EL GREGORY DE GLADYS - John Anthony West

Señoras, miembros del club, me honra estar hoy aquí para hablarles de la competición de este año en nuestra comunidad, y del ganador de la competición de este año, el Gregory de Gladys. Y quiero agradeceros a todas vuestro interés y vuestra amable atención.

Empiezo con estadísticas de los registros médicos. El Gregory de Gladys a su llegada a nuestra comunidad:

ALTURA: 2 metros
PESO: 115 kilos
PECHO: 1 metro y 24 centímetros
CINTURA: 90 centímetros
CUELLO: 45 centímetros

Ya preveo vuestra admiración, señoras. Por lo tanto, permitid que presente inmediatamente el lado oscuro de la moneda. A su llegada, Gregory tenía 28 años de edad, pero su peso apenas si había cambiado desde sus días universitarios, cuando era jugador de rugby. Llevaba casado tres años enteros. ¡Miembros del club! Por favor, no se apresuren a sacar conclusiones. Escúchenme antes de cargar a Gladys con el fardo de la culpa. Tengan presente que aquí, cierto, tenemos a Gregory, 115 kilos de materia prima. Pero esta silueta no había cambiado en ocho años.

Admito que por desgracia las mujeres de nuestra comunidad tampoco vieron objetivamente la situación. «Culpa de Gladys», gritaron, y dieron rienda suelta a la indignación.

Pensamos en Beth Shaefer, que había llevado a su Milton desde sus desgarbados 80 kilos hasta los 155 en menos de tres años; Sally O’Leary con tres huelgas contra ella al principio, que, con un ex jockey como Jannie, sin embargo luchó con bravura y le llevó finalmente a los 126 kilos; Joan Granz, que cuidó de su Marvin hasta los 216 kilos y un segundo premio, pese a su peligroso estado cardíaco. Ciertamente, todas vosotras podréis comprender lo que sentíamos.

Bien, el Gregory de Gladys era entrenador de rugby, y un día, pasando en coche junto al estadio, se reveló la primera pista de una situación tan desagradable como ésta. El Gregory de Gladys llegaba a participar en el ejercicio físico.

Yo misma le vi lanzarse repetidamente contra un muñeco relleno de paja; le vi dirigir cinco minutos de agotadores ejercicios calisténicos, y luego, imperturbable, llevar a su equipo en una carrera alrededor de la pista. Las más acerbas enemigas de Gladys se habrían visto obligadas a admitir que no todo era culpa de ella. Incluso hoy puedo ver cómo de sus poros sudorosos se escapan las calorías que ayudan a ganar carne.

A la mañana siguiente, llamé a Gladys. Era una jovencita encantadora y muy dulce, totalmente distinta de la zorra maliciosa que habían pintado los rumores sobre ella. Le conté la escena del estadio, pero la pobre Gladys ya sabía todo eso, por desgracia. Y tenía para contarme historias aún más extrañas. Segaba la hierba con una segadora manual, jugaba al voleibol fuera de temporada, corría los tres kilómetros que había de la escuela hasta su hogar en chándal. La muchacha estaba desolada.

Discutimos sobre su dieta, y mi asombro fue tal que me quedé sin palabras. ¡Carne! Le daba de comer carne, y pescado, y huevos, y verduras frescas.

—¡Croissants! —le grité—. ¡Patatas! ¡Pastel cubierto de chocolate! ¡Cerveza! ¡Mantequilla!

Pero no. Gregory odiaba esas cosas. Ni siquiera las habría tocado.

—No te quiere —dije.

—Sí que me quiere —gimió Gladys, su voz a punto de quebrarse—. A su modo, me quiere.

Le sugerí la estrategia que tan a menudo había dado buenos resultados, cuando las competiciones aún no habían conseguido su popularidad actual, y la oposición era más fuerte.

Como todas sabemos, nuestra resistencia sexual es superior a la de nuestros compañeros. Una esposa, camuflando sutilmente sus motivos bajo la atractiva capa de la pasión, puede reducir a su esposo a un estado de fatiga sexual en cuestión de semanas. Y un esposo sexualmente saciado se encuentra maduro para ser manejado con inteligencia. Pasa una velada tras otra sentado apaciblemente. Comiendo. Guarda sus energías para la noche que le espera y, gradualmente, aumenta de peso. En un momento determinado su obesidad interfiere con su virilidad, y en ese punto la esposa inteligente aprende a pedir menos. El esposo, que para entonces ya se encuentra incómodamente recubierto de grasa, se siente más que contento al ver que le dejan tranquilo. Ahora, la esposa puede reducir sus demandas a cero, y el esposo, no padeciendo la carga de ninguna ansiedad consumidora de calorías, se prepara para la competición.

