Echó una fugaz mirada a la mujer delgada de pelo cano que estaba sentada junto a él. Su boca formaba una sonrisa tranquila. Estaba viendo cómo los árboles y los campos se deslizaban a cada lado del camino. Robert Proctor volvió sus ojos hacia la carretera, sin perder ni un segundo.
—¿Lo estás pasando bien, mamá? —preguntó.
—Sí, Robert. —Su voz tenía el mismo frescor que la mañana—. Es muy agradable estar sentada aquí. Estaba pensando en cómo conducía cuando eras pequeño. Me pregunto si entonces lo pasabas tan bien como yo ahora.
Él sonrió, algo incómodo.
—Claro que sí.
Su madre alargó la mano y le dio una suave palmadita en el brazo, volviéndose luego para contemplar el paisaje.
Proctor se dedicó a escuchar el suave ronroneo del motor. Ante él podía ver un gran camión, que hacía brotar un géiser de humo al acelerar en la curva. Detrás, sin adelantarle, había un largo convertible azul, que se conformaba con ir siguiendo al camión. Robert Proctor se dio cuenta de todo ello y lo archivó en lo más hondo de su mente. Se estaba acercando lentamente a ellos, pero no llegaría a su altura hasta que no hubieran pasado uno o dos minutos.
Siguió escuchando el ronroneo del motor, complaciéndose con el sonido Él mismo se había encargado de ajustarlo, sin hacer caso a las protestas del mecánico. Ahora el motor iba algo duro a poca velocidad, pero funcionaba perfectamente si se aceleraba. Hacía falta una sensibilidad especial para trabajar bien con los motores, y Robert Proctor sabía que él poseía esa sensibilidad. No había nadie en el mundo que supiera ajustar un motor igual que él.
Era una buena mañana para conducir, y su mente estaba llena de pensamientos agradables. Alcanzó al convertible azul y empezó a rebasarlo. El coche iba a una velocidad ligeramente superior al límite de la carretera, pero lo controlaba perfectamente. De repente, el convertible azul que seguía al camión hizo un brusco giro. Giró sin ningún tipo de aviso, y golpeó a su coche cerca del parachoques frontal derecho, haciéndole desviarse hacia la parte izquierda de la carretera, casi entrando en la cuneta.
Robert Proctor era demasiado buen conductor como para pisar bruscamente el freno. Luchó con el volante para mantener el coche en línea recta. Las ruedas de la izquierda se hundieron en la blandura de la cuneta, y el coche se fue hacia la izquierda, queriendo meterse en la isla central y cruzarla para penetrar en la calzada por donde venían los coches lanzados en dirección contraria a la suya. Proctor logró dominarlo, y un instante después la rueda chocó con una roca escondida entre la tierra, y el neumático delantero izquierdo reventó. El coche empezó a patinar, y fue entonces cuando su madre se puso a gritar.
El coche giró sobre sí mismo y resbaló parte de la distancia que les separaba de la otra calzada. Robert Proctor luchó con el volante, intentando enderezar el coche, pero el tirón ejercido por el neumático reventado era excesivo. El grito seguía sonando en sus oídos, e incluso mientras se debatía con el volante, una parte de su mente se preguntó fríamente cómo era posible sostener durante tanto tiempo un grito sin tomar aliento. Un coche que venía de frente golpeó un lado del radiador y le hizo girar malignamente, metiéndole de lleno en la calzada de la izquierda.
Se vio arrojado al regazo de su madre y ella fue lanzada contra la portezuela derecha. La portezuela aguantó. Proctor alargó su mano izquierda hacia el volante, y logró erguirse pese a la fuerza centrífuga del giro. Giró el volante hacia la izquierda, e intentó detener el movimiento del coche y salir patinando de esa calzada donde el tráfico iba en dirección contraria a la suya. Su madre fue incapaz de erguirse; yacía apoyada en la portezuela, su grito subiendo y bajando de tono con la enloquecida rotación del coche.
