LOS MORTALES - Luis María Albamonte

A Julio Aguilera Matla, mexicano, quien protagonizó en la
realidad el final de Bertonio, en un bar de Coatepec,
Estado de Veracruz. Hombre contemporáneo convertido
en un rayo pavoroso y alucinado, por amor.
El autor


Este era el tiempo del año 3218 en la Tierra. Reinaba en el mundo Hilarión IV. Su gobierno tenía la pétrea, majestuosa sede en Córdoba. No había problemas perturbadores, revelación dada por la plenitud del color rosado del aire.
Hilarión IV tenía ascendientes de todas las razas, confundidas, en siglos de existencia con remotos parientes de Chabás, en una provincia que se había llamado Santa Fe, hacía casi 1.000 años, nacido justamente cuando comenzaba la “Era de los Inmortales” en aquellos tiempos iniciadores de fabulosos avances de la ciencia y de la tecnología.
Había en la ciudad una arcaica complacencia. No era felicidad. Surcaban el aire minúsculos helicópteros como enjambres de silenciosos moscardones, cada uno por su propio andarivel aéreo que su campo magnético iba trazando a medida que avanzaban, para evitar los choques, de esta manera imposibles.
Hilarión IV poseía algunos secretos tecnológicos, provistos por los sabios, prisioneros de guardianes que los custodiaban. Las victorias de la tecnología, en sus fundamentos, eran poseídas solamente por los sabios cautivos, no obstante beneficiarios de sus mejores frutos. Pero sin libertad. Hilarión IV tenía la llave maestra. Sin duda habrían sido inminentes las catástrofes de imprevisibles consecuencias.
Bertonio era historiador. Su misión consistía en revisar los hechos de la antigüedad, memorizados en las computadoras, comparándolos con los de su contemporaneidad, e informar a los más jóvenes acerca de los orígenes del hombre del siglo XX, apenas un balbuceante sucesor del cavernícola de cuya cueva había escapado con sus increíbles debilidades, agravándolas con el suicida refinamiento de la mentira, de las comidas complejas, del amor dominante, de la cópula cuya atracción irresistible había dado origen a traiciones y asesinatos memorables.
La “Era de los Inmortales” no expresaba enteramente la verdad: hombres y mujeres morían. La casi totalidad como consecuencia de accidentes. Pero se vivía por siglos.
La libido, ese duende que hace cosquillas en la médula espinal, en un fugaz chisporroteo que había arqueado a los hombres más fuertes, y hasta los había puesto de rodillas debilitándolos moral y físicamente en un embriagante deseo de pareja, no existía. La reproducción, adecuando los nacimientos a las necesidades del equilibrio ecológico, y por obra de laboratorios, era escasa.
En sus rastreos históricos Bertonio había encontrado una sentencia milenaria. La había leído en un libro de Albamonte. Decía: “Los dos más grandes placeres del hombre están, uno en la cama, el otro en la mesa. Si el amor y la comida no fueran los placeres supremos y hubiéramos debido amar y comer por obligación, la especie humana habría desaparecido de la Tierra hace siglos”.
¡Y todo eso había sido superado!
Sin embargo, Bertonio había sentido una súbita, incomprensible nostalgia. Fue leve. Como si una célula recóndita, en la columna vertebral, se hubiera iluminado. Como si se hubiera abierto una ventana microscópica desde la que se veía otro mundo, todavía en una nebulosa que Bertonio ni siquiera sospechaba. Era una difusa fotografía de algo lejano, imprecisable, que quería materializarse. Para dejarse ver. Bertonio no lo veía. Pero ese despertar lumínico le había encendido una cueva oscura. Era una chispa. Y la chispa era, por primera vez en su vida, un placer triste. La nostalgia.
Los hombres y las mujeres no eran máquinas, pero habían llegado a una casi perfección. Ansiada desde hacía siglos. Y habían tenido que dejar, para ello, en largos, infinitos caminos, las remotas lacras de la angustia, de la incertidumbre, del odio. Era un ordenado transcurrir. Tampoco había esperanzas. Tenerlas habría significado carecer de algo deseable. No sufrían.