Con el Gregory de Gladys este método resultó inútil. Tras un mes de prueba, Gladys no era sino una sombra de su antiguo yo, mientras que a Gregory se le veía por todas partes, con su equipo, segando la hierba, sus desagradables músculos abultados, y una sonrisa de ruin satisfacción en el rostro.

En una reunión especial de la comunidad se diseñó un ingenioso plan. Haríamos que Gladys y Gregory fueran la pareja socialmente más prominente de la comunidad. Pronto encontraron su calendario social repleto de compromisos: cenas, desayunos, buffets, excursiones campestres… Gregory se encontró sentado ante mesas que crujían por el peso de los hidratos de carbono. Se hallaba bajo una vigilancia constante. Apenas se había limpiado la crema batida de los labios, y se colocaba ante él un plato con una montaña de helado o rebosante de macarrones. Su jarra de cerveza no llegaba nunca a la raya que indica la mitad; una esposa vigilante se encargaba de volver a llenársela.

Debo indicar en este momento, señoras, que Gregory no tenía nada de rebelde consciente, y que tampoco era malicioso o subversivo. Debemos hacer a un lado sus ridículas ideas sobre la cultura física y mirarle como lo que era, un hombre encantador y un esposo ideal; afable, callado y sin el más mínimo destello de inteligencia. La furia militante de nuestra comunidad de mujeres pronto cedió paso a una auténtica y preocupada solicitud. Y una Gladys radiante informó que se había tenido que correr dos agujeros del cinturón.

Una Gladys cuidadosamente preparada y entrenada empezó la guerra psicológica. La casa se llenó de revistas abiertas siempre por la página de anuncios ricos en calorías. En las fiestas, flirteaba abiertamente con los esposos más corpulentos, a los que todavía se dejaba andar en libertad.

Hacia la primavera el peso estimado de Gregory llegaba a unos 145 kilos. Atónito, seguía aferrándose a sus viejas ideas.

—Tengo que ponerme en forma para los entrenamientos de primavera —farfullaba, la boca llena de mousse de chocolate.

A los 155 kilos, el espíritu de cooperación empezó a debilitarse. Todas a una, las mujeres se dieron cuenta de lo que habían desencadenado, y se sintieron horrorizadas ante la perspectiva.

Mientras tanto, Gladys, que había cobrado confianza en sí misma, actuó rápidamente y con una brillante técnica estratégica. Consultó a una adivina; ésta profetizó que, si tenía oportunidad de ello, su Gregory se volvería loco por las nueces del Brasil. Gladys compró doscientos cincuenta gramos como prueba, y las nueces desaparecieron en cinco minutos.

¡Bien, señoras, nueces del Brasil! Fue la gota que hizo rebosar el vaso. Nueces del Brasil, repletas de calorías. El espíritu comunitario se convirtió en una frialdad hostil, y luego en una virulenta envidia. ¡Era incapaz de parar, siempre estaba comiendo nueces del Brasil! Ojos anhelantes buscaban esperanzados los signos delatores que indican el final del desarrollo, la piel tensa y la mirada de pez señalando que un esposo está llegando a su límite, pese a su potencial aparente. Buscamos señales y pistas del hinchazón y mal aspecto, pero a los 160 Gregory apenas si empezaba a colmar sus capacidades. Y, sin que nadie le influyera, se aficionó a los dulces.

La competición de ese año fue un puro anticlímax. El Peter de Jenny Schultz sacó el primer puesto con 210 kilos, pero el prodigioso Gregory estaba en la mente de todas.

Un poco después, y en contra de todas las expectativas, Gladys recluyó a su Gregory. Eso dio pie a ciertas esperanzas. Estaba claro que a Gladys se le había ido la mano, y que ahora sacrificaba la estrategia a su ímpetu juvenil. Pero su confianza en ella misma enfurecía a las damas de nuestra comunidad.

Por primera vez en la historia, nuestras mujeres se agruparon en un esfuerzo para evitar la inminente victoria de Gregory. Cierto, las emociones que motivaron esta acción no eran del todo honestas pero, señoras, pónganse ustedes en su lugar. ¿Estarían dispuestas a soportar los dolores, el esfuerzo, e incluso el gasto de preparar a un esposo para una competición cuyo desenlace estaba determinado de antemano?

¿Cuánto tiempo le haría falta para preparar a su Gregory? Ésta era la pregunta que ardía en la mente de todas. El esposo promedio necesita tres o cuatro años, como todas sabemos. Desde luego, Gregory era un caso especial. Para él, cuatro años significarían un exceso de grasa. Tres años parecían lo más lógico, pero con Gregory dos años no parecía algo imposible, y Gladys ya había dado muestras de su intrepidez e impaciencia. La erudita opinión de nuestra comunidad acabó siendo que Gladys presentaría a Gregory en dos años. Por lo tanto, resultaba asunto sencillo para las demás preparar a sus esposos para un año distinto. Si Gregory era el único presentado, la suya sería una victoria pírrica.

