¿VIAJA USTED SOLA? - Sergio Aguirre


Comenzaré por el principio, cuando llegué a la estación. El tren salía desde King’s Cross, a las diez. Recuerdo que mi reloj se había roto, de modo que apenas ingresé miré la hora en el reloj del hall central. Faltaban ocho minutos. Me dirigí a las boleterías. Un grupo de pasajeros se había agolpado en una de las taquillas. Al parecer había algún problema, porque se demoraban, y mientras esperaba sentí que alguien tocaba mi brazo: “¿Siemprevivas milady?” Era una de esas mujeres que vendían flores en la calle. Le dije que no. Fui algo grosera...—como si sus últimas palabras se hubiesen diluido, la señora Greenwold hizo una pausa— Es extraño. Lo primero que recuerdo son los detalles. Cada vez que intento recordar esa noche siempre aparecen los detalles... yo estaba algo molesta porque se me había corrido una media. Sé que le parecerá una tontería, pero en esa época, mi joven amigo, en Inglaterra eso sólo era bastante parecido a un escándalo sexual. Quería estar en el tren cuanto antes. No era la media, en verdad... ése no había sido un buen día para mí.
Recuerdo, también, que el tren salía del andén número cinco. Y que entré a ese compartimiento porque tenía las cortinas cerradas. Como aún faltaban unos minutos para salir, supuse que alguien había olvidado correrlas, y estaría vacío. Apenas puse un pie adentro, escuché una voz, casi un susurro, que me dijo:
“Por favor, no abra las cortinas”. No había alcanzado a reparar en esa muchacha, sentada al borde de uno de los asientos, casi pegada al pasillo.
Estaba bastante oscuro. Una sola lámpara, apenas arrojaba una luz mortecina en el compartimiento. Me resultó raro.
Las cortinas de la ventanilla también estaban cerradas.
“Me parece que hace falta un poco más de luz. ¿puedo..?”, dije tratando de ser agradable, mientras encendía otra lámpara. La muchacha, desde el rincón de su asiento, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
Entonces la vi. Era muy joven. Tenía un rostro común, más bien ancho, y extremadamente pálido. No era fea, aunque me resultaba algo vulgar. Recuerdo que llevaba un peinado que hacía furor en esa época, y que no me gustaba. Pero lo que más llamó mi atención fue esa imagen inmóvil y crispada, con los ojos muy abiertos y la mirada vacía. Su respiración era muy fuerte. Pensé que podía estar enferma. Hacía calor, pero ella permanecía enfundada en un abrigo marrón que llegaba hasta el suelo. Para mis adentros, comencé a lamentar que el compartimiento no hubiese estado vacío.
“¿Viaja usted sola?”
No fue la pregunta, sino la forma en que la hizo lo que me incomodó. Es difícil de explicar, pero me di cuenta de que no era una pregunta de cortesía, usted sabe, de las que se hacen en esas ocasiones. Parecía otra cosa. Tal vez quería iniciar una conversación. Le contesté que sí, sin más. Verá, nunca fue mi costumbre relacionarme con desconocidos en los viajes, uno... nunca sabe a quién tendrá que soportar por kilómetros. Además, algo en esa muchacha me resultaba extraño, no me gustaba. Se me había empezado a ocurrir que tal vez esperaba a alguien, o le sucedía algo y justamente había cerrado las cortinas para no ser molestada. Al final decidí irme. No había visto mucha gente en el tren y estaba a tiempo de encontrar un compartimiento desocupado, así que me puse de pie y tomé mi bolso del maletero. Cuando vio que me disponía a salir se levantó de su asiento e hizo un gesto para detenerme: “No, por favor, no se vaya”. Parecía una súplica. Sinceramente, por el tono había conseguido inquietarme.
“¿Está usted bien, querida?”, no pude dejar de preguntar. Me contestó que sí, sólo que no quería viajar sola. Dadas las circunstancias pensé que ya no me podía ir. Le sonreí apenas y volví a mi asiento, pero no sabía qué hacer. Desde afuera aún llegaban, ahogados, el rumor de las voces y los ruidos de la estación. “Hace un poco de calor aquí”, la escuché nuevamente, aunque yo me daba cuenta de que el comentario era forzado, sólo una gentileza por haber aceptado quedarme. No contesté nada.
Golpearon la puerta. La cabeza de la muchacha se pegó contra el respaldar del asiento y, por un momento, toda ella pareció quedar tensa, casi inmóvil.
También sus ojos. Vi que sus ojos se paralizaron mientras miraban hacia la puerta, hasta que se abrió. Era el guarda. Un hombre mayor, bastante alto, que apenas entró la mitad de su cuerpo y nos pidió los pasajes. Antes de retirarse nos dio las buenas noches. Como si esa aparición le hubiese quitado todo el aliento, mi compañera de viaje pareció desplomarse, aunque permanecía sentada. Volví a preguntarle: “¿Está usted segura de que se encuentra bien?”. Me miró intentando decir algo, pero sus ojos ya estaban llenos de lágrimas y, como si algo en ella hubiese estallado de repente, su cara se contrajo y comenzó a llorar.
Me acerqué para consolarla. La abracé como si fuera un niño y permanecimos un rato así, en silencio, con su rostro hundido en mi pecho. Mientras dejaba escapar aquellos sollozos que le estremecían los hombros, sentí una súbita vergüenza por haber pretendido irme. Aquella muchacha no tendría más de veinte años. Imaginé un noviazgo trunco o algo por el estilo cuando alcancé a escuchar, entre los estertores del llanto, como si saliera de mi propio cuerpo, su voz: “Un hombre quiere matarme... no sé si ha subido al tren”. El silbido de la locomotora cruzó el aire helándome la sangre. Escuché las puertas cerrarse a lo largo del tren, y el primer temblor en el vagón nos anunció que eran las diez de la noche.
El viaje acababa de comenzar.


Sergio Aguirre