DUENDES - W. Sherwood Hartman

Cuando Elaine y yo encontramos la Trotting Inn, nos pareció, exactamente, lo que habíamos estado buscando. El edificio resultó ser viejo pero se veía bastante bien conservado. La cocina era adecuada y el equipamiento estaba en buenas condiciones. Desde luego, el bar requería una nueva decoración y había muchas mejoras que se podrían introducir, pero teníamos tiempo suficiente para eso. El bar tenía buenos ingresos diarios, y las veladas quedarían resueltas con el servicio de restaurante. Allí estábamos lo bastante cerca de Gettysburg para poder contar con la ventaja del turismo veraniego, y estábamos rodeados por pequeñas ciudades que nos procurarían el negocio suficiente para resistir fuera de temporada. También nos hallábamos próximos a Baltimore lo que facilitaría el abastecimiento de pescado fresco, la especialidad de la casa. Su propietario quería retirarse debido a su edad, y el precio resultaba razonable. Así que, con un generoso préstamo del Banco, compramos el local.

Las primeras semanas fueron muy movidas. Elaine y yo éramos gentes del espectáculo retiradas, y el hecho de cambiar a una cocina y a un servicio de restaurante y bar no nos iba a resultar nada fácil, pero el anciano propietario se quedaría algún tiempo con nosotros hasta que le tomáramos el pulso a las cosas. Al cabo de un mes, seguimos solos, sin ayuda alguna, porque las cosas estaban ya encauzadas en una sencilla rutina. Entonces fue cuando lo oí por primera vez…

Como ya he dicho, Trotting Inn es un viejo edificio. Hay una escalera que va de la cocina a un apartamento en el piso de encima, pero como éste requeriría muchas mejoras para ser habitable, decidimos esperar hasta tener restaurada la parte del negocio antes de hacer lo mismo con esa otra. Después de la primera inspección, ninguno de nosotros había vuelto a subir allí.

Era ya tarde, en un sábado por la noche. El último cliente se había ido y yo había echado los cierres. Elaine estaba fregando vasos detrás de la barra del bar y yo los iba colocando en la cocina. Ambos estábamos cansados y, a excepción de los ruidos apagados de nuestro trajinar, todo permanecía en silencio. Entonces, procedente de arriba, se oyó un golpazo y algo así como el horripilante lamento de un gnomo en la agonía de la muerte. El gemido se extinguió en el silencio, pero hubo un nuevo y contundente golpe en el bar cuando Elaine dejó caer una bandeja llena de vasos. Rodeó, desolada, el mostrador, irrumpiendo en la cocina y echándome los brazos al cuello, temblando cual un conejo asustado. Debo admitir que yo me trastorné un poco también pero tuve que hacer uso de mi raciocinio. Habíamos estado muy atareados aquella noche y era muy posible que alguien hubiese andado por allí sin yo saberlo en busca de los lavabos, atravesando la cocina para seguir escaleras arriba y, finalmente, quedarse dormido en una de las viejas camas del apartamento. No hay ninguna entrada hacia las escaleras desde el exterior, de modo que nadie podía estar intentando robar.

Conseguí tranquilizar a Elaine; entonces, encendí la luz de la escalera y subí. Entré en el apartamento esperando encontrar a un borracho en el suelo, pero allí no había nadie. Miré debajo de las camas, en los armarios; registré el lugar de cabo a rabo. Estaba vacío. No había nadie allí. Así que volví escaleras abajo a tranquilizar a Elaine.

Mientras recogíamos los cristales rotos detrás del mostrador, intenté explicarle que el ruido tenía que haber sido causado por un desplazamiento del viejo maderamen, o que tal vez las vibraciones de los grandes camiones en la autopista hubiesen hecho caer una vieja caja. Por último, Elaine logró dominar su nerviosismo e incluso nos reíamos ya del incidente cuando abandonábamos el local. Ella fue hacia el coche mientras yo apagaba las luces del interior. Entonces, en el momento en que giraba la llave en la cerradura, me llegó desde el piso de arriba la risilla más estúpida que jamás escuchara. Cerré con llave y nos fuimos a casa.

Las tres semanas siguientes fueron de gran ajetreo. Conocimos a las gentes del lugar y nos sentimos contentos de su afable acogida. Los holandeses de Pennsylvania son de trato fácil siempre que no intentes presionarles. Les gusta mostrarse un poco agresivos con sus amistades y acogen a un forastero como si fuera uno de ellos a condición de que se comporte y espere. Las cosas funcionaron a pedir de boca.

Fue un jueves por la tarde cuando lo oí de nuevo. Elaine había ido de compras a Hanover y yo me había quedado solo en el bar con Cy Rouser, uno de los clientes habituales. Él vivía en una granja a unos cinco kilómetros al este del Inn. Ahora, sus dos hijos administraban la finca y a él le quedaba mucho tiempo libre. Se había tomado dos dobles de bourbon, dos cervezas y un par de pastelillos de cangrejo como almuerzo y se hallaba sentado en un extremo del bar con la cabeza entre las manos, dormitando, cuando oí el segundo golpazo proveniente de arriba.

