EL HOMBRE DE LAS FIESTAS - Richard Matheson

—Llegarás tarde —dijo ella.

Él se recostó cansinamente en su silla.

—Lo sé —contestó.

Estaban desayunando en la cocina. David no había comido mucho. Sobre todo, había bebido café y había mirado el mantel. Lo atravesaban finas líneas que parecían carreteras que se entrecruzaran.

—¿Y bien? —dijo ella.

Él se estremeció y apartó los ojos del mantel.

—Sí —dijo—. Vale.

Siguió sentado.

—David —dijo ella.

—Lo sé, lo sé —dijo—, llegaré tarde.

No estaba furioso. Ya no le quedaba rabia.

—Por supuesto que llegarás tarde —dijo ella, untando mantequilla en su tostada. Extendió una gruesa capa de mermelada de frambuesa, y luego mordió un pedazo y lo masticó haciéndolo crujir.

David se levantó y atravesó la cocina. En la puerta, se paró y se dio la vuelta. Miró su nuca.

—¿Por qué no puedo? —preguntó otra vez.

—Porque no puedes —dijo ella—. Y ya está.

—¿Pero por qué?

—Porque te necesitan —dijo ella—. Porque te pagan bien y no sabrías hacer otra cosa. ¿No es evidente?

—Podrían encontrar a otra persona.

—Oh, basta ya —dijo ella—. Sabes que no podrían.

Cerró sus manos convirtiéndolas en puños.

—¿Por qué tengo que ser yo? —preguntó.

Ella no contestó. Siguió comiendo su tostada.

—¿Jean?

—No hay nada más que hablar —dijo, masticando. Se dio la vuelta—. Ahora, ¿quieres hacer el favor de irte? —dijo—. Hoy no deberías llegar tarde.

David sintió un escalofrío en la piel.

—No —dijo—, hoy no.

Salió de la cocina y subió al piso de arriba. Allí, se cepilló los dientes, sacó brillo a los zapatos y se puso una corbata. Antes de que dieran las ocho ya había bajado otra vez. Entró en la cocina.

—Adiós —dijo.

Ella le ofreció la mejilla y él la besó.

—Adiós, querido —dijo—. Que tengas un… —se interrumpió bruscamente.

—… ¿un buen día? —acabó la frase por ella—. Gracias —se marchó—. Tendré un día maravilloso.

Hacia mucho que había dejado de conducir. Por las mañanas caminaba hasta la estación de tren. Ni siquiera le gustaba viajar en coche con otra persona o coger el autobús.

En la estación, se quedó en el andén esperando el tren. No llevaba el periódico. Ya no lo compraba. No le gustaba leer el periódico.

—Buenos días, Garret.

Se dio la vuelta y vio a Henry Coulter, que también trabajaba en el centro. Coulter le dio una palmadita en la espalda.

—Buenos días —dijo David.

—¿Cómo te va? —preguntó Coulter.

—Genial. Gracias.

—Bien. ¿Impaciente porque llegue el Cuatro de Julio?

David tragó saliva.

—Bueno… —empezó.

—Yo voy a llevar a la familia al campo —dijo Coulter—. Nada de estúpidos fuegos artificiales. Nos cogeremos la vieja camioneta y nos largaremos hasta que los fuegos artificiales se hayan acabado.

—Por carretera —dijo David.

—Sí, señor —dijo Coulter—. Lo más lejos que podamos.

Empezó solo. No, pensó; ahora no. Lo obligó a volver a su oscuridad.

—… gocio de la publicidad —terminó Coulter.

—¿Qué? —preguntó.

—Decía que creo que las cosas están yendo bien en el negocio de la publicidad.

David se aclaró la garganta.

—Oh, sí —dijo—. Genial.

Siempre se olvidaba de la mentira que había contado a Coulter.

Cuando el tren llegó, se sentó en el vagón de no fumadores, sabiendo que Coulter siempre fumaba un pitillo de camino. No quería sentarse con Coulter. Hoy no.

Todo el camino hasta el centro estuvo mirando por la ventanilla. Sobre todo miraba la carretera y el tráfico; pero, una vez, mientras el tren traqueteaba sobre un puente, se quedó mirando la superficie de un lago, parecida a un espejo. En otra ocasión, echó la cabeza hacia atrás y levantó la mirada hacia el sol.

Estaba ya en el ascensor cuando se detuvo.

—¿Sube? —dijo el hombre del uniforme granate. Miró a David fijamente—. ¿Sube? —dijo. Luego cerró las puertas móviles.

David se quedó parado. La gente empezó a apelotonarse alrededor de él. Un segundo después, se dio la vuelta y avanzó abriéndose paso entre ellos, empujando a través de la puerta giratoria. Mientras salía, el calor de horno propio de julio le rodeó. Avanzó por la acera como un hombre dormido. En la manzana siguiente entró en un bar.

