EL EPITAFIO - Luis María Albamonte



El aire, súbitamente, cambió de color. Era rosado. Y fue suavemente violeta. Hombres, mujeres y niños se detuvieron. Las calles ondulantes trepaban, como víboras plásticas, una cima y descendían sin brusquedad. A sus costados, las casas blancas formaban hileras que acompañaban a las calles hasta horizontes que no se veían. Alguien dijo:

—Hay peligro.

Después, cada uno siguió su camino. Y el aire violeta fue, otra vez, rosado.

Había pequeños escaparates. Allí se exhibían cajitas de colores. Contenían alimentos sintéticos, en unos casos y, en otros, simples vestimentas brillantes para trasladarse de un lado a otro en los pequeños vehículos aéreos o para salir de excursión. No había mucho para ver. Todo se hacía interiormente, en casas que parecían metálicas, en forma automática. A veces se escuchaba una voz profunda que colmaba el ámbito de la ciudad, Cidalia. Una voz que decía:

—El tiempo transcurre de acuerdo con lo previsto, y ya anunciado con anterioridad.

En otros casos decía:

—Marcos Z28 continúa sondeando los mares de Júpiter.

No había noticias salvo las que transcurrían en las matemáticas, la electrónica, cada día con un nuevo descubrimiento.

Había mucha gente en las calles. Parecían desconocidos. El hombre no miraba a las mujeres. La mujer no miraba a los hombres. Nadie se miraba. Cada uno tenía su rumbo. Eso era todo. Desde lejos se oyó el discurso de un hombre. Gritaba:

—¡Escuchen! ¡Los claveles son hermosos! ¡Yo he visto los claveles! ¡Yo tengo claveles!

El aire quería abandonar el rosado iluminado por el Sol y convertirse, otra vez, en un suave violeta. El aire titilaba como una estrella, como una lámpara agitada por el aire, que se ilumina y se apaga con intermitencias.

En una bocacalle el hombre alzó los brazos:

—¡Síganme! ¡Vamos a la plaza! ¡Que no sea solamente la pista de extraños juguetes que agilizan los músculos y los fortalecen! ¡Yo he leído los libros antiguos y sé muchas cosas prohibidas!

Muchos lo esquivaban, temerosos, y apresuraban el paso. Y terminaban por correr para desaparecer de allí.

Una voz de abismo que se hizo escuchar desde su hondura remota, dijo:

—Les habla Master YQ, el Conductor, para reafirmar, con mis subordinados electrónicos, que no hay novedad.

El aire se hizo rosado purísimo.

El hombre hablaba y hablaba. Un niño le dijo a la madre:

—Yo quiero escuchar...

—¡Cuidado, que Master YQ está escuchando! El es el único que lo sabe todo. El es el que manda.

—Yo quiero escuchar, ¡y me quedo aquí!

El hombre tenía en sus brazos, como si fuera un niño, un manojo de claveles blancos, de largo tallo. Parecía que los acunaba.

Un ingeniero que pasaba, dijo:

—Es Patricio HJ... ¡No sabía que hubiera logrado tanta libertad!

—¡Convoco a toda la ciudad de Cidalia a la plaza de “Los Inmortales”! ¡Allí estaré esperándolos!

El aire era rosado, pero, de pronto, dejaba de serlo. ¡Extraño! Había una confusión de colores.

Un hombre dijo:

—¿Ocurre algo?

—No ocurre nada de anormal, salvo lo que está haciendo Patricio HJ.

—Sin embargo, algo está ocurriendo, y más grave que eso, porque, en caso contrario, Master YQ no habría dicho: “Les habla Master YQ, el Conductor, para reafirmar, con mis subordinados electrónicos, que no hay novedad”. Acaso, ¿no es esa afirmación una tentativa para disipar un temor, una duda de alguien, o la convicción de que algo está ocurriendo más allá de lo ordenado y establecido?

Hubo un silencio, cayendo como una cuchilla feroz en Cidalia, y nada se escuchó, ni se vio, ni se sintió.

Había muchas luces de colores en la gigantesca sala de los cerebros electrónicos. Unos ordenaban el tránsito, otros regulaban la temperatura de la ciudad y la controlaban, otros hacían cálculos para el futuro, otros establecían una vigilancia policial manteniendo el orden no sólo físico sino, también, de las ideas. Cidalia era una ciudad modelo.

