UNA MONA EN LA CASA - Arthur Clarke

Abuelita pensó que mi idea era horrible; claro que ella todavía podía recordar los días en que los sirvientes eran humanos.

—Si piensas que compartiré la casa con una mona, estás muy equivocada —resopló.

—No seas tan anticuada —respondí—. De todos modos, Dorcas no es una mona.

—Entonces, ¿qué es…?

Recorrí las páginas del manual de la Corporación de Ingeniería Biológica.

—Escucha esto, abuela: «El Superchimp (Marca Registrada) Pan Sapiens es un antropoide inteligente, obtenido a partir del chimpancé mediante una reproducción selectiva y modificaciones genéticas».

—¡Justo lo que dije! ¡Una mona!

—«… y con un vocabulario suficientemente amplio para comprender órdenes sencillas. Se lo puede entrenar para hacer todo tipo de tareas domésticas o trabajos rutinarios, y es dócil, afectuoso, domesticado y especialmente bueno con los niños…»

—¡Niños! ¿Confiarías a Johnnie y Susan a un… gorila?

Suspirando, dejé el manual.

—Tienes razón. Dorcas es cara, y si encuentro a los pequeños monstruos golpeándola…

Afortunadamente, en ese instante sonó el timbre.

—Firme, por favor —dijo el recadero. Firmé, y Dorcas entró en nuestras vidas.

—Hola, Dorcas —dije—. Espero que seas feliz aquí.

Bajo las cejas prominentes, asomaron dos grandes ojos melancólicos. Aunque tenía un cuerpo ridículo, he conocido seres humanos más feos. Medía alrededor de un metro veinte de altura, y casi tanto de ancho. En su pulcro y simple uniforme, parecía una doncella de aquellos primeros filmes del siglo XX. Sus pies, no obstante, estaban descalzos, y cubrían una enorme superficie.

—Día, señora —respondió farfullando, aunque de forma perfectamente inteligible.

—¡Puede hablar! —graznó abuelita.

—Por supuesto —respondí—. Puede pronunciar más de cincuenta palabras, y comprender doscientas. Aprenderá más a medida que se habitúe a nosotros, pero por el momento debemos atenernos al vocabulario de las páginas cuarenta y dos y cuarenta y tres del manual.

Le entregué el manual de instrucciones a abuela; esta vez no logró encontrar una sola palabra para expresar sus sentimientos.

Dorcas se adaptó rápidamente. Su entrenamiento básico —Doméstica Clase A, más Quehaceres de Niñera— era excelente, y a fines del primer mes eran pocas las tareas domésticas que no podía hacer, desde poner la mesa hasta vestir a los niños. Al principio tenía el fastidioso hábito de levantar las cosas con los pies; le parecía tan natural como utilizar las manos, y llevó mucho tiempo acostumbrarla. Finalmente, una colilla de abuelita resolvió el problema.

Dorcas era afable, concienzuda, y no refunfuñaba. Por supuesto, no era demasiado inteligente, y algunos trabajos debían serle explicados extensamente para que los comprendiera. Me llevó varias semanas descubrir sus limitaciones y permitirlas; al principio era muy difícil recordar que no era exactamente humana, y que era inútil tratar de atraerla al tipo de conversaciones que tanto nos gustan a las mujeres. Ciertamente le interesaba la ropa, y la fascinaban los colores. Si le hubiese permitido vestirse de la forma que ella quería, hubiese parecido disfrazada para el carnaval.

Para mi alivio, los niños la adoraban. Sé lo que la gente dice sobre Johnnie y Sue, y admito que algo de razón tienen. Es tan difícil educar niños cuando el padre está lejos la mayor parte del tiempo… Y para empeorar las cosas, abuelita los malcría cuando no estoy mirando. Lo mismo hace Eric, cuando su nave está en la Tierra, y después me toca a mí hacer frente a las pataletas. Nunca se case con un astronauta si le es posible evitarlo; la paga puede ser buena, pero el hechizo pronto se desvanece.