Nuestra solución era atrevida pero consistente. Las mujeres llegaron a un acuerdo para presentar a sus esposos al año siguiente, pese al hecho de que gran número de ellos no habrían llegado todavía a su punto culminante. El sentir general era que si un plan de tres años fracasaba (como podía suceder por culpa de un desliz, por pura ruindad o por mil razones más), cuatro o cinco años de reclusión serían insoportables para todas las esposas implicadas y, por supuesto, lo mismo ocurriría con los esposos, pues el declive es más rápido después de que se ha logrado el punto culminante. Las mujeres cuyos esposos llevaban recluidos un año obtuvieron permiso para no adherirse al pacto.

A esto siguió un período de curiosa tensión. La arrogancia de Gladys quedó oculta bajo una capa de interés por los asuntos de la comunidad, mientras que las demás mujeres enmascaraban su complicidad y su odio bajo el disfraz de la camaradería y las perspectivas de una sana competición.

Gladys hizo que le entregaran las provisiones a domicilio: toneles de cerveza, fanegas de patatas, sacos de harina… ¡Oh, sí! En dos años establecería un récord, pero el suyo sería un triunfo inútil.

Y, además, podía excederse. Todas recordábamos al Darius de Elizabeth Bent quien, varios años antes, poseedor de un potencial parecido al de un Gregory y anhelando establecer un récord, se había dejado empujar demasiado fuerte. Murió seis semanas antes de la competición; 310 sensacionales kilos que no lograron clasificarse.

Con la competición a un mes vista, Gregory fue olvidado. Cierto, a la competición de este año le faltaba el elemento de la sorpresa. Todas (salvo Gladys) sabían qué otros esposos iban a ser exhibidos. Era posible adivinar cuál sería el probable ganador con un grado razonable de precisión…, pero, aun así, una competición es una competición, y el aire estaba cargado con la familiar amargura de la rivalidad.

El día de la competición amaneció cálido y soleado, y una excitada muchedumbre se congregó en el estadio. Este año, por supuesto, apenas había esas intensas especulaciones de costumbre: ¿Quién sería presentado por sorpresa? ¿Quién iba a pasar otro año en reclusión?

Pero cinco minutos antes del desfile, una pregunta se abrió paso por entre las filas del público. ¿Alguien ha visto a Gladys? Un público expectante se convirtió en un público febril. Los cuellos se agitaron. Ojos agudos examinaron la multitud. No se la veía. Un murmullo de ira barrió las gradas. ¿Era posible que hubiera preparado a su Gregory en un año? ¡No! ¡No! Era imposible.

La banda empezó a sonar y, lentamente, los camiones pintados con alegres colores y cubiertos con banderolas pasaron ante el estrado. Veintiséis en total. ¿Cuántas mujeres habían participado en el pacto para mostrar a sus esposos? ¿Veinticinco? ¿Veintiséis? Nadie se acordaba.

Los camiones dieron la vuelta a la pista. La atención estaba dividida entre el desfile y la entrada, donde se esperaba la llegada con retraso de una Gladys apareciendo entre las espectadoras.

La fanfarria subió de tono en un acorde metálico, y los camiones se detuvieron. Las esposas salieron de las cabinas y se situaron ante sus vehículos. Todas conocemos la tensión de este momento, cuando el público recorre de un vistazo la hilera de esposas, y ve a dos docenas o más de mujeres vestidas con sus mejores galas y, al mismo tiempo, intenta recordar quiénes podían haber estado allí y no están. Ese momento de nervios, en el que años de planes, esperanzas, trabajos y ardides dan su fruto con excesiva rapidez… Pero en esta fracción de segundo todos los ojos se fijaron en una persona, y sólo en una: Gladys.

Estaba inmóvil ante su camión, deslumbrante en su blanco traje de organdí, fresca como una margarita, sin mostrar nada de lo que debió ser una tensa y solitaria ordalía, sin que se le viera ni una sola arruga, sin un solo mechón de pelo fuera de su sitio. Pude sentir como la atmósfera se iba cargando con una tempestad de odio.

Las demás esposas de la competición miraban a Gladys sin saber qué hacer. Sonó el clarín, y las esposas quitaron las capotas de sus camiones. Ése era el instante en que se contenía el aliento, cuando los esposos eran presentados. Pero esta vez todos los ojos se clavaron en el camión número diecisiete: el Gregory de Gladys.

No hubo aplausos, no se oyeron los acostumbrados vítores entusiastas, no hubo nada, sólo un impresionante silencio. En ese instante, todas y cada una de las esposas presentes supieron que sus minúsculas esperanzas particulares habían quedado extinguidas para siempre. Nunca, ni en sus más locas ensoñaciones, habían podido concebir a un Gregory.

