelots, de colores, de vajilla y de ropa interior que temblaban como el aire calentado y que se reabsorbía en el espacio en pequeños braseros moribundos y apenas luminosos.

Se inclinó y tomó una piedra. Pero se deslizó entre las junturas de sus dedos, en finos chorrillos de gas, interminablemente, y no tocó jamás el suelo.

Todo terminaba. Los guijarros se volvían cada vez menos y menos verdaderos, las hojas enmascaraban aún un poco con su algodonoso verde los fantasmas de los árboles.

Los hombres se evaporaban en humaredas, al azar.

Empezó a caer nieve de niños.

—¿Qué es lo que pasa? ¿Una bomba? De todos modos han tenido éxito con sus condenadas experiencias. Esto se ha terminado, ¿eh?, se ha terminado.

No sufría. Ni siquiera sentía miedo. Volvió lentamente la cabeza hacia aquel que acababa de hablar, como si temiera romperse y escapar, él también, en fragmentos más y más pequeños, más y más dispersos. El otro tampoco estaba inquieto. Simplemente quería saber.

—Esto debía ocurrir, ¿eh?, esto debía ocurrir.

—Pues sí, ha ocurrido.

No sabía lo que había ocurrido. Buscaba en el fantástico amontonamiento de formas desapareciendo, que se consumían tan suavemente, tan claramente y tan totalmente como ardientes montañas de diamante.

—Quizá aún podamos huir.

—No. En todas partes ocurre lo mismo.

Reflexionaron.

No sentían realmente deseos de partir, sus pasados se había apilado alrededor de sus piernas en montones de polvo gris, y ya no recordaban nada, pero no llegaban a concebirse sin futuro.

—Actuar... sin salida... —pensaban.

La calle estaba dispuesta, se deslizaba sin ruido entre las aceras y conducía más allá de la plaza. Serpenteaba por allá donde se habían perdido ya los reverberos y las grandes fachadas planas. No había más que un desierto a ambos lados de la carretera, y un viento tímido removía la arena de las dunas.

En alguna parte en la rojiza niebla de su cerebro, germinaba una idea. Se preguntaba por qué todo terminaba así, incluso el sol, que adivinaba de cristal puro y desaparecía en el espacio, incluso las estrellas, incluso el vacío, sin contrastes. Todos los decorados que ardían, se fundían en mezcolanza y se sobreimprimían.

Hubiera deseado un prodigioso fuego de artificio. Se sintió frustrado. La idea se desarrolló, aumentó de tamaño. Lo único que tomaba afianzamiento en él...

—Sé lo que ha pasado.

Por todas partes caían esferas azules, esferas verdes, esferas rosas, y cuando le tocaban, estallaban sin ruido. Después los sueños de los hombres se fueron, hadas, dragones, viajes, muñecas maravillosas, montones de oro y de pedrería, una pieza teatral, y, algunas veces, hojas de libros jamás escritos. Había palacios, un cielo de los mares del sur, un patinete eléctrico, proclamas.

—Ah —dijo el otro. Aquello no le interesaba en absoluto. Acababa de comprender que todo estaba consumado. No sentía el secreto deseo de encontrar la solución.

—Es extraño que nadie se haya dado cuenta antes. Había un paralelismo tal entre esto y lo que hacíamos. El ha puesto Simplemente el punto final. Como yo. Como todas las demás pobres imágenes.

Mientras hablaba se desprendían de sus mejillas burbujas de jabón. Reía porque, en el fondo, aquello tenía la comicidad del más extraño de los sueños y, como un sueño, era sin alcance, ilusorio. Ni siquiera había la muerte de la humanidad que pudiera ensombrecer el delicado humor de aquel fin.

—Espere. ¿Quién ha puesto el punto? ¿Qué punto final? No comprendo.

—No sé quien. Alguien que acaba de terminar la historia del hombre y muchas otras historias, tal vez, que se terminan en otras regiones del espacio, y que jamás hemos conseguido descubrir. Y tal vez va a comenzar otras historias. Pero, con nosotros, ha terminado. Lo que sería extraordinario sería que nosotros continuáramos. ¿Acaso se ha visto esto nunca?

—Qué cochino... Hubiera podido preverlo. Hay montones de cosas que yo hubiera podido hacer aún. Ahora... Buenas tardes... No sentía verdadero odio. Estaba irritado porque juzgaba que hubieran podido muy bien continuar, antes que ahogarse allá y deslizarse en un océano sin fondo.

Nunca más las creaciones de los hombres y los castillos de arena de los niños, nunca más las casas apacibles y las plantas que se observan crecer en las horas vacías, y los cohetes ardientes y pesados que el cielo rodea con un halo de fuego.

Nunca más los hombres.

—¿Es que alguna vez ha pensado usted en la suerte de los héroes de un libro cuando el libro ha terminado?

Estaban casi solos. Ignoraban dónde se encontraban, pero debía de ser en un universo tan tenue que apenas podría existir durante algunos segundos más aún.

—Me pregunto si contaba nuestra historia, o si la soñaba, o si la escribía. Qué riqueza de imaginación, y qué precisa. Qué genio creador, incluso en los menores detalles. Tal vez hubiera podido de todos modos imaginar un argumento que nos fuera más favorable, a lo largo del tiempo.

Flotaban, ellos solos, los últimos, quizá porque pensaban intensamente.

—Nuestra desgracia es no haber acordado nuestro fin con el de la historia. Aunque no es demasiado grave.

—¿Pero quién es? —suplicó la sombra del otro.

La idea se extendía y crecía, con pequeñas ramificaciones de sueño y de razón que se hinchaban y se entrecruzaban. Contenía ya una vaga noción de la respuesta.

—Tal vez continúe nuestra historia. Dentro de algún tiempo. Quizá le quiera dar una continuación. ¿Puede ser que ya nos haya ocurrido esto? ¿No lo recuerda?

Una pausa.

—Creo que veo qué clase de ser es... Y si él, a su vez, fuera soñado, y así vez, y otra, hasta el infinito.

Sus dos penachos de bruma eran casi blancos. Se condensaron primero en manchas muy pálidas, alargadas. Se les hacía cada vez más difícil respirar. Y moverse,

—Adiós.

—Hasta la vista.

Una de las manchas se agitó un poco porque quería decir aún alguna cosa. Pero ya no había ni sonido ni olor.

Ni espacio. Un punto. Luego nada.



Gérard Klein