Dentro, estaba frío y oscuro. No había clientes. Ni siquiera se veía al camarero. David se hundió en la sombra de un reservado y se quitó el sombrero. Echó hacia atrás la cabeza y cerró los ojos.

No podía hacerlo. Sencillamente, no era capaz de subir a su despacho. No importaba lo que dijera Jean, no importaba lo que dijera nadie. Apretó las manos sobre el borde de la mesa y siguió apretando hasta que los dedos se le quedaron sin sangre. No iba a hacerlo.

—¿Qué desea? —preguntó una voz.

David abrió los ojos. El camarero estaba junto al reservado, mirándole.

—Sí, ah… una cerveza —dijo. Detestaba la cerveza, pero sabía que tenía que pedir algo a cambio del privilegio de sentarse en el frío silencio sin que le molestaran. No la bebería.

El camarero trajo la cerveza y David la pagó. Entonces, cuando el camarero se hubo ido, empezó a hacer girar lentamente el vaso sobre la mesa. Mientras lo hacía, empezó otra vez. Con un carraspeo, lo apartó. ¡No!, le dijo salvajemente.

Su despacho estaba en la parte trasera de un grupo de oficinas, un pequeño cubículo amueblado sólo con una alfombra, un sofá, una pequeña mesa sobre la que había lápices y un papel blanco. Era todo lo que necesitaba. Una vez, había tenido una secretaria, pero no le había gustado la idea de que se sentara junto a la puerta y le oyera chillar.

Nadie le vio entrar. Llegó desde el vestíbulo a través de una puerta privada. Dentro, volvió a cerrar la puerta, luego se quitó la chaqueta y la dejó sobre la mesa. El ambiente del despacho estaba cargado, así que cruzó el cuarto y levantó la ventana.

Abajo, la ciudad se movía. Se quedó mirándola. ¿Cuántos había?, pensó.

Suspirando profundamente, se dio la vuelta. Bueno, ya estaba aquí. No tenía sentido seguir vacilando. Ahora se había comprometido. Lo mejor que podía hacer era liquidarlo y largarse.

Bajó las persianas, se acercó al sofá y se tumbó. Enredó un poco con el cojín, luego se estiró una vez y se quedó inmóvil. De forma casi inmediata, sintió que sus extremidades se entumecían.

Empezó.

Ahora no se detuvo. Chorreaba de su cerebro como hielo fundido. Correteaba como el viento del invierno. Giraba como el vapor de una ventisca. Saltaba y corría y ondulaba y explotaba y su mente estaba llena de ello. Se quedó rígido y empezó a boquear, el pecho hinchándose con cada aliento, el latido de su corazón un balanceo violento. Sus manos se cerraron como garras blancas, apretando y arañando el sofá. Se estremeció y gruñó y se contorsionó. Por último, chilló. Chilló durante largo rato.

Cuando hubo terminado, se quedó flácido e inmóvil sobre el sofá, con los ojos como bolas de cristal helado. Cuando pudo, levantó el brazo y miró su reloj de pulsera. Eran casi las dos.

Se puso en pie penosamente. Tenía los huesos forrados de plomo, pero consiguió llegar tambaleante hasta su mesa y sentarse ante ella.

Allí escribió en una hoja de papel y, cuando hubo terminado, se desplomó sobre la mesa y cayó en el sueño del agotamiento.

Luego, se despertó y llevó la hoja de papel a su superior, que, mirándola, asintió con la cabeza.

—Cuatrocientos ochenta y seis, ¿eh? —dijo el superior—. ¿Estás seguro?

—Estoy seguro —dijo David quedamente—. Los he visto a todos y cada uno.

No mencionó que Coulter y su familia estaban entre ellos.

—Muy bien —dijo su superior—. Vamos a ver. Cuatrocientos cincuenta y dos en accidentes de tráfico, dieciocho ahogados, siete por insolación, tres por los fuegos artificiales, seis por causas diversas.

Como una niña quemada, pensó David. Como un niño que se comía veneno para hormigas. Como una mujer que se electrocutaba; como un hombre que moría por la mordedura de una serpiente.

—Bueno —dijo su superior—, que sean… bueno, cuatrocientos cincuenta. Siempre impresiona que muera más gente de la que predecimos.

—Por supuesto —dijo David.

El artículo apareció en la primera página de todos los periódicos aquella tarde. Mientras David volvía a casa, el hombre que iba delante de él se volvió a su vecino y dijo:

—Lo que me gustaría saber es… ¿cómo pueden saberlo?

David se levantó y volvió a la plataforma que había al extremo del vagón. Se quedó allí hasta que se bajó, escuchando las ruedas del tren y pensando en el Día de los Trabajadores.