Tuve que pasar varios meses en Europa llevando a cabo una investigación incidental para el trabajo. Regresé con pruebas grabadas, viejos periódicos y fotocopias de ciertos documentos. Había una pequeña entrevista con aquel viejo vienés de pelo rizado, incondicionalmente adorado por la multitud; se convenció gracias a la veracidad de los datos que había recopilado, y pensó que sería una buena idea ayudarnos.
Todos ustedes saben lo que pasó a continuación: la histórica alocución radiofónica del profesor. Fein había hecho el boceto. Yo lo había reescrito y le había dicho al astrónomo que imitara el acento alemán mientras lo leía. Algunas de las frases eran maravillosas: «¡Dominio americano sobre los planetas!…, el telón descorrido por fin…, el hombre desafía la gravedad…, viajar a través del espacio infinito…, ¡plantar la bandera blanca, roja y azul en el suelo de Marte!».
Los donativos pedidos empezaron a llegar. Los periódicos y las revistas donaron, con ostentación, enormes cheques por valor de varios miles de dólares; el gobierno concedió medio millón; un pequeño donativo vino de la «Semana del Cohete» celebrada en los colegios de toda la nación; pero las contribuciones independientes fueron las más grandes. Recaudamos siete millones de dólares y empezamos a construir la nave espacial.
El francio que se nos llevó la mayor parte del dinero, era latón; el fluorino monoatómico que nos proporcionaba nuestra terrible velocidad, era hidrógeno. El despegue fue una fiesta para los noticiarios: el proyectil grande, brillante y extravagante con focos y reflectores; discursos a cargo del profesor Farley, que iba a pilotarlo hacia Marte, sonriendo ante las cámaras. Subió por una escalerilla adosada lateralmente, y luego se introdujo en el compartimento de mando. Cerré la escotilla a prueba de sonido, sonriendo mientras él la aporreaba pidiendo que le dejara salir. Para su sorpresa, no había ningún duplicado de los elaborados controles simulados con los que había estado practicando durante las últimas semanas.
Advertí a los periodistas que se pusieran a cubierto y le tendí al profesor la clavija que pondría el cohete en marcha. Él dudó largo rato. Fein le murmuró al oído:
—Anna Pareloff de Cracovia, Herr Professor…
La clavija entró en el enchufe. El proyectil se alzó rugiendo en el aire un centenar de metros mientras dibujaba una curva ascendente…, entonces explotó.
Un fotógrafo, ansioso por tomar una buena foto, murió en el acto. Lo mismo sucedió con algunos chiquillos. El tejado de acero nos protegió a los demás. Fein y yo nos dimos la mano mientras los periodistas corrían hacia los teléfonos que habíamos instalado.
Pero el profesor se emborrachó y, disgustado con la parte que había jugado en el asunto, lo contó todo y después se envenenó. Fein y yo dejamos atrás el dinero y nos embarcamos en un carguero. Fuimos detenidos por un comité de vigilancia (encabezado por un hombre que había perdido cincuenta centavos con nuestro cohete). Fein estaba demasiado asustado para hablar o escribir, así que lo colgaron primero, y me dieron papel y lápiz para que escribiera la historia lo mejor que pudiera.
Aquí vienen, con una insultante cuerda de cáñamo.