EL PERSEGUIDOR - James Wade

Me está siguiendo desde hace más tiempo del que me atrevo a recordar, y me asusta pensar desde cuándo puede haberme seguido sin que me diera cuenta.

Me sigue cuando voy al trabajo por la mañana y cuando regreso por la noche. Me sigue cuando estoy solo, cuando salgo con una chica o voy a reunirme con mis amigos…, aunque casi he dejado de hacer tales cosas, porque no resulta divertido estar con la gente cuando él me ronda.

No puedo decírselo a mis amigos ni a la policía ni a nadie. «¡Ese hombre de ahí… me está siguiendo! ¡Hace meses que está pisándome los talones!». Creerían que estoy loco. Y si tratara de señalárselo en otro momento, en algún otro lugar alejado del primero, para demostrar que tengo razón… entonces no estaría allí. Estoy seguro de eso.

Ahora creo saber lo que ese hombre quiere.

Recuerdo la primera vez que reparé en él, es decir, comprendí que me seguía. Fue en el Loop, un sábado por la noche, cuando paseaba ociosamente con la vaga intención de visitar algunos bares y salones. La noche del sábado en Chicago es impresionante.

Estaba comprando cigarrillos en un drugstore, y cuando me volví allí estaba, a mi lado: menudo y de aspecto desaseado, con un largo abrigo marrón y un sombrero del mismo color muy encasquetado. Tenía el rostro longilíneo y curtido, la nariz delgada y unos labios anchos y húmedos. No parecía mirarme, ni dirigir su atención a nada en particular.

Le reconocí como el individuo al que había visto muchas veces en mi barrio, en las tiendas y en la calle. No sabía quién era, nunca hablé con él, pero empecé a abrir la boca y comentar la casualidad de que nos encontráramos allí. Pero entonces miré su rostro más de cerca y, por alguna razón, no dije nada. Me limité a pasar por su lado y salí de la tienda. Él me siguió.

Lo encontré en cada bar, cada salón, cada garito.

Cuando huía de él, en uno y otro lugar, no dejaba de recordar otros momentos y lugares inverosímiles donde le había visto en los últimos días y, según me parecía, incluso más tiempo atrás. Es posible que imaginara algunos de ellos, pero de otros muchos podía estar completamente seguro.

Empecé a asustarme. No sabía qué quería aquel hombre, y pensé que podría tener la intención de robarme o matarme (desconocía los motivos, porque yo no tenía nada de valor). No podía hacerle frente, no podía mirarle.

Entraba en un lugar como hace siempre, un poco después que yo, muy silencioso y desapercibido, y permanecía a cierta distancia de mí, sin que hubiera nada sospechoso en su actitud. No se marchaba en el mismo momento en que yo lo hacía, pues era demasiado listo para eso; pero poco después de salir de algún lugar, sabía que estaba pisándome los talones.

Nunca le oí hablar.

Debía de estar muy conmocionado cuando visité el último establecimiento de aquella noche. No podía apartar la vista de la puerta, pero tampoco soportaba mirarla continuamente. El encargado, un hombretón calvo, se inclinó hacia mí y me miró a través de la nebulosa luz de neón.

—¿Qué ocurre, amigo? ¿Espera a alguien?

Me levanté y salí de allí.

Necesité mucho valor para cruzar la puerta, temeroso de toparme con mi perseguidor cuando entrara.

No me encontré con él, ni tampoco le vi en la calle, pero pronto supe que le tenía a mis espaldas.

Por entonces yo estaba bastante bebido, con todos los whiskys dobles que había tomado en los numerosos locales visitados, y me sentía como en una loca pesadilla, tambaleándome por la calle Randolph bajo los centelleantes anuncios de neón, con los altavoces de los salones vertiendo música al exterior y la muchedumbre de transeúntes apretujándose en todas las direcciones. Me sentía mareado y tan asustado que casi se me saltaban las lágrimas. La gente me miraba, pero supongo que se limitaban a pensar que estaba borracho. Naturalmente, nadie reparaba jamás en mi perseguidor.

Al cabo de un rato vomité en un callejón, y entonces me sentí algo más sosegado y me dirigí a casa. Supe que el hombre viajaba en el tranvía conmigo, y que descendió en mi parada. Recorrí la calle lo más rápido que pude, apenas capaz de distinguir mi pensión de todas las demás casas iguales.

Por fin la encontré y subí la escalera tambaleándome, abrí la puerta de mi habitación a tientas y eché el cerrojo una vez dentro. Me acerqué a la ventana y miré abajo, escudriñando la oscuridad hacia los charcos de luz que producían las farolas, pero no descubrí a mi perseguidor en la calle, que estaba oscura, silenciosa y desierta. (De hecho, nunca le veo ahí abajo; pero, de algún modo, siempre está detrás de mí en cuanto salgo).

Me coloqué delante del espejo, como si buscara compañía. ¡Ojalá tuviera algún familiar, o alguien a quien le importara lo suficiente para creer una historia tan absurda! Pero no tenía a nadie.