Cy ladeó la cabeza para mirar hacia el techo, e hizo una mueca sonriente.

—Ése es nuestro viejo compadre —dijo.

Yo me disparé a través de la cocina escaleras arriba pero Cy gritó a mis espaldas:

—¡No encontrarás a nadie ahí! ¡Es un duende!

Regresé al bar.

—Veamos, Cy —le conminé—, explícame con exactitud lo que es un duende y qué demonios está haciendo ahí arriba, encima de mi bar.

—Nada de qué preocuparse… Ha estado aquí desde que este edificio fuera construido. Mi padre solía hablarme de él cuando yo era pequeño todavía. Un duende no es más que una clase de fantasma amigable. No molesta a nadie. Le gusta hacer un poco de ruido de vez en cuando para llamar la atención. Ya subes, como si quisiera indicarnos que está aquí… ¡No hay maldad en estos duendes!

Intenté conformarme con la explicación de Cy, aunque no fue nada fácil. Los ruidos de arriba resultaban desconcertantes en su irregularidad. Si hacía una tarde tranquila, los ruidos tintineaban sobre nuestras cabezas como perdigones rodantes. En las estrepitosas noches de sábado, los sonidos de arriba semejaban un forcejeo entre King Kong y Superman. Yo investigaba una vez y otra, mas nada se movía en el segundo piso. Hasta el polvo permanecía estático. Al fin me resigné y decidí vivir con el duende. Incluso cesé de revisar el segundo piso y empezamos a utilizar la escalera para almacenar las cajas de cerveza. El negocio iba muy bien y yo no quería tolerar que un estúpido fantasma lo estropeara. Pero seguía siendo desconcertante el estar viendo un partido de béisbol en la televisión, por la tarde, y tener que aguantar los sonidos de una montaña rusa que nos llegaban desde el techo durante los espacios publicitarios.

Lo extraño era que muy pocos clientes, salvo los habituales, se apercibían de tales ruidos. Estos últimos solían ladear la cabeza con sonrisa de conocedores y escuchar, mientras los demás continuaban comiendo y bebiendo como si tal cosa.

Y entonces sobrevino el incidente con la botella de J. W. Dant. El Dant es un buen whisky de maíz rancio pero tenemos pocos bebedores de bourbon en esta comarca y la botella estaba sin abrir. Se hallaba en el estante superior del bar junto con los otros whiskies de poca circulación, y se le quitaba el polvo los lunes y los jueves.

Acababa de abrir en la mañana del martes y mi primer cliente me pidió whisky de centeno y soda. Puse hielo en un vaso, vertí encima el licor, alargué la mano debajo del mostrador para coger la soda… ¡y saqué la botella de J. W. Dant! Mi primer pensamiento fue que Elaine habría cambiado las botellas con la intención de gastarme una broma. Pues la botella de soda estaba en el estante del Dant. Así que puse la botella de Dant en su sitio y devolví la soda al suyo. Entonces, se oyeron algunos ruidos escaleras arriba, como un portazo, una risilla y el rumor de minúsculos pies corriendo por el suelo. Yo los oí, pero los clientes no parecieron oír nada.

Kenny, nuestro camarero, llegó a las once para ayudar en la hora del almuerzo y yo me tomé un descanso. Me escurrí escaleras arriba, entre las cajas de cerveza, e hice la enésima inspección del apartamento… Lo encontré como me había figurado. Allí no vi a nadie y nada había sido movido. Deambulé por las desiertas habitaciones gruñendo para mis adentros y despotricando a media voz. Entonces, cuando cerraba la puerta e iniciaba el descenso, oí la risilla una vez más.

Desde aquel instante, las cosas se convirtieron en una especie de juego. La botella de Dant estuvo casi todo el tiempo en el lugar que le correspondía pero, un día, apareció en el refrigerador. La siguiente ocasión, me la encontré escondida detrás de una caja de cervezas en la cámara frigorífica. Otra vez, en la cocina, entre las fuentes. Una mañana estaba campando por sus respetos sobre la máquina automática del tocadiscos. Y me encontré imprecando en voz alta a mi verdugo invisibles y, como era usual, recibí un silencio burlón, si a veces me pareció haber hecho mella, pues se me recompensó con un discreto porrazo dado arriba o una risilla estúpida.

Pasado cierto tiempo, el duende pareció cansarse del juego y la botella de Dant permaneció en su sitio habitual durante varias semanas. Para ser franco, aquella falta de actividad empezó a aburrirme. Entonces, al abrir las puertas una mañana de sábado, me encontré la botella en el centro del bar, abierta y casi vacía junto a un vaso de whisky y otro de cerveza, este último con unos dos centímetros de agua.

