LA OLA DE PERFUME VERDE - Roberto Arlt
Yo ignoro cuáles son las causas que lo determinaron al
profesor Hagenbuk a dedicarse a los naipes, en vez de volverse bizco en los
tratados de matemáticas superiores. Y si digo volverse bizco, es porque el
profesor Hagenbuk siempre bizqueó algo; pero aquella noche, dejando los naipes
sobre la mesa, exclamó:
-¿Ya apareció el
espantoso mal olor?
El olfato del profesor Hagenbuk había siempre
funcionado un poco defectuosamente, pero debo convenir que no éramos nosotros
solos los que percibíamos ese olor en aquel restaurant de después de medianoche,
concurrido por periodistas y gente ocupada en trabajos nocturnos, sino que
también otros comensales levantaban intrigados la cabeza y fruncían la nariz,
buscando alrededor el origen de esa pestilencia elaborada como con gas de
petróleo y esencia de clavel.
El dueño del restaurant, un hombre impasible, pues a su
mostrador se arrimaban borrachos conspicuos que toda la noche bebían y discutían
de pie frente a él, abandonó su flema, y, dirigiéndose a nosotros -desde el
mostrador, naturalmente-, meneó la cabeza para indicarnos lo insólito de
semejante perfume.
Luis y yo asomamos, en compañía de otros
trasnochadores, a la puerta del restaurant. En la calle acontecía el mismo
ridículo espectáculo. La gente, detenida bajo los focos eléctricos o en el
centro de la calzada, levantaba la cabeza y fruncía las narices; los vigilantes,
semejantes a podencos, husmeaban alarmados en todas direcciones. El fenómeno en
cierto modo resultaba divertido y alarmante, llegando a despertar a los
durmientes. En las habitaciones fronteras a la calle, se veían encenderse las
lámparas y moverse las siluetas de los recién despiertos, proyectadas en los
muros a través de los cristales. Algunas puertas de calle se abrían. Finalmente
comenzaron a presentarse vecinos en pijamas, que con alarmante entonación de voz
preguntaban:
-¿No serán gases asfixiantes?
A las tres de la madrugada la ciudad estaba
completamente despierta. La tesis de que el hedor clavel-petróleo fuera
determinada por la emanación de un gas de guerra, se había desvanecido, debido a
la creencia general en nuestro público de que los gases de guerra son de efecto
inmediato. Lo cual contribuía a desvanecer un pánico que hubiera podido tener
tremendas consecuencias.
Los fotógrafos de los periódicos perforaban la media
luz nocturna con fogonazos de magnesio, impresionando gestos y posturas de
personas que en los zaguanes, balcones, terrazas y plazuelas, enfundadas en sus
salidas de baño o pijamas, comentaban el fenómeno inexplicable.
Lo más curioso del caso es que en este alboroto
participaban los gatos y los caballos. "Xenius", el hábil fotógrafo de "El
Mundo" nos ha dejado una estupenda colección de caballos aparentemente
encabritados de alegría entre las varas de sus coches y levantando los belfos de
manera tal, que al dejar descubierto el teclado de la dentadura pareciera que se
estuviesen riendo.
Junto a los zócalos de casi todos los edificios se
veían gatos maullando de satisfacción encrespando el hocico, enarcado el lomo,
frotando los flancos contra los muros o las pantorrillas de los transeúntes. Los
perros también participaban de esta orgía, pues saltando a diestra y siniestra o
arrimando el hocico al suelo corrían como si persiguieran un rastro, mas
terminaban por echarse jadeantes al suelo, la lengua caída entre los dientes.
A las cuatro de la madrugada no había un solo habitante
de nuestra ciudad que durmiera, ni la fachada de una sola casa que no mostrara
sus interiores iluminados. Todos miraban hacia la bóveda estrellada. Nos
encontrábamos a comienzos del verano. La luna lucía su media hoz de plata
amarillenta, y los gorriones y jilgueros aposentados en los árboles de los
paseos piaban desesperadamente.
Algunos ciudadanos que habían vivido en Barcelona les
referían a otros que aquel vocerío de pájaros les recordaba la Rambla de las
Flores, donde parecen haberse refugiado los pájaros de todas las montañas que
circunvalan a Barcelona. En los vecindarios donde había loros, éstos graznaban
tan furiosamente, que era necesario taparse los oídos o estrangularles .
-¿Qué sucede? ¿Qué pasa? -era la pregunta suspendida
veinte veces, cuarenta veces, cien veces, en la misma boca.