Estaba muy asustado, pues por entonces creía que aquel hombre quería hacerme daño. Ahora sé que no es así.

Me tendí en la cama, presa de temblores. Al cabo de un rato me invadió el sopor, y dormí durante todo el día siguiente.

Cuando salí aquella noche, el hombre estaba de pie en la esquina.

Así han sido las cosas desde entonces: de día o de noche, en cualquier parte, en todos los lugares, siempre puedo verle si me atrevo a mirar. He intentado todas las maneras posibles de esquivarle o eludirle, incluso he convertido eso en una especie de juego sombrío, pero todo ha sido en vano.

En todo este tiempo no se me ocurrió qué podría hacer para terminar con esta situación. Sabía que no podría demostrar nada, que no habría manera de conseguir algunos testigos sin que la gente no me considerase loco. Sabía que aunque tomara el tren o el avión y me marchara a dos mil kilómetros de distancia, el hombre estaría allí, si quería estar, en cuanto yo llegara o incluso antes, y que todo empezaría de nuevo.

Llegó un momento en que casi empecé a acostumbrarme a la situación, me convencí de que mi perseguidor no trataría de perjudicarme, pues ya había tenido muchas oportunidades de hacerlo. La única manera de actuar que se me ocurría era seguir trabajando, comportarme como si no ocurriera nada y hacer caso omiso de él. Quizá así algún día desaparecería.

Empecé a quedarme en casa, sin ver a nadie, fingiendo estar enfermo si los amigos me llamaban. Gradualmente dejaron de llamarme. Durante mi tiempo libre trataba de distraerme leyendo revistas.

Últimamente descubrí que no podía soportarlo más. No podía quedarme sentado en mi habitación sin hacer nada, sin saber dónde está mi perseguidor. Por desagradable que sea, es mejor saber que anda pisándome los talones, o que está en el extremo de la barra, o esperando en la esquina…, mejor que imaginar toda clase de cosas.

Así pues, salgo a pasear.

Paseo con toda clase de tiempo y por todo tipo de lugares. Paseo en cualquier momento del día o de la noche. Camino durante horas, y si me canso tomo un tranvía o un autobús, y cuando bajo camino un poco más.

Camino por calles de aspecto pobre, con sus bloques de pisos y casas antiguas, donde las prostitutas esperan bajo las farolas y se contonean cuando pasas por su lado. Paseo por el parque en las tardes lluviosas, cuando no hay nadie salvo nosotros y los truenos. Camino a medianoche por el rompeolas del lago, mientras el frío viento empuja las olas burbujeantes tierra adentro, para que se rompan en redes de espuma.

Paseo por los barrios suburbanos. El sol calienta los ladrillos y el cemento armado, los coches están aparcados en pulcras hileras bajo la sombra de los árboles. Camino por la nieve sucia en los bajos fondos, donde mendigos cojos, atroces paralíticos, borrachos y degenerados están tendidos en las aceras. Camino por la calle Maxwell en día de mercado, con sus innumerables objetos en puestos y tenderetes, con los olores de la comida muy condimentada, los charlatanes que hablan por los codos ofreciendo su mercancía y las farfullantes multitudes de gentes de todos los rincones de la tierra.

Camino por los campus universitarios, paso junto a iglesias, bloques y más bloques de pisos y bares, tiendas y más bares. Y sé que, en cualquier parte, si miro atrás, podré ver esa menuda forma huidiza, ese abrigo y ese sombrero marrones, ese rostro largo e impasible, que nunca me mira, pero sabe que estoy ahí.

Y sé lo que quiere.

Quiere que, alguna noche, en una calle oscura (o bajo el resplandor del neón en el exterior de una taberna, o en un parque al mediodía, o junto a una iglesia mientras celebran la misa en el interior y puedes oír el canto de los himnos)…, quiere que de media vuelta y le espere. No…, quiere que desande mis pasos y vaya hacia él.

Y quiere más que eso. No espera que le pregunte qué está haciendo, por qué me sigue. Ya ha pasado demasiado tiempo para eso. Quiere que yo… Me está invitando a que me dirija a él lleno de ira ciega y le ataque, que intente matarle de cualquier manera que sea capaz.

Y eso no debo hacerlo. No sé por qué, pero la idea de hacer eso, por satisfactoria que pudiera ser después de todo lo que he sufrido, me produce un sudor frío de horror superior a la repulsión que he sentido por él hasta ahora.

No debo hacerlo, no me atrevo a acercarme a él. Por encima de todo, no debo tocarle ni tratar de lesionarle de ninguna manera. No puedo imaginar lo que ocurriría si lo hiciera, pero sería terrible.

Debo seguir sin prestarle la menor atención.

Y, sin embargo, sé que si continúa siguiéndome, algún día, en algún lugar, no podré contenerme, me volveré contra él con un furor demente y trataré de matarle. Y entonces…

James Wade