LA MÁQUINA DE CAZAR - Carol Emshwiller

Sintió el rápido latir del corazón de Ruthie McAlister, del mismo modo en que sentía los latidos de cualquier otro animal. Las palmas de sus manos estaban húmedas, cosa que percibía al igual que su aliento, y escuchaba su risita nerviosa.

Ruthie estaba observando a su marido, Joe, mientras éste se inclinaba sobre la unidad de control del aparato que sentía los latidos del corazón: la cosa gris verdosa a la que llamaban perro, o Rover, o a veces incluso sabueso.

—¡Eh! —dijo ella—. Supongo que quedará bien, ¿no es así?

Joe desenroscó un tornillo con la uña del pulgar y tiró del cable ligado a él.

—Pásame una horquilla —dijo. Ruthie buscó en su cabeza.

—Quiero decir, ¿no es peligroso?

—No.

—No me refiero sólo a eso —dijo ella señalando la cosa gris verdosa con la barbilla—. Quiero decir, sé que eres hábil para arreglar estas cosas, como la vez que obtuviste cerveza gratis de la máquina de cerveza y, válgame Dios, creo que no pagamos por los programas de TV desde hace años. Quiero decir, sé que puedes arreglar bien las cosas, pero ¿no se darán cuenta cuando lo lleven de vuelta y lo revisen?

—Escucha, esos guardas son campesinos; además, puedo arreglarlo de nuevo para que nadie se dé cuenta.

La cosa gris verdosa estaba en cuclillas sobre sus seis patas de manera que Joe podía inclinarse sobre ella. Sentía que los latidos de Ruthie habían bajado casi al ritmo normal, y la escuchó suspirar.

—Supongo que estás ducho en esto, ¿no es así, Joe? —dijo ella, secándose las manos húmedas en su túnica verde—. Ese es el dial del peso, ¿no es cierto? —preguntó, observando cómo él movía el aro superior.

Joe asintió.

—Setecientos kilos —dijo, lentamente.

—¡Oh! ¿Era realmente tan grande?

—Más que eso —contestó, y la cosa sintió acelerarse los latidos y la respiración del hombre.

Habían aterrizado la antevíspera, con su tienda geodésica, las camas neumáticas, la cocina de camping automática y las mesas de aire de bolsillo, la TV de bolsillo, cuatro conjuntos de caza desechables para cada uno (uno para cada día), y dos pistolas plegables con graduación de poder.

Tenían además repelente contra insectos, espantavíboras, filtro solar y el cazador gris verdoso, alquilado por el guarda y programado para tres pájaros, dos ciervos y un oso negro. Ahora sólo les quedaba el oso; Joe McAlister había abierto los contactos, desconectado la memoria y cambiado las instrucciones para un oso marrón, de 700 kilos.

—No me importa —dijo—. Quiero ese oso.

—¿Crees que mañana estará allí todavía?

Joe palmeó una de las largas y delgadas patas de la cosa.

—Si no lo está, este sabueso lo encontrará para nosotros.

El día siguiente había amanecido claro y fresco, y Joe aspiró expandiendo el tórax y dio unas palmadas sobre su incipiente barriga.

—Sí, señor —dijo—. Este es un día para algo grande; algo realmente grande, que armará un verdadero jaleo.

Observó cómo el rojo del amanecer se desvanecía mientras Ruthie encendía la cocina y luego abría su equipo de maquillaje: ella se pasó filtro solar por la cara y luego se espolvoreó con talco bronceador. Se oscureció los párpados y puso carmín en los labios; después abrió la cocina y sacó dos platos descartables con tocino y huevos.

Se sentaron en las sillas hinchables automáticas a la mesa hinchable automática. Joe dijo que no había como el aire del Norte para abrir el apetito y Ruthie replicó que en la ciudad se debían estar asando, y luego se rió tontamente.

Joe se estiró en la silla y bebió un sorbo de café.

—Tirar a un ciervo es lo mismo que disparar a una vaca —dijo—. No hay ninguna emoción. Aun cuando los perros de caza los incitan, lo único que quieren es salir huyendo. Pero este oso va a ser distinto. Claro que hay osos tímidos también, pero el perro sabe qué hacer al respecto.

—Dicen que la situación es que están quedando pocos de los grandes.

—Sí, pero uno menos no hace daño. Imagínate una piel y una cabeza de ese tamaño en la sala. Creo que cualquiera que entrase se quedaría admirado.

—No haría juego con las cortinas —dijo la esposa.

—Creo que lo que haré es empaquetar la piel y dejarla por aquí escondida hasta que los guardas no nos controlen. Luego, tal vez dentro de un par de días, volveré y la cogeré.

—Buena idea —dijo ella. Ruthie había terminado su café y se estaba perfumando con repelente de insectos.

