NO CON UNA EXPLOSIÓN - Damon Knight

Pasaron diez meses después de que Rolf Smith viera el último avión. Fue entonces cuando supo sin lugar a dudas que sólo otro ser humano había sobrevivido. Se llamaba Louise Oliver y estaba sentada frente a él en la cafetería de unos grandes almacenes de Salt Lake City. Habían abierto una lata de salchichas de Viena y bebían café.

Un rayo de sol se colaba por el vidrio roto de una ventana. Era como una sentencia que caía sobre el sombrío ambiente de la sala. No se oía ningún sonido, ni en el interior ni en el exterior. Tan sólo el desesperante rumor de la ausencia… Nunca volvería a oírse el ruido de los platos mientras los lavaban en la cocina o el traquetear de los tranvías. Nunca. No había otra cosa más que un rayo de sol, el silencio… y los ojos lacrimosos y asombrados de Louise Oliver.

Rolf se acercó más a la mujer, tratando de llamar la atención, aunque sólo fuera por un instante, de aquellos ojos como de pez.

—Cariño —dijo—. Respeto tu punto de vista, claro. Pero debo hacerte comprender que es muy poco práctico.

Louise le miró con cierta sorpresa. Luego desvió la mirada. Sacudió ligeramente la cabeza: No. No, Rolf. No viviré en pecado contigo.

Smith pensó en las mujeres de Francia, de Rusia, de México, de los mares del sur. Había pasado tres meses en los ruinosos estudios de una emisora radiofónica de Rochester, escuchando las voces hasta que se desvanecieron. Había existido una gran colonia en Suecia, que contaba entre sus miembros a un ministro inglés. Dijeron que Europa había desaparecido. Así de sencillo. No quedaba una sola hectárea que no hubiera sido barrida por el polvo radiactivo. Disponían de dos aviones y combustible suficiente para llegar a cualquier parte del continente. Pero no había ningún lugar adonde ir. Al principio fueron tres los que contrajeron la epidemia; luego once y finalmente todos.

El piloto de un bombardero cayó cerca de una emisora gubernamental de Palestina. No duró mucho, ya que se había roto algunos huesos en el accidente, pero había visto vacío el océano en los lugares donde deberían haber estado las islas del Pacífico. Supuso que los icebergs del Ártico habían sido bombardeados, aunque sin saber si se había tratado o no de un error.

No hubo informes de Washington, de Nueva York, de Londres, de París, de Moscú, de Chungking, de Sydney… Era imposible saber qué ciudades habían sido arrasadas por las enfermedades, cuáles por el polvo, cuáles por las bombas.

El mismo Smith había sido asistente de laboratorio en un equipo que intentó encontrar un antibiótico contra la epidemia. Sus superiores habían descubierto uno que dio resultados algunas veces, pero fue demasiado tarde. Cuando se fue, Smith se llevó todo lo que quedaba de aquel medicamento: cuarenta ampollas, suficientes para varios años.

Louise había sido enfermera en un elegante hospital próximo a Denver. Según ella, ocurrió algo bastante raro en el hospital cuando se dirigía hacia allí la mañana del ataque. Cuando se lo contó a Rolf estaba muy tranquila, pero sus ojos adoptaron una mirada vaga y su aspecto abatido pareció decaer un poco más. Smith no la forzó a que se explicara.

Igual que él, Louise había encontrado una emisora de radio que aún funcionaba. Smith decidió reunirse con ella tras asegurarse de que no había contraído la epidemia. Al parecer, Louise era naturalmente inmune. Debían de haber habido otras personas, unas cuantas como mínimo, pero las bombas y el polvo no habían tenido piedad con ellas.

A Louise le parecía muy desagradable el hecho de que ningún sacerdote protestante hubiera conservado la vida.

El problema era que ella lo decía en serio. A Smith le había costado mucho tiempo creerlo, pero era cierto. No pensaba dormir con él en el mismo hotel. Esperaba, y recibía, cortesía y buenos modales en grado sumo. Smith había aprendido la lección: paseaba con ella ocupando el lado exterior de las aceras atestadas de escombros; abría las puertas para ella, si es que aún quedaban puertas; la ayudaba a tomar asiento y procuraba no decir palabrotas. La cortejaba.