El coche perdió parte de su inercia. Durante uno de los giros, logro enderezar el volante; el coche, vacilante, dejó de girar y avanzó en línea recta por la calzada. Antes de que Robert Proctor pudiera llegar a la seguridad de la cuneta, un coche apareció ante él, lanzándose a toda velocidad contra el suyo. Al volante del otro coche había un hombre, el cuerpo rígido, incapaz de moverse, los ojos desorbitados mirándole fijamente, llenos de miedo. Al lado del hombre había una chica, la cabeza apoyada en el respaldo del asiento, rizos suaves encuadrando un rostro hermoso, sus ojos cerrados en un tranquilo sueño. Lo que más afectó a Robert Proctor no era el miedo del hombre; era la confiada indefensión que había en el rostro de la muchacha dormida. Los dos coches estaban cada vez más cerca el uno del otro, y Robert Proctor no podía cambiar la dirección del suyo. El conductor del otro coche permanecía paralizado ante su volante. En el último instante, Robert Proctor se quedó muy quieto, los ojos clavados en el rostro de la chica dormida que se precipitaba hacia él, el grito de su madre sonando todavía en sus oídos. Cuando los dos coches se estrellaron el uno contra el otro, a gran velocidad, no oyó ningún estruendo. Sintió que algo le empujaba el estómago, y el mundo empezó a volverse gris. Un instante antes de que perdiera la conciencia, oyó detenerse el grito, y entonces supo que había estado oyendo un solo alarido, muy breve, que parecía seguir y seguir para siempre. Después, sintió una sacudida muy fuerte e indolora, y luego la oscuridad.
Robert Proctor parecía estar en el fondo de un pozo negro. A lo lejos había un débil punto luminoso, y podía oír el sonido de una voz distante. Intentó moverse hacia la luz y el sonido, pero el esfuerzo era demasiado grande. Siguió tendido, haciendo acopio de fuerzas, y volvió a intentarlo. La luz se hizo más brillante y la voz más fuerte. Lo intentó de nuevo, esforzándose con más ímpetu, y llegó un poco más cerca. Después de eso, abrió los ojos y contempló al hombre que estaba sentado ante él.
—¿Te encuentras bien, hijo? —le preguntó el hombre.
Llevaba un uniforme de color azul y su rostro regordete era familiar.
Robert Proctor intentó mover la cabeza y descubrió que estaba sentado en una silla reclinable, que no había sufrido daño alguno, y que era capaz de mover sus brazos y sus piernas sin ningún problema. Sus ojos recorrieron la habitación, y recordó.
El hombre del uniforme vio crecer el brillo de la comprensión en sus ojos y dijo:
—No ha sucedido nada, hijo. Acabas de pasar la última parte de tu examen de conducir, eso es todo.
Robert Proctor logró enfocar sus ojos en el hombre. Aunque le veía con claridad, le parecía ver borrosamente el rostro de la chica dormida delante del suyo.
El hombre de uniforme siguió hablando.
—Te hicimos pasar un accidente bajo hipnosis…, ahora se lo hacemos a todo el mundo antes de que obtengan el carnet de conducir. Hace que sean mejores conductores, y que vayan con más cuidado durante el resto de sus vidas. ¿Lo recuerdas ahora? ¿Recuerdas haber venido aquí y todo lo demás?
Robert Proctor asintió, pensando en la chica que dormía. Jamás habría despertado; habría pasado directamente de un dulce sueño temporal al negro y pesado sueño de la muerte, sin que hubiera nada entre los dos. Lo de su madre ya hubiera sido bastante malo aunque, después de todo, ya era mayor. Lo de la chica dormida era, pura y simplemente, una pérdida insoportable.
El hombre de uniforme seguía hablando.
—Ahora ya está todo hecho. Págame los diez dólares de tarifa, firma este impreso y dentro de uno o dos días te mandaremos tu carnet por correo.
No alzó los ojos para mirarle.
Robert Proctor puso un billete de diez dólares sobre la mesa que había ante él, echó una rápida mirada al impreso y lo firmó. Cuando levantó la vista encontró a dos hombres de uniforme blanco flanqueándole, y frunció el ceño, algo disgustado. Abrió la boca para decir algo pero el hombre del uniforme azul habló primero.
—Lo siento, hijo. No has aprobado. Estás enfermo, necesitas un tratamiento.
Los dos hombres hicieron que Robert Proctor se pusiera en pie.
—Quítenme las manos de encima. ¿Qué es todo esto? —preguntó él.
—Nadie debería sentir el deseo de conducir un coche después de lo que has pasado hace unos instantes —dijo el hombre de uniforme—. Deberías necesitar meses antes de que te fuera posible pensar en conducir, pero tú ya estás listo para ello. Matar gente no te molesta. Ya no dejamos que la gente de tu clase ande suelta por la sociedad. Pero no debes preocuparte, hijo. Cuidarán bien de ti y te arreglarán.
Le hizo una seña a los dos hombres, y éstos empezaron a llevarse a Robert Proctor de la habitación.
—No puede estar hablando en serio —dijo Robert Proctor—. Sigo soñando, ¿verdad? Esto sigue siendo parte de la prueba, ¿no?
—¿Cómo podemos saberlo? —contestó el hombre de uniforme.
Y los otros dos se llevaron a Robert Proctor a través de la puerta, las rodillas rígidas, los pies sin fuerza, los talones de sus zapatillas de goma resbalando por los dos surcos que se habían formado en el suelo.
Theodore L. Thomas