—Bien, supongo que es hora de empezar —dijo él. Calzaron sus pistolas desplegadas en los cinturones. Pusieron los almuerzos deshidratados autococinables en sus bolsillos. Se colgaron del hombro las cantimploras refrigerantes. Cada uno cogió un paquete que contenía silla, mesa y sombrilla; por último, Joe se ajustó el micrófono que controlaba al cazador. Se ajustaba bien sobre el hombro, de modo que podía girar la cabeza hacia el costado y hablar por él.

—Todo listo, perro —dijo, levantando el hombro e inclinando la cabeza—. En marcha. Al sitio en que lo vimos ayer. Puedes seguir el rastro desde allí.

La máquina de cazar salió corriendo delante de ellos. Podía ir más rápido que cualquier cosa que tuviese que cazar. Dos kilómetros, tres kilómetros: Joe y Ruthie quedaron atrás. Seguían la señal que les enviaba, caminando, hablando y ayudándose mutuamente en los tramos difíciles.

Cerca de las once Joe se detuvo, se sacó el sombrero de caza rojo y enjugó su calva incipiente con el pañuelo nuevo que había comprado en la Camisería El Cazador, en Nueva York. Fue en ese momento que recibió la señal: Avistado, avistado, avistado…

Joe se inclinó hacia el micrófono.

—Pégate a él, muchacho. ¿Cuan lejos estás? Bien, trata de empujarlo hacia aquí si puedes —se volvió a su mujer—. Veamos, unos tres kilómetros… Nos tomaremos media hora para almorzar. Tal vez nos lleve un par de horas llegar hasta allí. ¿Cómo va eso, chica?

—Bárbaro —dijo Ruthie.

El enorme oso se sentó en las rocas junto al arroyo. Sus zarpas delanteras estaban húmedas hasta el codo. Había tres cabezas de pescado arrancadas junto a él. Sólo comía las mejores partes porque era un buen pescador; y ahora estaba observando el agua clara en busca de otro lomo azul que se detuviese en su camino contra la corriente.

No fue un olor lo que lo hizo darse vuelta. Tenía un olfato agudo, pero la máquina de cazar estaba hecha para no tener ningún olor. Fue el crujido de los secos líquenes grises, que lo hizo mirar. Se quedó quieto, mirando en dirección al sonido y bizqueando con sus pequeños ojos, pero no lo vio hasta que se movió.

Pesaba tres cuartos de tonelada; pero al igual que un pájaro o un conejo o una víbora, el oso evitaba las cosas que fueran grandes y extrañas. Se volvió por el camino que siempre hacía, el camino hacia su árbol de rascarse y su casa. Se movía rápida y silenciosamente, pero la cosa lo seguía.

Giró de nuevo hacia el arroyo y lo vadeó hacia el lado opuesto a la cosa, pero ésta lo seguía todavía, sin necesidad de rastro. Una vez que la máquina de cazar avistaba, ya no perdía su presa.

Latidos normales, respiración normal, registraba. Alrededor de 700 kilos.

El oso salió del agua y se volvió, llamando con gruñidos sordos. Se irguió sobre sus patas traseras y desplegó toda su altura. Casi dos hombres uno encima del otro. Se paró e hizo una advertencia.

La máquina de cazar esperó a unos veinte metros de él. El oso la miró durante un minuto entero; luego descendió sobre sus cuatro patas y se dirigió hacia el sur otra vez. Era tímido y no quería problemas.

Joe y Ruthie siguieron caminando hacia el Norte con paso liviano hasta la hora del mediodía. Entonces se detuvieron para almorzar junto al mismo arroyo que había vadeado el oso, sólo que más abajo. Utilizaron el agua helada para su comida deshidratada: carne con setas, puré de patatas y ensalada que se desplegaban en el agua como las flores de papel japonesas. Traían también tabletas de café con una unidad calorizante que hacían efervescencia en el agua como un fuego de artificio hasta que el agua se convertía en café caliente y cremoso.

El oso no se detuvo a comer. El mediodía no significaba nada para él. Ahora se movía con otro propósito, mirando hacia atrás y fijando sus ojitos bizcos.

El cazador percibía la aceleración de los latidos, el aliento pesado y el ritmo creciente. Dirección general: Sur.

Joe y Ruthie siguieron la señal hasta que ésta cambió de pronto. Llegaba con mayor frecuencia, lo cual indicaba que estaban más cerca.

Se detuvieron y desplegaron las pistolas.

—Bebamos una taza de café primero —dijo Ruthie.

—De acuerdo, querida —Joe soltó las sillas que se inflaron solas—. Es bueno darse un recreo para aprovechar bien la pelea.

Ruthie alcanzó a Joe una taza de café efervescente.

—No te olvides que querías que Rover lo aguijoneara un poco.

—Ajá. Un oso no vale más que un ciervo sin eso. Gracias por recordármelo. Se dio vuelta y habló despacio por el micrófono.