Louise aparentaba unos cuarenta años, como mínimo cinco más que él. Smith se preguntaba muchas veces cuántos años debía de pensar ella que tenía. La conmoción de ver lo que había sucedido con el hospital, fuera lo que fuese, y el destino de los pacientes que habían estado a su cargo, había hecho que su mente retrocediera hasta la infancia. Louise admitía tácitamente que todos los humanos, a excepción de ellos dos, habían muerto. Pero parecía considerar el tema como algo que ni siquiera debe mencionarse.

Por cien veces en las últimas tres semanas, Smith había sentido un impulso casi irresistible de romper aquel delicado cuello y proseguir solo su camino. Pero no había más remedio: necesitaba a Louise porque era la única mujer del mundo. Si moría o le abandonaba, él moriría también. ¡Maldita puta!, pensó con una furia incontenible, y se preocupó de que el pensamiento no aflorara a su rostro.

—Louise, cariño —dijo amablemente—. Quiero hacer todo lo que pueda para que no sufras. Ya lo sabes.

—Sí, Rolf —contestó ella, mirándole fijamente como si fuera una gallina hipnotizada.

Smith hizo un esfuerzo para proseguir.

—Debemos enfrentarnos a los hechos, por más desagradables que sean. Cariño, somos el único hombre y la única mujer que existen. Somos como Adán y Eva en el Paraíso.

El rostro de Louise mostró una expresión de ligero disgusto. Era obvio que estaba pensando en hojas de parra.

—Piensa en las generaciones futuras —continuó Smith con voz temblorosa. Piensa un poco en mí. Quizá sirvas otros diez años, quizá no. Estremeciéndose, meditó en la segunda etapa de la enfermedad: la desesperante rigidez que atacaba sin previo aviso. Ya había padecido uno de esos ataques, y Louise le había ayudado a superarlo. Sin ella se habría quedado en aquel estado hasta morir, con la inyección salvadora a pocos centímetros de su mano rígida. Pensó furiosamente: Si tengo suerte, tendré dos hijos contigo, dos como mínimo antes de que estires la pata. Y entonces estaré a salvo.

—Dios no quería que la raza humana acabara así —prosiguió—. Se compadeció de nosotros, de ti y de mí, para… —Se detuvo. ¿Cómo podía decirlo sin ofenderla? «Padres» no serviría, era demasiado sugerente—. Para que siguiéramos llevando la antorcha de la vida —finalizó. Sí, era una forma de decirlo bastante adecuada.

Louise miraba vagamente por encima de su hombro. Sus ojos parpadeaban con regularidad y los movimientos de su boca, similares a los de un conejo, seguían el mismo ritmo.

Smith bajó la mirada para observar sus enflaquecidos muslos. No soy lo bastante fuerte para forzarla, pensó. ¡Dios mío, si fuera lo bastante fuerte…!

Volvió a sentir la rabia causada por su impotencia y la reprimió. Debía mantenerse sereno, pues aquélla podría ser su última oportunidad. Louise había estado hablando hacía poco, con aquel lenguaje impreciso que siempre usaba, de ir hasta la cima de una montaña y suplicar el consejo divino. No había dicho que iría sola, pero era fácil suponer que tal era su intención. Rolf había tenido que discutir con ella hasta debilitar su resolución. Se concentró al máximo y lo intentó una vez más.

Las palabras llegaban como si fueran ruidos sordos y lejanos. Louise escuchaba una frase de vez en cuando, y cada una de ellas provocaba una cadena de pensamientos que aumentaba su éxtasis. «Nuestro deber para con la humanidad…», había dicho mamá muchas veces… Aquello había sido en la vieja casa de Waterbury Street, claro, antes de que mamá enfermara. Mamá decía: «Hija, tu deber es ser limpia, educada y devota. La belleza no importa. Hay muchas mujeres feas que han conseguido esposos buenos y cristianos.»

Esposos… Parir y soportar… Flores de azahar, damas de honor, música de órgano… A través de su ensueño vio el rostro enjuto y malicioso de Rolf. Era el único hombre en su vida, por supuesto. Louise lo sabía perfectamente. Cuando una mujer pasaba de los veinticinco años debía conformarse con cualquier hombre. Muy gracioso.

Pero a veces me pregunto si él es realmente un hombre agradable, pensó.