Aquella vez Bertonio iba por la calle. El Sol, que alimentaba relojes y complejas maquinarias, no por ello regateaba su luz y su tibieza a la ancha calzada multicolor. Mosaicos de mil colores sacudían la intimidad de los habitantes, casi perturbadores, precisamente para que no cayeran en el desgano y en la monotonía. Pero se podía mira, el Cielo, suavemente escondido por el color rosado de la bonanza.
Hoy es más rosado que nunca —dijo una voz de mujer que lo había alcanzado.
Bertonio se sorprendió. Su compañera en la biblioteca, Arahnia, sonreía.
¡Oh, sí! Es un Cielo muy rosado. Todo marcha muy bien... ¿Cómo te sentís?
—¡Magnífica, como siempre!
—Como siempre... Yo tengo un rayo de luz en la espalda —dijo Bertonio.
Arahnia rió:
—¡No se te ve!...
—¡Claro que no! Lo tengo en la intimidad, adentro. Es como un agujerito en una célula microscópica...
—¿Tan pequeño?...
—Sí, pero por el agujerito pienso ver cosas...
—¿A pesar de ser tan pequeño?...
Caminaban. Los transeúntes iban de un lado a otro. Cumplían misiones estrictas, sin detenerse, sin hablar, salvo algunas pocas personas.
—¿Y qué ves, Bertonio?
—Todavía no lo sé. Más que imágenes son sensaciones.
Pero dulces...
Bertonio pensaba en el placer que los antiguos habían descripto: el del sexo y el de la comida, como irresistibles hechizos que hacían posible el mantenimiento de la especie.
¡Y la pareja!
Arahnia se despidió. Bertonio la vio alejarse. Ella era la pareja. Ella era el sexo. Pero ella no lo sabía. Lo había olvidado hacía diez siglos.
Hubo una silenciosa alarma. El aire estaba tornándose, color violeta. Los detectores infalibles rastreaban el principio de rebeldía que significaba el solo sospechar que había existido algo mejor en los tiempos arcaicos. Bertonio bruscamente apagó sus pensamientos como dando un manotazo a una llamita, aplastándola.
Dueños de la total confianza de Hilarión IV, podían Bertonio y Arahnia desprenderse de la finísima cobertura metálica que los cubría como una tela de seda, y conversar sin que sus pensamientos y palabras fueran registrados en las máquinas madres que controlaban la vida de la ciudad. Bertonio había dejado de ser una sola célula iluminada. Todo su cuerpo era un Sol radiante, una fabulosa ventana, que había intuido en su nacimiento, que le permitía descubrir y reconquistar las sensaciones olvidadas y reprimidas.
Algo tremendo dijo cuando volvió a encontrar a su compañera de la biblioteca. Arahnia se asusto.
—¡Eso es una rebeldía! ¡Moriremos!...
—Te amo, Arahnia...
—¡Oh, lo hemos leído, todo eso, en los libros de los antiguos, y nos ha hecho reír!... No somos débiles como ellos...
—¡Te amo, Arahnia! Estoy asustado no por lo que pueda sucederme sino porque me siento mejor. Porque te veo hermosa. Porque te siento como parte de mi ser…
Hablaron, hablaron, hablaron.
Bertonio la besó en la boca. Nunca había besado a nadie. Se sintió transformado violentamente. Arahnia lloraba, temblorosa, aferrada a él, como un pájaro que cae y clava sus uñas en un tronco florecido, y algo le duele, pero cae sintiendo el delicioso perfume de las flores misteriosas. Y el dolor es una alegría que quiere surcar el espacio como el mismo pájaro que cae. Y es un pájaro sin alas. Y es una tristeza que estalla en pedazos, ruidosamente, y estaba aturdida, sin comprender nada, con un asombro que la hacía gemir y no sabía por qué. Y era el miedo. Y se
debilitaba. Seguía cayendo. Y sentía que estaba abrazada a las piernas de Bertonio como a dos columnas de un palacio indestructible porque se incorporaba sobre sus escombros solamente porque ella balbuceaba: “Bertonio... Bertonio... ”.
Desde el suelo, demolida por una brutal necesidad de ternura, decía:
¡Yo también lo he leído en los libros primordiales! Y vacilé, temblando. Sólo me faltaba que me dijeras algo y me lo has dicho...