Jamás se registraron tantos llamados telefónicos en las
secretarías de los diarios como entonces. Los telefonistas de guardia en las
centrales enloquecían frente a los tableros de los conmutadores; a las cinco de
la mañana era imposible obtener una sola comunicación; los hombres, con la
camisa abierta sobre el pecho, habían colgado los auriculares. Las calles
ennegrecían de multitudes. Los vestíbulos de las comisarías se llenaban de
visitantes distinguidos, jefes de comités políticos, militares retirados, y
todos formulaban la misma pregunta, que nadie podía responder:
-¿Qué sucede? ¿De dónde sale este perfume?
Se veían viejos comandantes de caballería, el collar de
la barba y el bastón de puño de oro, ejerciendo la autoridad de la experiencia,
interrogados sobre química de guerra; los hombres hablaban de lo que sabían, y
no sabían mucho. Lo único que podían afirmar es que no se estaba en presencia de
un fenómeno letal, y ello era bien evidente, pero la gente les agradecía la
afirmación. Muchos estaban asustados, y no era para menos.
A las cinco de la mañana se recibían telegramas de
Córdoba, Santa Fe, Paraná y, por el Sur, de Mar del Plata, Tandil, Santa Rosa de
Toay dando cuenta de la ocurrencia del fenómeno. Los andenes de las estaciones
hervían de gente que, con la arrugada nariz empinada hacia el cielo, consultaban
ávidamente la fragancia del aire.
En los cuarteles se presentaban oficiales que no
estaban de guardia o con licencia. El ministro de Guerra se dirigió a la Casa de
Gobierno a las cinco y cuarto de la mañana; hubo consultas e inmediatamente se
procedió a citar a los químicos de todas las reparticiones nacionales, a las
seis de la mañana. Yo, por no ser menos que el ministro me presenté en la
redacción del diario; cierto es que estaba con licencia o enfermo, no recuerdo
bien, pero en estas circunstancias un periodista prudente se presenta siempre. Y
por milésima vez escuché y repetí esta vacua pregunta:
-¿Qué sucede? ¿De dónde viene este perfume?
Imposible transitar frente a la pizarra de los diarios.
Las multitudes se apretujaban en las aceras; la gente de primera fila leía el
texto de los telegramas y los transmitía a los que estaban mucho más lejos.
"Comunican que la ola de perfume verde ha llegado a San
Juan."
"De Goya informan que ha llegado la ola de perfume
verde."
"Los químicos e ingenieros militares reunidos en el
Ministerio de Guerra dictaminan que, dada la amplitud de la ola de perfume, ésta
no tiene su origen en ninguna fábrica de productos tóxicos."
"La Jefatura de Policía se ha comunicado con el
Ministerio de Guerra. No se registra ninguna víctima y no existen razones para
suponer que el perfume petróleo-clavel sea peligroso."
"El observatorio astronómico de La Plata y el
observatorio de Córdoba informan que no se ha registrado ningún fenómeno estelar
que pueda hacer suponer que esta ola sea de origen astral. Se cree que se debe a
un fenómeno de fermentación o de radioactividad."
"Bariloche informa que ha llegado la ola de perfume."
"Rio Grande do Sul informa que ha llegado la ola de
perfume."
"El observatorio astronómico de Córdoba informa que la
ola de perfume avanza a la velocidad de doce kilómetros por minuto."
Nuestro diario instaló un servicio permanente de
comunicación con estación de radio; además situó a un hombre frente a las
pizarras de su administración; éste comunicaba por un megáfono las últimas
novedades, pero recién a las seis y cuarto de la mañana se supo que en reunión
de ministros se había resuelto declarar el día feriado. El ministro del
Interior, por intermedio de las estaciones de radios y los periódicos se
dirigían a todos los habitantes del país, encareciéndoles:
1° No alarmarse por la persistencia de este fenómeno
que, aunque de origen ignorado, se presume absolutamente inofensivo.
2° Por consejo del Departamento Nacional de Higiene se
recomienda a la población abstenerse de beber y comer en exceso, pues aún se
ignoran los trastornos que puede originar la ola de perfume.
Lo que resulta evidente es que el día 15 de septiembre
los sentimientos religiosos adormecidos en muchas gentes despertaron con
inusitada violencia, pues las iglesias rebosaban de ciudadanos, y aunque el tema
de los predicadores no era "estamos en las proximidades del fin del mundo", en
muchas personas se desperezaba ya esta pregunta.