Cuando Eric volvió del viaje a Venus, con tres semanas de licencia acumuladas, nuestra nueva criada era ya parte de la familia. Eric se acostumbró a ella; después de todo, había encontrado criaturas mucho más extrañas en los planetas. Rezongó por el gasto, claro. Pero yo le hice notar que ahora que me veía aliviada de gran parte de los quehaceres domésticos podríamos pasar más tiempo juntos y hacer las visitas que nos habían resultado imposibles en el pasado. Ahora que Dorcas podía cuidar a los niños, yo esperaba tener otra vez un poco de vida social.

Pues la vida social de Puerto Goddard era intensa, aunque estábamos aislados en medio del Pacífico. (Desde lo que le sucedió a Miami, todos los lugares importantes de lanzamiento han estado muy, muy alejados de toda civilización.) Había una continua corriente de visitantes distinguidos y viajeros de todas partes de la Tierra, sin mencionar otros puntos más remotos.

Cada comunidad tiene su árbitro de la moda y la cultura, su grande dama odiada y sin embargo copiada por todas sus desafortunadas rivales. Christine Seanson lo era en Puerto Goddard; su esposo era comodoro del Servicio Espacial, y ella nunca nos dejaba olvidarlo. Siempre que aterrizaba una nave, invitaba a todos los funcionarios de la Base a una recepción en su elegante mansión estilo siglo diecinueve. Era aconsejable ir, a menos que la excusa fuese muy buena, aun cuando eso significase tener que mirar los cuadros. Christine tenía el capricho de creerse una artista, y de las paredes colgaban mamarrachos multicolores. Pensar cumplidos sobre los mismos, constituía uno de los mayores riesgos de sus fiestas; otro era su boquilla de un metro de largo.

Desde la última partida de Eric, había producido una nueva tanda de pinturas; Christine había entrado en su período «cuadrado».

—Como ustedes ven, mis queridos —nos explicó—, los viejos cuadros oblongos son terriblemente anticuados, simplemente no concuerdan con la Era Espacial. Allá no existen los conceptos de arriba y abajo, horizontal y vertical, de modo que ninguna pintura moderna debería tener un lado más largo que otro. Idealmente, una pintura debería tener el mismo aspecto fuera cual fuese la forma en que estuviese colgada. En eso estoy trabajando ahora.

—Parece muy lógico —dijo Eric diplomáticamente (Después de todo, el comodoro era su jefe.) Pero cuando nuestra anfitriona estuvo lejos, agregó—: No sé si sus cuadros están colgados con el lado superior para arriba, pero sí estoy seguro que tendrían que estar de cara contra la pared.

Estuve de acuerdo; antes de casarme pasé varios años en la Escuela de Bellas Artes, y algo sabía al respecto. En el lugar de Christine, yo podría haber sido todo un éxito con mis lienzos, que ahora se llenaban de polvo en el garaje.

—Sabes, Eric —dije algo maliciosamente—, yo podría enseñar a Dorcas a pintar mejor que esto.

Eric rio, y dijo:

—Puede ser divertido intentarlo algún día, si perdemos de vista a Christine.

Luego olvidé todo. Hasta un mes después, cuando Eric estaba otra vez en el espacio.

El origen exacto de la pelea no tiene importancia; surgió a causa de un proyecto para el desarrollo de la comunidad. Christine y yo tuvimos puntos de vista opuestos. Ella ganó, como de costumbre, y yo salí echando fuego. Al llegar a casa, lo primero que vi fue a Dorcas, mirando las fotografías en colores de uno de los semanarios, y recordé las palabras de Eric.

Dejé la cartera, me saqué el sombrero, y dije con firmeza:

—Dorcas, ven al garaje.

Llevó algún tiempo extraer las pinturas y el caballete, enterrados bajo juguetes arrumbados, viejos adornos navideños, equipos de buceo, cajas vacías de embalaje y herramientas rotas (parecía que Eric nunca tenía tiempo para ordenar las cosas antes de lanzarse nuevamente al espacio). Sepultados bajo los desechos, había varios lienzos inconclusos, que servirían para comenzar. Coloqué sobre el caballete un paisaje que no había avanzado más allá de un árbol esquelético, y dije:

—Bueno, Dorcas…, voy a enseñarte a pintar.