Se puso de pie. Ahora era otro miedo. Se desprendieron de sus coberturas y echaron a correr. ¡Iban hacia el depósito de los segregados! De los que no habían podido superar el nivel común. Y estaban en los aledaños, como ratas. Seres humanos, pero con dolores físicos y morales, con enfermedades y con piojos, con escasa comida.
A mitad de camino Bertonio se detuvo bruscamente y miró la ciudad que abandonaban. Dijo:
—Se regresa en sólo 3 minutos...
Arahnia sonrió. Tomó de una mano a Bertonio y continuaron la carrera.
Llegaron al Gran Depósito, jadeando. Los internados habían visto su desesperada carrera. Cuando estuvieron por ingresar estalló una ovación. Después se confundieron ambos entre hombres y mujeres que los abrazaban y los besaban. Había médicos, ingenieros, químicos, personas ilustradas que, sorpresivamente, habían despertado como emergiendo del profundo sueño de un cocodrilo inmortal.
Era una pequeña población en donde nada faltaba, pero de todo había poco. Podían haber sido destruidos con el solo disparo de un rayo, pero Hilarión IV detestaba la muerte. No toleraba gérmenes nocivos para su pueblo. Y los segregados eran nocivos. Los aislaba. Sobre ellos ejercía, también, su dominación.
Dejaron solos a Bertonio y a Arahnia. Vieron que el Gran Depósito era, en realidad, como esas localidades que ilustraban las estampas de antiguos países. El Gran Depósito tenía todo aquello que había sido eliminado en la ciudad de Hilarión IV. Cigarrillos, bebidas alcohólicas, medicamentos para enfermedades comunes, como había sucedido 1.000 años atrás, se producían asimismo en el Gran Depósito. Para que ello fuera posible, la comunidad del Gran Depósito se había organizado. Había siembra, cosechas, industrias. En reducida escala. Se alcanzaba un nivel de vida precario. Y había una absurda tristeza. La de no poder vivir en la ciudad, a la que habían abandonado por propia decisión. El tener sentimientos les daba una asustada alegría de vivir, en donde era posible disfrutar de la amistad, del amor, de la esperanza, y en donde la muerte, en terrible compensación, asechaba sin dormir.
Estaban en una calle. Junto a ellos se había detenido un anciano. Se derrumbaba aniquilado por el tiempo. Los miró con detenimiento y dijo, sentenciosamente:
¡Buscad la felicidad! Cuando la encontréis comprenderéis que es temible.
Y se fue, vacilante, dueño de una sombría, altiva soledad.
Bertonio y Ariahna entraron en un bar. Era como ingresar en la prehistoria, en un nuevo mundo, que se había perdido en tiempos inmemoriales.
Se sentaron a una mesa. En seguida se sumó un inesperado hombre sonriente.
Ellos nunca habían visto hombres así, desmejorados, sin la salud potente, sin la esbeltez apabullante de los moradores de la ciudad.
Soy médico —dijo el recién llegado—. Tengo familia. Aquí constituí mi hogar. Es muy diferente a lo de allá... Tengo dos hijos. Hay un motivo distinto para vivir. No se cumple con un mandato inapelable. Se responde espontáneamente a un sentimiento. No es la grata tarea de vigilar una máquina electrónica. Es una gran emoción constante...
Beitonio y Arahnia estaban tomados de la mano sobre la mesa.
¡Eso es amor! dijo el médico señalando las manos entrelazadas . Lo demuestra el coraje que significa haber venido aquí.
Sonrió.
—Hay que habituar lentamente al organismo a esta nueva vida... Vengan siempre aquí. Hay regímenes para iniciados.
Rieron los tres.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó Ariahna.
—Claro... hay que ganar el sustento —dijo el médico—. Y deben conseguir una vivienda... Por ahora, vivirán en mi casa...
Había mucha concurrencia en el bar casi campesino. El médico batió las palmas, se hizo silencio, y dijo:
¡Hermanos!... Oficialmente les presento a…
—¡Bertonio!...
—¡Arahnia!...
—Desde ahora forman parte de nuestra familia...