«… a los ojos de Dios…» Louise recordó las vidrieras de la vieja Primera Iglesia Episcopal y cómo había pensado que Dios la miraba siempre a través de aquella brillante transparencia. Quizá Él la estaba mirando todavía, aunque algunas veces parecía que Dios la hubiera olvidado. Louise comprendía que las costumbres matrimoniales habían cambiado, por supuesto, y que cuando no se disponía de un sacerdote normal… Pero resultaba vergonzoso, casi un ultraje, que si iba a casarse con aquel hombre no pudiera tener aquellas cosas tan bonitas… Ni siquiera regalos de boda. Ni tan sólo eso. Claro que Rolf le daría todo lo que quisiera. Volvió a mirar su cara y advirtió los ojillos negros que la observaban con feroces propósitos, la boca delgada y el tic lento y regular de los labios, los peludos lóbulos de las orejas sobresaliendo de la maraña de cabello negro…

No debería dejarse el pelo tan largo, pensó Louise, es un detalle indecente. Bueno, ya se ocuparía ella de esas cosas. Si se casaba con él, cambiaría sus costumbres. Era su deber, simplemente eso.

Rolf hablaba ahora de una granja que había visto en las afueras de la ciudad. Una casa amplia y excelente y un granero. No había ganado ni equipo, decía Rolf, pero ya lo buscarían después. Y plantarían simientes y dispondrían de su propia comida, sin tener que ir siempre a los restaurantes.

Louise sintió un roce en la pálida mano que apoyaba sobre la mesa. Los dedos cortos y morenos de Rolf, cubiertos de vello a ambos lados de los nudillos, estaban tocando los suyos. Él había dejado de hablar por un instante, pero luego prosiguió haciéndolo, todavía con más urgencia. Louise apartó la mano.

Rolf estaba diciendo:

—… y tendrás el traje de novia más elegante que hayas visto en tu vida. Y un ramo de flores. Todo lo que quieras, Louise, todo…

¡Un traje de novia! ¡Y flores, aunque no hubiera sacerdote! ¿Por qué aquel tonto no se lo había dicho antes?

Rolf se interrumpió a media frase, dándose cuenta de que Louise acaba de decir con toda claridad: «Sí, Rolf, me casaré contigo si es lo que deseas.»

Sorprendido, deseó que ella lo repitiera, pero no se atrevió a preguntar, «¿Qué has dicho?», temiendo una respuesta fantástica, o que simplemente no hubiera contestación. Inspiró profundamente.

—¿Hoy, Louise? —preguntó.

—Bueno, hoy… No estoy segura… Claro que, si puedes hacer a tiempo todos los preparativos… Pero no creo que…

Una sensación de triunfo recorrió todo el cuerpo de Smith. Todas las ventajas estaban ahora de su parte. Y no pensaba perder la ocasión.

—Di que sí, querida —la apremió—. Di que sí y me harás el hombre más feliz…

Incluso entonces, su lengua se resistió a terminar la frase. Pero no tenía importancia.

—Lo que creas que es mejor, Rolf —contestó Louise.

Smith se puso en pie y ella le permitió que besara su mejilla, pálida y seca.

—Nos iremos ahora mismo —anunció Rolf—. ¿Me perdonas un momento, querida?

Esperó a que ella dijera «Desde luego» y se dirigió al extremo de la sala, dejando sus huellas en la alfombra repleta de polvo. Sólo le quedaban unas cuantas horas más de seguir hablando así a Louise. Y luego aquella mujer se consideraría sometida a él para toda la vida. Después de eso podría hacer con ella lo que quisiera: golpearla cuando le viniera en gana, someterla a cualquier prueba de su desprecio y repulsión, usarla. Para ser el último hombre de la Tierra, no iba a ser tan malo, en absoluto. Ella incluso podría tener una hija…

Encontró la puerta del lavabo y entró. Dio un paso y se quedó paralizado, tieso y en equilibrio por alguna extraña jugarreta del movimiento, impotente. El pánico se aferró a su cuello cuando trató de volver la cabeza y no pudo. Intentó gritar, sin lograrlo. Oyó un ruido tenue mientras el muelle hidráulico de la puerta se cerraba para siempre. No estaba cerrada con llave, pero al otro lado había una advertencia: CABALLEROS.