Mi plan era simple, y no del todo honesto. Aunque algunos monos habían salpicado pintura sobre lienzos en el pasado, ninguno de ellos había creado una obra de arte genuina y correctamente compuesta. Yo estaba segura que Dorcas tampoco era capaz, pero nadie necesitaría saber que mía era la mano directriz. Ella podía quedarse todo el mérito.

Sin embargo, no pensaba mentir. Aunque yo haría el dibujo, mezclaría los pigmentos y ejecutaría la mayor parte, dejaría que ella hiciese todo el trabajo que le fuera posible, y desarrollar quizás un estilo durante ese proceso, una pincelada característica. Calculé que con algo de suerte, Dorcas sería capaz de hacer, quizás, una cuarta parte del trabajo total. Entonces yo podría sostener que ella lo había hecho todo, con la conciencia razonablemente limpia. ¿Acaso Miguel Ángel y Leonardo no habían firmado pinturas que en su mayor parte habían sido realizadas por sus asistentes? Yo sería el «asistente» de Dorcas.

Debo confesar que me sentí algo desilusionada. Aunque Dorcas pronto comprendió el uso del pincel y de la paleta, su trabajo era bastante torpe. Parecía incapaz de decidir cuál mano utilizar, y no dejaba de pasar el pincel de una mano a la otra. Finalmente tuve que hacer la mayor parte del trabajo, y ella contribuyó apenas con unas pocas pinceladas.

No obstante, no podía esperar que se convirtiese en una experta en un par de lecciones, y en realidad no tenía importancia. Si Dorcas resultaba ser un fracaso artístico, yo debería forzar un poco más la verdad cuando pretendiese que la obra era suya.

Yo no tenía apuro; no podía precipitar el asunto. Luego de un par de meses, la Escuela de Dorcas había producido una docena de cuadros, todos ellos temas cuidadosamente elegidos, familiares a un Superchimp de Puerto Goddard. Había un estudio de la laguna, una vista de nuestra casa, una impresión de lanzamiento nocturno (todo resplandor y explosiones de luz), una escena de pesca, un bosquecillo de palmeras. Clisés, por supuesto, pero cualquier otra cosa hubiese despertado sospechas. No creo que antes de vivir con nosotros Dorcas haya visto mucho del mundo fuera de los laboratorios donde la criaron y entrenaron.

Colgué las mejores pinturas (y algunas eran buenas; después de todo, yo debería saberlo) en lugares de la casa que mis amigos difícilmente podrían pasar por alto. Todo funcionó a la perfección; las preguntas admirativas eran seguidas de asombrados «¡No me digas!», cuando yo modestamente negaba toda responsabilidad. A algunos les costaba bastante creerlo, pero yo destruí rápidamente esa incredulidad: dejé que unos pocos y privilegiados amigos vieran a Dorcas trabajando. Elegí a los espectadores por su ignorancia en materia artística, y el cuadro era una abstracción en rojo, oro y negro que nadie se atrevió a criticar. A esta altura, Dorcas podía fingir muy bien, como un actor de cine que simula tocar un instrumento musical.

Simplemente para divulgar la noticia, regalé algunas de las mejores pinturas, simulando que las consideraba simples novedades divertidas. Al mismo tiempo, deslicé un comentario celoso:

—Contraté a Dorcas para mi servicio, no para el Museo de Arte Moderno —dije malhumorada. Y tuve mucho cuidado de no hacer ninguna comparación entre sus cuadros y los de Christine; eso se podía confiar a nuestros amigos mutuos.