Sus avances tecnológicos la habían colocado a la cabeza de otras muchas. Había logrado una mansedumbre sin sobresaltos, un rumbo claro, un camino seguro para alcanzarlo.

Master YQ reinaba por sobre todos ellos. Los cerebros electrónicos que lo rodeaban habían detectado la rebelión, para ellos inaceptable, de Patricio HJ. Y estaban poniéndola en evidencia, para aniquilar al insubordinado. Por los cristales de la bóveda en la que tenían su alucinante madriguera, se veía Cidalia. Y allá, al fondo, la plaza de “Los Inmortales” en donde Patricio HJ seguía convocando a las personas.

La plaza era un gigantesco círculo plano, a nivel del suelo. Era un espacio desolado. En medio estaba Patricio HJ. Lo rodeaban hombres y mujeres. El aire tenía una extraña vibración violeta. Era como un alarmado golpeteo en una puerta, de alguien que quiere entrar porque una fuerza incontenible lo impulsa a llegar antes de que ocurra algo terrible. Pero el rosado persistía, a pesar de todo, dominando el aire de Cidalia. Se oyó una frase rota, como un vidrio, dramáticamente:

—¡Soy Master YQ y... !

Patricio HJ dijo, como alguien frente al mar, para que la voz corra por las aguas y se expanda, potente y pura:

—¡Yo aprendí en los libros prohibidos otra manera de ver y sentir! Por ejemplo, “porque mejores son tu amores que el vino... Tu nombre es como ungüento derramado... No reparéis en que soy morena, porque el Sol me miró. Mi amado es para mí un manojito de mirra” Pero, escuchen. El amado pensaba así, y lo proclamaba: “Tus dos pechos, como gemelos de gacela, que se apacientan entre lirios. Ven conmigo desde las guaridas de los leones, desde los montes de los leopardos. Como panal de miel destilan tus labios, oh esposa: ¡miel y leche hay debajo de tu lengua... !”. “La voz de mi amado. ¡He aquí, él viene saltando sobre los montes, brincando sobre los collados! El tiempo de la canción ha venido...”

Patricio HJ calló. Clavó sus ojos, como dos nardos en los de Susana L45, y como si hubiese mojado su lengua en una miel recién descubierta, dijo:

—Te miro como se mira a una princesa de los cuentos remotos, surgida de un rumor de la selva misteriosa, luz de estrella lejana, tibieza de nido resguardado de los vientos, belleza de agua nueva y de rosa que tiembla besada por el rocío de las mañanas, ¡no seas insensible a este reclamo de quien te honra como a la más dulce de las dominadoras porque eres mujer!...

Susana L45 se sorprendió. Dijo:

—¡Pobre infeliz!

Y se fue.

—¡No te vayas, mujer: iré al horizonte, allí en donde crecen los lirios y los claveles salvajes, olvidados! ¡Míralos! ¡A veces el viento trae su perfume leve! ¡Yo lo siento! Sembraré de flores esta piedra gigantesca que es Cidalia, y ésta que piso, y cada huella que hayas dejado, mujer, invisible pero cierta, y por donde transitan los hombres y los niños para que vuelvan los tiempos perdidos...

Y hablaba solo. Cuando vio su soledad, cayó de rodillas, llorando.

La luz era rosada, y en seguida, violeta, el color de la violencia. Y volvía a ser rosada. Y, otra vez, violeta. Y todos corrían a esconderse en sus viviendas. Y se oyeron los violentos estampidos característicos de una tragedia que estremecía a Cidalia. ¡Se estaba librando un combate en la cima del Poder!

Años después, en la plaza de “Los Inmortales” se exhibía una placa con una inscripción: “Aquí yace Master YQ triunfador, pero destruido por los otros cerebros electrónicos, que también fueron aniquilados, cuando defendió heroicamente a Patricio HJ, el poeta”.

Y había lirios y claveles en profusión en la plaza de “Los Inmortales, y la brisa llevaba el perfume de las flores que embellecían la ciudad de Cidalia.

Y una mujer cantaba alegremente.