—¡No me alteran tus necias jugarretas —vociferé sin poder contenerme levantando la mirada al techo—, pero si quieres beber whisky, consume el del bar! ¡Éste es de marca, y muy caro!

Arriba, el ente explotó en una serie de golpetazos y risillas alborozadas. No le di satisfacción de subir para investigar… Un cliente entró, y el piso de arriba quedó tranquilo para el resto del día.

Fue un sábado agotador y tuve poco tiempo para reflexionar sobre el duende alcohólico que residía sobre mi cabeza. Era la cansina una de la madrugada del domingo cuando Elaine se fue a casa. Kenny, que ya había limpiado casi todo a la una y media, también se marchó. Los pocos clientes que quedaban fueron desfilando poco a poco hasta que me vi solo con dos bebedores noctámbulos. Ninguno de los dos parecía ser muy hablador. Yo me serví una copa y me fui preparando para una larga espera.

Ambos eran unos desconocidos para mí. El que se encontraba en el extremo derecho del bar, un tipo delgado, de treinta y tantos años, lucía una fea cicatriz debajo del ojo izquierdo. El otro parecía más joven y tenía la constitución de un levantador de pesas.

El tipo delgado terminó su bebida y señaló su vaso con la cabeza.

—Sírvanos una a todos —pidió.

Le llené el suyo, después el del forzudo y serví otro para mí. Una vez hecho esto, levanté la vista y me encontré mirando la boca de un revólver del 38.

—Vale —dijo el flaco—. Ahora cerremos el local. No necesitamos más compañía esta noche.

El tono de su voz y la blancura ominosa en torno a los nudillos del puño que enarbolaba el arma acallaron toda discusión en mí. El sujeto me siguió hasta la cocina y allí hice girar la llave en la cerradura de la puerta trasera. Él me pisó los talones mientras yo echaba los cerrojos de la puerta lateral y de la principal. Apagué las luces exteriores y volví al bar. Entretanto, el robusto había sacado un revólver también.

Me sentí como emparedado.

—Miren —dije en el mismo tono que haría cualquier cobarde normal en una situación análoga—, cojan lo que les plazca y márchense. No tengo ganas de jaleos.

—¿Has oído esto, Joe? —preguntó, burlón, el larguirucho a su compinche—. Quiere que nos marchemos. ¿No es de lo más gracioso? —Entonces, se volvió hacia mí, y sentí un escalofrío por la espalda cuando le miré a los ojos. Eran de un azul glacial y tenían la pavorosa finalidad de una necrología—. No le importará que terminemos nuestras bebidas antes de marchar, ¿verdad? Puede que nos apetezca quedarnos aquí un rato.

El robusto se limitó a gesticular y los dos continuaron sentados jugueteando con sus vasos. Yo me serví otro trago pensando que si tenía que irme al otro mundo, eso lo haría menos doloroso.

—Apártese de la caja registradora —me ordenó el flaco.

Yo caminé hacia el otro extremo del bar, cerca de donde él estaba sentado.

—Ahora, tú coge el dinero —dijo a su compinche.

El robusto pasó al otro lado de la barra, hurgó debajo del mostrador, sacó una bolsa de papel y empezó a meter billetes y monedas en ella.

De pronto, se oyó un estruendoso estampido procedente del piso de arriba, como si alguien hubiese cerrado, colérico, una puerta. El más fuerte se quedó inmóvil junto a la registradora.

El flaco miró hacia el techo para después encararse conmigo. El odio y el pavor le endurecieron la mirada.

—¡Vale, tío listo! ¿Quién está ahí arriba?

—¡El fantasma del general Custer y toda una tribu de indios! —grité, comprendiendo que decir la verdad era inútil.

—¡Maldita sea, yo lo averiguaré en seguida, so chiflado! —me chilló mientras salía disparado a través de la cocina y escaleras arriba.

Acto seguido se oyó una avalancha de cajas de cerveza y un grito ahogado. El forzudo me empujó al pasar y la botella de J. W. Dant cayó del estante justo a tiempo para que yo la cogiera al vuelo y golpeara con ella el cráneo del forzudo.

Cuando el tipo se desplomó, yo le cogí el arma y corrí a la cocina. Todo cuanto se veía del flaco era su mano empuñando el revólver. El resto de su cuerpo estaba enterrado bajo cajas de cartón y cascos de cerveza vacíos. Le pisé la muñeca, arrebatándole el arma, y telefoneé a la policía.

Había pasado un mes cuando Elaine sugirió que restaurásemos el apartamento de arriba y viviéramos allí en vez de ir y venir entre el restaurante y la ciudad. Yo rechacé la idea diciendo que era demasiado costosa, pero la verdad fue que no quise perder al inquilino existente…