Estaba tan inmóvil como si hubiera echado raíces en la trasera del camión; monolítico. A su rostro le faltaba esa hinchazón que normalmente se encuentra en los auténticos esposos elefantinos; su frente estaba fruncida en gruesos pliegues de carne; sus mejillas, ni abultadas ni fláccidas, colgaban en soberbios mofletes que parecían bistecs. Su cuello era un espeso cono que, sin interrupción alguna, llevaba a unos hombros tan gigantescos que, en lugar de acabar cediendo a la inevitable barriga, parecían caer en línea recta. Era perfecto. Un pilar, un bloque, una montaña, sólida e inmóvil. Se volvió, lenta y orgullosamente. De cara, de perfil, de espalda, y nuevamente de cara. Su peso era incalculable. Era más grande, más pesado, más intenso y más bello que nada de lo que jamás hubiéramos visto. El odio del público se convirtió en desesperación. Quizá nuestra nieta suplicará para que le hablen del Gregory de Gladys, pero nosotras le habíamos visto. Para nosotras no habría más competiciones. Ni una sola de las mujeres presentes pensó en los primeros tormentos sufridos por Gladys, o en sus años de ostracismo social. Pero, claro, ¿cómo habrían podido hacerlo?

Empezó el pesaje, y el público maldijo y se agitó en sus gradas. Había dieciséis esposos antes que Gregory. Las poleas alzaron a los esposos hasta la plataforma de pesaje, y se anunciaron los resultados: 157 kilos, 170,111 (alguien se rió), 175,176 (alguien aplaudió: una familia, sin duda), 171,156. Ni el más mínimo interés. Las abatidas esposas que habían trabajado y hecho planes durante años esperando esta ocasión, las que sólo pedían una competición justa, lloraban abiertamente. 183 kilos, 142. La espera parecía no tener fin.

Gregory era el siguiente, pero Gladys nos tenía guardada una sorpresa. Cuando los hombres se preparaban para colocarle el arnés a Gregory, Gladys les hizo una seña para que se apartaran. Colocó una resistente escalera de tubo metálico en el camión y, pesadamente pero sin ninguna vacilación, Gregory bajó por ella.

¡Seguía siendo capaz de caminar!

Con los hombros echados hacia atrás para equilibrar su soberbia masa, avanzó balanceándose y oscilando hacia la escalera que llevaba a la plataforma. Probó con la mano la frágil barandilla, y ésta se rompió. Usando una parte de la barandilla como si fuera un bastón, subió lentamente por los peldaños, mientras una multitud contenía la respiración aguardando oír el ruido de los tablones al romperse. Los peldaños gimieron pero lograron resistir, y Gregory se dirigió por su propio pie a la balanza.

Bien, señores, ¿qué importa en realidad la cifra exacta? Todo había terminado. Tras ver a Gregory, las frías estadísticas eran irrelevantes. La cifra, os lo diré pese a todo, era 338 kilos.

Gregory se dio la vuelta lenta y orgullosamente sobre la balanza, y sonrió. No hubo aplausos. Pero, al principio de forma aislada, luego en grupos y después en masa, el público se puso en pie. Incluso la envidia y el odio carecían de poder ante la presencia del concursante que sería un monumento para Gladys y nuestra comunidad, y una inspiración para el mundo.

Y ahora, señoras, deseo, oh, sí, cómo deseo que me fuera posible terminar este informe con la nota final que merece tal hazaña. Por desgracia, un incidente empañó la perfección de la victoria del Gregory de Gladys.

Nuestro club, como todos los demás, siempre se ha adherido a la costumbre tácita pero tradicional: Al ganador de la competición se le permite escoger la forma en la que le gustaría que le sirvieran.

El Gregory de Gladys, sin embargo, por puro despecho (sigue habiendo feroces discusiones sobre este punto), o prestando oído a un instinto primitivo, pidió que se le sirviera crudo.

Al no existir ningún precedente sobre cómo actuar, y temiendo romper una costumbre tan honrada por el tiempo, cumplimos a regañadientes con su petición, creando con ello un agudo malestar físico en muchas, y una aguda revulsión física en todas. Ahora se está discutiendo en nuestra comunidad una moción que, en el futuro, aliviará de esta responsabilidad al ganador de la competición. En vista de nuestra desgraciada experiencia, señoras, es parte de la misión que me trae hoy aquí el instaros, a vosotras y a vuestro club, así como a todos los demás clubes, para que, tan pronto como os resulte posible, votéis una enmienda similar.

Señoras, os agradezco la paciencia que habéis tenido conmigo.


John Anthony West