La máquina de cazar achicó lentamente la distancia. Quince metros, diez, cinco. El oso escuchaba y se volvió. De nuevo se alzó, alto como dos hombres, y rugió con su grito de advertencia para indicarle a la cosa que se quedara en su sitio.

Joe y Ruthie sintieron un escalofrío y no se miraron. Lo habían escuchado con su espina dorsal más que con los oídos, con un instinto que habían olvidado…

Joe sacudió los hombres para sacarse la sensación del sonido.

—Creo que el sabueso está sobre él.

—Muy bien —dijo Ruthie—. Que no lo deje escapar.

Las puntas de los brazos del cazador sacaron sangre, pero sólo en los puntos seguros: rasguños en la espalda, en el grueso bulto detrás de la cabeza, pinchazos en los muslos. No tocaba nunca las venas ni las arterias.

El oso golpeó la cosa con su gran zarpa. Las garras chirriaron sobre la sección del cuerpo pero ni siquiera dejaron una marca en el metal. El golpe envió la cosa a algunos metros, pero volvió una y otra vez. Los músculos, las zarpas y los dientes no le hacían nada. Estaba hecho para soportar más de lo que podía hacerle un oso, y sabía, con su inteligencia preprogramada, cómo enfurecer a un animal.

La saliva acudió a la boca del oso y se desbordó chorreando por la barbilla mientras él movía su pesada cabeza hacia los costados y hacia atrás. Le salpicaba, haciéndose pegajosa en las mejillas y dejando oscuras y húmedas marcas cruzándole el pecho. Lo único que existía ahora para él era su rabia, y gritaba una y otra vez con la voz áspera y profunda de la frustración.

A doscientos metros de allí, Joe dijo:

—¡Eso es un gruñido!

—Ajá. Si el ruido quiere decir algo, creo que el oso está casi listo para una verdadera pelea.

Se pusieron ambos de pie y plegaron las sillas y las tazas. Miraron a través de las miras de las pistolas para comprobar si estaban bien reguladas.

—Ponlo en medio —dijo Joe—. Comenzaremos despacio.

Llegaron donde estaba el oso, y tomaron posición en un sitio elevado. Joe llamó por el micrófono a la máquina de cazar.

—Hazte a un lado, perro, y ven hasta aquí para apoyarnos. —Luego llamó al oso—:

¡Eh!, muchacho, por aquí. Por aquí.

La cosa gris verdosa se retiró y el oso vio al nuevo enemigo, esta vez dos de ellos. No hesitó; estaba listo para cargar sobre cualquier cosa que se moviera. Estaba a sólo cinco metros cuando las pequeñas pistolas detonaron. La fuerza lo tiró al piso, y rodó, atontado; luego se levantó y volvió a la carga, todo zarpas y dientes.

La pistola de Joe detonó otra vez. Esta vez el oso se tambaleó, pero siguió avanzando. Joe retrocedió, moviendo el dial para aumentar el poder de la pistola. Chocó con Ruthie que estaba detrás, y cayeron los dos. La voz de Joe era un grito desaforado:

—¡Cógelo!

La máquina de cazar se movió presta. La afilada pata delantera salió como un gancho, bajo la quijada y dentro del cerebro.

Yacía allí. Parecía más pequeño, pero todavía enorme. Su piel desgarrada estaba salpicada de sangre. Las pulgas se desplazaban sobre el cuerpo y ya acudían las moscas. Joe y Ruthie se acercaron para mirarlo respirando profundamente.

—No tendrías que haberte puesto detrás mío —dijo Joe en cuanto recuperó el aliento—. Lo hubiera hecho durar más tiempo si no te hubieras atravesado en el camino.

—Tú me dijiste que lo hiciera —dijo Ruthie—. Tú me dijiste que me quedara detrás tuyo.

—Bueno, no quise decir tan cerca. Ruthie resopló.

—De cualquier modo —dijo—, ¿cómo le vas a sacar la piel?

—Hmmmph.

—No creo que esa porquería comida por las polillas vaya a ser una buena alfombra. Está bastante sucio, y probablemente lleno de gérmenes.

Joe caminó alrededor del oso y le dio vuelta a la cara con la punta del pie.

—Va a ser un trabajo del demonio —agregó—, sacarle la piel. Será ponerse hasta los codos de sangre y tripas, supongo.

—No creí que fuera así para nada —dijo Ruthie—. ¿Por qué no lo dejas? Ya tuviste diversión.

Joe se quedó parado, mirando la cabeza del oso. Observó cómo una mosca aterrizaba en un ojo y luego caminaba hasta el húmedo agujero de la nariz.

—Está bien, vámonos.

Ruthie cogió su pequeño saco.

—Sí —dijo—, que quiero llegar a tiempo para darme un baño antes de la cena.

—Muy bien —Joe se inclinó hacia el micrófono—. Venga, Rover, sabueso. Has hecho un buen trabajo.