A las nueve de la mañana, la población fatigada de una
noche de insomnio y de emociones se echó a la cama. Inútil intentar dormir. Este
perfume penetrante petróleo-clavel se fijaba en las pituitarias con tal
violencia, que terminaba por hacer vibrar en la pulpa del cerebro cierta
ansiedad crispada. Las personas se revolvían en las camas impacientes, aturdidas
por la calidez de la emanación repugnante, que acababa por infectar los
alimentos de un repulsivo sabor aromático. Muchos comenzaban a experimentar los
primeros ataques de neuralgia, que en algunos se prolongaron durante más de
sesenta horas, las farmacias en pocas horas agotaron su stock de productos a
base de antitérmicos, a las once de la mañana, hora en que apareció el segundo
boletín extraordinario editado por todos los periódicos: el negocio fue un
fracaso. En los subsuelos de los periódicos grupos de vendedores yacían
extenuados; en las viviendas la gente, tendida en la cama, permanecía
amodorrada; en los cuarteles los soldados y oficiales terminaron por seguir el
ejemplo de los civiles; a la una de la tarde en toda Sudamérica se habían
interrumpido las actividades más vitales a las necesidades de las poblaciones:
los trenes permanecían en medios de los campos... con los fuegos apagados; los
agentes de policía dormitaban en los umbrales de las casas; se dio el caso de un
ladrón que, haciendo un prodigioso esfuerzo de voluntad, se introdujo en una
oficina bancaria, despojó al director del establecimiento de sus llaves e
intentó abrir la caja de hierro en presencia de los serenos que le miraban
actuar sin reaccionar, pero cuando quiso mover la puerta de acero su voluntad se
quebró y cayó amodorrado junto a los otros.
En las cárceles el aire confinado determinó más
rápidamente la modorra en los presos que en los centinelas que los custodiaban
desde lo alto de las murallas donde la atmósfera se renovaba, pero al final los
guardianes terminaron por ceder a la violencia del sueño que se les metía en una
"especie de aire verde por las narices" y se dejaban caer al suelo. Este fue el
origen de lo que se llamó el perfume verde. Todos, antes de sucumbir a la
modorra, teníamos la sensación de que nos envolvía un torbellino suave, pero
sumamente espeso, de aire verde.
Las únicas que parecían insensibles a la atmósfera del
perfume clavel-petróleo eran las ratas, y fue la única vez que se pudo asistir
al espectáculo en que los roedores, saliendo de sus cuevas, atacaban
encarnizadamente a sus viejos enemigos los gatos. Numerosos gatos fueron
destrozados por los ratones.
A las tres de la tarde respirábamos con
dificultad. El profesor Hagenbuk, tendido en un sofá de mi escritorio, miraba a
través de los cristales al sol envuelto en una atmósfera verdosa; yo,
apoltronado en mi sillón, pensaba que millones y millones de hombres íbamos a
morir, pues en nuestra total inercia al aire se aprecia cada vez más enrarecido
y extraño a los pulmones, que levantaban penosamente la tablilla del pecho;
luego perdimos el sentido, y de aquel instante el único recuerdo que conservo es
el ojo bizco del profesor Hagenbuk mirando el sol verdoso.
Debimos permanecer en la más completa
inconsciencia durante tres horas. Cuando despertamos la total negrura del cielo
estaba rayada por tan terribles relámpagos, que los ojos se entrecerraban
medrosos frente al ígneo espectáculo.
El profesor Hagenbuk, de pie junto a la ventana
murmuró:
-Lo había previsto; ¡vaya si lo había previsto!
Un estampido de violencia tal que me ensordeció durante
un cuarto de hora me impidió escuchar lo que él creía haber previsto. Un rayo
acababa de hendir un rascacielos, y el edificio se desmoronó por la mitad, y al
suceder el fogonazo de los rayos se podía percibir el interior del edificio con
los pisos alfombrados colgando en el aire y los muebles tumbados en posiciones
inverosímiles.
Fue la última descarga eléctrica.
El profesor Hagenbuk se volvió hacia mí, y mirándome
muy grave con su extraordinario ojo bizco, repitió:
-Lo había previsto.
Irritado me volví hacia él.
-¿Qué es lo que había previsto usted, profesor? -grité.
-Todo lo que ha sucedido.
Sonreí incrédulamente. El profesor se echó las
manos al bolsillo, retiró de allí una libreta, la abrió y en la tercera hoja
leí:
"Descripción de los efectos que los
hidrocarburos cometarios pueden ejercer sobre las poblaciones de la Tierra."
-¿Qué es eso de los hidrocarburos cometarios?
El profesor Hagenbuk sonrió piadosamente y me contestó:
-La substancia dominante que forma la cola de los
cometas. Nosotros hemos atravesado la cola de un cometa.
-¿Y por qué no lo dijo antes?
-Para no alarmar a la gente. Hace diez días que
espero la ocurrencia de este fenómeno, pero..., a propósito; anoche usted se ha
quedado debiéndome treinta tantos de nuestra partida.
Aunque no lo crean ustedes, yo quedé sin habla
frente al profesor. Y estas son las horas en que pienso escribir la historia de
su fantástica vida y causas de su no menos fantástico silencio.
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