Hilarión IV quiso dar una lección a su pueblo, haciendo aparecer en la gigantesca pantalla de televisión que coronaba a la ciudad, y en las pequeñas que había en cada oficina, en cada hogar, y en los vehículos voladores, las imágenes de Bertonio y Arahnia en el Gran Depósito, exhibiéndolos en el bar, en los barrios pobres, en el duro trabajo de ganar la comida, en la vivienda precaria, como el reverso sombrío de una realidad maravillosa que vivía su pueblo...
Transcurrieron los días. Los meses.
En las pantallas de televisión de la ciudad de los inmortales aparecían Arahnia y Bertonio. El bello Bertonio, ataviado como los príncipes de la antigüedad, aparecía con un tosco pantalón, arrugado, con groseros zapatones, abriendo surcos en la tierra, encorvado, azada en mano, transpirando. Se irguió con esfuerzo, doloridamente, para estar de pie, como antes, erecto. Tenía las manos embarradas. Se secó el sudor de la frente con un brazo. Suspiró después de aspirar profundamente el aire con olor a tierra. Alguien dejó escapar una risotada al lado de Hilarión IV, contemplando la escena, y dijo:
—¡Es una sucia piltrafa!
En seguida apareció Arahnia con un tazón en una mano. Bertonio la recibió con un beso en la frente. Y bebió del tazón. Su rostro se iluminó, reconfortado el hombre alegremente. Le pasó su brazo sobre los hombros y Arahnia dejó caer su cabeza sobre el pecho de su compañero quien, riendo, suavemente posó una mano en el vientre de la mujer.
Hilarión IV mostró su agria sorpresa en el rostro endurecido súbitamente por una seriedad casi agresiva. Los demás guardaron silencio, sorprendidos.
En otros días se los mostraba entrando en la pequeña vivienda. O en el bar, en donde todos eran amigos.
En una tibia, soleada mañana, se vio un cortejo fúnebre. Estaban en él casi todos los moradores del Gran Depósito, detrás del modesto ataúd.
—Es el médico. Murió el médico —dijo Hilarión IV.
En el cortejo lloraban hombres y mujeres. Lloraban Arahnia y Bertonio. Ella no podía, ni lo deseaba, disimular el vientre abultado, caminando con dificultad.
—¡Lloran! —dijo Hilarión IV.
Tiempo después las pantallas mostraron a Bertonio que salía corriendo de su choza. Estaba descontrolado.
¡A lo que ha llegado! ¡Ha perdido el dominio de sí mismo, la armonía del movimiento, el equilibrio mental, la plasticidad en el andar, acuciado por un loco sentimiento —exclamó un consejero de Hilarión IV.
Toda la ciudad había sido ganada por el interés de asistir al destino de Bertonio y Arahnia, dos personas centenarias, juveniles, vitales, que habían sido respetables en la ciudad de los inmortales. Y seguían sus pasos en las pantallas, todos estimulados por Hilarión IV, quien quería mostrar las miserias de los mortales.
Bertonio entró corriendo en el bar. Tumbó sillas y una mesa... Trepó a un banco y anunció, transfigurado:
—¡Muchachos! ¡Señores! ¡Soy padre! ¡Arahnia acaba de dar a luz un hermoso varoncito! ¡Se llamará!...¡Beban que pago yo!... ¡Beban! ¡Quiero una botella para mí!... ¡Beban que pago yo porque esto hay que festejarlo! ¡Soy el hombre más feliz de todos los planetas!...
Bebieron copiosamente. Bertonio se abrazaba a hombres y mujeres.
Bailaba solo, cantaba, volvía a saltar sobre el banco hasta que se quedó en él y dijo:
—¡Lo festejo con todo lo que puedo hacerlo! ¡Esto es muy grande! ¿Comprenden ustedes?...¡Soy tan feliz que siento que es ínfimo lo que estoy haciendo para saludar el nacimiento de mi hijo!... Es poco, muy poco... ¡Tengo que hacer más! ¡Señores!...
Extrajo un revólver de un bolsillo, se lo llevó a la cabeza y gatillo. El estruendo, insólito, pareció iniciar el fin del mundo o su advenimiento, salvaje y hermoso.
Bertonio cayó al piso, muerto...
Las pantallas, allá, al otro lado, borraron todas las imágenes. Pero era una tardía precaución.
En ese momento comenzó la rebelión que derribó a Hilarión IV del poder y terminó con su reino.