REGRESO A LA SELVA MUTANTE - Bruce Boston y Robert Frazier

Volvemos años después para descubrir una flora y una fauna
aún más extrañas, un paisaje irreconocible,
el curso de los ríos alterado, pequeños lagos opalescentes
allí donde antes sólo había maleza,
como si la mismísima tierra hubiera cambiado para adaptarse
a las nuevas formas de vida metaproteicas que la habitan.

El magnetismo es tan variable como el resto de fenómenos.
La aguja de nuestra brújula se mueve continuamente en todas direcciones,
y debemos orientarnos confiando en las estrellas y el sol.
Una vida por descubrir hace temblar el dosel de la selva sobre nuestras cabezas y diminutos lemures albinos van sin hacer ruido de una rama a otra,
tan tenues como fantasmas arbóreos perdidos en la sombra purpúrea del
follaje.

El tiempo parece tan carente de significado como nuestros datos y abstracciones.
Los días se extienden ante nosotros en bandas verdigrises,
en horas marcadas por los haces de luz blanca que se mueven lentamente.
Observamos cautelosamente el suelo para no tropezar con las raíces,
mientras escarabajos y ciempiés alterados por todas las perversiones imaginables hierven a nuestro alrededor reclamando a sus muertos con un celo voraz.

La noche se agita a la luz de esa biota radioactiva:
una alfombra de moho capaz de moverse acecha cada mata
para envolver y consumir los despojos bajo un sudario iridiscente.
La espora de un hongo carnívoro echa raíces en mi antebrazo
y Tomás tiene que hurgar entre la carne para extirpar
el bulboso tumor de neón que ha brotado en cuestión de minutos.

Hemos vuelto a la selva mutante para averiguar qué hay de cierto
en los rumores propagados por los nativos que pescan en sus blancas aguas,
para una operación de reconocimiento de la adaptación y el mito.
«¿Dónde están los tucanes?», se pregunta Genna cuando le explicamos
que los gritos que hacen vibrar la oscuridad son de panteras en celo que se aparean, sonidos tan complejos que casi parecen articulados.

Tomás mastica una tortilla rancia, machaca raíces para el desayuno
y cuenta una historia de los indios parakana que gobernaron esta tierra.
Una mañana la esposa del jefe —llama desnuda de bronce
en las aguas de un estanque perdido entre rocas— sucumbió a un ataque
tan brutal como sublime que dejó su cuerpo lleno de cicatrices
que confirmaban el origen bestial de su amante.

Y cuando dio a luz se dijo que el bebé
estaba cubierto del vello azul ébano más fino que se pueda imaginar.
El jefe enloqueció de ira al ver las rendijas verticales de sus ojos.
Después de que matara al niño un felino gigantesco rugió durante semanas
y expulsó a la tribu de sus hogares obligándola a huir hacia el norte.
Salimos del campamento sur y abrimos un sendero tras otro
hasta encontrar murallas impenetrables de una fibra más dura que cualquier tendón,
lianas tan gruesas e indestructibles como cables de titanio
que se entrelazan hasta formar una sólida vaina gordiana
alimentándose con sus antepasadas y más lejos, al sur,
esbeltos troncos de plata que se alzan cual columnatas perdiéndose entre las nubes.

Y cada día salimos del campamento para abrir un nuevo sendero inútil,
hasta que nos encontramos con las rutas que otros han trazado
y mantenido, caminos sinuosos que serpentean hacia el interior
llevando a zonas de abandono genético aún más corruptas y lejanas.
Descubrimos una ceiba transfigurada sobre cuya arrugada corteza
están grabadas las runas recientes de una ideografía primitiva.

Genna pide que nos detengamos para poder cargar su minicámara.
Da vueltas alrededor del árbol sin hacer caso de nuestras protestas.
Y, como temíamos, sus torpes movimientos alertan a una enredadera,
pero en vez del diluvio de espinas letales somos bombardeados
con bolas de hojas que explotan convirtiéndose en polvo, marcándonos con
sus excreciones luminosas y dejando un tercer ojo en la frente de Genna.

Souza muere esa noche, los miembros agarrotados en rígida fibrogénesis.
Una pantera ruge; Tomás quiere que nos reagrupemos en el campamento.
Genna decide que ha sido elegida, marcada para el rito de paso.
Abre su sendero particular queriendo llegar a un paraíso nacido del sueño
y las alucinaciones, pero vuelve tambaleándose, herida y medio loca. Ha
perdido la minicámara y su mano de blancos nudillos sostiene una cassette.

Salimos del campamento norte y luchamos con la milagrosa regeneración de la selva
que nos corta la retirada hacia la pista de aterrizaje cercana al río.
Los lemures fantasma giran sobre nuestras cabezas y se burlan de nosotros
con un coro tan febril y compulsivo como nuestros pensamientos.
Seguimos avanzando como si fuéramos un solo organismo, viendo las últimas escenas
de la cinta de Genna una y otra vez en nuestras mentes.

En las profundidades de la selva mutante, allí donde el agua
cae cada tarde bajo una luz filtrada hasta el carmesí,
un felino de piedra se alza contra el telón opaco de las hojas.
Surge de la nada en la pantalla del monitor
sosteniéndose sobre sus patas traseras, más alto que un hombre y mucho más corpulento.
Fijaos en la acumulación celular que ha distendido su cráneo
y en que la esbelta arquitectura natural del rostro
ha evolucionado hasta convertirse en una grotesca distorsión angulosa,
y veréis que las patas terminadas en zarpas ahora poseen dedos y un pulgar oponible.

Una fe virulenta nos llama a las húmedas cavernas y túneles tallados entre las lianas,
allí donde se enroscan las anacondas leprosas.
Una especie recién creada modela a la divinidad en su propia apoteosis.