En diferentes lugares se enterraron «cunas». No eran mucho más que eso; el espacio suficiente para una persona y el equipo necesario para mantenerla viva. Se prepararon cientos de ellas. En profundas minas abandonadas, en el fondo del mar, en auténticas lagunas de hormigón antinuclear. Era imposible que sobrevivieran todos. Con mucha suerte un cinco por ciento no sería destruido por las explosiones o por la posible rotura del aislamiento por causas naturales.
LOS HEREDEROS - Juan Manuel Sánchez Villoldo
Quince mil años. Ese fue el tiempo que se decidió tardaría el planeta en eliminar la radiación derivada de aquella contundente guerra nuclear.
En diferentes lugares se enterraron «cunas». No eran mucho más que eso; el espacio suficiente para una persona y el equipo necesario para mantenerla viva. Se prepararon cientos de ellas. En profundas minas abandonadas, en el fondo del mar, en auténticas lagunas de hormigón antinuclear. Era imposible que sobrevivieran todos. Con mucha suerte un cinco por ciento no sería destruido por las explosiones o por la posible rotura del aislamiento por causas naturales.
En diferentes lugares se enterraron «cunas». No eran mucho más que eso; el espacio suficiente para una persona y el equipo necesario para mantenerla viva. Se prepararon cientos de ellas. En profundas minas abandonadas, en el fondo del mar, en auténticas lagunas de hormigón antinuclear. Era imposible que sobrevivieran todos. Con mucha suerte un cinco por ciento no sería destruido por las explosiones o por la posible rotura del aislamiento por causas naturales.
María abrió los ojos. Se sentía muy pesada, pero fue
capaz de recordar el protocolo. Miró el medidor prendido a su solapa.
Había absorbido demasiada radiación: no sobreviviría más de unos
minutos.
Recordó la última conversación con Víctor, un
compañero, antes de entrar en aquel largo sueño. Ella le preguntó qué
encontrarían los supervivientes. «Cucarachas», había sido la lacónica
respuesta.
Algo estaba golpeando su puerta. Alguien intentaba
entrar. El sonido de las herramientas sobre el acero dio paso a un
silbido indicando que el sello sagrado había sido roto.
Se acomodó para ver quién entraba.
Víctor tenía razón.
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