Ilustración: Ferrán Clavero |
LA MAQUINA DEL TIEMPO - Marcelo Delisio (original revista Axxón)
Éramos pobres por la guerra, pero sobre todo porque
perdimos. O por lo menos eso nos había dicho papá, que bebía por las
noches, escuchaba helicópteros y pasos de retirada por las paredes.
Pero mi padre era bueno con las manos. Y un día nos dijo que había construido una máquina del tiempo y que viajaría al pasado para cambiar las cosas, que posiblemente sería una batalla larga; que la tía Juana nos cuidaría.
—Si no piso un palito las cosas van a cambiar para nosotros —nos
repetía, y caminaba en puntas de pie. Esto fue antes de irse. Recuerdo
que recorríamos la casa buscando la máquina del tiempo cuando él estaba dormido. Pero nunca la encontramos.
Se fue justo en abril y volvió en junio. Regresó confundido.
—¿Fuiste al pasado a ganar la guerra de Malvinas? —le preguntamos un día con mi hermana.
—¡Y ganamos! —nos respondió—. Pero pisé un palito y volvimos a perder la guerra.
Mi hermana Marta, que siempre fue más inteligente que yo, le
cuestionó cómo pensaba ganar la guerra solo, con aviones antiguos,
soldados asustados y jefes desconcertados. Mi padre se encogió de
hombros como un niño y se puso colorado.
Pasó el tiempo. Mi padre se puso triste y nosotros también, pues a
pesar de sus esfuerzos, las Malvinas no eran argentinas. Cojeaba de un
lado para otro hablando solo (así volvió de su primer viaje en el
tiempo, con una bala en la pierna). —Pisé el palito, pisé un palito…
—decía, y Marta se reía; pero a partir de ahí, yo dejé de buscar la
máquina para dedicarme a encontrar aquel palito (después me di cuenta de
que se refería a un error involuntario en el pasado que había alterado
el curso histórico de los hechos).
Nunca le perdoné a Marta haberle contado a mamá de la máquina del tiempo.
Y es que ella era como un torbellino. Cuando venía a casa (un juez le
prohibió que viva con nosotros) todo se ensombrecía y parecía a punto de
explotar. Luego se iba y no la volvíamos a ver por un tiempo.
Cuando se enteró de la máquina del tiempo se burló de mi
padre. En medio de la sala, frente a todos, gritó que existían más
posibilidades de ganar aquella estúpida guerra en el presente con sus
amigos borrachos y lisiados, que viajando al pasado con su estúpida máquina del tiempo. Mamá siguió repitiendo exactamente la misma frase por dos horas mientras se iba vaciando la sala y mi padre comenzaba a tomar.
Pero algo había hecho bien mi papá, pues aunque los creía muertos,
sus viejos compañeros de armas le comunicaron que las cosas habían
cambiado. Lo afeitaron y le tramitaron una pensión que cubría sus gastos
fijos. En unos meses había vuelto a la vida social. Se vestía bien y
era mirado con reconocimiento por su valor y coraje. Ya no eran más
víctimas, sino Héroes de Guerra, aunque hubieran perdido. Lo importante
era haber peleado.
Papá comenzó a cobrar un poco más de dinero y nos llevaba a tomar
helado más seguido. Una tarde volvimos a casa y encontramos la ventana
rota.
—¡La máquina del tiempo! —gritó asustado. Corrió tan rápido que le perdimos el rastro. Al rato reapareció con el rostro aliviado—. La máquina está a salvo —dijo. Habían intentado robarla.
—¿Quién hizo esto papá? —le preguntó mi hermana Marta.
—Los movilizados —respondió, arqueando las cejas—. Necesitan la máquina para volver al pasado y pelear la guerra —dijo.
No lo entendí, y papá volvió a explicarlo (Marta siempre entendía
antes y se jactaba de ello). Nos contó que para los soldados de Malvinas
que no estuvieron en el frente de batalla las cosas no habían mejorado
mucho. La única manera de cobrar más plata era demostrar haber peleado
la guerra. Para eso necesitaban viajar al pasado y solo podían hacerlo
con la máquina del tiempo. Me pareció, y aún hoy me parece
lógico: el que pelea cobra y el que no, no. Además, mi padre debía
cobrar doble, pues había peleado dos veces, pero él era tan honesto que
nunca le interesó demostrar su segunda guerra (mi hermana decía que era
porque no quería reconocer que era el único soldado que había perdido
dos veces).
Al otro día, mi padre se encerró en su cuarto y golpeó algo metálico por un lapso de dos horas. Salió envuelto en sudor y dijo:
—Adiós, Malvinas.
Pero ese no fue el final de Malvinas, por más que todos lo deseábamos.
Fue un 2 de abril, el día del homenaje a los Veteranos de Guerra.
Todos los soldados estaban allí junto a sus familias. Marta y yo nos
sentamos de la mano con papá, justo debajo de una bandera que decía "40 años en democracia".
Él estaba reluciente. Lo vistieron con su uniforme de guerra, lo
adornaron con medallas y lo empujaron a una formación de soldados
argentinos.
—Las cosas han cambiado —dijo un orador envuelto en sonidos de
helicópteros—. Las cosas han cambiado porque ahora somos más fuertes que
antes, y es tiempo de recuperar las Malvinas.
Mi padre sonrió sorprendido y me pareció que también un poco asustado.
—¿Cuántos palitos pisaste, papá? —alcancé a preguntarle con lágrimas en los ojos, antes de verlo perderse en la marcha militar.
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