Cuando Christine vino a verme, ostensiblemente para tratar nuestra pelea «como dos personas sensatas», supe que estaba alarmada. De modo que capitulé graciosamente mientras tomábamos té en la sala, bajo una de las obras más impresionantes de Dorcas. (Luna llena sobre la laguna; muy fría, azul y misteriosa. En realidad, me enorgullecía bastante.) No se dijo una palabra sobre la pintura o sobre Dorcas; pero los ojos de Christine me dijeron todo lo que yo quería saber. La semana siguiente, canceló sin ruido una exposición que tenía planeada.

Los jugadores dicen que se debe abandonar cuando se va ganando. Si me hubiese puesto a pensar, me habría dado cuenta que Christine no iba a dejar las cosas así. Tarde o temprano, el contraataque era inevitable.

Eligió bien el momento. Esperó a que los niños estuvieran en el colegio, abuelita paseando y yo en el supermercado, al otro lado de la isla. Probablemente haya telefoneado antes para asegurarse que no hubiera nadie en casa; es decir, nadie humano. Le habíamos dicho a Dorcas que no respondiese a las llamadas. Los primeros días lo hizo, pero mal. En el teléfono, un Superchimp suena igual que un borracho, lo cual puede ocasionar todo tipo de complicaciones.

Puedo reconstruir toda la secuencia de los acontecimientos: Christine debe haber conducido hasta la casa y entrado, mostrándose profundamente desilusionada por mi ausencia. No debe haber perdido tiempo en interrogar a Dorcas, pero afortunadamente yo había tomado la precaución de instruir a mi antropoide colega.

—Dorcas hacer —le repetía cada vez que finalizábamos una de nuestras producciones—. Señora no hacer, Dorcas hacer.

Estoy segura que al final ella misma se lo creyó.

Si mi lavado cerebral y las limitaciones de un vocabulario de cincuenta palabras desconcertaron a Christine, no fue por largo tiempo. Era una mujer de acción directa, y Dorcas una criatura dócil y obediente. Christine, resuelta a desenmascarar fraude y confabulación de mi parte, debe haberse sentido satisfecha por la rapidez con que fue conducida al garaje-estudio, también debe haberse sorprendido un poquito.

Llegué a casa una media hora más tarde, y supe que habría dificultades en cuanto vi el automóvil de Christine estacionado contra la acera. Mi única esperanza era haber llegado a tiempo, pero tan pronto como entré en la casa misteriosamente callada, comprendí que era demasiado tarde. Algo había sucedido; Christine hablaría aunque tuviese solamente a un simio por oyente, Para ella, todo silencio era un desafío tan grande como un lienzo en blanco; tenía que llenarlo con el sonido de su propia voz.

La casa estaba en total silencio. Con creciente temor, atravesé en puntas de pie la sala, el comedor y la cocina, hacia la parte posterior. La puerta del garaje estaba abierta. Atisbé prudentemente.

Fue el amargo momento de la verdad. Liberada de mi influencia, Dorcas había por fin desarrollado un estilo propio. Estaba pintando rápida y confiadamente, pero no en la forma que yo le había enseñado. En cuanto a tema…

Me sentí muy herida cuando vi la caricatura que tanto placer estaba dando a Christine. Luego de todo lo que yo había hecho por Dorcas, esto parecía una ingratitud. Por supuesto, sé que no había malicia, y que solamente se estaba expresando. Los psicólogos, y los críticos que escribieron esas absurdas notas para los programas de su exhibición en Guggenheim, dicen que sus retratos arrojan una viva luz sobre la relación hombre-animal, y por primera vez nos permiten ver la raza humana desde afuera. Pero yo no lo vi en esa forma cuando ordené a Dorcas que volviese a la cocina.

Pues no fue solamente el tema lo que me trastornó: lo que realmente me enojó fue pensar en todo el tiempo que había desperdiciado mejorándole la técnica…, y los modales. Ignoraba todo lo que yo le había explicado, sentada frente al caballete con los brazos cruzados e inmóviles sobre el pecho.

Incluso entonces, en los comienzos de su carrera como artista independiente, fue dolorosamente obvio que Dorcas tenía más talento en cualquiera de los veloces pies que yo en mis dos manos.